(Salen los tres primeros por la puerta de la izquierda).
BARTOLO.— Don Casimiro, púlsela usted, obsérvela bien, y luego hablaremos.
D. JERÓNIMO.— ¿Conque en efecto es mozo de habilidad, eh?
(Va Leandro y habla en secreto con Doña Paula, haciendo que la pulsa. Andrea tercia en la conversación. Quedan distantes a un lado Bartolo y Don Jerónimo, y a otro Ginés y Lucas).
BARTOLO.— No se ha conocido otro igual para emplastos, ungüentos, rosolís[13] de perfecto amor y de leche vieja, ceratos[14] y julepes[15]. ¿Por qué le parece a usted que le he hecho venir?
D. JERÓNIMO.— Ya lo supongo. Cuando usted se vale de él, no, no será rana.
BARTOLO.— ¿Qué ha de ser rana? No señor, si es un hombre que se pierde de vista.
Doña PAULA.— Siempre, siempre seré tuya, Leandro.
D. JERÓNIMO.— ¿Qué? (Volviéndose hacia donde está su hija). ¿Si será ilusión mía?… ¿Ha hablado, Andrea?
ANDREA.— Si, señor, tres o cuatro palabras ha dicho.
D. JERÓNIMO.— ¡Bendito sea Dios! ¡Hija mía!
(Abraza a Doña Paula y vuelve con de alegría hacia Bartolo, el cual se pasea lleno de satisfacción).
¡Medico admirable!
BARTOLO.— ¡Y que trabajo me ha costado curar la dichosa enfermedad! Aquí hubiera yo querido ver a toda la veterinaria junta y entera, a ver que hacia.
D. JERÓNIMO.— Conque, Paulita, ya puedes hablar, ¿es verdad?
(Vuelve a hablar con su hija y la trae de la mana).
Vaya, di alguna cosa.
GINÉS.— Aparte (a Lucas): Aquí me parece que hay gato encerrado…
LUCAS.— Tu calla y déjalo estar.
Doña PAULA.— Si, padre mío, he recobrado el habla para decirle a usted que amo a Leandro y que quiero casarme con él.
D. JERÓNIMO.— Pero si…
Doña PAULA.— Nada puede cambiar mi resolución.
D. JERÓNIMO.— Es que…
Doña PAULA.— De nada servirá cuanto usted me diga. Yo quiero casarme con un hombre que me idolatra. Si usted me quiere bien, concédame su permiso sin excusas ni dilaciones.
D. JERÓNIMO.— Pero, hija mía, el tal Leandro es un pobretón…
Doña PAULA.— Dentro de poco será muy rico. Bien lo sabe usted. Y sobre todo, sama con gusto no pica.
D. JERÓNIMO.— Pero ¡qué borbotón de palabras la ha venido de repente a la boca!… Pues, hija mía, no hay que cansarse. No será.
Doña PAULA.— Pues cuente usted con que ya no tiene hija, porque me moriré de la desesperación.
D. JERÓNIMO.— ¡Qué es lo que me pasa!
(Moviéndose de un lado a otro, agitado y colérico. Doña Paula se retira hacia el foro y habla con Leandro y Andrea).
Señor doctor, hágame usted el gusto de volvérmela a poner muda.
BARTOLO.— Eso no puede ser. Lo que yo haré, solamente por servicio a usted, será ponerle sordo para que no la oiga.
D. JERÓNIMO.— Lo estimo infinito… Pero ¿piensas tú, hija inobediente, que…?
(Encaminándose hacia Doña Paula; Bartolo le contiene).
BARTOLO.— No hay que irritarse, que todo se echara a perder. Lo que importa es distraerla y divertirla. Déjela usted que vaya a coger un rato el aire por el jardín, y vera usted como a poco se le olvida ese demonio de Leandro… Vaya usted a acompañarla, don Casimiro, y cuide usted no pise alguna mala hierba.
LEANDRO.— Como usted mande, señor doctor. Vamos, señorita.
Doña PAULA.— Vamos enhorabuena.
D. JERÓNIMO.— Id vosotros también.
(A Lucas y Ginés, los cuales, con Doña Paula, Leandro y Andrea, se van por la puerta del foro).