Escena I

COMISARIO.— Dejadme hacer; conozco mi oficio, a Dios gracias. No es hoy la primera vez que intervengo para descubrir robos, y quisiera yo tener tantos sacos de mil francos como personas he mandado ahorcar.

HARPAGÓN.— Todos los magistrados están interesados en llevar este asunto; y si no me hacen recuperar mi dinero, pediré justicia de la Justicia.

COMISARIO.— Hay que efectuar todas las indagaciones requeridas. ¿Decíais que había en esa arquilla…?

HARPAGÓN.— Diez mil escudos bien contados.

COMISARIO.— ¡Diez mil escudos!

HARPAGÓN.— Diez mil escudos.

COMISARIO.— ¡El robo es importante!

HARPAGÓN.— No existe suplicio bastante grande para la enormidad de ese crimen, y si queda impune, las cosas más sagradas no estarán ya seguras.

COMISARIO.— ¿Y en qué monedas estaba esa suma?

HARPAGÓN.— En buenos luises de oro y en pistolas de peso corrido.

COMISARIO.— ¿Quién sospecháis que pueda ser el autor de este robo?

HARPAGÓN.— Todo el mundo; y quiero que encarceléis a la ciudad y los arrabales.

COMISARIO.— Es necesario, creedme, no asustar a nadie y procurar atrapar con cautela algunas pruebas, a fin de proceder luego con todo rigor a la recuperación de las monedas que os han sido robadas.