(Don Jerónimo sale por la izquierda).
D. JERÓNIMO.— ¡Ay, amigo don Bartolo!, que aquella pobre muchacha no se alivia. No ha querido acostarse. Desde que ha tornado la sopa en vino está mucho peor.
BARTOLO.— ¡Bueno!, eso es bueno. Serial de que el remedio va obrando. No hay que afligirse. Aunque la vea usted agonizando no hay que afligirse, que aquí estoy yo…
(Llama, encarándose a la puerta del lado derecho).
Digo, ¡don Casimiro!, ¡don Casimiro!
LEANDRO.— (Desde adentro). ¡Señor!
BARTOLO.— ¡Don Casimiro!
LEANDRO.— (Saliendo). ¿Qué manda usted?
D. JERÓNIMO.— ¿Y quién es este hombre?
BARTOLO.— Un excelente didascálico[12]…, boticario que llaman ustedes…, eminente profesor… Le he mandado venir para que disponga una cataplasma de todas flores, emolientes, astringentes, dialécticas, pirotécnicas y narcóticas que será precise aplicar a la enferma.
D. JERÓNIMO.— Mire que decaída ésta.
BARTOLO.— No importa, va a sanar muy pronto.