CLEANTO.— ¡Ah, felón! ¿Dónde te has metido? ¿No te había yo mandado…?
FLECHA.— Sí, señor, y he venido aquí para esperaros a pie firme; pero vuestro señor padre, el más incivil de los hombres, me ha echado a la fuerza y he corrido el riesgo de ser apaleado.
CLEANTO.— ¿Cómo va vuestro negocio? Las cosas urgen más que nunca, y, después de haberte visto, he descubierto que mi padre es mi rival.
FLECHA.— ¿Vuestro padre enamorado?
CLEANTO.— Sí, y me ha costado gran trabajo ocultarle la turbación que me ha producido esa noticia.
FLECHA.— ¡Él, dedicarse a amar! ¿En qué diablos piensa? ¿Se burla del mundo? ¿Y se ha hecho el amor para gentes como él?
CLEANTO.— Para castigo mío, se le ha metido en la cabeza esta pasión.
FLECHA.— Mas ¿por qué razón le ocultáis vuestro amor?
CLEANTO.— Para no suscitar sus sospechas y reservarme, en caso necesario, medios más fáciles con los cuales desbaratar ese matrimonio. ¿Qué respuesta te han dado?
FLECHA.— A fe mía, señor, los que piden prestado son muy desgraciados; y hay que soportar cosas extrañas cuando se ve uno obligado, como vos, a pasar por las manos de unos usureros sin entrañas.
CLEANTO.— ¿No se realizará el negocio?
FLECHA.— Perdonad. Nuestro maese Simón, el corredor que nos han dado, hombre activo y lleno de celo, dice que os ha tomado muy a pecho, y asegura que vuestra sola cara ha conquistado su corazón.
CLEANTO.— ¿Tendré los quince mil francos que pido?
FLECHA.— Sí; mas con algunas pequeñas condiciones, que habréis de aceptar si deseáis que las cosas se lleven a efecto.
CLEANTO.— ¿Te ha hecho hablar con el que debe prestar dinero?
FLECHA.— ¡Ah! Realmente, no es así. Pone él aún más cuidado que vos en ocultarse, y son estos misterios mayores de lo que pensáis. No quiere en modo alguno decir su nombre, y debe hoy reunirse con vos en una casa prestada, para informarse por vuestra propia boca sobre vuestro caudal y vuestra familia; y no dudo que el solo nombre de vuestro padre facilitará las cosas.
CLEANTO.— Y, sobre todo, habiendo muerto nuestra madre, cuya herencia no pueden quitarme.
FLECHA.— He aquí algunas cláusulas que él mismo ha dictado a nuestro intermediario para que os sean enseñadas antes de hacer nada: «Supuesto que el prestamista confirme todas sus garantías y que el prestatario sea mayor de edad y de una familia con caudal amplio, sólido, asegurado, claro y libre de toda traba, se extenderá un acta auténtica y exacta ante un notario que sea lo más honrado posible, y el cual, para esos efectos, será escogido por el prestamista, a quien interesa más que esa acta esté debidamente redactada».
CLEANTO.— Nada hay que decir a esto.
FLECHA.— «El prestamista, para no cargar su conciencia con ningún escrúpulo, pretende no dar su dinero más que al cinco y medio por ciento».
CLEANTO.— ¿Al cinco y medio? ¡Pardiez! Eso es honrado. No puede uno quejarse.
FLECHA.— Es cierto. «Mas como el mencionado prestamista no tiene en su casa la suma de que se trata, y, para complacer al prestatario, se ve obligado él también a pedirla prestada a otro, sobre la base del veinte por ciento, convendrá que el referido primero prestatario abone ese interés, sin perjuicio del resto, considerando que sólo por complacerle el susodicho prestamista se compromete a ese préstamo».
CLEANTO.— ¡Cómo, diablo! ¿Quién es ese árabe? Así resulta más del veinticinco por ciento.
FLECHA.— Es cierto, y así lo he dicho. Tenéis que pensarlo.
CLEANTO.— ¿Qué quieres que piense? Necesito dinero, y tengo que acceder a todo.
FLECHA.— Ésa ha sido mi respuesta.
CLEANTO.— ¿Hay algo más?
FLECHA.— Escuchad. Se trata sólo de una pequeña cláusula: «De los quince mil francos solicitados, el prestamista no podrá entregar en dinero más que unas doce mil libras; y para los mil escudos restantes tendrá el prestatario que aceptar las ropas de vestir y de la casa, y las joyas, cuyo inventario va a continuación, y que el referido prestamista ha justipreciado, de buena fe, en el precio más módico que le ha sido posible».
CLEANTO.— ¿Qué quiere decir eso?
FLECHA.— Escuchad el inventario: «Primeramente, un lecho de cuatro patas con cenefas de punto de Hungría, sobrepuestas con gran primor sobre una sábana color aceituna, con seis sillas y el cobertor de lo mismo; todo ello bien dispuesto y forrado de tafetán tornasolado rojo y azul. Más un dosel de cola, de buena sarga de Aumale, rosa seco, con el fleco y los galones de seda».
CLEANTO.— ¿Qué quiere decir eso?
FLECHA.— Esperad: «Más un tapiz de los Amores de Gambaud y Macea. Más una gran mesa de nogal, de doce columnas o pilares torneados, que se alarga por los dos extremos, provista, además, de sus seis escabeles».
CLEANTO.— ¿Con quién trato, pardiez?
FLECHA.— Tened paciencia. «Más tres grandes mosquetes guarnecidos de nácar de perlas, con las horquillas correspondientes haciendo juego. Más un horno de ladrillo, con dos retortas y tres recipientes, muy útiles para los aficionados a destilar».
CLEANTO.— ¡Me sofoca la rabia!
FLECHA.— Calma. «Más un laúd de Bolonia, provisto de todas sus cuerdas o poco menos. Más un juego de boliches y un tablero para damas con un juego de la oca, modernizado desde los griegos, muy apropiado para pasar el tiempo cuando no se tiene nada que hacer. Más una piel de lagarto de tres pies y medio, rellena de heno, curiosidad agradable para colgar del techo de una estancia. Todo lo mencionado anteriormente vale honradamente más de cuatro mil quinientas libras, y queda rebajado a la suma de mil escudos, por consideración del prestamista».
CLEANTO.— ¡Qué se lleve el diablo con su consideración a ese traidor y verdugo! ¿Hase visto jamás usura semejante? Y, no contento con el enorme interés que exige, ¿quiere aún obligarme a aceptar por tres mil libras las inútiles antiguallas que ha recogido? No sacaré ni doscientos escudos por todo eso, y, sin embargo, tengo que pasar por lo que quiere, pues está en situación de hacérmelo aceptar todo y me pone, el bandido, el puñal en el cuello.
FLECHA.— Os veo, señor, aunque ello os desagrade, tomar el mismo camino que seguía Panurgo para arruinarse, tomando dinero anticipado, comprando caro, vendiendo barato y dilapidando su hacienda por adelantado.
CLEANTO.— ¿Y qué quieres que le haga? A esto se ven reducidos los jóvenes de hoy por la maldita avaricia de los padres, ¡y luego se extrañan de que los hijos deseen su muerte!
FLECHA.— Hay que confesar que el vuestro irritaría con su ruindad al hombre más prudente del mundo. No tengo, a Dios gracias, inclinaciones muy patibularias, y entre mis compañeros, a los que veo entremeterse en muchos pequeños comercios, sé zafarme hábilmente y apartarme de todas las galanterías que huelen levemente a horca; mas, a deciros verdad, me daría, con sus procedimientos, tentaciones de robarle; y creería, al hacerlo, que realizaba una acción meritoria.
CLEANTO.— Trae acá ese inventario, que lo vuelva a leer.