ESE CADÁVER es el de un dinamitero de la columna durruti, unidad a la que continúa de algún modo afecto porque Buenaventura, su jefe, es tan cadáver como él y no es hora aún (ni lo será nunca) de que los muertos de esta guerra, convocados por el presidente Azaña, escuchen el mensaje de su patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón. Ese cadáver lo es a resultas del movimiento de pánico que hace unos momentos produjo la desbandada de las fuerzas confederales que se baten en torno al Hospital Clínico, el mismo movimiento de pánico que ha querido atajar, naranjero en mano, el propio comandante en jefe de la unidad, Durruti, antes de caer herido de muerte en la tetilla izquierda por la bala perdida que le ha encontrado. Ese cadáver que no será retirado de la zona de combate hasta que no remita la ensalada de tiros, que ve, si pudiera ver, cómo se llevan a su jefe al Hotel Ritz convertido en hospital de guerra, pertenece a Juan Lostalé, prodigio del bailar jotero, prisionero una vez de Pancho Villa, confidente durante una temporada de Rodolfo Valentino y, sobre todo, criatura de suerte mudadiza y alófana, pero a lo último severamente perseguida por la desgracia.
Juan Lostalé se presentó no hace mucho, tres o cuatro semanas, en el cuartel general de la Columna Durruti en Bujaraloz, asegurando que era capaz de dinamitar cuanto le pusieran delante, lo cual extrañó mucho a los milicianos que reconocieron en él a la Perla del Gancho, otrora el bailador de jota más famoso de Aragón y del Nuevo Mundo, mucho más que el Royo del Rabal, que el Ruiseñor del Pilar y que el mismísimo Juanito Pardo, que había amenizado en el Palacio de Oriente, de Madrid, las bodas reales. Ninguno había dominado como él el baile de la tierra baja, los trenzados de Cinco Villas y el huracán de puntas del Alto Aragón, pero de ahí a dinamitar puentes, vías férreas y torres del tendido eléctrico mediaba un abismo. Juan Lostalé, muy serio, explicó a la concurrencia ácrata que al poco de casarse con Carmen Duque, la navarra jotera de voz racial y agudísima que tanto admiraban los milicianos igualmente, marcharon a América para comérsela entera, pero que una vez allí tuvo que emplearse durante un año en el inmenso cementerio de trabajadores que fue la obra del Canal de Panamá, donde aprendió a usar el pico y a manejar la dinamita.
Un año pasó volando montañas de roca sin acordarse de que era la figura cumbre del baile aragonés, pero la exitosa actuación en un festival benéfico tornó a recordárselo y volvió a tomar, junto a su mujer, el deslumbrante camino de la gloria: de la Tierra del Fuego al Canadá recorrieron, jota va, jota viene, las Américas, gastando el dinero como el narcótico que aboliera el recuerdo de las penalidades sufridas en el Canal. En uno de esos tránsitos de una América a otra, viniendo de Costa Rica y yendo hacia los Estados Unidos, Juan Lostalé y Carmen Duque se empantanaron en la balacera profunda del México de la Revolución.
Corría el año 16 y las bandas, o ejércitos, o falanges, de Pancho Villa, Zapata, Carranza y Obregón asolaban el camino que los joteros habían de transitar para llegar a Tejas, resultando el camino de hierro, por lo demás, el más vulnerable pese a su nombre blindado: viajando de Veracruz a México capital, la partida de Pancho Villa voló el tren en el que viajaba la pareja jotera por antonomasia, y precisamente en otro tren, en el que hace unos días se trasladó a Madrid la Columna de Hierro, también tan vulnerable, Juan Lostalé relataba aquel episodio mexicano y atroz a un grupo, no mucho menos mexicano por cierto, de compañeros confederales:
—No os podéis hacer una idea de aquel cuadro: clareaba el día cuando, de improviso, nos despertó una tremenda explosión. Sobre los vagones no alcanzados por la dinamita cayó una nube de equipajes deshechos y de cuerpos destrozados de viajeros. Estábamos en las cercanías de Parral, en pleno corazón del estado de Chihuahua, la plaza fuerte de Pancho Villa, y cuando apenas habíamos conseguido salir del amasijo de hierros y maderas el medio centenar escaso de supervivientes, nos vimos rodeados por una turba de hombres armados que había surgido de la maleza o del infierno.
—¡Eran guerrilleros! ¡Luchadores de la libertad! —terció un jovencísimo miliciano, que al ver el gesto de contrariedad que había provocado su interrupción del relato tornó a callarse.
—¡Qué luchadores de la libertad ni qué niño muerto! —bramó Lostalé—. ¡Daban miedo aquellos tíos! Nos hicieron saltar a tierra a culatazos, nos pusieron en fila y, al poco, llegó un sujeto enorme, con barbas, con un bigote negro que le cubría por completo la boca y con dos cananas llenas de cartuchos que le cruzaban el pecho. Con voz tronante apremió al saqueo del convoy, y cuando reparó en nosotros dijo, dirigiéndose a los que debían ser sus oficiales: «balearme ya a estos». Aquello fue espantoso, quedamos vivos cuatro de los cincuenta: una joven venezolana que pasó a completar el botín, el maestro Ruilópez que nos acompañaba. Carmen y yo. Y eso gracias a que se compadeció cuando, antes de empezar la masacre, le grité que éramos artistas españoles y con un ademán ordenó a uno de los suyos que nos apartaran un poco de los otros. «Entreténganme un rato, hermanos», nos dijo con una sangre más fría que el cierzo del Moncayo.
—Cosas de la Revolución. Seguro que ese tren iba lleno de fascistas —se creyó en la necesidad de decir el joven incontinente.
—Ese tren iba lleno de pasajeros, como todos los trenes, idiota, y si hubieras vivido como yo aquellos instantes no dirías que aquella masacre indiscriminada tenía relación alguna con la Revolución —matizó Juan, hasta el cachirulo del niño violento.
—No le hagas caso y sigue —pidieron varios.
—Carmen tuvo que cantar y yo bailé, mejor dicho, salté al compás de unas guitarras destempladas, procurando no pisar la sangre y los cuerpos de mis desventurados compañeros de viaje. Entonces Pancho Villa dijo: «¡Valientes son estos gachupines! Marchad, que no quiero mataros. Tomad para el camino». Y como el que arroja un trozo de pan a un perro, nos tiró a los pies unas monedas de oro.
—Os salvó la vida, después de todo —no pudo contenerse el niño terrible de la Columna de Hierro.
—No nos la quitó, que es muy distinto, chaval. Con aquellas monedas, pero sin equipajes, sin partituras, sin decorados y sin nuestros ahorros llegamos en cuatro días a la capital de México. Del susto, Carmen enfermó, se quedó muda, y tuve que llevarla al hospital. Yo tuve que luchar, una vez más, trabajando en lo que salía, y entonces volví con la dinamita en las demoliciones que se hacían para construir una carretera.
—Oye, ¿es verdad lo que se dice, que fuiste muy amigo de Rodolfo Valentino? —despegó por primera vez los labios un compañero que iba arrebujado en un capote militar y cuyos pies, mal calzados por unas alpargatas viejas, no habían conocido el calor desde hacía dos meses.
—Sí, pero eso fue en Los Angeles, en el 23. En México conseguimos rehacernos, sobre todo desde que actuamos en el Teatro Nacional, aunque cuando la cosa iba mejor, en el verano del 21, los cañones de Pancho Villa pulverizaban ya los arrabales de la ciudad. Salimos, como te puedes imaginar, de estampida, no miramos atrás hasta llegar a Tampa, y en Estados Unidos, vuelta empezar.
—Pero, a ver, ¿cómo era Valentino? ¿Tan guapo como creen las mujeres?
—Qué va, tenía la cara picada de viruela; lo que pasa es que era listo con las mujeres y manejaba muy bien el desamparo y la falsa humildad. Coincidimos con él en Los Ángeles, en el coliseo Druman, porque como andaba de pleitos con una productora y no podía hacer películas, se ganaba sus dólares exhibiéndose como bailarín de tangos argentinos. ¡Y lo hacía fatal! Pero la suerte iba detrás de él sin dejarle reposar ni un minuto, y mujeres de todos los países, enloquecidas con su persona, abarrotaban a diario el Druman como si fueran a ver a un ídolo de leyenda.
—Algo tendría —intervino el joven defensor de los procedimientos de Pancho Villa.
—Yo creo que su mayor virtud era la curiosidad; las otras solo las veían sus admiradoras. Por cierto; tenía horror a las mujeres morenas y le atacaban los nervios las delgadas, quizá porque lo de comer a dos carrillos era lo que más le gustaba en este mundo. Pero sí; la curiosidad. Como sentía mucha atracción por España, aprendió a bailar la jota y la cantaba con un acento rarísimo que indignaba a Carmen, una de las pocas mujeres, menos mal para mí, que no se rendían a su influjo. En momentos de intimidad, gozaba haciéndose fotografías de absurdos cuadros españoles. Una vez fuimos a México solo por el placer de ver corridas de toros, y al regresar venía triste y descorazonado porque había percibido en el triunfo de los matadores una vibración más auténtica que en los suyos de la pantalla. «¿Tú crees que yo podría ser torero?», me preguntó un día. «Para eso», le respondí, «no hace falta estudiar, pero hay que contar con el toro, que no se va a deslumbrar con tu fama como esa nube de admiradoras que te siguen». Y como era terco, organizó una fiesta taurina en una finca próxima a Los Ángeles, propiedad de una argentina que andaba loca por él. Hizo venir toreros de México, trajo dos becerrillos inocentes y tomó lecciones de tauromaquia durante varios días, pero llegado el día uno de los pobres añojos le volteó, le pisoteó, le mordió, y le tuvo una semana reponiéndose de la paliza. «No es un bello arte el de los toros», me dijo cuando se levantó de la cama. «Es más bonito el cine».
Iba cruzando noviembre del 36 ese expreso lento y desvencijado, cruzando Zaragoza, Soria, Guadalajara, rebosante de hombres ateridos, inflamados muchos de ellos por el orgullo de ir a salvar Madrid. Por las ventanas mal encajadas entraba la cellisca del páramo mezclada con la carbonilla de la vieja locomotora, pero los viajeros de uno de los coches de tercera, soldados del pueblo, hacían corro en torno al jotero de vida errante, escuchando suspensos sus aventuras. Era Medinaceli cuando en el relato de Juan Lostalé apareció el gran sátrapa de Venezuela, el general Vicente Gómez, el tirano de Maracay, y su harén multitudinario, y sus cientos de hijos esparcidos por el territorio nacional, y las lúgubres mazmorras de Caracas llenas de campesinos y estudiantes, y la mansedumbre que la bestia mostraba ante los artistas españoles, que toreros, escritores, cómicos y pelotaris recibían la merced de sus célebres bolsas de relucientes bolívares. «¡Mis antepasados vinieron de España!», suspiraba el tirano, enternecido, ante los viajeros de más allá del mar.
Ese cadáver pertenece, en suma, a un jotero al que la vida, por oscuras razones que no llegaron a saber sus compañeros de la Columna Durruti y nosotros tampoco, trató mal últimamente. Juan Lostalé apareció por Bujaraloz un día postulándose como buen dinamitero, y en verdad que ha cumplido a conciencia con su deber en los últimos meses. Hoy, debido a un movimiento de pánico en la Columna de Hierro, pues a veces el hierro es más frágil y quebradizo que el junco o la vara de avellano, no ha podido regresar a sus líneas, que han retrocedido demasiado y demasiado aprisa, tras poner las cargas explosivas en uno de los sótanos del Hospital Clínico. No le vemos las piernas, se las ha volado un mortero enemigo, pero esas piernas bailaron como nadie los trenzados de Cinco Villas y el huracán de puntas del Alto Aragón.