Escena X

(Doña Paula y Leandro salen por la puerta del lado derecho).

LEANDRO.— ¡Señor don Jerónimo!

Doña PAULA.— ¡Querido padre!

D. JERÓNIMO.— ¿Qué es esto? ¡Picarones, infames!

LEANDRO.— (Se arrodilla con Doña Paula a los pies de Don Jerónimo). Esto es enmendar un desacierto. Habíamos pensado irnos a Buitrago y desposarnos allí, con la seguridad que tengo de que mi tío no desaprueba este matrimonio; pero lo hemos reflexionado mejor. No quiero que se diga que yo me he llevado robada a su hija de usted, que esto no seria decoroso ni a su honor ni al mío. Quiero que usted me la conceda con libre voluntad, quiero recibirla de su mano. Aquí la tiene usted, dispuesta a hacer lo que usted la mande; pero le advierto que si no la casa conmigo, su sentimiento será bastante a quitarla la vida; y si usted nos otorga la merced que ambos le pedimos, no hay que hablar de dote.

D. JERÓNIMO.— Amigo, yo estoy muy atrasado y no puedo…

LEANDRO.— Ya he dicho que no se trate de intereses.

Doña PAULA.— Me quiere mucho Leandro para no pensar con la generosidad que debe. Su amor es a mi, no a su dinero de usted.

D. JERÓNIMO.— (Alterándose). ¡Su dinero de usted!, ¡su dinero de usted! ¿Qué dinero tengo yo, parlera? ¿No he dicho ya que estoy muy atrasado? No puedo dar nada, no hay que cansarse.

LEANDRO.— Pero bien, señor, si por eso mismo se le dice a usted que no le pediremos nada.

D. JERÓNIMO.— Ni un maravedí.

Doña PAULA.— Ni medio.

D. JERÓNIMO.— Y bien, si digo que si, ¿quien os ha de mantener, badulaques?

LEANDRO.— Mi tío. ¿Pues no ha oído usted que aprueba este casamiento? ¿Qué más he de decirle?

D. JERÓNIMO.— ¿Y se sabe si tiene hecha alguna disposición?

LEANDRO.— Si, señor; yo soy su heredero.

D. JERÓNIMO.— ¿Y que tal, está fuertecillo?

LEANDRO.— ¡Ay!, no, señor, muy achacoso. Aquel humor de las piernas le molesta mucho, y nos tememos que de un día a otro…

D. JERÓNIMO.— Vaya, vamos, ¿qué le hemos de hacer? Conque…

(Hace que se levanta y los abraza. Uno y otro le besan la mano).

Vaya, concedido, y venga un par de abrazos.

LEANDRO.— Siempre tendrá en mí un hijo obediente.

Doña PAULA.— Usted nos hace completamente felices.

BARTOLO.— Y a mí, ¿quien me hace feliz? ¿No hay un cristiano que me desate?

D. JERÓNIMO.— Soltadle.

LEANDRO.— Pues ¿quien le ha puesto a usted así, medico insigne?

(Desatan los criados a Bartolo).

BARTOLO.— Sus pecados de usted, que los míos no merecen tanto.

Doña PAULA.— Vamos, que todo se acabo, y nosotros sabremos agradecerle a usted el favor que nos ha hecho.

MARTINA.— ¡Marido mío! (Se abrazan Bartolo y Martina). Sea enhorabuena, que ya no te ahorcan. Mira, trátame bien, que a mi me debes la borla de doctor que te dieron en el monte.

BARTOLO.— ¿A ti? Pues me alegro de saberlo.

MARTINA.— Si, por cierto, Yo dije que eras un prodigio en la medicina.

GINÉS.— Y yo, porque ella lo dijo, lo creí.

LUCAS.— Y yo lo creí porque lo dijo ella.

D. JERÓNIMO.— Y yo porque éstos lo dijeron lo creí también, y admiraba cuanto decía como si fuese un oráculo.

LEANDRO.— Así va el mundo. Muchos adquieren opinión de doctos, no por lo que efectivamente saben, sino por el concepto que forma de ellos la ignorancia de los demás.