Capítulo XV

ESE CADÁVER que flota boca abajo en esa piscina de cemento, que sirve de isla móvil a las ranas, los galápagos y las culebras que la habitan, pertenece a Francisco Baria, el proveedor oficial de lobeznos, ranas, topos, alacranes, ratas, ciempiés y lagartos de los laboratorios y los museos de Madrid. Él mismo, antes de caer herido de muerte al pilón por la metralla, antes de ahogarse entre sus bichos, era una pieza de museo, o acaso lo sigue siendo para la eternidad en el museo de los horrores de esta guerra. Ese cadáver naufragado en el agua verde de la balsa que construyó el propio Francisco en este descampado de Carabanchel para almacenar sus animales, parece, en efecto, un bicho grande, raro, informe, monstruoso, que otro Francisco Baria guarda en la piscina por si alguna vez se abre el Museo de la absurdidad humana, de la vesanía del hombre, y vendérselo por doscientos o trescientos duros.

Francisco Baria llegó a Madrid a los diez años, procedente de Miranda de Ebro, con la intención de aprender un oficio, pero se instaló en ese estadio de los que están obligados para siempre a hacer lo que les gusta. Su afición de chico, cazar ranas en las charcas y lagunas que abundaban en aquellos Carabancheles nada urbanizados y venderlas luego en la calle a seis reales la docena, se convirtió en su oficio para toda la vida cuando conoció al doctor Velasco, el magnífico y perturbado Pedro Velasco fundador del museo de su nombre, que paseaba a su hija adolescente muerta, y embalsamada, en una calesa por los atardeceres de Madrid, y se convirtió en su proveedor de anfibios y batracios, por alguno de los cuales llegó a percibir la friolera de veinticinco duros, dispendio no muy sensible para Velasco pues era el Marqués de Cubas, en realidad, el que pagaba.

Pronto se dio cuenta Francisco de que lo suyo era, en efecto, la industria alimañera, y, pues tenía sus depósitos naturales en las proximidades del Canal, de los que se surtía sin gran fatiga, en ese albur cifró desde joven la subsistencia. Pero al poco vino la piqueta transformadora, los desmontes y las obras del nuevo matadero que sanearon, es un decir, esos lugares, y se cerraron los más feraces filones de su industria, obligándole a extender su radio de acción por las proximidades de los pueblos de la provincia. Sin embargo, mal podía calcular Francisco Baria que acabaría no solo como un bicho más flotando en su piscina, sino, mucho antes, como un enamorado de la vida salvaje, si bien en la modalidad de depredador sin escrúpulos, que es la que mejor cuadra a la calidad del amor del hombre.

El alimañero, que gustaba de la compañía de Lázaro Vega cuando iba a cazar por los yermos de Peña Grande y Chamartín de la Rosa, pese a que su nuera, la Cipriana, portera de la finca del inspector, le hablaba siempre de él con maliciosa sospecha, amplió su horizonte comercial con los pedidos de don Mariano de la Plaza, director del Museo de Ciencias cuando este se erguía en el solar de la calle de Alcalá que hoy ocupa el Ministerio de Instrucción Pública. Don Mariano le pedía, sobre todo, ardillas, y al retirar las trampas de alambre encontraba muchas veces una pata que el propio animal se había roído para no quedarse sin libertad, y de ahí supo el exacto conocimiento que esas criaturas tienen de lo que es indispensable, y de lo que no, para la vida.

Baria y Vega se conocieron hace algunos años en las inmediaciones del Arroyo Abroñigal y del Cerro del Tío Pío cuando el inspector, recién ascendido, huroneaba por esos andurriales a la busca de El Tuerto, un hampón adolescente que había llevado sus crímenes demasiado lejos, traspasando las fronteras del lumpen y amenazando la inanidad relativamente muelle de burgueses y menestrales. Baria y Vega cazaban, o intentaban cazar, cada uno sus presas, pero las del mirandés eran menos escurridizas, pese a sus escamas viscosas, sus patas múltiples y sus élitros sensitivos, que la del polizonte, pero uno aprendía del otro en sus descubiertas por aquellos campos que, de pura desolación, parecían ficticios. Muchas veces, Francisco Baria aparecía acompañado de su loba joven, a la que había adiestrado para la caza de topos, musarañas y conejos. Lázaro Vega sentía devoción por esa perra pura que parecía devolverle el afecto corriendo hacia él, según le veía, a inquietantes brincos de júbilo.

—Menos mal que este bicho no sabe que la robaste a sus padres de la lobera. Te devoraría. Pero ¿cómo fue, tío Francisco?

—No sé si sabes cuál es mi procedimiento: localizo la lobera, la acecho, y una vez que la madre sale del escondrijo donde deja la prole, yo, rápido, me desnudo, y arrastrándome con la respiración contenida me introduzco como puedo en la guarida y me hago con los cachorros.

—Ya, pero a esta, a Boli, ¿cómo la cogiste?

—Una madrugada del año pasado, en la garganta de Peguerinos, después que había conseguido meter en un saco a los cinco lobeznos, me vi cortado el paso al salir al exterior por uno de los padres, no sé cuál, pues estaba todo oscuro. Contuve aún más la respiración, me puse en guardia con el cuchillo entre los dientes y las manos engarfiadas en la roca, esperando la acometida. Mi situación era terrible, pues en el interior del saco gruñían mis cautivos, pidiendo amparo a los suyos. Por fin, el lobo se acercó hasta rozarme las rodillas con el hocico; oía rechinar sus colmillos y la luz de sus pupilas se me clavaba en el ánimo. Al extender un brazo noté que no podía hacerlo, pues me lo impedía un saliente de la estrecha grieta, y creí que aquella inmovilidad equivalía a una muerte segura. Recuerdo que cerré los ojos al sentir en el cuello el aliento de la bestia y que, de pronto, se alejó aullando. Como pude, desgarrándome la ropa y la carne, me deslicé por las paredes del cepo que me aprisionaba y, a tientas, busqué la salida, pero entonces oí que los aullidos sonaban muy cerca. Yo creo que me volví loco de impotencia y de miedo, apenas recuerdo que corté las tinieblas, una y otra vez, con mi cuchillo afilado, que se me hicieron eternos los minutos que tardó en llegar el alba y que, cuando salí, el sol bañaba las piedras y las jaras, y que sangraba por todas partes. De aquel saco salió esta Boli, y su hermano, Catorce de Abril, que lo tiene Ram, el artista que hace caricaturas y pamplinas para los niños.

A Francisco Baria, proveedor de toda clase de animales para los laboratorios y los museos de Madrid, le sacó de la cárcel, hace unos años, don Santiago Ramón y Cajal. Purgaba la cuchillada que le propinó a un rufián que le asaltó por las vegas de Aranjuez, y en la que el tribunal no halló la eximente de legítima defensa, pero andaba don Santiago engolfado en los jeroglíficos de la piel y del sistema nervioso, ora periférico, ora central, y no había en Madrid quien le surtiera de organismos vivos como ese mirandés que se peleaba con los lobos, más fiero que ellos, en las madrugadas de Peguerinos. Dieciocho días penó Francisco Baria la cuchillada que dejó estropeado al que pretendía robarle las presas de sus trampas, pero no tuvo tanta suerte para disfrutar de las cien pesetas de la pensión que le consiguieron hace unos meses el decano de la facultad de Medicina, don Sebastián Recansens, y los profesores Tello y Negrín, sobre todo Negrín, bien relacionado en las alturas, pues ahora es como una carpa enorme y vieja que flota sin rumbo en su estanque y no puede, ahogado así, disfrutar de nada.

En esa piscina de cemento donde el viejo Baria guardaba la reserva de ranas, galápagos, serpientes, lagartos y cuantos bichos podían satisfacer la demanda cruel de la Ciencia sin que él, a su edad, se fatigara mucho (aunque todavía estaba para robar lobeznos ante la mirada espectral de sus madres), se bañaban hasta hace poco sus nietos, sin temor a malos encuentros y picaduras, pues, sangre de Baria al fin, esos angelitos se habían criado jugando con los gallipatos, las ardillas, los turones, los topos, los lobeznos y los ciempiés que constituían el mundo real de su abuelo, pero ahora todo ha dejado de ser real.

El hermano de Boli, Catorce de Abril, si bien su amo Ram, o su amigo, o su compañero, abreviaba el nombre a veces y le llamaba Catorce o Catorcito, vivía en un carromato con el heredero de la inmensa fortuna del virrey Ramonet. Ram era caricaturista, perspicaz individualizador de los rasgos y los rostros, incluso de los más vulgares, pero prefería anunciarse por los pueblos como propietario de zorros amaestrados, industria, al parecer, más atrayente para la clientela. Los zorros eran, en realidad, las mangas hechas jirones de su camisa, literalmente hechas unos zorros, pero ya dentro del carromato, fascinados con el banderín de Ram («No hay estrella, mujer, oveja o río / que se resista bajo el lápiz mío»), con la pajarita que le regaló Unamuno, esplendente en su jaula, y con las amorerías de Catorce de Abril, quien más quien menos acababa posando para su caricatura.

Otras veces, para entretener al público, Ram daba conferencias sin pronunciar una sola palabra, dibujando en una gran pizarra las cosas que quería contar, y, sin pretenderlo, hacía inmensamente felices a los sordomudos, que nadie como él sabía que eran legión en España aunque pareciera, de preteridos que estaban, o de condenados al papel de tontos del pueblo, que no había ninguno. Pero cuando Ram reunía en el carromato a las amistades, Galarza, Pérez Segovia, Rivas Cheriff, Pepita Carabias, Valle, les refería sus proyectos para cuando recibiera la herencia de Ramonet, el virrey de Madagascar, depositada desde hacía ciento cincuenta años en un banco de Londres.

Cuando Francisco Baria le llevó a Catorcito, bien jugado y enternecido por sus nietos en la ardua floresta de los Carabancheles, conoció en detalle su fantasía de heredero:

—Mi pariente Ramonet, cansado de vegetar en Ripoll, se lanzó a la conquista del mundo y acabó en Madagascar, donde la gente, al parecer, es encantadora. La fortuna le fue propicia, se hizo rico y casó con la hija del virrey. Pasado algún tiempo, aburridísimo después de haber hecho y consolidado su fortuna, se le ocurrió volver a Ripoll, y para deslumbrar a los parientes que le vieron salir pobre, se presentó vistiendo el suntuoso terno de virrey y seguido de una colorida escolta de malgaches, pero los familiares le tomaron por loco y se rieron de él. Al marcharse les congregó a todos y les dijo en tono muy solemne: «Soy inmensamente rico y vosotros mis únicos herederos; pero os habéis reído de mí, y me voy a vengar. Mi dinero permanecerá en un banco de Londres para ser entregado a vuestros herederos dentro de cuatro generaciones».

—¿Y ya han pasado las cuatro generaciones? —le preguntó confuso el alimañero, por preguntar algo.

—Sí, señor, pero, como se imaginará, los Ramonet nos hemos multiplicado mucho desde aquella fecha y hay centenares de presuntos parientes del virrey. Tengo que actuar con astucia.

—Ya, pero ¿qué haría si recibiera ese dineral?

—Seguir mi vida nómada. Ahora bien; cambiaré el carro por media docena de roulottes y viajaré sin cesar, acompañado de mis amigos y de gran cantidad de periodistas, escritores, artistas, fotógrafos. Tendremos cine, teatro, organizaremos grandes partidas de poker. Desde luego, ya sabe usted, ilustre colaborador de la Ciencia, que tiene un sitio de honor en las expediciones.

—Y con este carro, ¿qué va a hacer usted? —inquirió el viejo Baria, que le había echado el ojo al carruaje.

—Lo dejaré guardado para volver a él tan pronto como se me acabe el dinero de mi pariente —respondió Ram, dejando estupefacto al robador de lobeznos.

Por lo demás, a ese cadáver le han inoculado un veneno sin antídoto posible: una simple esquirla de metralla le ha dejado navegando en su piscina de cemento, cuya fauna ni flipa ni se agita como cuando, hasta hace poco, se bañaban desnudos, como renacuajos, sus nietos silvestres. Con cualesquiera otros venenos, en cambio, ese cadáver, el hombre anterior a ese cadáver, no ha tenido problemas. Don Santiago Ramón y Cajal oía entusiasmado sus explicaciones al respecto:

—Para el hombre no hay veneno que valga. Cuando yo era aún novato en estas lides, se me atravesó una víbora en un camino. Confundí la especie y, al ir a apresarla, se revolvió, haciéndome presa en una mano. Empecé a refrescar la herida con vino. Este antídoto y mi recia naturaleza hicieron el milagro de que la hinchazón del brazo cediera poco a poco. Picaduras de escorpiones las he sufrido muy a menudo, pero la formulita del tinto no falla nunca. Unicamente mi mujer, que suele acompañarme en la temporada veraniega, tuvo la desgracia de que un alacrán le clavase la uña, y la pobre pasó lo suyo, con fiebres y dolores muy intensos. Pero a mis nietos, si alguna vez les pica algo, que no les pica, les doy vino y ni se enteran.

Ese cadáver que navega en el agua verdosa de su cisterna, que da varias veces la vuelta al mundo sin moverse apenas, lo justo para que las ranas y los galápagos le tomen por un bulto que flota, pertenece a un hombre enamorado de la vida salvaje de los solares, los desmontes, las escombreras. Un día a punto estuvieron de comerle las ratas, pues había recibido un pedido descomunal de un laboratorio, pero se zafó del peligro y acabó cazando ocho arrobas. Otro día capturó ocho serpientes hembra, aprovechando que contemplaban suspensas, abstraídas, el combate de los machos en celo. Otro día, en fin, a punto estuvo de ahogarse como ahora cuando buceaba en el Jarama pescando a mano y se enredó en las tupidas raíces de los alisos que crecían en la orilla. Para todo encontró remedio Francisco Baria excepto para esa esquirla que le ha atravesado la espalda y le ha mordido el corazón. Ese cadáver entendía y amaba a su manera, a la manera humana, la vida salvaje, pero este furor que se abate sobre los Carabancheles es otra cosa, se desarrolla sin ley, como si no hubiera gobierno arriba ni abajo. Su loba aúlla.