ESE CADÁVER abrazado a su cartelón de los crímenes, estampado con él contra esa esquina de la Plaza Vieja de Vallecas, pertenece a Esperanza Requejo, romancera. Ese cadáver ha referido por su voz innumerables crímenes, sucesos y prodigios ante corros de espectadores crédulos, marcando con un puntero la viñeta correspondiente a cada episodio, pero ¿quién habrá de cantar este crimen que acaba de ejecutarse contra su persona?
El cartelón que abraza y sobre el cual, alfombra mágica, vuela hacia la luna de la que nadie regresa, es uno de los más hermosos y estremecedores de su repertorio: Bonita relación en la que se cuenta el horroroso crimen ejecutado en Jerez de la Frontera por un rico labrador, culpando a un criado suyo, y el grande milagro hecho por San Antonio descubriendo esta calumnia. Es de los pocos carteles romancescos que conserva la alusión a criaturas santas o celestes, mas gracias a la carga social que contiene, la inocencia del siervo falsamente imputado y, a lo último, la condena justiciera e inapelable del rico felón. San Antonio ha podido hacer vida normal, tutelado y vigilado por la romancera proletaria, en este Madrid que ya no cree más que en sí mismo, y aún así, porque no le queda más remedio.
Del romance Terrible tormenta en la capital de La Habana, acaso el de mayor éxito. Esperanza Requejo suprimió el pasado agosto, para evitarse complicaciones, una Virgen y las campanas de una iglesia dibujando encima, para taparlas, unos rayos de sol que cegaban enteramente la imagen y un reloj laico y grande pegado a la torre. De tanta alusión a las fuerzas sobrenaturales, que ciertamente estaban de más en el huracán habanero, fenómeno natural donde los haya, queda ese cartel al que la muerta se abraza, y otro, muy lindo también, titulado: Dios habla con un muchacho en la fuente de Torremocha de Toledo. Este último ha debido sortear la tácita censura del tiempo presente por tratarse de un Dios abusón, gamba y perdonavidas que no discurre otro modo de revelarse a los hombres que atizando un hostión a un humilde mancebo.
Esperanza Requejo, viuda, morena, enteca y extremeña, conservaba de su juventud unos ojos entornados y negros, maliciosos y astutos, ojos para trabajar en la calle, para extraer de su yermo transeúnte los frutos de la supervivencia. Heredó la industria del cartelón de los crímenes y de los romances de ciego de su marido muerto, pero ella nunca logró cantarlos como él, con voz preciosa que llenaba la calle, sino únicamente decirlos en salmodia. Habían corrido juntos tierras y más tierras, unas veces en tren, otras sobre una acémila, y de Badajoz a Valencia, de Cádiz a las Vascongadas, todo el que quiso asistió suspenso a la visión y al relato de sucesos y misceláneas que no serían tan inverosímiles de no ser tan verdaderos: Relato del horroroso crimen y descuartizamiento de una niña de doce años en las Hurdes de Plasencia; Horroroso crimen ocurrido en Guadix, provincia de Granada, el 20 de septiembre de 1929; Los Mártires; El pueblo victorioso; La clave de los sueños; Rueda mágica de la Fortuna; Terrible tormenta en la capital de La Habana; Los niños robados por un mendigo; El hijo malvado de Gerona; El que metió la cabeza; Correo del amor; Piropos madrileños; Chistes, chascos y chascarrillos de don Francisco de Quevedo; La Paloma; Granada mora, y uno, de mucho éxito en el medio rural, aparcado hoy por las circunstancias: El blasfemo labrador que porque le salió mal la cosecha levantó los brazos a Dios y se quedó con ellos en alto. De este último no, pero de los otros crímenes y sucesos llevaba Esperanza la acreditación en forma de amarillentos recortes de prensa, pues siempre había algún incrédulo en el corro de los benditos que contemplaban su cartel con los ojos robados, incondicionales y fijos.
Porque Esperanza medio inventaba también, como Eugenio Solís, como los ingleses, la televisión: palabra sobre imagen; si bien el esfuerzo de su sistema de transmisión recaía enteramente sobre sus piernas, o sobre el tren, o sobre la acémila. Buscaba en los periódicos los argumentos para sus historias y se los contaba a Paulina Xifré, la esposa de Lope Pérez, que los ponía en romance antes de que su marido cuadriculara la tela y luego llenara cada porción de muertos, rayos, guardias, casas, calles, verdugos, niños y exhalaciones. A veces, en plena cantinela, se le acercaba a Esperanza algún pintor para ofrecerle su colaboración y su talento, pero la juglaresa era fiel a Lope Pérez, a su habilidad para meter tanta expresión en los rostros diminutos y tanto fragor en los huracanes de las viñetas, y se mostraba desdeñosa e inasequible con todos.
Lázaro Vega, furibundo admirador de la juglaresa, gozaba, sobre todo, con el romance del desnaturalizado hijo de Gerona, prodigiosa descripción de un parricidio rural y múltiple, en tanto que Faustino Cordón, obsesionado siempre con el origen de la existencia y admirador no menos radical del arte de Esperanza, parecía sumirse en una profunda confusión oyéndola recitar Rueda mágica de la Fortuna. Luis Pérez Segovia, en cambio, se extasiaba con el romance La clave de los sueños, tanto que un día hizo acompañarse de su amigo Onopko el fascinador, elegantísimo y enorme como siempre, y el mentalista italiano quedó tan extasiado como él. Ese mismo día, por cierto. Esperanza Requejo pidió al viejo periodista, en compensación por haberle hecho repetir tres veces seguidas el romance, que hiciera valer su ascendente en el Ayuntamiento para que la dejaran en paz.
—¡Ya ve usted! —exclamó quejumbrosa Esperanza recién concluyó el tercer recitado de La clave de los sueños, consciente de tener en un puño al reportero y a su amigo el fascinador—, ¿qué daño puede hacer una? Yo le cuento a la gente estas historias, y por mí, ¡pobrecita!, no se interrumpe la circulación ni nada. Un corrito que coge en la palma de la mano y cuatro perras gordas para seguir tirando. Bueno; pues no me dejan. Dígalo usted. El concejal me dijo que podía salir con el cartel, y luego el guardia me va echando de donde me pongo. Dígaselo usted a don Pedro Rico, a ver si me dejan vivir tranquila.
Hace cosa de un año que Esperanza Requejo comisionó a Pérez Segovia para reivindicar sus derechos ante don Pedro Rico, pero ¿dónde encontrarle ahora? Primero la revolución, luego las bombas, no han hallado en el sobrado y mullido organismo del alcalde amortiguación suficiente, y ha huido, ha abandonado Madrid, como tantos otros, a su suerte, que se decide a cara o cruz y esto es demasiado atroz para todos, pero más para los pusilánimes. Un adarme de valor no ha cabido en su cuerpo voluminoso, el único gordo de esta vecindad flaca y desmedrada, pero su corpachón sí ha cabido, gracias al calzador del miedo, en el maletero del coche que volaba ayer hacia la salvífica Valencia. Por Tarancón le han descubierto unos milicianos y le han hecho regresar a la gran ciudad loca que pinta de rojo feliz su fachada, a purgar su defección imperdonable con el solo retorno. ¿Dónde encontrar ahora a don Pedro Rico? ¿Frente a qué aperitivo hablarle de Esperanza Requejo, fumando qué puros, riendo qué sucedidos de la vida muelle?
Ni hay alcalde que reprenda al guardia que no dejaba contar y cantar historias en la calle, ni hay ya quien cuente y cante esas cosas sencillas y civilizadas, para bien y para mal, de preguerra. Y justo ahora que la ciudad necesita referir al mundo con neutral salmodia, o mejor con la voz preciosa del marido de Esperanza que llenaba la calle, este romance de horror que Lope Pérez, y solo él, podría reproducir con aproximado verismo en dieciséis viñetas.
¿Qué corro hace el mundo ante este cartelón de los crímenes que se pinta y se recita solo, pues no hay nadie que lo pinte y lo diga?
El puntero imaginario muestra, al comienzo, el sueño profundo, el único plácido y reparador de su existencia, de la criada que estuvo tres días ni viva ni muerta. La segunda viñeta pinta a un Dios deplorable y fatídico que, no satisfecho con arrearle un bofetón a un muchacho, hace que se desplome sobre él media torre de la iglesia de San Martín. El tercer cuadro que no ha de pintar nadie alude, sin embargo, a un modelo, nada menos que al gitano que presta su gracia y su hermosura a la cara de Dios, probablemente del mismo Dios indeseable. ¡Oh, la cuarta! La cuarta viñeta está húmeda, la pintura del dibujo se corre porque vemos la cara de una niña, bebedora de sangre por amor, que lleva llorando una semana y guarda incólume su belleza en el fragor de las bombas incendiarias. La quinta nos muestra a un hombre de honor, un viejo militar republicano que blande su espada para defender a su amigo, en el rellano de una escalera, precisamente de los horrores de la guerra, y, al fondo, tras una tapia, un hipopótamo excitado. En el sexto fanal no caben el estigmatizado fogonero de la Cockerill y sus seis esposas. En la séptima cuadrícula se hacina una muchedumbre aún mayor, pero caben todos, pues todos anidan, viajan, conspiran, se aman y se odian en la cabeza de una pobre rusa enamorada de su padre. La octava viñeta reproduce a un comerciante de Tetuán, descendiente de los reyes de Granada, al que la barbarie patea y destroza su tenducho. En la novena contemplaríamos únicamente a un viejo flanqueado por un niño y un mastín, pero la voz que no hay, ni salmodiante ni preciosa, cuenta y no para de sus aventuras por los montes de Toledo y los presidios de África. La décima es misteriosa: vemos un cadáver doblado sobre un balcón, y abajo, en la calle, un hombre que se hipnotiza con el reloj del muerto que pende a plomo, vertical, de su leontina. La undécima viñeta se adelanta a su tiempo: de no haber desencadenado esta carnicería los sublevados, un español habría inventado la televisión a medias con los ingleses. La duodécima es un poco confusa, pues la habitan dos hombres torturados: uno que roba para poder dormir, y otro que para conciliar el sueño necesita amputarse una mano, pero el cadáver titular de la viñeta es el primero. El recuadro decimotercero representa a un bailarín de jotas, pero aquí le vemos sin piernas, como si el huracán de puntas del Alto Aragón se las hubiera volado. La decimocuarta viñeta es de amor: el dibujo solo muestra un bulto yacente cubierto con periódicos, pero la voz que no se oye nos asegura que su boca contiene la saliva del futuro que ya no puede ser. En la penúltima viñeta hay pintado un estanque de agua verde y un hombre que flota, solo vemos eso, pero ¿de dónde sale entonces ese aullido de dolor? La última, que no es la última, porque la última debería pintarnos el horroroso crimen de la romancera, el salvaje asesinato de quien cuenta y canta lo que pasa y lo que nos imaginamos, es una bella y espantosa naturaleza muerta, y fuera del cuadro, en un rincón de la viñeta, un cadáver que nadie sabe de quién es.
Ese cadáver abrazado a su cartelón de los crímenes, aplastados ambos contra esa esquina de la Plaza Vieja, no tiene viñeta. Pertenece a la romancera, a la encargada de referir los crímenes precisamente para recordatorio de las generaciones, y no hallará su nicho, su cuadrícula, no podrá acceder a la misma condición de cadáver que han alcanzado los otros hasta que alguien le haga la merced de componer por ella este cartelón y este romance.