HARPAGÓN.— (Solo. Llega gritando desde el jardín y sin sombrero). ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al asesino! ¡Al criminal! ¡Justicia, justo Cielo! ¡Estoy perdido! ¡Asesinado! ¡Me han cortado el cuello! ¡Me han robado mi dinero! ¿Quién podrá ser? ¿Qué ha sido de él? ¿Dónde está? ¿Dónde se esconde? ¿Qué haré para encontrarlo? ¿Adónde correr? ¿Adónde no correr? ¿No está ahí? ¿No está ahí? ¿Quién es? ¡Detente! ¡Devuélveme mi dinero, bandido!…
(A sí mismo, cogiéndose del brazo). ¡Ah, soy yo! Mi ánimo está trastornado; no sé dónde me encuentro, ni quién soy, ni lo que hago. ¡Ay! ¡Mi pobre! ¡Mi pobre dinero! ¡Mi más querido amigo! Me han privado de ti, y, puesto que me has sido arrebatado, he perdido mi sostén, mi consuelo, mi alegría; se ha acabado todo para mí, y ya no tengo nada que hacer en el mundo. Sin ti no puedo vivir. Se acabó; ya no puedo más; me muero; estoy muerto; estoy enterrado. ¿No hay nadie que quiera resucitarme, devolviéndome mi dinero o diciéndome quién lo ha cogido? ¡Eh! ¿Qué decís? No hay nadie. Es preciso que quienquiera que sea el que ha dado el golpe haya acechado el momento con mucho cuidado, y han escogido precisamente el rato en que hablaba yo con el traidor de mi hijo. Salgamos. Voy en busca de la Justicia, y haré que den tormento a todos los de mi casa: a sirvientas, a criados, al hijo, a la hija y también a mí. ¡Cuánta gente reunida! No pongo la mirada en nadie que no suscite mis sospechas, y todos me parecen ser el ladrón. ¡Eh! ¿De qué han hablado ahí? ¿Del que me ha robado? ¿Qué ruido hacen arriba? ¿Está ahí mi ladrón? Por favor, si saben noticias de mi ladrón, suplico que me las digan. ¿No está escondido entre vosotros? Todos me miran y se echan a reír. Ya veréis cómo han tomado parte, sin duda, en el robo de que he sido víctima. ¡Vamos, de prisa, comisarios, alguaciles, prebostes, jueces, tormentos, horcas y verdugos! Quiero hacer colgar a todo el mundo, y si no encuentro mi dinero, me ahorcaré yo mismo después.