Capítulo XIV

ESE CADÁVER cubierto con varias hojas de periódicos del día, tendido en la calzada frente al número 42 de la calle de Alberto Aguilera, no pertenece, contra lo que suponían sus amigos, al pretendiente más afortunado de Lina de Andrés, y ello es así porque hasta su último suspiro, que lo ha dado hace un momento según el proyectil de un paco ha perforado su sien, Eduardo López Montes no ha soñado con más mujer que con Zaida desde que la conoció en Tánger tres años atrás. Todo este tiempo lo ha empleado ese cadáver en el siempre fracasado intento de reunirse con ella en Abisinia, y Lina de Andrés, la sirena del Teatro Martín y del Lara, la diosa ambulante en sus giras por provincias, ha sido la única persona del mundo que ha conseguido aliviar su dolor, pues a la vera de Lina, al contacto de su radiación benéfica, no puede sobrevivir la malaventura. Lástima que ese paco incógnito, y cuantos anegan de sangre la nación, no hayan tratado a Lina en la intimidad.

Tal día como hoy, hace un año, Eduardo había estado riendo a carcajadas con Lina de Andrés, pese a que, como ahora vemos, se trataba de un simple mortal. Reír con Lina era vaciarse suavemente una jeringa de alegría en el corazón, y, además, ¡llevaban tan poco tiempo riéndose así las mujeres, con ese relax y ese desenfado! Lina, que se había hecho granjera, que cuidaba de sus cerdos, sus gallinas y sus conejos en una finca de la Ciudad Lineal, aún tenía que trabajar en el Martín por las noches, aún tenía que disimular su gracia cantando La picardía ingenua y, sobre todo, Las de los ojos en blanco, el decadente fox del maestro Alonso. Tenía que hacerlo porque se le morían mucho sus gorrinos reproductores con el relente invisible y trágico del alba de Madrid, pero podía hacerlo porque había encontrado en Eduardo López Montes un amigo, ¡y llevaban tan poco tiempo las mujeres modernas pudiendo encontrar un amigo sin sombras con quien reír!

Tal día como hoy, hace un año, Lina y Eduardo se habían estado partiendo de risa, y un poco también de compasión, cuando la vedette granjera hizo leer a su amigo, en voz alta, mientras ella amamantaba con el biberón a tres lechones, unas cuantas cartas de admiradores secretos. Lina estaba, a esas alturas, muy hartita de su oficio de estrella de Kursaal, del aroma mareante del Tabú, de los arteros ramos que empequeñecían aún más el camerino y, particularmente, de los hombres incapaces de hallar las sirenas, las diosas o las bellezas candeales en la calle y de día, su sitio y su hora natural, y que se empeñaban en buscarlas en la atmósfera imposible de los teatros, los bares americanos y la noche. Lina de Andrés era granjera, lo había sido de vocación toda su vida, como buena hija de Madrid amaba el campo y los animales sobre todas las cosas, y ahora, aunque se le morían casi todos los cerdos Vitorinos, era feliz entre tanta realidad sencilla y viva, y feliz de amar a un hombre, Eduardo López Montes, sin necesidad de amarlo. Es más; Lina de Andrés amaba a su amigo porque estaba enamorado, porque era el primer hombre enamorado que trataba en su vida, si bien de Zaida, cuyo padre, un rico marroquí descendiente de esclavos abisinios, había abandonado sus negocios en París para socorrer al Negus con su fortuna contra el imperialismo zafio y criminal de Benito Mussolini.

En tanto Lina de Andrés nutría a sus lechones huérfanos, Eduardo López Montes, una vez alimentado y removido el fuego de la chimenea, leyó en alta voz la primera carta, una misiva de muchacho con amplio margen lateral, mayúsculas cuidadosamente dibujadas y una gran despreocupación por la ortografía.

—Esa la recibí en el Teatro Principal de Segovia, y en el sobre ponía solamente: «Para la señorita Lina de Andrés».

—«Señorita de Andrés: Tenía el firme propósito de no escribirla hasta después de los exámenes, y si es que el resultado de estos era favorable. Pero luego he pensado que con la preocupación no voy a poder estudiar y voy a salir mal. Si usted me diera un poco de esperanzas, por muy pocas que fueran, ¡entonces sacaba el número uno! Yo, amor mío, no puedo vivir sin usted. Seguramente me habrá visto en la fila uno de butacas, pues no he faltado a ninguna representación, y, por la forma en que la miraba, habrá usted comprendido que estaba enamorado. La carrera que sigo es la de Aduanas. Llevamos un uniforme azul en invierno y una chaquetilla azul y pantalones blancos en verano. Se parece tanto al de los marinos que, a pocos metros de distancia, se confunde. Yo vivo en Madrid en una pensión, pues mi familia es gente distinguida de este pueblo y me paga los estudios. Ahora estoy aquí porque es la feria. Como las relaciones que le pido a usted son serias, para casarnos, espero que, si es usted tan buena como guapa, no me desprecie. Yo la juro a usted que la quiero muy de veras, y que no es este uno de esos amores de estudiante que duran un curso. Contésteme a San Bernardo, 110, pensión La Rosa, y permítame que, entretanto, la bese apasionadamente su s. s. que estrecha su mano. RD. Se me olvida decirle que tengo todas las mañanas libres, y que podemos salir juntos». ¡Caray, Lina, qué excelente partido! ¿Supiste algo más del muchacho?

—Cuando volví a Madrid le envié un retrato dedicado, animándole a estudiar.

—Qué cruel. ¿No recibiste ningún otro recado suyo?

—Sí; tres o cuatro cartas, pero ya muy desmayadas. Las rompí, así como un retrato suyo, desvergonzadamente retocado, que me envió.

Lina de Andrés, cuyo solo lustre enamoraba, pues parecía devolver la luz del sol y no la decrépita y triste de las candilejas, había invertido todos sus ahorros, producto de enamorar mucho al público masculino disimulando todo lo posible su gracia natural, en esa granja de la Ciudad Lineal que hoy se halla, como todas las cosas, devastada por la guerra. Cuando conoció a Eduardo, el único hombre que no se la quería comer en el acto, acaso porque tenía cifradas sus ansias caníbales en Zaida, encontró en él, que se había criado en una finca de la vega de Granada, al aliado sensible, instruido y eficaz para hacerse con los mandos de su nueva vida, y así, cuando en los primeros meses aparecieron por la Ciudad Lineal los periodistas atraídos por el giro de la estarlette, Lina supo qué decir, aunque un poco embarullado:

—La gallina es el animalito más delicado —les decía, acariciando una gallina como si fuera un conejo—, y hay que cuidar mucho que coman siempre a una hora fija… Lo dicen así todos los tratados de avicultura… Hay un interesante manual de Castelló, que trata de la nutrición de estas aves… Y en uno de los libros más conocidos, Hidalgo Tablada, el autor del Diccionario de Avicultura, afirma que de cada cien gallinas que mueren de enfermedad, esta enfermedad es efecto, en un sesenta por ciento, de falta de régimen.

Y cuando una vez, viéndola echar cuidadosamente el pienso de su mano, bien repartido entre las cincuenta o sesenta gallinas que rebullían y picoteaban en torno suyo, un gacetillero le dijo que aquello le parecía el ensayo general con todo de un bucólico número de revista, Lina de Andrés puso, sin embarullarse, las cosas en su sitio:

—Sí, sí… Pero esto es mucho más serio que todos los números de todas las revistas. No sabe usted las preocupaciones que dan estos animalitos… Y los disgustos… Hay que vivir siempre pendiente de ellos y hay que mimarlos más, mucho más, que al más mimado de los autores. ¡Los desvelos que me han costado estas dos leghor!, pero los mayores sobresaltos me los han dado los cerditos. Figúrese usted que compré catorce para la reproducción, y nada más comprarlos, se me murieron doce. No sé cómo su muerte no me costó también la muerte a mí… ¡Cómo habrían envidiado entonces a los doce cochinos algunos románticos enamorados, que aseguraron que se morían por mí sin conseguir siquiera acelerar los latidos de mi corazón!

—Mucho amor le inspiran los gorrinos —replicó algo corrido el gacetillero.

—No lo sabe usted bien. Ahora lo que me tiene preocupada, fíjese, es el logro de un cruce de cerdo vitorino con un cerdo del país. El cerdo vitorino no da resultado aquí porque no tiene pelo y es muy delicado y sensible al frío y al calor, pero, en cambio, es mucho más hermoso que el madrileño, y del cruce espero obtener un cerdo tan grande como el vitorino y tan resistente a todas las temperaturas como el de Madrid. ¡Ya verá usted qué hermosos ejemplares! —remató Lina de Andrés poniendo los ojos en blanco, pero de otra manera, y desde luego con otra intención, que las madamas del fox crepuscular del maestro Alonso.

Hace un año, tal día como hoy, Lina y Eduardo pasaban una buena tarde como singular pareja de enamorados; él de Zaida, de la que nada sabía desde hacía bastantes meses, desde su última carta fechada en Asmara, y ella de él, pero no de sus cualidades inventadas como se las inventan las novias, sino de sus virtudes reales, gratas, visibles, como una amiga rara, vedette enemiga de la ficción cuyos pulsos no se aceleraron jamás ante el deseo romo, directo, bárbaro, puerilmente disimulado, de los hombres. Eran felices Eduardo López Montes y Lina de Andrés junto al fuego de noviembre, enamorados ambos y los dos libres de la tiranía del deseo, y una rara exactitud regía la cadencia de esa tarde, pues salían a carta por lechón. Así, cuando Eduardo extrajo la segunda misiva de pretendiente. Lina de Andrés acomodaba en sus brazos al segundo cochinillo de la tanda para darle, como al primero, el biberón.

—Esa carta, Eduardo, me tuvo suspensa varios días, y me entró rabia y piedad a la vez. La recibí en Cheste hace cosa de un año, durante la última gira que hice con la compañía de Eugenio Velasco. Cuando llegué al teatro, allí estaba la carta, sobre el tocador del camerino. Lee.

—Leo: «Señorita Lina de Andrés: Usted no me conoce a mí, pues no he pasado nunca de la categoría de admirador discreto y silencioso. Siempre que voy a Madrid y usted trabaja en algún teatro, me abono a butaca. En una función benéfica que celebró usted el año pasado le envié a usted un ramo de flores, pero no me atreví a incluir mi tarjeta. Pero de tanto y tanto seguir sus pasos por esos escenarios llegué a enamorarme de usted. Un amor voluntariamente platónico, pues dada mi cortedad descarté desde un principio la ilusión de obtener una entrevista. Me limité a comprar todos los retratos de usted que pude encontrar y, como soy soltero, su efigie preside todas las habitaciones de la casa que poseo en este pueblo. Aquí empieza mi tragedia. Un buen día, los amigos me preguntaron: “¿Por qué tienes tantos retratos de Lina de Andrés en tu casa?”. Les contesté evasivamente. Usted, señorita, ya sabe lo que es la vida de los pueblos: la gente empieza a murmurar… Yo hubiera debido protestar y poner en claro las cosas, pero el comadreo me halagaba. Ahora, cuando ha llegado usted al pueblo, los amigos —somos algo bestias— me han dicho: “¡Anda, que te vas a hinchar!”. Todas las mujeres van a asistir a la función para mirarnos. Yo le suplico a usted que no me descubra, pues si esto ocurriese tendría que marcharme del pueblo. No pido ninguna entrevista ni que se comprometa a nada. Bastaría que me mirara tres o cuatro veces durante la función y sonriera para salvarme de este compromiso. Mi palco es el número 2, y estaré solo».

Eduardo López Montes pisó por primera y única vez la platea del Teatro Martín cuando su amigo, compañero de estudios y paisano, Javier Cienfuegos, tiró de él porque no quería presentarse solo en el camerino de Lina de Andrés con el conejo. Recién acababa de correrse la voz de que la vedette turbadora se metía a granjera, y a Javier Cienfuegos, enamorado como todo el mundo del adarme a que Lina lograba reducir su gracia nativa, no se le ocurrió otra cosa que regalarle un conejo, que de milagro sobrevivió al viaje en tercera de Granada a Madrid, pero no habría secundado Eduardo López esa ocurrencia si el amigo, a su vez, no hubiera secundado antes la suya de apuntarse a la misión sanitaria que la Cruz Roja Española había proyectado para socorrer a los patriotas de Abisinia. En Granada, de donde ambos eran naturales, se inscribieron ciento cincuenta y siete ciudadanos: ciento cincuenta y cinco obreros de distintas profesiones, y ellos dos. Finalmente, cuando leyeron en Claridad la lista de seleccionados para el viaje, y vieron que tras el espurgo de solicitudes admitían a tres granadinos de los ciento cincuenta y siete, a un oficial minervista y a ellos, se apresuraron a presentarse en la sede madrileña de la benéfica institución. El recibimiento, que ellos habían imaginado afectivo y épico cual correspondía al de dos futuros héroes de la libertad de Abisinia, les desilusionó por su burocrática frialdad, mas para Cienfuegos quedaba la noche, el Martín, Lina y el gazapo como bazas infalibles para salvar sobradamente esa primera jornada en Madrid.

Aquella noche se conocieron Eduardo y Lina, y ya desde ese instante la muchacha disfrutó de la compañía del estudiante con un conejo entre los brazos, pues tal era, al parecer, su vero sino de enamorada sin amor y de granjera. El tiempo se ocupó de transformar el trío imposible en asunto de dos, pues las dilaciones de la Cruz Roja descorazonaron pronto a Cienfuegos, que regresó a Granada, y Lina, acostumbrada a oír sin inmutarse las protestas de sus falsos suicidas por amor, atendía con el corazón solícito la desesperación en que sumía a Eduardo su novia marroquí o abisinia, remota en todo caso. Con su atención sincera, Lina abrazaba al amigo como a los delicados conejos, y al corazón del estudiante granadino le hacía bien relatar a su amiga sus peripecias de amor y de ensueño: Había conocido a Zaida en Tánger, esto es, un paraíso dentro de otro. Educada en París, mora cosmopolita, políglota y moderna, más mora pues que cualquier mora, Zaida disfrutaba del viaje a sus orígenes con que su padre premiaba el buen fin de sus estudios en La Sorbona. De los quince días con ella en Tánger y de los tres meses siguientes en Granada, Madrid y París, también con ella, burlando de mil modos a su dama de compañía, pero en todos los casos contando con el ajenjo, por el que la institutriz inglesa sentía una devoción inmarcesible, obtenía Eduardo López Montes todos los recuerdos y toda la noción de su vida, y cuando terminadas las vacaciones Zaida se embarcó en Marsella para Djibuti, donde continuaría viaje hasta Addis Abeba, donde su padre organizaba, aportaba más bien, las finanzas del Negus en su lucha contra el colonialismo de Mussolini, no menos cruel por teatral y vano, sintió ahogarse su alma en las grasientas aguas del puerto de Marsella.

Lina se sentía enteramente Zaida, o más Zaida que la propia Zaida porque era ella la que contemplaba en los ojos de Eduardo esa décimas de fiebre que de solo verlas se contagian. No había en ella, ni en sus interiores más humanos, asomo de rivalidad con la mora: gracias a ella ese muchacho era así, era su amigo, había aparecido por el tugurio del Martín con un amigo y un conejo, gracias a Tánger, y a la institutriz colgada del ajenjo, y de Mussolini, y del Negus, gracias a todo la vida era como era, y su vida, cuando menos, ahora era. Y sufría últimamente, dentro, de veras, viendo cómo Eduardo llevaba la contabilidad exacta, día por día, del tiempo que llevaba sin verla, y se contrariaba cuando Eduardo renegaba del organizador de un Tercio de Extranjeros para combatir junto a los abisinios, un tipo que desapareció sin dejar ni la estela, agente del Fascio seguramente, y el viaje salvífico hasta su amor quedó en nada.

Ya la primera vez, cuando salieron juntos del Martín e iban paseando por la noche clara de la calle de Hortaleza, Lina de Andrés intuyó, o supo, que ese chico no llegaría jamás a Addis Abeba, ni como mercenario ni como enfermero. Llevaba dos meses sin recibir carta de su mora.

—Solíamos escribirnos con bastante frecuencia —satisfizo Eduardo la curiosidad de Lina, que sobeteaba feliz su conejo—. Desde su marcha de Europa nos hemos cruzado siete u ocho cartas todos los meses, y ya se puede imaginar, señorita Lina…

—A una señorita, y de usted, no se le pueden hacer confidencias —interrumpió, coqueta y amical, la vedette más bella de España.

—No sé si me apañaré, pero gracias… Nos escribíamos mucho y esas cartas, las suyas y las mías, iban llenas de imágenes del tiempo que habíamos compartido. En esta que llevo en la cartera, la última suya que he recibido, me evocaba las dunas de Mogador bajo el misterio de una luna de otoño, cuando huíamos de los prejuicios de las razas y de los pueblos, y de miss Dorothy, naturalmente. Y luego, como en todas mis cartas y las suyas, nuestra película de Granada, de París, demasiado breve, y la ilusión de que fuésemos alguna vez, y por siempre, el uno para el otro. Pero la última carta la recibí hace dos meses… Estaba fechada en Asmara, me comunicaba su inquietud y su horror por la guerra, y me decía que su padre había entregado la mitad de su fortuna al Negus para ayudar a la defensa del territorio.

—¿Y ya sabes cuándo vas a partir?

—No; esta mañana hemos estado en la Cruz Roja, pero no he visto mucha actividad ni decisión. No sé, espero embarcar en pocos días… Pero ¿la encontraré? ¿Le habrá sucedido algo? ¿Podré no separarme más de ella?

Lina de Andrés no quiso responder nada esa noche, y tampoco ninguna otra de las muchas que compartieron después, pese a que sabía, ¡estas cosas las saben las vedettes!, que ese chico no habría de encontrar a su amor en Asmara. Es más; tal día como hoy, hace un año, cuando percibió que las décimas de enamorado de su amigo se trocaban en alta fiebre de melancolía, Lina urdió el entretenimiento de las cartas de sus falsos suicidas. Iban, queda dicho, a carta por lechón, y Eduardo, distraído, embrujado, vedettizado ya absolutamente, tomó la tercera carta y se dispuso a leerla:

—La ortografía es espeluznante, Lina. ¿Te la leo tal cual?

—Sí, sí, ya verás qué graciosa.

—Allá va: «Señorita Lina de Andrés: Soiun labraor que tengo un cortijo a tres leguas de Baeza. E comprao ace poco tres sementales brabos y con la alluda de Diosmediante mis vacas parirán noviyos que atoreen en las ferias de estos pueblos i el asunto irá bien. Estoy peleao con el cura y el alcalde, asín que me importa poco contraer nucías con una artista si usté quiere nos bemos esta noche en el café comercial».

—Supongo que no acudirías —concluyó riendo, pero un punto celoso, absurdamente celoso, o no tan absurdamente, Eduardo López Montes, estudiante sensible y repetidor eterno de Cuarto de Derecho (por sensible), desaparecido de Granada.

—¡No…! Pero como soy tan curiosa, envié a la doncella que nos acompañaba en las giras, una señora mayor y divertida, para que lo viese y me contara qué clase de tipo era. Volvió asustada: «Es un gañán como una casa de alto» —me dijo—. «Lleva un sombrero ancho y patillas, y tiene dos cicatrices en la cara».

—Eso es casi un bandolero…

—¡Y tanto! Aquella noche no pude dormir tranquila. Soñé varias veces que me llevaba a su cortijo, entre los toros, y que me obligaba a comer gazpacho en una olla con los vaqueros y a cortarme las uñas con una navaja de siete muelles. Pero ahí no paró la cosa: al día siguiente intentó penetrar en mi camerino, y fue necesaria la intervención de todos los tramoyistas para que desistiera de su propósito. Se había comprado un sombrero de paja y una corbata de seda para seducirme mejor. Tanto miedo me dio que me volví a Madrid enseguida.

Lina de Andrés lo tenía muy claro, y cuando los gacetilleros le preguntaban cualquier cosa de orden sicalíptico, se las arreglaba, y más si Eduardo se hallaba presente, para seguir edificando, siquiera con palabras, su granja fantástica y su amor de pareja excepcional:

—Sí, pero cuando alguna marrana está en condiciones de ser pronto madre, que para ellas sean las mejores comidas… Y que no se dé ningún golpe, ni el macho la maltrate… Porque también hay en los cerdos galanes de esos que les dan marcha a las hembras. Luego, mucho cuidado durante las siete semanas de lactancia y en el destete de los cochinillos… Y con las gallinas, que no cojan frío, ni reciban corrientes de aire, que es por lo que les da la difteria… ¡Es dificilísimo salvarlas cuando les da esa enfermedad! Y otra enfermedad gravísima de las gallinas es el moquillo o catarro nasal, ¿sabe usted? Y, sobre todo, lo que debe cuidarse especialmente es que coman a sus horas, darles tres piensos a hora fija: por la mañana, al mediodía y al atardecer, procurando que cada gallina no coma en cada pienso más de veinticinco gramos, porque si come más, engorda y pone menos huevos, y si come menos, adelgaza y pone menos huevos también.

Ese cadáver pertenece a un hombre que, como intuyó Lina de Andrés no bien calibró la temperatura de sus ojos volados, no encontró a su amor en Abisinia. Lo halló en la Ciudad Lineal entre conejos, cerdos y gallinas, lo halló sin buscarlo, sin necesidad de soñar, ni de hacerse mercenario, ni enfermero de la Cruz Roja, sin encontrarlo siquiera, pero su desgracia es tan grande, o su fortuna, que esta noche, esto es, dentro de unas horas, hubiera sonado la hora del deseo, de la verdad y de la mentira, la hora en que su abrazo con Lina de Andrés, la dulce Lina, la disimuladora profesional de su gracia nativa, la de los senos frutales y el sexo cordial, habría soliviantado a todos los animales de la granja, incluso a las gallinas, tan aparentemente ajenas a todo lo relativo a la Creación del mundo. Ese cadáver ha venido a este barrio de Argüelles buscando un pienso especial para los gazapos que expenden en la cordelería de Guzmán el Bueno, uno de los escasos comercios de la zona que no han cerrado bajo la lluvia de fuego porque cerrar es morir, sobre todo para un comercio. Pobre cadáver, o qué feliz, que nunca sabrá la fantasía de esta noche. Yace ajeno a toda malaventura, pues reposa de algún modo en su boca la saliva que anda fabricando Lina con su pensamiento en la granja de la Ciudad Lineal.