Escena I

CLEANTO.— Volvamos aquí; estaremos mucho mejor. No hay ya a nuestro alrededor persona sospechosa, y podemos hablar libremente.

ELISA.— Sí, señora; mi hermano me ha confesado la pasión que siente por vos. Sé las penas y disgustos que son capaces de causar tales reveses, y os aseguro que me intereso por vuestra aventura con sumo afecto.

MARIANA.— Es un dulce consuelo ver que una persona como vos toma parte en nuestros intereses, y os suplico, señora, que me conservéis siempre esa generosa amistad, tan capaz de suavizar la crueldad de la fortuna.

FROSINA.— Sois, a fe mía, gentes desdichadas unos y otros por no haberme enterado, antes de ocurrir todo esto, de vuestra aventura. Os hubiera, sin duda, evitado esta inquietud, y no habría dejado llegar las cosas al punto en que están.

CLEANTO.— ¿Qué queréis? Es mi mala fortuna la que lo ha querido así. Mas ¿cuál es vuestra decisión, bella Mariana?

MARIANA.— ¡Ay! ¿Estoy yo, acaso, en situación de tomar decisiones? Y en la subordinación en que me veo, ¿puedo forjar otra cosa que no sean anhelos?

CLEANTO.— ¿Y no hay otro apoyo para mí en vuestro corazón que esos simples anhelos? ¿Ninguna piedad oficiosa? ¿Ninguna bondad compasiva? ¿Ningún afecto activo?

MARIANA.— ¿Qué podría deciros? Poneos en mi lugar y ved qué puedo hacer. Pensad, ordenad vos mismo: en vuestras manos me pongo; y os creo harto razonable para querer exigir de mí tan sólo lo que pueda estarme permitido por el honor y el decoro.

CLEANTO.— ¡Ay! ¡A qué me reducís al remitirme a lo que quieran permitir los enojosos sentimientos de un rígido honor y de un escrupuloso decoro!

MARIANA.— Mas ¿qué queréis que haga? Aunque saltase por encima de numerosos miramientos a que está obligado nuestro sexo, tengo respeto a mi madre. Me ha educado siempre con suma ternura y no podría decidirme a ocasionarle ningún disgusto. Haced, actuad cerca de ella; emplead todos vuestros afanes en ganar su ánimo. Podéis hacer y decir todo cuanto queráis, os lo permito; y si sólo estriba en declararme en vuestro favor, accedo gustosa a hacerle yo misma una confesión de todo cuanto por vos siento.

CLEANTO.— Frosina, mi pobre Frosina, ¿querrías ayudarnos?

FROSINA.— A fe mía, ¿es necesario preguntarlo? Quisiera hacerlo de todo corazón. Ya sabéis que soy, por naturaleza, bastante humanitaria. El Cielo no me ha dado un alma de bronce, y siento tan sólo harta ternura en prestar pequeños servicios cuando veo a personas que se aman con toda rectitud y honor. ¿Qué podríamos hacer en esto?

CLEANTO.— Piensa un poco, te lo ruego.

MARIANA.— Iluminadnos.

ELISA.— Busca alguna invención para desbaratar lo que has hecho.

FROSINA.— Esto es bastante difícil.

(A Mariana). Vuestra madre no es del todo irrazonable, y tal vez se la podría convencer y decidirla a que traspasara al hijo el don que quiere hacer al padre.

(A Cleanto). Mas lo malo de esto es que vuestro padre es vuestro padre.

CLEANTO.— Eso, por descontado.

FROSINA.— Quiero decir que sentirá despecho si ve que le rechazan y que luego no estará de humor para dar su consentimiento a vuestro casamiento. Sería preciso, obrando hábilmente, que la negativa partiese de él mismo, intentando por algún medio que se sintiera defraudado de vuestra persona.

CLEANTO.— Tienes razón.

FROSINA.— Sí; tengo razón, ya lo sé. Eso es lo que habría que hacer; mas el diantre es poder encontrar los medios para ello. Esperad; si contásemos con alguna mujer de cierta edad que tuviera mi talento y supiese representar lo suficientemente bien para imitar a una dama de alcurnia, con ayuda de un boato prontamente preparado y de un raro título de marquesa o vizcondesa que supondríamos oriundo de la Baja Bretaña, tendría yo la suficiente habilidad para hacer creer a vuestro padre que era ésa una personalidad poseedora, además de dos casas, de cien mil escudos en dinero contante y sonante; que estaba locamente enamorada de él, y deseaba ser su esposa hasta el punto de entregarle todo su caudal por contrato de esponsales, es para mí indudable que prestaría oídos a la proposición puesto que, en fin, os ama mucho, ya lo sé; pero ama un poco más el dinero; y cuando, deslumbrados por esa añagaza, hubiera consentido ya en lo que os interesa, poco importaría después que se desengañase, al descubrir claramente los bienes de vuestra marquesa.

CLEANTO.— Todo eso está muy bien pensado.

FROSINA.— Dejarme hacer. Acabo de acordarme de una amiga mía, que es la que nos conviene.

CLEANTO.— Ten por segura, Frosina, mi gratitud, si logras éxito en la cosa. Pero, encantadora Mariana, empecemos, os lo ruego, por ganarnos a vuestra madre; sería ya mucho que consiguiéramos romper el casamiento. Emplead en ello, por vuestra parte, os lo suplico, todos los esfuerzos que podáis. Servíos de todo el ascendiente que sobre ella os da ese afecto que os tiene. Desplegad, sin reserva, las gracias elocuentes, los encantos todopoderosos que el Cielo ha puesto en vuestros ojos y en vuestra boca, y no olvidéis, por favor, ninguna de esas tiernas palabras, de esas dulces súplicas, de esas caricias conmovedoras a las que estoy seguro que no podría negarse nada.

MARIANA.— Haré todo cuanto pueda, y nada olvidaré.