Escena I

BARTOLO.— ¡Válgale Dios, y que duro está este tronco! El hacha se mella toda, y él no se parte…

(Corta leña de un árbol inmediato al foro; deja después el hacha arrimada al tronco, se adelanta hacia el proscenio, siéntase en un peñasco, saca piedra y eslabón, enciende un cigarro y se pone a fumar).

¡Mucho trabajo es éste!… Y como hoy aprieta el calor, me fatigo y me rindo y no puedo más… Dejémoslo y será lo mejor, que ahí se quedara para cuando vuelva. Ahora vendrá bien un rato de descanso y un cigarrillo, que esta triste vida otro la ha de heredar… Ahí viene mi mujer. ¿Qué traerá de bueno?

MARTINA.— (Sale por el lado derecho del teatro). Holgazán, ¿qué haces ahí sentado, fumando sin trabajar? ¿Sabes que tienes que acabar de partir esa leña y llevarla al lugar, y ya es cerca de mediodía?

BARTOLO.— Anda, que si no es hoy será mañana.

MARTINA.— Mira que respuesta.

BARTOLO.— Perdóname, mujer. Estoy cansado, y me senté un rato a fumar un cigarro.

MARTINA.— ¡Y que yo aguante a un marido tan poltrón y desidioso! Levántate y trababa.

BARTOLO.— Poco a poco, mujer; si acabo de sentarme. MARTINA. Levántate.

BARTOLO.— Ahora no quiero, dulce esposa.

MARTINA.— ¡Hombre sin vergüenza, sin atender a sus obligaciones! ¡Desdichada de mi!

BARTOLO.— ¡Ay, que trabajo es tener mujer! Bien dice Séneca, que la mejor es peor que un demonio.

MARTINA.— Miren que hombre tan hábil, para traer autoridades de Séneca.

BARTOLO.— ¿Si soy hábil? A ver, a ver, búscame un leñador que sepa lo que yo, ni que haya servido seis años a un medico latino, ni que haya estudiado el quis vel qui, quae, quod vel quid, y más adelante, como yo lo estudie.

MARTINA.— Mal haya la hora en que me case contigo.

BARTOLO.— Y maldito sea el pícaro escribano que anduvo en ello.

MARTINA.— Haragán, borracho.

BARTOLO.— Esposa, vamos, poco a poco.

MARTINA.— Yo te haré cumplir con tu obligación.

BARTOLO.— Mira, mujer, que me vas enfadando.

(Se levanta desperezándose, encaminase hacia el foro, coge un palo del suelo y vuelve).

MARTINA.— Y ¿qué cuidado me da a mi, insolente?

BARTOLO.— Mira que te he de cascar, Martina.

MARTINA.— Cuba de vino.

BARTOLO.— Mira que te he de solfear las espaldas. MARTINA. Infame.

BARTOLO.— Mira que te he de romper la cabeza.

MARTINA.— ¿A mi? Bribón, tunante, canalla. ¿A mi?

BARTOLO.— (Dando de palos a Martina). ¿Sí? Pues toma.

MARTINA.— ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

BARTOLO.— Éste es el único medio de que calles… Vaya, hagamos la paz. Dame esa mano.

MARTINA.— ¿Después de haberme puesto así?

BARTOLO.— ¿No quieres? Si eso no ha sido nada. Vamos.

MARTINA.— No quiero.

BARTOLO.— Vamos, hijita.

MARTINA.— No quiero, no.

BARTOLO.— Mal hayan mis manos, que han sido causa de enfadar a mi esposa… Vaya, ven, dame un abrazo.

(Tira el palo a un lado y la abraza).

MARTINA.— ¡Si reventaras!

BARTOLO.— Vaya, si se muere por mí la pobrecita… Perdóname, hija mía. Entre dos que se quieren, diez o doce garrotazos más o menos no valen nada… Voy hacia el barranquitero, que ya tengo allí una porción de raíces; haré una carguilla[3] y mañana, con la burra, la llevaremos a Miraflores.

(Hace que se va y vuelve).

Oyes, y dentro de poco hay feria en Buitrago; si voy allá, y tengo dinero, y me acuerdo, y me quieres mucho, te he de comprar una peineta de concha con sus piedras azules.

(Toma el hacha y unas alforjas, y se va por el monte adelante. Martina se queda retirada a un lado, hablando entre sí).

MARTINA.— Anda, que tú me las pagaras… Verdad es que una mujer siempre tiene en su mano el modo de vengarse de su marido; pero es un castigo muy delicado para este bribón, y yo quisiera otro que él sintiera más, aunque a mi no me agradase tanto.