HARPAGÓN.— Veamos; interés de madrastra aparte, ¿qué te parece a ti esa persona?
CLEANTO.— ¿Qué me parece?
HARPAGÓN.— Sí; su aire, su talle, su belleza, su ingenio…
CLEANTO.— Así, así…
HARPAGÓN.— ¿Y qué más?
CLEANTO.— Hablándoos con franqueza, no me ha parecido aquí lo que había creído. Su aire es el de una indudable coqueta, su talle bastante basto, su belleza muy mediana y su ingenio de lo más vulgar. No creáis, padre mío, que lo digo para apartaros de ella, pues, madrastra por madrastra, tanto se me da ésta como otra.
HARPAGÓN.— Sin embargo, hace poco le decías…
CLEANTO.— Le he dicho unas cuantas galanterías en vuestro nombre; mas era por agradaros.
HARPAGÓN.— ¿No sientes, entonces, inclinación hacia ella?
CLEANTO.— ¿Yo? En absoluto.
HARPAGÓN.— Eso me disgusta, pues echa por tierra una idea que se me había ocurrido. Contemplándola así, he reflexionado sobre mi edad, y he pensado que podrían murmurar viendo que me casaba con tan juvenil persona. Esta consideración me ha hecho renunciar a tal propósito, y como la he hecho pedir y estoy comprometido de palabra con ella, te la hubiera cedido, de no haber confesado tú esa aversión.
CLEANTO.— ¿A mí?
HARPAGÓN.— A ti.
CLEANTO.— ¿En matrimonio?
HARPAGÓN.— En matrimonio.
CLEANTO.— Escuchad. Verdad es que no resulta muy de mi gusto; mas, por complaceros, padre mío, estoy decidido a casarme con ella, si queréis.
HARPAGÓN.— Yo soy más razonable de lo que crees. No pienso en modo alguno forzar tu inclinación.
CLEANTO.— Perdonadme; haré ese esfuerzo por afecto a vos.
HARPAGÓN.— No, no. Un matrimonio no puede ser feliz si no existe inclinación.
CLEANTO.— Ésa es una cosa, padre mío, que tal vez venga después; y, según dicen, el amor es, con frecuencia, fruto del matrimonio.
HARPAGÓN.— No. Por el lado del hombre, no debe correr riesgo el negocio; y hay consecuencias enojosas, a las que no quiero exponerme. Si hubieras sentido alguna inclinación hacia ella, enhorabuena te habrías casado en mi lugar; mas, no siendo así, seguiré mi primer propósito, y seré yo quien me case con ella.
CLEANTO.— Pues bien, padre mío; ya que las cosas se ponen así, es preciso descubriros mi corazón y revelaros nuestro secreto. La verdad es que la amo desde el día en que la vi en un paseo; que mi deseo era, hace poco, pedírosla por esposa, y que tan sólo me ha contenido la declaración de vuestros sentimientos y el temor a enojaros.
HARPAGÓN.— ¿La habéis ido a visitar?
CLEANTO.— Sí, padre mío.
HARPAGÓN.— ¿Muchas veces?
CLEANTO.— Bastantes para el tiempo transcurrido.
HARPAGÓN.— ¿Os ha recibido bien?
CLEANTO.— Muy bien; mas sin saber quién era yo, y esto es lo que ha producido, hace un momento, esa sorpresa a Mariana.
HARPAGÓN.— ¿Le habéis declarado vuestra pasión y el deseo que sentíais de casaros con ella?
CLEANTO.— Sin duda; e incluso algo había ya dejado traslucir a su madre.
HARPAGÓN.— ¿Y la hija corresponde fogosamente a vuestro amor?
CLEANTO.— Si he de creer en las apariencias, estoy convencido, padre, de que siente cierta debilidad por mí.
HARPAGÓN.— Aparte: Me satisface haber sabido este secreto, y esto era precisamente lo que yo ansiaba.
Vaya, hijo mío: ¿sabéis lo que pasa? Pues que debéis pensar, si os parece, en desprenderos de vuestro amor, en cesar todas vuestras persecuciones a una persona que deseo para mí y en casaros dentro de poco con la mujer que os destine.
CLEANTO.— Sí, padre mío; ¡así es como me engañáis! ¡Pues bien! Ya que las cosas han llegado a este punto, os declaro que no abandonaré la pasión que siento por Mariana; que no habrá extremo al que no me entregue para disputaros su conquista, y que, si tenéis de vuestra parte el consentimiento de una madre, yo tendré, quizás, otras ayudas, que lucharán por mí.
HARPAGÓN.— ¡Cómo, bergante! ¿Tienes la osadía de entrar en rivalidad conmigo?
CLEANTO.— Sois vos el que lo hace conmigo; soy el primero conforme a fecha.
HARPAGÓN.— ¿No soy tu padre y no me debes respeto?
CLEANTO.— Éstas no son cosas en que los hijos estén obligados a ceder ante los padres, y el amor no conoce a nadie.
HARPAGÓN.— Ya te haré conocerme bien, merced a unos buenos palos.
CLEANTO.— Todas vuestras amenazas no servirán de nada.
HARPAGÓN.— ¿Renunciarás a Mariana?
CLEANTO.— En modo alguno.
HARPAGÓN.— ¡Traedme un palo en seguida!