MARIANA.— ¡Ah, Frosina! En qué extraño estado me encuentro, y, si he de decir lo que siento, ¡tengo miedo a esta presentación!
FROSINA.— Pero ¿por qué? ¿Cuál es vuestra inquietud?
MARIANA.— ¡Ay! ¿Y me lo preguntáis? ¿No os figuráis las zozobras de una persona enteramente preparada a ver el suplicio al que quieren atarla?
FROSINA.— Bien veo que, para morir agradablemente, Harpagón no es el suplicio al que quisierais entregaros, y conozco en vuestra cara que ese mozo rubio de que me habéis hablado os viene algunas veces a la memoria.
MARIANA.— Sí. Es una cosa, Frosina, de la que no quiero defenderme; y las respetuosas visitas que ha hecho a nuestra casa han causado, os lo confieso, cierto afecto en mi alma.
FROSINA.— Mas ¿habéis sabido quién es…?
MARIANA.— No; no sé quién es. Mas sé que su aspecto le hace digno de ser amado; que si pudiera dejar las cosas a mi elección, le escogería mejor que a otro, y que contribuye, y no poco, a hacerme encontrar un tormento atroz en el esposo que quieren darme.
FROSINA.— ¡Dios mío! Todos esos boquirrubios son agradables y recitan bien su papel; mas la mayoría son pobres como ratas, y es preferible para vos escoger un marido viejo que os aporte un buen caudal. Os confieso que los sentimientos no hallan tan buena satisfacción por el lado que digo, y que habréis de soportar algunas pequeñas repugnancias con tal esposo; mas esto no durará mucho, y su muerte, creedme, os pondrá muy pronto en situación de tomar otro más agradable, que lo enmendará todo.
MARIANA.— ¡Dios mío, Frosina! Extraño negocio éste, en el que, para ser feliz, hay que desear o esperar el fallecimiento de alguien; y la muerte no sigue siempre a los proyectos que forjamos.
FROSINA.— ¿Queréis chancearos? Os casáis con él a condición tan sólo de que os deje viuda pronto y ésta habrá de ser una de las cláusulas del contrato. Sería muy impertinente si no muriese a los tres meses. Aquí llega en persona.
MARIANA.— ¡Ah, Frosina, qué cara!