(Leandro sale por la puerta de la derecha recatándose).
LEANDRO.— Señor doctor, yo vengo a implorar su auxilio de usted, y espero que…
BARTOLO.— Veamos el pulso… (Tomando el pulso con gestos de displicencia). Pues no me gusta nada… ¿Y que siente usted?
LEANDRO.— Pero si yo no vengo a que usted me cure; si yo no padezco ningún achaque.
BARTOLO.— (Con despego). Pues ¿a que diablos viene usted?
LEANDRO.— A decirle a usted en dos palabras que yo soy Leandro.
BARTOLO.— ¿Y que se me da a mi que usted se llame Leandro o Juan de las Viñas? (Alzando la voz. Leandro le habla en tono bajo y misterioso).
LEANDRO.— Diré a usted. Yo estoy enamorado de doña Paulita; ella me quiere, pero su padre no me permite que la vea… Estoy desesperado, y vengo a suplicarle a usted que me proporcione una ocasión, un pretexto para hablarla y…
BARTOLO.— Que es decir en castellano que yo haga de alcahuete. (Irritado y alzando más la voz). ¡Un medico! ¡Un hombre como yo!… Quítese usted de ahí.
LEANDRO.— ¡Señor!
BARTOLO.— ¡Es mucha insolencia, caballerito!
LEANDRO.— Calle usted, señor; no grite usted.
BARTOLO.— Quiero gritar… ¡Es usted un temerario!
LEANDRO.— ¡Por Dios, señor doctor!
BARTOLO.— ¿Yo alcahuete? Agradezca usted que…
(Se pasea inquieto).
LEANDRO.— ¡Válgame Dios, que hombre!… Probemos a ver si…
(Saca un bolsillo, y al volverse Bartolo se le pone en la mano; él lo toma lo guarda y bajando la voz habla confidencialmente con Leandro).
BARTOLO.— ¡Desvergüenza como ella!
LEANDRO.— Tome usted… Y le pido perdón de mi atrevimiento.
BARTOLO.— Vamos, que no ha sido nada.
LEANDRO.— Confieso que erre y que anduve un poco…
BARTOLO.— ¿Qué, errar? ¡Un sujeto como usted! ¡Que disparate! Vaya; conque…
LEANDRO.— Pues, señor, esa niña vive infeliz. Su padre no quiere casarla por no soltar la dote. Se ha fingido enferma; han venido varios médicos a visitarla, la han recetado cuantas pócimas hay en la botica; ella no toma ninguna, como es fácil de presumir; y, por ultimo, hostigada de sus visitas, de sus consultas y de sus preguntas impertinentes, se ha hecho la muda, pero no lo ésta.
BARTOLO.— ¿Conque todo ello es una farándula?
LEANDRO.— Si, señor.
BARTOLO.— ¿El padre le conoce a usted?
LEANDRO.— No, señor; personalmente no me conoce.
BARTOLO.— ¿Y ella le quiere a usted? ¿Es cosa segura?
LEANDRO.— ¡Oh!', de eso estoy muy persuadido.
BARTOLO.— ¿Y los criados?
LEANDRO.— GINÉS no me conoce, porque hace muy poco tiempo que entro en la casa; Andrea está en el secreto; su marido, si no lo sabe, a lo menos lo sospecha y calla, y puedo contar con uno y con otro.
BARTOLO.— Pues bien, yo haré que hoy quede usted casado con doña Paulita.
LEANDRO.— ¿De veras?
BARTOLO.— Cuando yo lo digo…
LEANDRO.— ¿Seria posible?
BARTOLO.— ¿No le he dicho a usted que si? Le casaré a usted con ella, con su padre y con toda su parentela… Yo diré que usted es… boticario.
LEANDRO.— Pero si yo no entiendo palabra de esa facultad.
BARTOLO.— No le de a usted cuidado, que lo mismo me sucede a mi. Tanta medicina se yo como un perro de aguas.
LEANDRO.— ¿Conque no es usted medico?
BARTOLO.— No, por cierto. Ellos me han examinado de un modo particular; pero con examen y todo. La verdad es que no soy como dicen. Ahora lo que importa es que usted éste por ahí inmediato, que yo le llamaré a su tiempo.
LEANDRO.— Bien ésta, y espero que usted…
(Vase por la puerta de la derecha).
BARTOLO.— Vaya usted con Dios.