(Salen por la izquierda).
LUCAS.— Vaya…, que los dos hemos tornado una buena comisión… Yo no se todavía que regalo tendremos por este trabajo.
GINÉS.— ¿Qué quieres, amigo Lucas? Es fuerza obedecer a nuestro amo; además que la salud de su hija a todos nos interesa… Es una señorita tan afable, tan alegre, tan guapa… Vaya, todo se lo merece.
LUCAS.— Pero, hombre, fuerte cosa es que los médicos que han venido a visitarla no hayan descubierto su enfermedad.
GINÉS.— Su enfermedad bien a la vista está; el remedio es el que necesitamos.
MARTINA.— Aparte: ¡Que yo no pueda imaginar alguna invención para vengarme!
LUCAS.— Veremos si ese medico de Miraflores acierta con ello… Como no hayamos equivocado la senda…
MARTINA.— Aparte (hasta que repara en los dos y les hace cortesía): Pues ello es precise, que los golpes que acaba de darme los tengo en el corazón. No puedo olvidarlos….
Pero, señores, perdonen ustedes, que no los había visto porque estaba distraída.
LUCAS.— ¿Vamos bien por aquí a Miraflores?
MARTINA.— Si, señor (Señalando adentro por el lado derecho). ¿Ve usted aquellas tapias caídas junto aquel noguerón? Pues todo derecho.
GINÉS.— ¿No hay allí un famoso medico que ha sido medico de una vizcondesita, y catedrático, y examinador, y es académico, y todas las enfermedades las cura en griego?
MARTINA.— ¡Ay!, si, señor. Curaba en griego; pero hace dos días que se ha muerto en español, y ya está el pobrecito debajo la tierra.
GINÉS.— ¿Qué dice usted?
MARTINA.— Lo que usted oye. ¿Y para quién le iban ustedes a buscar?
LUCAS.— Para una señorita que vive ahí cerca, en esa casa de campo junto al rió.
MARTINA.— ¡Ah!, si. La hija de don Jerónimo. ¡Válgate Dios! ¿Pues que tiene?
LUCAS.— ¿Que se yo? Un mal que nadie le entiende, del cual ha venido a perder el habla.
MARTINA.— ¡Qué lastima! Pues…
Aparte (con expresión de complacencia): ¡Ay, que idea se me ocurre!
Pues, mire usted, aquí tenemos al hombre más sabio del mundo, que hace prodigios en esos males desesperados.
GINÉS.— ¿De veras?
MARTINA.— Si, señor.
LUCAS.— Y ¿en dónde le podemos encontrar?
MARTINA.— Cortando leña en ese monte.
GINÉS.— Estará entreteniéndose en buscar algunas hierbas salutíferas.
MARTINA.— No, señor, Es un hombre extravagante y lunático, va vestido como un pobre patán, hace empeño en parecer ignorante y rústico, y no quiere manifestar el talento maravilloso que Dios le dio.
GINÉS.— Cierto que es cosa admirable, que todos los grandes hombres hayan de tener siempre algún ramo de locura mezclada con su ciencia.
MARTINA.— La manía de ese hombre es la más particular que se ha visto. No confesará su capacidad a menos que no le muelan el cuerpo a palos; y así les aviso a ustedes que si no lo hacen no conseguirán su intento. Si le ven que está obstinado en negar, tome cada uno un buen garrote y zurra, que él confesará. Nosotros, cuando lo necesitamos, nos valemos de esta industria, y siempre nos ha salido bien.
GINÉS.— ¡Qué extraña locura!
LUCAS.— ¿Habráse visto hombre más original?
GINÉS.— Y ¿cómo se llama?
MARTINA.— Don Bartolo. Fácilmente le conocerán ustedes. Él es un hombre de corta estatura, morenillo, de mediana edad, ojos azules, nariz larga, vestido de paño burdo con un sombrerillo redondo.
LUCAS.— No se me despintará, no.
GINÉS.— Y ¿ese hombre hace unas curas tan difíciles?
MARTINA.— ¿Curas dice usted? Milagros se pueden llamar. Habrá dos meses que murió en Lozoya una pobre mujer; ya iban a enterrarla y quiso Dios que este hombre estuviese por casualidad en una calle por donde pasaba el entierro. Se acercó, examinó a la difunta, sacó una redomita[4] del bolsillo, la echó en la boca una gota de yo no sé qué y la muerta se levantó tan alegre cantando el frondoso.
GINÉS.— ¿Es posible?
MARTINA.— Como que yo le vi. Mire usted, aún no hace tres semanas que un chico de unos doce años se cayó de la torre de Miraflores, se le troncharon las piernas, y la cabeza se le quedó hecha una plasta. Pues, señor, llamaron a don Bartolo; él no quería ir allá, pero mediante una buena paliza lograron que fuese. Sacó un cierto ungüento que llevaba en un pucherete, y con una pluma le fue untando al pobre muchacho, hasta que al cabo de un rato se puso en pie y se fue corriendo a jugar a la rayuela con los otros chicos.
LUCAS.— Pues ese hombre es el que necesitamos nosotros. Vamos a buscarle.
MARTINA.— Pero, sobre todo, acuérdense ustedes de la advertencia de los garrotazos.
GINÉS.— Ya, ya estamos en eso.
MARTINA.— Allí, debajo de aquel árbol, hallarán ustedes cuantas estacas necesiten.
LUCAS.— ¿Sí? Voy por un par de ellas.
(Coge el palo que dejó en el suelo Bartolo, va hacia el foro y coge otro, vuelve y se le da a Ginés).
GINÉS.— ¡Fuerte cosa es que haya de ser preciso valerse de este medio!
MARTINA.— Y si no, todo será inútil. (Hace que se va y vuelve). ¡Ah!, otra cosa. Cuiden ustedes de que no se les escape, porque corre como un gamo; y si les coge a ustedes la delantera no le vuelven a ver en su vida.
(Mirando hacia adentro, a la parte del foro).
Pero me parece que viene. Sí, aquél es. Yo me voy, háblenle ustedes, y si no quiere hacer la bondad, menudito en él. Adiós, señores.