HARPAGÓN.— Ven aquí, Valerio. Te hemos elegido para que nos digas quién tiene razón, si mi hija o yo.
VALERIO.— Vos, señor, sin disputa.
HARPAGÓN.— ¿Sabes de lo que hablamos?
VALERIO.— No. Mas no podéis equivocaros, y toda la razón será vuestra.
HARPAGÓN.— Quiero esta noche darle por esposo un hombre tan rico como probo, y la pícara me dice en mis narices que no lo acepta. ¿Qué te parece?
VALERIO.— ¿Qué me parece?
HARPAGÓN.— Sí.
VALERIO.— ¡Vaya, vaya!
HARPAGÓN.— ¿Cómo?
VALERIO.— Digo que, en el fondo, soy de vuestro parecer, y es imposible que no tengáis razón. Aunque también no es ella culpable del todo y…
HARPAGÓN.— ¿Cómo? El señor Anselmo es un partido notable; es un caballero noble, tierno, sentado, probo, muy rico y a quien no le queda ningún hijo de su primer matrimonio. ¿Qué mejor podría ella encontrar?
VALERIO.— Eso es cierto. Mas ella podría deciros que es precipitar un poco las cosas y que sería necesario cierto tiempo, al menos, para ver si su inclinación puede avenirse con…
HARPAGÓN.— Es una ocasión que hay que coger por los pelos. Encuentro en esto unas ventajas que no encontraría por otra parte; y se compromete a tomarla sin dote…
VALERIO.— ¿Sin dote?
HARPAGÓN.— Sí.
VALERIO.— ¡Ah! Entonces no digo nada. ¿Veis? Ésa es una razón absolutamente convincente; hay que inclinarse ante ello.
HARPAGÓN.— Es para mí un ahorro considerable.
VALERIO.— Seguramente; es innegable. Verdad es que vuestra hija puede alegar que el matrimonio es un negocio mucho más importante de lo que puede creerse; que va en él la felicidad o la desdicha para toda la vida, y que un compromiso que ha de durar hasta la muerte no debe efectuarse nunca sino con grandes precauciones.
HARPAGÓN.— ¡Sin dote!
VALERIO.— Tenéis razón. Eso lo decide todo, ya se comprende. Hay gentes que podrían deciros que, en tales ocasiones, el amor de una joven es cosa que debe tenerse en cuenta y que esa gran diferencia de edad, de carácter y de sentimientos hace un matrimonio propenso a incidentes muy enojosos.
HARPAGÓN.— ¡Sin dote!
VALERIO.— ¡Ah! Bien sabemos que eso no admite réplica. ¿Quién diantres puede oponerse a ello? No quiero decir que no existan muchos padres que prefieran atender a la satisfacción de sus hijas más que al dinero que pudieran entregar; que no quieren sacrificarlas al interés, y que procuran, más que nada, crear en un matrimonio esa tierna conformidad que mantiene en él sin cesar el honor, la tranquilidad y la alegría, y que…
HARPAGÓN.— ¡Sin dote!
VALERIO.— Es cierto; eso cierra la boca en absoluto. ¡Sin dote! ¡No hay modo de resistir a tal razón!
HARPAGÓN.— Aparte (mirando hacia el jardín): ¡Hola! Paréceme oír el ladrido de un perro! ¿No estará amenazado mi dinero?
(A Valerio). No os mováis; vuelvo al instante.
(Vase).