ESE CADÁVER recién atropellado por un camión compone un extraño cuadro de naturaleza muerta: se halla rodeado de manzanas, peras, algarrobas, castañas, limones y un pan redondo. Ese cadáver es, sin duda, el elemento principal del cuadro si se contempla desde arriba, desde cualquiera de los balcones altos de esta calle de Sagasta. Está tendido sobre la calzada, con una mano agarra todavía una de las asas del capacho, y su contenido, logrado merced a la vieja amistad que unía a la muerta con varios tenderos del mercado de Olavide, ha quedado esparcido en su entorno, todo inmóvil una vez que peras, limones, castañas y manzanas han dejado de rodar por el empedrado. El pan blanco y redondo fulge al contacto con el único rayo de sol que ha conseguido traspasar la bruma de este mediodía, y los chiquillos que se juntan alrededor de este diorama no se atreven aún a apoderarse del botín alimentario. A los chicos, ellos no lo saben, les detiene la fascinación del cuadro postumo, cuya autora es, además, víctima y modelo.
Ese cadáver pertenece a Eulalia Rincón, sirvienta y pintora vanguardista, que al regresar del mercado de Olavide en dirección a su casa de la calle Sagasta donde sirve ha sido arrollada por un camión repleto de milicianos que corría, volaba, hacia el frente de Moncloa, no muchas manzanas más allá. Todo es confuso esta mañana: las sirenas, las proclamas de la radio, la luz, el silbo de los proyectiles, las campanas de los bomberos, el eco de los duelos de artillería, las ambulancias, los motores de los aeroplanos sobre las cabezas, y en esa confusión ha sido atropellada Eulalia y de esa confusión ha salido este cuadro perfecto, terrible, vanguardista, de naturaleza muerta. Desde uno de esos balcones altos de la calle de Sagasta contemplan el cuadro los primos de la interfecta, que hasta hace tres meses eran sus señores y que desde entonces han sobrevivido gracias a su protección y su bonhomía. Pero no bajan a la calle, no acuden a representar La Piedad con ese cuerpo caído, pese a ser este uno de los cuadros que más se representan espontáneamente estos días en la ciudad mártir y convulsa, y no bajan porque, miembros activos —sobre todo él— y un punto quintacolumnistas de Falange Española, viven alebrados en su cuarto derecha del diecisiete de Sagasta y temen ser reconocidos y, en el mejor de los casos, llevados a prisión. No bajan. Miran desde el balcón, desde detrás de los visillos de la puerta acristalada del balcón, el cuadro espantoso, o también bellísimo, que ha compuesto al azar su prima, su criada, su salvadora, con unas pocas algarrobas y un pan sobre la calzada.
Eulalia Rincón, artista hasta la muerte y hasta un poco más allá como estamos viendo, padeció desde chica los furores de la maldad humana porque, según la mirada opaca y torva de la susodicha maldad, era muy fea. Ahora, según la contemplamos entre manzanas, embutida en su abrigo raído de espiguilla, nos parece una muerta normal, salvedad hecha del divino cuadro que compone su acabamiento entre frutas: tiene la cara larga, los dientes separados, la barbilla indecisa, los ojos chicos, la frente angosta y el cuerpo desmedrado, pero no parece fea, sino asesinada. Sus padres, en cambio, la asesinaban todo el rato, precisamente, llamándole fea, o, en los raros accesos de cariño, feita: «¡Oye, fea», le gritaba su padre el amanecer, «a ver si te levantas para hacerme el desayuno!». Lo decía en andaluz, porque eran de Málaga y vivían en Málaga, pero en el dulce andaluz las afrentas verbales son más acedas todavía. A eso de las ocho de la mañana, era la madre quien le chillaba desde la puerta de la cocina: «¡Feaaaa…! ¡Date prisa, que tienes que ayudarme amasar…!». Y a las nueve: «¡Pero, fea! ¡Qué poca vergüenza tienes! ¡Media mañana y todavía no le has pasado la escoba al corredor!». Y a las diez: «¡Fea del demonio! ¡Perezosa!». Y a las once, regresado su padre de trabajar en el campo, sudado como una mula: «¡Fea! A ver si me das algo de comer para entretener las tripas». No es raro, en fin, que Eulalia Rincón acabara incursa en la vocación de pintora vanguardista.
Eulalia Rincón terminó olvidándose de su nombre de pila, fea por aquí y fea por allá, pero lo recobró un poco, una vez tan solo, cuando murió una de las voces que más le chillaban y que más le ninguneaban el nombre. Su padre. La mala bestia de su padre uncía al carro los dos caballos como todas las mañanas cuando uno de ellos, Sucio, se arriscó seguramente para jugar, pero en aquella casa no cuajaban mucho los juegos. El padre le atizó sin contemplaciones con un palo, y el caballito, Sucio, es decir, Fea en caballo, no se resignó como otras mañanas y le coceó el pecho a conciencia. Cuando, alertadas por los gritos, Eulalia y su madre salieron al patio. Sucio estaba manso e inmóvil, pero el padre de la fea echaba, tendido en el suelo, sangre por la boca. En tanto la madre marchó despavorida en busca del curandero, y la abuela preparaba emplastos en la cocina, Eulalia se quedó a su lado, llorando, temblando de miedo, pero fue entonces cuando oyó de los labios de su padre, por primera y última vez, su nombre:
—Eulalia… Agua…
Muerto el padre, la casa de Eulalia comenzó a irse a hacer puñetas, pues era un cosmos de fealdad y gritos apenas dominado por la fuerza bruta del vozarrón más estentóreo y horrísono del mundo. Al año, poco más o menos, enterraron a la madre, desfondada de dar alaridos, y la fea, ahora un poco menos fea y aterrada, escribió a sus primos ricos de Madrid, ofreciéndose para servirles gratis, solo por la comida. Sintió, al marcharse, dejar a la tía Emilia, una señora de quince arrobas, hermana de su padre, que le había enseñado a leer y a escribir un poco, pero que, como era sorda, era, después de su hermano muerto, la que más chillaba en el oriente de Andalucía.
Los primos, en efecto, le enviaron el dinero para el viaje, y aparejaron con la prima pobre y fea el contrato por sus servicios: A cambio de todo, de hacerlo todo, le darían siete duros al mes, la comida y el vestido, consistente en ese abrigo viejo de espiguilia gris que la amortaja, una camisa, una enagua, dos bragas, un delantal, un par de zapatillas y, como gran dispendio, el guardapolvos que hubo de comprarse cuando inició sus clases de pintura en la academia de Espoz y Mina.
De los siete duros que ganaba Eulalia Rincón en casa de sus primos, cinco los empleaba en pagar la academia de Dibujo y Pintura, y los otros dos en comprar papel, lápices, aguarrás, óleos y pinceles. A los cuatro meses de estar en Madrid, la fea ya no era tan fea, y a los seis, cuando retrató a dios en la persona de Manuel de los Reyes, un dios con las líneas muy al igual, de tan trabajadas, ya no era fea en absoluto, tampoco Lina de Andrés, sino una artista de vanguardia. Cuando pintó a Dios, a pesar de que era un retrato de medio cuerpo, se las arregló para colocar un caballo detrás, un caballo juguetón y pacífico con uno de los cascos traseros salpicado de sangre.
Ya en Málaga desde chica, entre grito y grito, Eulalia Rincón dibujaba cuanto podía. Pintaba las caras de los vecinos, los animales y las cosas que se le pasaban por la cabeza en los márgenes blancos de los periódicos, en el envés de los calendarios, en las páginas de cortesía de los libros, y después, en Madrid, para entretener a los hijos de sus primos, dibujó más cosas: navios, estrellas, ropa tendida, bucaneros, pirámides y caballos, muchos caballos, pero nunca un carro, ni, como se hubiera esperado de ella en su condición de pintora vanguardista en ciernes, un grito. Un día ejecutó un retrato tan bello y adulterado del mayor de los críos, que los primos se quedaron pasmados, y entonces permitieron que se sentara con ellos a la mesa y la animaron a que se instruyese de su pecunio en alguna academia de Pintura. Los primeros días pasó mucha vergüenza en el estudio de Espoz y Mina, sobre todo ante el Dios escuálido del torso desnudo, pero luego, cuando hizo amistad con Lope Pérez, ujier del Ayuntamiento y exquisito miniaturista, que le regaló láminas y libros, y con el propio Manuel de los Reyes, cuya gracia hacía la cara de Dios más creíble, lo pasó tan bien que a su mirífica condición de artista añadió unas pinceladas de carnal hermosura.
Los cuadros más bellos pintados por Eulalia Rincón son, aparte de la cara de Dios con Sucio al fondo y de este otro que compone ella misma entre frutas y un pan blanco y redondo, Luisita, la hija de mi prima Encarnación, donde se ve a una adolescente algo cubista con las trenzas lánguidas sobre un suelo ajedrezado; Un sueño, donde ella misma tira de los bigotes de un monstruo geométrico; y el Autorretrato en el que aparece con el mismo abrigo de espiguilla que ahora vemos y unos pájaros que le sobrevuelan las sienes. Todos ellos son cuadros muy hermosos, muy en la onda de Maruja Mallo, de Chagall y de Juan Gris, muy inventándose esa onda tan heteróclita de inspiración, y todos deleitaron mucho al periodista Montenegro cuando ideó un reportaje sobre artistas madrileños que vivían de oficios humildes y lo ilustró con fotografías de los personajes y con los cuadros de Eulalia Rincón.
Fue Lope Pérez, ordenanza del Ayuntamiento y delicado pintor de miniaturas, quien presentó a Eulalia al periodista y quien relacionó a este con los demás: Eugenio Solís, obrero de imprenta e inventor; José Vitoria, cobrador de tranvía y arqueólogo; Rafael Arboleda, cartero y dramaturgo; y Ernesto León, peón y clarinetista.
Montenegro era un caballero exquisito, y sus personajes, una colección de ciudadanos geniales, soñadores y sencillos. Con Lope Pérez tuvo este diálogo, transcrito luego en el reportaje, que convertía el pasillo del Ayuntamiento donde tuvo lugar en un nemoroso cenador del mismísimo Versalles:
—¿Y cómo, siendo un artista, se aviene a ser ordenanza, siquiera sea de tan ilustre institución?
—Pues ya ve usted; cosas de la vida, y la mía ha sido algo borrascosa. Soy bachiller, empecé una carrera, luego un oficio… y, sin embargo…
—Sin embargo, ¿qué?
—Aquí me tiene con una librea.
—A la que usted honra.
—Muchas gracias. He rodado por el mundo y, al volver a España, quise trabajar de lo que sé, y no pude. Como me había creado una familia, un día di al traste con todos los escrúpulos y me presenté a un concurso para una de estas plazas de ordenanza. La vida es muy dura para algunos.
—Con usted lo ha sido.
—Y no se crea usted que solo presto mis servicios aquí. Soy recibidor en el Teatro de Fuencarral.
—¿Recibidor?
—Sí; empleado en la puerta para cortar las entradas.
—¡Ah!
—Y maestro de un hijo mayor, al que, en los ratos que me dejan libres mis empleos, enseño lo poco que sé y auxilio en los estudios.
—Admirable, amigo Lope.
—Y los domingos, mi descanso es dibujar.
—¿Y gana algo con sus miniaturas?
—Muy poco; por eso tengo que ser lo que soy, para que los míos no se mueran de hambre.
—¿No ha hecho usted alguna exposición?
—Para eso se necesita dinero. Una vez hice una colección de miniaturas de alcaldes y concejales.
—Las vendería bien.
—No gané ni una peseta, no sirvo para comerciante. Quizá sea un poco orgulloso.
—Como casi todos los humildes.
—Si hubiera querido, podría vivir del dibujo, pero no me lo permitió mi dignidad.
—¿Cómo es eso?
—Un sujeto me propuso un buen negocio, pero a condición de firmar él mis miniaturas. Yo no acepté.
—Era lo honrado.
—Discúlpeme; ese timbre que ha sonado me requiere. Con su permiso.
Cuando Montenegro habló con Eugenio Solís le sorprendió su sonrisa cinematográfica, su amor por Marconi y su férrea convicción de poder construir una radio con imágenes, como un cine pequeño que se podía tener en el comedor de la casa, sobre la cómoda. Viajó con Solís en el tranvía de su amigo José Vitoria, el arqueólogo que ahora se afana en hurtar a las bombas su automotor urbano para seguir surtiendo el frente de defensores de la ciudad, para traer al centro a los evacuados de los pueblos de Toledo a los que las columnas enemigas han venido pisando los talones, para insuflar, en fin, un poco de aire de rutina, de civilidad, a las calles estremecidas por los incendios, los derrumbamientos, las explosiones. Acompañó a Rafael Arboleda en su diaria ruta postal haciendo sonar el cuerno de latón, voceando el nombre de los destinatarios y repartiendo cartas cuyo remitente se hallaba, al comienzo de la misiva, bien gracias a Dios, por mucho que luego desgranara el rosario de las calamidades. Para Rafael Arboleda, cartero y dramaturgo, todo estaba gobernado por la fatalidad, y la suya propia que le hizo nacer en un tren y ser cartero se le antojaba el colmo del paradigma. Era un hombre culto, inteligente, honrado y desheredado de la fortuna, leía a Sófocles y a Esquilo, se conocía al dedillo el teatro de Bernad Shaw, Ibsen, Strindberg, Kaiser, Pirandello y Benavente, y el día 30 de noviembre de 1922 había estrenado en el Coliseo Imperial una obra titulada El crimen de la venta, que se mantuvo doce días en cartel. Tenía inédita una obra de vanguardia, ¿Qué es el honor?, preparaba otra más vanguardista todavía basada en los recientes estudios criminológicos de los doctores Juarros y Calpena, y, sobre todo, era un hombre que, pese a su fatalismo, se hallaba severamente incapacitado para la claudicación. Ernesto León, un hombrecillo inquieto y nervioso que trabajaba en lo que salía, de camarero en una tasca de barrio o de peón en una obra, expresaba todo su talento, que era mucho, con el clarinete, aunque su auditorio fuera el que se congregaba en la inauguración de una cacharrería o el que se mecía en las sombras de un baile de candil.
Ese cadáver también apareció en el reportaje de Montenegro, pero el reportaje de su muerte, sin palabras, se ilustra solo: Eulalia Rincón yace boca arriba con el viejo abrigo de espiguilla gris que ya venía inmortalizado de su Autorretrato. No es fea. La maldad humana quiso verla zamba, belfa, esmirriada, y aunque ahora la maldad, que no sucumbió para ella con la coz de aquel caballo compasivo que se llamaba Sucio, vuelve a golpearla, no lo consigue. Está hermoso y terrible ese cadáver entre las frutas, sus primos emboscados le miran desde el balcón y se ciegan con el impacto sobre el pan de ese único rayo de sol que ha traspasado el cielo de bruma. Lo único que ha conseguido entrar en este Madrid, gran ciudad loca, que con tanta bravura se defiende.