Capítulo XII

ESE CADÁVER dormido en el jardín del Palacio de Liria, cuya mano derecha ase fuertemente un pesado manojo de llaves y ganzúas, pertenece a Gervasio Antúnez, un hombre-urraca. Ese cadáver integraba, antes de serlo, el grupo de guardias cívicos y de milicianos encargados de proteger el emporio de los Alba, hoy patrimonio del pueblo, pero ahora, que le ha caído encima uno de los muros del parterre a efectos del bombardeo nacionalista, que tal se autoproclaman los que asedian la ciudad con tropas y armas extranjeras, es un cadáver más de los muchos que sarpullen las calles madrileñas en este diecisiete de noviembre tenebroso.

Cuando Gervasio Antúnez entró por primera vez al palacio de la calle de la Princesa, le comentó a su camarada Manuel de los Reyes, custodio de los bienes sacros de la capilla palacial: «Pues no comprendo por qué se han sublevado». Deslumbrado por aquellos excesivos trazos del buen vivir, los tapices, las cocinas, las cornucopias, los salones, el jardín, la biblioteca, los suelos, el propio olor a lujo que emanaba de todo, a Gervasio Antúnez no le cupo en la cabeza que los disfrutadores de todo eso tuvieran algún motivo o razón para sublevarse contra la República que de nada les había despojado, a excepción de algunos campos yermos de los que ni se sabían propietarios siquiera. Disipado el estupor inicial, encuadrado Gervasio Antúnez en la guardia cívica del palacio, se embebió en lo suyo, la cerrajería, ora cerrando con candados y celosías las estancias que debían ser selladas, ora abriendo arcas y desventrando cofres a fin de completar el inventario de la requisa. Sin embargo, Gervasio Antúnez era un hombre-urraca, y aunque la bondad y la moderna instrucción del inspector Lázaro Vega, del juez Marino Lara y del doctor Juan Bugallo le habían rehabilitado ante los ojos del mundo estableciendo su condición de cleptómano, de hombre honesto a merced de inopinados e irresistibles accesos de rapiña, el tránsito por sus manos de tantas alhajas, miniaturas, relojes y pitilleras, le metía en el corazón un dulce vaivén de perversidad.

Dos años y medio atrás, en abril del 34, el cabo de la Guardia Civil de Cheste, Vicente Vicent, telefoneó a su amigo Lázaro Vega, que a la sazón no sabía qué hacer con una mano muerta que tenía en casa, porque su situación profesional era desesperada: todos los días desaparecía algo en Cheste, eran robadas las cosas más variadas y absurdas, la jefatura territorial le presionaba para resolver de urgencia el caso, y él, la verdad, no encontraba ni una mala pista por ninguna parte.

—El móvil, Lázaro, el móvil —insistía latoso por el hilo telefónico el cabo Vicent—. Aquí no hay móvil ninguno y yo me voy a volver loco.

—Pues no busques un móvil, busca, sin más, al autor de los robos, que posiblemente actúa sin móvil, sino por un impulso.

—Eso es muy fácil decirlo, Lazarito, pero ya me dirás cómo se busca un impulso invisible entre los vecinos.

—Aguarda, Vicente, que voy para allá. En cuanto resuelva un caso que me trae de cabeza, un caso que no te puedes ni imaginar, voy a verte y te echo una mano. ¡Oh, Dios, la mano!

—¿Qué dices de la mano?

—Nada, Vicente, perdona, cosas mías. Lo dicho: en cuanto resuelva un asunto me tomo unos días de descanso que se me deben y me planto allí.

La noche en que llegó el inspector Vega a Cheste, el pueblo rebullía de emoción porque en el Teatro Principal ponían Las Leandras, porque la tiple cómica había pasado la tarde riendo con los hombres en el café, y, sobre todo, porque la vedette, que lo era también de la compañía de revistas de Eugenio Velasco, era nada menos que Lina de Andrés, la belleza suprema y cereal de los escenarios que amenazaba últimamente con dejarlo todo y montar una granja en las afueras de Madrid. No se hablaba de otra cosa en Cheste, el aire tenía esa liviandad azul de las noches distintas, y unos mozos que se cruzaron con Gervasio Antúnez de camino al teatro, le preguntaron excitados e infantiles:

—¿Usted también va, señor Gervasio?

—Yo no —repuso con voz de ultratumba el aludido—. Soy un hombre serio.

Era verdad que Gervasio Antúnez, el cerrajero de la localidad, era un hombre serio, todo lo serio que tenía que ser el hombre que, por su seriedad precisamente, llevaba las cuentas de casi todos los comercios del pueblo y ejercía de tesorero del Casino, amén de construir las cerraduras y las llaves que salvaguardaban la propiedad, pero también serio y torturado como el hombre-urraca que era. Según se perdieron a sus espaldas los mozos a los que recordó su seriedad, incompatible con el fulgor de Las Leandras y con la alegría carnal y granjera de Lina de Andrés, continuó vagando pensativo, como dominado por alguna obsesión, por las calles de Cheste, y aunque se había hecho el firmísimo propósito de no ir al teatro, una fuerza misteriosa e irresistible le situó cerca de la puerta principal. En esto vio llegar a su amigo Clemente Vizcaíno, que llegaba acompañado de su mujer y de la mayor de sus hijas.

—¿No te decides, Gervasio? —le preguntó Clemente.

—No, no me interesan Las Leandras. Que os divirtáis mucho.

Cuando Gervasio comprobó que Vicente y su familia habían penetrado en la sala, vaciló un poco, pero enseguida, acometido por un vértigo, se dirigió a la casa de su amigo, situada en el 15 de la Avenida de la República, justo a espaldas del teatro. Provisto del manojo de llaves que a menudo hacía sonar en la faltriquera, bajo la blusa, abrió la puerta sin dificultad y la cerró cuidando de no hacer ruido. Fue hacia la derecha, al dormitorio, y, pues conocía la casa, se orientó en la oscuridad hasta el armario de luna. Gervasio no se contrarió por encontrarlo cerrado, sino que con una simple caricia de ganzúa lo abrió suavemente y, tanteando con sigilo, halló unos pendientes de brillantes, una porción regular de Amadeos de plata y una cadena de oro. Súbitamente un ruido le hizo girar el rostro hacia la puerta: en el umbral se hallaba su amigo Clemente Vizcaíno, el dueño de la casa, que volvía para echar un vistazo a la hija pequeña que habían dejado durmiendo en la cuna. Clemente, espeluznado al encontrar aquella sombra junto al armario de luna, salió a la calle dando voces de auxilio, pero pudo ver que la sombra en fuga se convertía en Gervasio al dar sobre ella la luz de gas de las farolas.

Todo Cheste se hallaba viendo Las Leandras, bebiendo las risas de la tiple cómica y la calidad frutal del cuerpo de Lina de Andrés, y en la calle desierta nadie atendió la llamada de auxilio de Clemente, que no bien vio salir la sombra de Gervasio entró en la casa y tomó en sus brazos, agitadísimo, a su niña pequeña. Corrió con ella sin cerrar la puerta, para qué, en busca del cabo Vicente, y se dio de bruces, al torcer la calle, con el propio cabo, que venía acompañado de un desconocido. Lázaro Vega llevaba una pequeña maleta de cartón en la mano y se dirigía con su amigo hacia el hotel.

Atendiendo a la absoluta convicción de Clemente, seguro de que el allanador no era otro que Gervasio Antúnez, el cabo Vicente, acompañado de Vega, se dirigió a su casa, le interrogó, dudó enormemente cuando Gervasio, el probo contable y cerrajero, vindicó su inocencia, registró meticulosamente la casa, y no halló nada. Casi iba a despedirse y a excusarse el cabo Vicente cuando Lázaro Vega, reparando en una llave solitaria que había sobre la mesa camilla, la única suelta en la constelación de llaveros y manojos de esa casa, preguntó a Gervasio su función o su procedencia:

—Es la de la casa de mi suegro, señor —respondió con un hilo de voz Gervasio.

—Vamos para allá, si no le importa, caballero.

Abiertos que fueron unos viejos arcones del desván de la casa del suegro de Gervasio, en ellos se halló lo siguiente: cuatro botes grandes de leche, nueve latas de conserva, un buen montón de alhajas diversas, una casulla de sacerdote, tres pares de alpargatas y una desparejada, seis pares de zapatos usados de diferente número, dos poleas, un saquito con monedas de plata y de oro, casi un centenar de cucharillas de café con el anagrama del Casino, unas cuantas piezas de tela, dos cubrecorsés, cinco peinetas y un aderezo de boda. Al término de la función en el Teatro Principal, mientras Gervasio Antúnez era conducido a la cárcel de Chiva, comenzó a propagarse la noticia de su detención por las calles de Cheste: «¡No puede ser!», fue el comentario unánime de los vecinos, «Gervasio es un hombre honrado».

A la mañana siguiente, el inspector Lázaro Vega se deslumbró, no bien enrrolló la persiana de la ventana de su cuarto en la fonda, con la luz detonante de Valencia, una luz que dibujó en su conciencia medio dormida una figura parecida al arrepentimiento. Sin necesidad ni obligación profesional alguna, por correr una aventura con su amigo Vicente más que por socorrerle en la dificultad, había encarcelado a un hombre que él sabía víctima de una fuerza superior, imperativa e insoslayable, una víctima más, y la más perjudicada por cierto, de sus insignificantes raterías. El doctor Bugallo, que llevaba años partiéndose el alma para que el Código Penal de la República reconociera la atenuadísima responsabilidad de las delincuentes menstruantes, pues sabía que el estado catamenial subvertía la voluntad e inducía a la comisión de acciones disparatadas, y que llevaba otros tantos, también, instruyendo a magistrados, políticos, abogados y jueces sobre los raros arcanos de la cleptomanía, le había referido innumerables casos, castigados por la ley con una severidad desproporcionada y absurda, de hombres y mujeres seducidos por la incontrolable pulsión del hurto que, sin embargo, eran simples enfermos necesitados de atención, tratamiento y cura. Por Bugallo aprendió Vega a resolver esos casos prescindiendo del móvil, el único modo de resolverlos, pero solo por su frivolidad acababa de despojar a un ciudadano de su buen nombre y, quién sabe por cuantos años, de su libertad.

Esa misma mañana, con el fogonazo levantino del arrepentimiento aún prendido de los ojos, consiguió entrevistarse en la cárcel de Chiva con el cerrajero Gervasio Antúnez, garante y transgresor, en una pieza, del principio de la propiedad:

—A los catorce años salí de mi pueblo —comenzó su relato el hombre-urraca—, después de perder a mis padres, y me trasladé a Cheste, donde me coloqué en el taller de herrería de Cirilo López, de quien me separé por cuestiones políticas. Fui al servicio militar, y cuando me licencié encontré empleo en la fábrica de cemento de Buñol. Mi trabajo era nocturno y se me confiaban grandes cantidades de dinero para pagar a las brigadas de obreros, pero lo desempeñé con una pulcritud tan exagerada que cuando lo dejé para establecerme como cerrajero en Cheste me dieron un certificado de recomendación por mi buena conducta.

Yo tengo, modestia aparte, unas manos muy diestras, soy un as en mi oficio, y cuando hace unos años se encontró en Buñol un cofre del siglo XV, a quien llamaron para abrirlo, porque nadie podía, fue a mí. El interior sonaba como si contuviera monedas, pero nos quedamos chasqueados cuando al abrirlo, sin desbaratar la cerradura siquiera, vimos que no guardaba sino ropas y unas cuantas llaves, que eran las que sonaban al agitar el cofre.

—Me parece muy bien, Gervasio —atajó Vega el curriculum profesional del cerrajero—, pero ¿es cierto que ha cometido todos los robos que se le atribuyen?

—Yo creo que no, pero cuando lo dicen las personas serias, verdad será.

—¿Y usted no lo recuerda?

—Ahora parece que nacen en mi memoria. Pero no soy yo el que robaba, se lo juro a usted. Es alguien que llevo dentro de mí.

—Explíqueme eso, se lo ruego.

—Hablándole con franqueza, he de decirle que las noches son terribles para mí desde hace algún tiempo. Cuando empieza a oscurecer me invade una extraña dolencia y no sé lo que me pasa, solo que por mi pensamiento desfilan unas ideas terribles y siento la necesidad de robar. Yo, que quiero ser un hombre honrado, que lo soy aunque se demuestre que me he apropiado lo de otros, lucho contra esa inclinación y me acuesto, pero la obsesión no me deja dormir y he de lanzarme a la calle para apoderarme de lo ajeno, y solo entonces se tranquilizan mis nervios y puedo conciliar el sueño sin dificultad. ¡Usted no sabe lo que yo he sufrido! Cuando pienso en mi nombre deshecho y en mi pobre familia, que ha de continuar viviendo entre las víctimas de mis robos, pienso en el suicidio. ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!

Más aquietada iba la conciencia del inspector en su viaje de regreso a Madrid: la buena disposición del juez instructor de Chiva, la disposición favorable al reo de sus vecinos de Cheste, el perdón de varias de sus víctimas, la propia conversión del cabo Vicente a los principios de la psicología moderna y a la criminología de vanguardia, y, sobre todo, el hecho de que Gervasio no se lucrara con el producto de sus robos, sino que cuanto robaba lo metía en el arcón de su suegro («¿Para qué querías todo eso?», le había preguntado el juez. «Para nada. Si acaso, para dejárselo a mis hijas.»), no auguraban, ni mucho menos, una punición terrible para el hombre-urraca, ese hombre, por lo demás, tan serio.

De regreso de su inquietante viaje y al llegar a su piso de los Cuatro Caminos, Lázaro Vega sintió en la cara, según abrió la puerta, la bofetada de un hedor insoportable: la mano muerta flotaba, descompuesta y oscura, en la pila de la cocina. Abortó a tiempo su primera intención de abrir de par en par las ventanas y los balcones, no fuera a corromperse el aire de Madrid al contacto con la mefítica carroña.

Dos semanas antes, cuando el comisario le mandó a la Universitaria para aclarar un extraño accidente que acababa de producirse en uno de los edificios en construcción, Lázaro Vega creyó que se las había con un servicio de rutina, nada que hiciera peligrar el cocido que iba a compartir en La Bola con su amigo Pérez Segovia, que no era el mismo desde que lo había hipnotizado, o seducido, Onopko el fascinador. Cuando llegó a lo que habría de ser la facultad de Medicina, pero que hoy es una ruina vertical donde se combate cuerpo a cuerpo y piso por piso, se encontró la obra parada, una multitud de curiosos y, sentado en el estribo de una vieja ambulancia, un hombre ensangrentado, perplejo, aturdido, con el antebrazo derecho vendado hasta el muñón donde, hasta una hora antes, le crecía la mano diestra. Inquirió Vega entre los albañiles, los guardias, los curiosos y los médicos la naturaleza de lo sucedido, y le dijeron que ese hombre, Agapito Muñoz, maestro forjador de primera, se había seccionado la mano voluntariamente con una sierra eléctrica, y que no se lo habían llevado todavía al hospital por ver si la propia víctima les ayudaba, controlada la hemorragia y permaneciendo consciente, a encontrar el miembro amputado, por si algo se pudiera hacer.

—¿Y qué se va a hacer? —preguntó Vega sin entender gran cosa.

—Un médico del San Carlos dice que si se opera enseguida, la mano y el brazo se pueden volver a juntar —le respondió un enfermero mientras removía abstraído hierros y cascotes entre el barro.

Lázaro Vega, incómodo porque suponía que nada pintaba allí, o tal vez porque su instinto le alertaba contra alguna inminente pero imprevisible contrariedad, se aproximó al hombre cercenante que había atentado contra sí.

—Me han dicho que se ha cortado usted la mano voluntariamente con aquella sierra. ¿Es verdad?

—Sí, señor; y mil veces me la cortara —respondió el obrero sin mirarle.

—¿Y me puede decir por qué?

—Sí, señor; porque me la meneo, me la meneo constantemente, o, mejor dicho, me la meneaba, pues esa mano maldita ya no me va a hacer pecar ni sufrir más.

—¿Pero qué me dice?

—Lo que oye. Llevo treinta años, desde que soy mozo, cascándomela todos los días, a todas horas, y ya no podía más y me he cortado la mano limpiamente, vea usted el muñón. Pero no quiero que la encuentren, no quiero decirles dónde la he tirado, porque todavía he tenido fuerzas, chorreando sangre, para deshacerme de ella.

—No sea usted tan bruto y dígame dónde está —acertó a balbucir Vega, sin conseguir dar crédito a lo que estaba oyendo.

—No, señor, no se lo digo. Por culpa de esa mano no me quiere nadie ni me quiero yo, y para el trabajo ya me valdré con la que me queda. Compréndalo: esa mano me robaba la felicidad, no me obedecía, no era mía sino del demonio. Era ver una mujer, cruzarme por la calle o por la escalera de mi casa con alguna, o pensar, o mirar las estampas de las revistas, o solo recordar, y ya estaba dale que te pego. Ni me he casado, ni he tenido novia, ni he ido nunca de putas siquiera porque ya la mano, esa puta mano, decidía por mí, se adelantaba a mis deseos y no se puede vivir, señor, con esta sensación de culpa. Tengo en el nabo, y perdone la manera de señalar, marcados los dedos de esa mano que no quiero que encuentren, que no quiero ver más a mi lado.

Y fíjese que no hubiera llegado a esto si me hubieran dejado en el Lara entregarle un ramo de flores a Lina de Andrés, y verla siquiera un instante.

—¿Lina de Andrés? ¿La vedette?

—Sí, señor, esa diosa, ese ángel. Porque es la única mujer con cuyo pensamiento no me la he pelado, la única, y como me estaba volviendo loco y no sé lo que me hago, fui a verla al Lara, a verla solo, a curarme viéndola, a escarmentar a esa mano, pero los porteros no me dejaron pasar y luego ya me perdí del todo hasta que hoy me he cortado esa mano…

Dicho esto, se le nublaron los ojos a Agapito Muñoz, y los enfermeros, resignados a no encontrar la mano extraviada, le acomodaron en una camilla mugrienta, le introdujeron en la ambulancia y se lo llevaron de allí. Comenzaron a disolverse los grupos, los compañeros del perturbado fueron reanudando la labor, y el inspector Vega se sorprendió a sí mismo, de pronto, buscando la puñetera mano. Más se sorprendió, sin embargo, cuando la encontró a un metro escaso de la sierra eléctrica, enterrada en el barro, pisoteada varias veces por quienes la habían estado buscando antes que él.

Después de lavarla como pudo en el pilón de la obra, la envolvió en su pañuelo, la depositó en el asiento del copiloto de su coche, y corrió veloz, derrapando y haciendo sonar la bocina, hasta el Hospital de San Carlos, donde los médicos, al ver aquella piltrafa desecada y sucia, le dijeron que de nada valía ya. Porfió Vega para que, cuando menos, se quedaran con el miembro en el hospital e hicieran con él lo que mejor les cuadrara, pero salió de allí con la mano en la mano y la sensación nítida de estarse perdiendo un cocido magistral y un rato alegre con un amigo fascinado.

El comisario, típico espécimen del viejo polizonte español, poco dado a meterse en laberintos, llamó de todo a Vega cuando vio la mano y le conminó de muy malas maneras a sacar de su despacho, y de la comisaría, el pingajo masturbador, y a Lázaro Vega no se le ocurrió otra cosa que buscar a su compadre Reinoso en el depósito de cadáveres para hacerle entrega de ese miembro nacido para fastidiar.

—¿Y qué hago yo con esa mano, vamos a ver? Restos humanos es lo que aquí me sobra. Lo siento, Vega, pero tú verás lo que haces con eso: o se la devuelves a su legítimo propietario o la llevas al cementerio y la entierras.

Seguía sin dar crédito el inspector a lo que le estaba sucediendo, contemplaba la mano culposa entre la suya, envuelta en el pañuelo, sin acertar a descifrar su maldición, pero automáticamente declinó el primer consejo del doctor Reinoso: Agapito se arrojaría al vacío desde el cuarto piso del hospital, donde recuperaba poco a poco la consciencia, antes que recuperar su mano maldita, solo dominable por el aura celeste aunque remota de Lina de Andrés. Fue al Cementerio del Este, ensayó allí su más dura e infame faz de policía, ensayó también un verbo cortante e imperativo al explicar al funcionario de la necrópolis que esa mano tenía que quedarse allí, y lo único que consiguió es que el funcionario, aterrado, le dijera, le chillara más bien, que allí no se enterraba resto alguno sin la correspondiente orden judicial.

Vio el cielo abierto el inspector Lázaro Vega, pero era el día infausto en que caían sapos y culebras de las rendijas del firmamento, pues el juez Marino Lara, amigo, correligionario y hasta algo pariente, pues estaba casado con una prima tercera, se negó en redondo a reconocer una mano que no conocía de nada, que no se hallaba incursa en ningún procedimiento judicial y que el propio Agapito, con el que habló en el hospital a instancias del inspector, negaba que fuera la suya.

—Esa mano no es de nadie, o cuando menos, legalmente no es de nadie. No me jodas, Lázaro, y llévate esa mano de aquí.

Agotado, desquiciado, roto, dio por cancelado ese día nefasto el inspector Vega, y cuando llegó a su casa de los Cuatro Caminos mandó a por hielo al chico de la Cipriana, su portera. Habilitó la pila de la cocina como refrigerada y provisional cámara mortuoria, enterró la mano en el hielo y se desplomó sobre la cama sin desvestirse, sin quitarse los zapatos siquiera: toda esa noche soñó con una mano.

También sus vigilias estuvieron regidas, en días sucesivos, por la mano. Nadie, ni el comisario, ni el doctor Reinoso, ni el juez Marino Lara, le preguntó por ella, y se sintió solo entre los amigos, que es una de las formas más amargas de la soledad. Con mucho cuidadito para no alertar a la Cipriana, pues la historia del misterioso miembro cercenado se habría extendido por Madrid a la velocidad del rayo, Vega mantuvo su mano, ya casi su tercera mano en efecto, emparedada entre barras de hielo en la pila de la cocina, pero una mañana no pudo más, la envolvió cuidadosamente en hojas de lechuga, la acomodó en una caja de cigarros puros, la caja en un portafolios, y se la llevó a la comisaría. Nuevamente ensayó su faz más cruda y jaque de policía español, pero esta vez ante el agente Cenicero, un hombrón servicial y de pocas luces que servía al Estado, a la Ley y al Orden trayendo cafés a sus superiores.

—Cenicero; tenga usted esta caja. Se la lleva al Cementerio del Este, y si allí no la quieren, al de Fuencarral, o al de San Isidro, o al descampado que más le guste, y la entierra. Bien entendido que no le quiero ver regresar a comisaría con la caja. ¿Estamos?

—Estamos, señor inspector; déjelo de mi cuenta.

Fue una lástima que Cenicero se topara, se empotrara casi, con el comisario cuando salía imbuido de su misión, y más lamentable aún que la caja cayera al suelo, a los pies del jefe, sonando inequívocamente a mano muerta y medio podrida ya. Estaba Lázaro Vega hablando por teléfono con su viejo amigo el cabo de la Guardia Civil Vicente Vicent cuando vio venir hacia él al comisario con la caja de cigarros puros en la mano, cuando le vio depositarla en su mesa con esa expresión patibularia que él había intentado remedar sin éxito tantas veces, sobre todo en las últimas jornadas.

Todo el hielo del que había hecho acopio se había disuelto en la pila, y la mano de Agapito, la gran masturbadora, flotaba verde en el agua desprendiendo un hedor muy semejante, si no el mismo hedor, al que perfuma las cloacas del infierno. Venía cansado, deslumbrado por la luz de Levante que le había percutido tanto en la conciencia, venía de mala leche como casi siempre que se regresa de un viaje, y no pudo pensárselo dos veces: tomó la mano resbaladiza, tornó a meterla en la caja de puros, lio la caja en un trapo, embutió el atadijo en su mochila de excursionista y bajó las escaleras corriendo, dejando una estela de cadaverina que, según bajaba y corría, se pegaba a los escalones y a las barandillas. No tomó su auto, jamás se habría desprendido ese olor de los asientos, de los cristales, del volante, sino que bajó a buen paso hacia los descampados de Peña Grande, traspuso míseras colinas, sorteó los ranchos y las huertas de los traperos, y allí, donde el aire era casi tan fétido como el contenido de su caja, cavó un hoyo ayudándose de un palo y de una piedra, enterró la mano más onanista del mundo, y se puso a llorar.

Ese cadáver de un hombre serio, de un hombre honrado que llevaba dentro otro hombre que le obligaba a robar para él, es el cadáver de Gervasio Antúnez, condenado solo a dos años y un día de prisión porque resultaron ser muchas, y muy científicas, las atenuantes que se aplicaron a la punición de sus delitos. Ese cadáver, ese hombre-urraca aplastado por el muro del jardín del Palacio de Liria, devino en guardia cívico, como Manuel de los Reyes, la cara de Dios, porque lo suyo, ciertamente, fue siempre la salvaguarda de la propiedad. Murió sin comprender por qué esa gente del palacio, los disfrutadores de ese jardín que le vela, de esas cocinas, de esas alcobas, se había sublevado.