Capítulo XI

ESE CADÁVER sentado sobre una caja de munición, inclinado sobre la culata de su ametralladora Vickers de tres patas, que vencida por la presión del cuerpo inerte apunta ahora su cañón hacia las nubes, es el cadáver de un gran admirador de Marconi, un mozo de veintiocho años, genio de la electricidad y la mecánica, que ha venido a cerrar la orilla derecha del Manzanares con su Batallón de Artes Gráficas para que el invasor no cruce el Puente de los Franceses.

El combate es muy duro, muy violento, y ese cadáver tardará bastante en ser retirado de la línea del frente; una y otra orilla están cuajadas de cadáveres que según pasan las horas se van mezclando con el barro y la lluvia, pero el de Eugenio Solís está en un alto, encajado en un nido de ametralladoras que los de Fortificaciones han construido con sacos en una ladera del Parque del Oeste, y está seco, y sentado, y el frío de noviembre ya no le toca, y es probable que tarden en hallar su cuerpo, si es que lo hallan alguna vez en esa tierra de nadie.

Eugenio Solís, mecánico, consideraba que devenir en inventor era una consecuencia natural, inevitable, de su oficio, y si bien subvenía a sus necesidades, que casi se reducían a la compra de fusibles, bobinas, cables, transformadores y lámparas, trabajando en una imprenta de la calle del Sombrerete, las horas libres, y aun las liberadas a la comida y al sueño, las dedicaba a inventar las cosas que faltaban por inventarse en el mundo, que eran muchas, tantas como su inquietud y su talento alcanzaban a imaginar. Cuando el día seis de noviembre irrumpió en su casa del Mundo Nuevo, excitadísimo, José Vitoria, su amigo arqueólogo y cobrador de tranvías, para decirle que cuatro poderosas columnas fascistas caían imparables sobre Madrid, Eugenio ultimaba con éxito un aparato transmisor de onda extracorta en miniatura, si bien la cabeza la tenía enteramente ya en su próximo experimento, nada menos que un aparato de televisión que ya estaba medio inventado en Inglaterra, pero no en la capital de la República.

Eugenio estaba al corriente de los avances de la ciencia y la técnica en Inglaterra porque devoraba la colección de libros y revistas de electromecánica que se recibían regularmente en su imprenta y que nadie acababa nunca de traducir. Eugenio Solís los leía en inglés, o, mejor dicho, leía las ilustraciones, los esquemas, las fórmulas, los grabados que venían en inglés, idioma del que lo ignoraba casi todo, y aun del castellano si unos pocos meses antes no le hubiera redimido la bondad de don Jesús García Ricote, el maestro inválido de las Peñuelas que tenía una escuela en su casa y enseñaba de siete a nueve, gratis, las primeras letras y los primeros números a los obreros de la vecindad. Por lo demás, Eugenio Solís, que enfrascado en sus experimentos exhibía a veces, sin darse cuenta, una sonrisa abierta y pueril como la de los artistas de cine, tenía una moto, y aunque la tenía, más que nada, para armarla y desarmarla, se perdía a veces por las carreteras suscitando el asombro de los niños y el estupor de las gallinas.

Eugenio Solís amaba a su madre, con la que vivía en la plaza del campillo del Mundo Nuevo, a Maruja, la fragante sobrina del dueño de la tienda de comestibles de la esquina, y a Marconi. Pero amaba, diríase que por encima de cualquier cosa, de la electricidad incluso o de la propia mecánica, a don Jesús García Ricote, que le había enseñado los signos y las voces que nombran las cosas y desvelan su identidad. Don Jesús vivía, y acaso vive, en un bajo de la calle del Labrador, en las Peñuelas, justo enfrente del paso a nivel de un ferrocarril como de juguete. Una puerta independiente al lado de la de su casa daba entrada a la escuela, un local mediano con algunos pupitres, las paredes desconchadas y mapas torcidos y un grabado en color del ángel de la guarda. Sentado en su sillón, frente a una mesita, el maestro pasaba de la mañana a la noche desasnando, por turnos, a los niños y a los adultos del barrio, pero nunca se levantaba de la silla para dar más imperio a sus lecciones porque el hombre llevaba cuarenta y tantos años sin moverse. Su madre se lo explicó una vez de esta manera: «A los cuatro meses se te desunieron los brazos por los hombros y las piernas por las rodillas, y por eso te quedaste así, Jesusito».

Hijo del guarda de la Quinta de la Esperanza, no lejos de las Peñuelas, Jesusito, el niño demediado, aprendió a leer solo, y a los cinco años se sabía los libros, las revistas, los periódicos y los almanaques que iban cayendo en sus manos de memoria. Muerto el padre, la madre obtuvo la portería, y por esa época, contando Jesús dieciséis años, pasados todos ellos, menos cuatro meses, en la inmovilidad más absoluta, una vecina le preguntó si quería enseñar a leer y a escribir a su hijo. Aceptó, en poco tiempo el niño leía y escribía de corrido, y le fueron enviando más y más criaturas a razón de una peseta al mes por cabeza. Allí, en la Quinta y por aquel tiempo, conoció a Juan Ramón Jiménez, que iba de visita con la señora de Zubiaurre, hermana de los pintores Zubiaurre, y que, según recordaba Jesús tantos años después, era un señorito muy triste que decía versos por el jardín de la casa y le quería mucho. Le quería mucho, en efecto, el poeta Juan Ramón, y por eso fue que le costeó los estudios en la Normal de Magisterio, y los libros, y hasta el cochecito de inválido que le llevaba y traía de la Escuela.

Desde que en 1907 derribaron la Quinta de la Esperanza y se quedó su madre sin la portería y él mismo sin la aparición maravillosa del poeta más triste y más poeta diciendo versos por el jardín, don Jesús García Ricote vivió, y acaso todavía vive, en la casa de la calle del Labrador, frente al paso a nivel de juguete, en las Peñuelas. Cuando el maestro instaló la escuela en su casa, la más próxima se hallaba a más de un kilómetro, aunque luego ya no, cuando la República construyó una, higiénica, racional y luminosa, en la esquina de Acacias con Embajadores. Ahora bien, las autoridades educativas toleraron siempre su escuela popular, a condición de mantenerla en las debidas condiciones de higiene, y así don Jesús fue desbravando, sin moverse un ápice, a sucesivas generaciones de vecinos. De los cuarenta y ocho alumnos que tenía al estallar la sublevación de los militares, treinta pagaban dos pesetas al mes, dos un duro, y dieciséis lo que podían, pero no podían. Los obreros recibían sus clases gratis de siete a nueve de la noche.

Eugenio Solís admiraba sobre todas las cosas a don Jesús García Ricote, más incluso que al propio Marconi. Admiraba su actividad desenfrenada sin mover, bien que a su pesar, un dedo, admiraba su cabezón enorme, donde suponía que se le concentraban, exiliadas, las potencias de los brazos y las piernas, y admiraba, sobre todo, la pasión que sabía infundir a su mujer, a la que conoció en la silla y amó sentado, sin moverse jamás. Y Eugenio, que hacía rugir su moto al pasar por la tienda de coloniales de la esquina, y que desplegaba su actividad inmensa de mozo joven, mecánico e inventor lo más cerca posible de su escaparate repleto de sardinas arenques, apenas alcanzaba a conseguir una mirada fugaz de Maruja, aunque dos o tres veces también, últimamente, una sonrisa.

No hace mucho don Jesús le enseñó la magia de las letras, y Rosita Hadad, que se sentaba junto a él en el pupitre cochambroso y diminuto, el inmenso poder transformador del cariño. Venía a buscarla, cuando la noche caía sobre el arrabal, no lentamente, en bello y lánguido crespúsculo como en los barrios residenciales, sino a plomo, de un certero golpe de oscuridad, su amado Fausto del Castillo, y se la llevaba del talle, que era como el de un pájaro, Peñuelas arriba hasta su casa de Mesón de Paredes. Allí, en esa covacha, en ese ágora de la sabiduría junto a las vías de un tren con el que parecía jugar algún hombrón invisible, aprendió Eugenio a descifrar los pies de los grabados y de los esquemas que venían en inglés, pues todos los idiomas se acaban entendiendo si se sabe uno y si se quieren entender.

Ese cadáver silencioso sobre su ametralladora silenciosa supo, cuando a punto estaba de inventar del todo la televisión que tenían medio inventada los ingleses, que los fascistas se hallaban a las puertas de Madrid porque irrumpió en su casa, excitadísimo, su amigo José Vitoria a comunicárselo. Un tipo curioso su amigo José Vitoria, arqueólogo y cobrador de tranvías, acaso el cobrador de tranvías más elegante y mejor uniformado de Madrid, incluso ahora que la elegancia y la uniformidad están algo peor que mal vistas, pero José Vitoria lleva un Mauser en bandolera, representa la civilidad, y cuida de que sus defensores lleguen al frente, situado en la cabecera de la línea, y de que los evacuados que caen sobre la ciudad lleguen con sus colchones y sus cacerolas, e incluso con sus cabras y sus somieres, al centro de Madrid para hallar cobijo.

José Vitoria, que se apasionó con la arqueología y aprendió sus rudimentos con un notario con ribetes de historiador de Arcos de la Frontera, había descubierto una porción regular de yacimientos, unos veinte, en los alrededores de Madrid, el último, y el más sonado, el del poblado neolítico del Manzanares, hoy más neolítico que nunca con tanta muerte y tanta sarracina.

Aunque tras la victoria en las urnas del Frente Popular sus compañeros tranviarios habían conseguido que la Empresa le diera licencia con sueldo para que pudiera continuar sus averiguaciones arqueológicas, según supo José Vitoria que peligraba la ciudad, una hora antes de comunicárselo a su amigo Eugenio Solís, que le había construido una magnífica grúa de poleas para sus excavaciones, se reintegró en su puesto tranviario activo y garante de la normalidad. Sabedor de ese clima, admirándolo, asumiéndolo, agradecido, el general Miaja, el viejo militar vegetariano y naturista, héroe de Madrid, respondía unas semanas después a las preguntas de Mórten Aasbo, corresponsal en la guerra de España del periódico danés Ekstrabladet: «¿Yo, héroe de Madrid? ¿Pero no sabe el pueblo de Dinamarca que hay un millón de almas en Madrid, sin las cuales yo no sería nada? ¿No ha comprendido que yo no soy un jefe, sino un servidor, que no soy único, sino una parte del millón, entre un pueblo cuyo ejemplo no ha conocido la historia del mundo? Precisamente he podido defender Madrid porque soy un hijo del pueblo y conozco al pueblo. Sé que puedo contar con él; sé que nunca me abandonará y mi fe ha hecho que el pueblo me otorgue la suya. La defensa de Madrid no tiene nada que ver con las cualidades de un general. Se debe a la resistencia y al heroísmo de un pueblo valeroso. En Madrid todos contribuyen a su defensa: los barberos formaron su propio cuerpo y los tenderos de ultramarinos siguieron su ejemplo. Tanto unos como otros han luchado con bravura jamás demostrada por ningún ejército regular. ¿Ha visto usted cómo esas gentes del otro lado tratan al pueblo? Todos los días cae una lluvia de granadas sobre esta ciudad. Sin embargo, verá usted que todos van normalmente a sus quehaceres. Nadie conoce su destino un minuto antes y, no obstante, continúa la vida. Los tranvías marchan entre la lluvia de granadas, las mujeres van a sus compras y los hombres a su trabajo…».

El tranvía de José Vitoria va y viene entre las granadas, pero Eugenio Solís tuvo que dejar su trabajo, o ir a él de otra manera, con su Batallón de Artes Gráficas al poblado neolítico del Manzanares. A punto estaba de inventar del todo la televisión, que ya la tienen medio inventada los ingleses, ese cadáver que ya no sonríe, feliz con sus hallazgos, como las estrellas de la pantalla.