ESE CADÁVER de un hombre altísimo, doblado sobre la barandilla del balcón de su casa, la del piso primero del número cuatro de la calle de la Unión, es el cadáver de Onopko el fascinador, maestro indiscutible de la hipnosis que ha recibido el impacto de una esquirla en la frente y ya no puede dirigir la voluntad de nadie ni la suya propia. Su mujer y su hija, desde la acera y entre gritos desgarradores, señalan su cuerpo de muñeco enorme al grupo de vecinos y curiosos que se ha concentrado en el lugar una vez que ha remitido la tempestad de fuego y que aguardan la llegada de los sanitarios o de los empleados de la morgue, pero quien llega es el doctor Reinoso acompañado del periodista Luis Pérez Segovia y del inspector Lázaro Vega, ellos, como él, grandes admiradores de este finado que asombró a Madrid y se ganó la vida a base de mucho trabajar la letargia, la catalepsia y el sonambulismo.
Un año antes, cuando la ciudad se estremeció con el caso de la mujer ni viva ni muerta, el doctor Reinoso, forense encargado de averiguar la misteriosa calidad de su tránsito, consultó en secreto, mientras Adela Ruano dormía el sueño más apacible que se viera nunca, con Onopko el fascinador, y el propio inspector Vega, responsable de las pesquisas policiales para aclarar el suceso, hablo con él después de que su portera, la Cipriana, le pusiera al corriente del run-run popular que atribuía a oscuras prácticas de hipnosis o de espiritismo el enigmático sueño de la criada. Pero ninguno de los dos llegó a intimar tanto con el exótico mentalista como Luis Pérez Segovia, que conocía a Onopko desde los tiempos en que trabajaba en el Circo Parish, y que cuando le saludó la primera vez no pudo, hasta que Onopko quiso, despegar su mano de la suya.
A Luis Pérez Segovia nada le había confundido tanto en el ejercicio de su profesión (excepción hecha de este sindiós de fuego y de odio que ha desencadenado la reacción contra las personas, las ideas y las cosas, que llena la ciudad de cadáveres que son víctimas del mismo caso criminal, demasiada y demasiado absurda mortandad para un sencillo periodista de sucesos) como el primer trato con Onopko el fascinador. Luis Pérez Segovia, treinta años clasificando y oliendo las flores del mal que siendo un niño había visto fusilar a un soldado, un tal Pacheco, en los desmontes aledaños a la Cárcel Modelo, que presenció en Carabanchel la ejecución del capitán Sánchez, que tuvo incluso, con el inspector Vega, una participación activa en el horripilante caso, que buceó en el misterioso crimen de la calle de Tudescos, que trabajó con Angelito Galarza, luego director de Seguridad y con el propio Vega, en el esclarecimiento del no menos misterioso robo del Hotel Nacional, que vivió estremecido el crimen del expreso de Andalucía y que, sobre todo, vio ajusticiar a Honorio Sánchez Molina, José Sánchez Navarrete y Francisco de Dios Piqueras, los asaltantes del expreso, con los que pasó la última noche, pocas veces se sintió tan desorientado y perplejo como cuando Onopko le robó la voluntad y le condujo por las calles de Madrid, guiándole a distancia con la mente, hasta esa misma casa de la calle de la Unión de cuyo balcón cuelga, doblado, concentradísimo en su letargía total, el cadáver grande del mago.
Cuando Luis Pérez Segovia vio por vez primera a Onopko el fascinador, entre bastidores del Circo Parish, el hipnotizador charlaba animadamente con Mark, el domador de leones por persuasión. En un rincón, dos malabaristas ensayaban su número de platos y tazas que hacían girar en el extremo de una vara larga y fina; la hija de Mark, vestida de menina, parloteaba en francés con dos contorsionistas gemelas; una mujer muy maquillada premiaba con terrones de azúcar a un grifón que se sostenía sobre las patas traseras, y a cada tanto entraba el payaso Leonard, sofocado y sudoroso, que venía del escenario de recibir las bofetadas de Tonino. Del escenario llegaban también las carcajadas y el vocerío del público, y cuando un timbre señaló a Mark el comienzo de su número de gatazos aburridos, Onopko se quedó solo y Pérez Segovia aprovechó para abordarle. Hechas las presentaciones, Onopko inquirió dulcemente, no sin antes excusarse por su deficiente español:
—¿Qué desea usted de mí?
—Deseo, primero, que tenga usted la bondad de convencerme particularmente de sus experimentos, de los cuales dudo; y segundo, que conversemos un rato sobre ellos.
—Respecto a lo primero, señor, no sé si podré convencerle. Si viene usted a desafiar mis experimentos, yo no acepto; ahora bien, si desea someterse a ellos con un poco de buena fe y buena voluntad… ¡Eso ya varía!
—Deseo someterme a ellos —aseguró, rotundo, el cronista de sucesos que buscaba oxigenarse con un reportaje ligero sobre las mixtificaciones del circo.
—Pues veamos si hay sujeto. Ponga la palma de su mano sobre la mía. Bien, así… Ahora, aunque quiera usted retirarla no podrá, porque yo no quiero. Y fíjese bien en que no se la aprisiono, que no están más que en contacto… Tire… ¡Tire usted…!
Se esforzó cuanto pudo Pérez Segovia para despegar su mano, y en sus tirones arrastraba hacia sí el cuerpo enorme de Onopko, pero las palmas continuaban fundidas en una sola pieza, imantadas por una fuerza rara y poderosa.
—¿De qué le sirven sus fuerzas, mi amigo? —gritó Onopko, burlón—. Ya basta.
Y las manos se separaron como si hubiera cesado el fluido que las unía. Onopko le propinó entonces una cariñosa palmadita en la mejilla.
—Está usted un poco pálido; eso demuestra que ya empieza usted a creer en mí… Terminará por ser mi mejor amigo. Haré con usted más experimentos en mi casa, si usted nos honra con su visita.
—¿Cuándo?
—Pues pasado mañana durante todo el día será usted tan amable, tan galante, que irá a visitarme a la mía casa.
—¿Dónde se hospeda?
—No le hace falta saberlo —repuso Onopko, enigmático.
—Pero, señor Onopko, ¿cómo voy a ir sin saber las señas?
—Señor amigo; Onopko no piensa imposibles, yo le prometo a usted delante de todos estos señores —y señaló al grupo de artistas que les rodeaba— que pasado mañana la subconsciencia de usted le conducirá donde yo vivo y donde, muy rendidamente, le estaré esperando.
—¡Eso es imposible! —se desesperó Pérez Segovia—. No creo que nos veamos. Más valiera citarnos con mayor precisión y seriedad.
—Para la voluntad de Onopko no hay nada imposible. Más o menos difícil…, tal vez. En fin, me toca salir al escenario —y tendió la mano al periodista al tiempo que añadía sin que su voz hubiera perdido un adarme de su dulzura inicial—. Hasta pasado mañana; allí, en mi casa, hablaremos de cuanto usted desee y le someteré a mis experimentos. Y descuide, señor, que yo le tengo empeñada mi palabra. Claro que parto de la base de que su voluntad ha de permanecer neutral, esto es, que no ha de esforzarse mucho en verme o no verme… Vaya, adiós… Mucho gusto.
Y Onopko, el altísimo, esbelto y arrogante Onopko, marchó hacia el escenario a paso quedo verificando la impecabilidad de su frac, el ajuste de los botones de pasta, la simetría de su cuello de pajarita, el brillo de la leontina y de los zapatos de charol, la blancura perfecta del pañuelo de hilo perfumado con «Pompeia» y, desde luego, la fragancia de la camelia blanca prendida en el ojal. Llegado al umbral del escenario, antes de pisarlo, se volvió hacia el periodista y le dedicó un saludo gentil, una suave reverencia. Sonaron aplausos, y a los pocos minutos, cuando Pérez Segovia salió al patio de butacas para entender mejor la industria del mentalista italiano, Onopko se hallaba rodeado de quince espectadores que, cual autómatas, ejecutaban sus mandatos. Sobre la confusión de sus sentimientos emergió uno, el de la compasión por esas criaturas que se movían como maniquíes y ensayaban actitudes grotescas. El espíritu parecía haber huido del todo de esos hombres de mirada vacía y accionar mecánico, o bien parecía no haber animado jamás sus rostros sin expresión y la tosca articulación de sus miembros. El público, pobre público, reía, reía como si el espíritu tampoco residiera en su risa, y Pérez Segovia, que de niño había visto desplomarse a pocos metros de él al soldado Pacheco, salió del Circo Parish invadido de un profundo horror.
Dos días después, lunes, Pérez Segovia no había olvidado la cita imposible con Onopko, pero los quehaceres acumulados por la inacción laboral del domingo mantuvieron bastante neutral su voluntad en lo relativo a encontrarse o no con el italiano, si bien se cuidó de no aparecer por ningún hotel del centro, donde con toda seguridad se hallaría alojado. Hasta las doce de la mañana estuvo en la redacción de El Sol preparando un artículo recordatorio del nunca aclarado crimen de la calle Muñoz Torrero, y marchó luego al Ayuntamiento para conocer las novedades del fin de semana en las casas de socorro, y al salir, mientras esperaba el tranvía en la calle Mayor, decidió de súbito pasarse por el Real en busca de unas localidades para la función de esa noche. Dibujó en su mente el camino más corto, tiro por Señores de Luzón hacia Ramales y a la altura del numero cuatro de la calle de la Unión comenzó a llover de firme. Precavido, pues Madrid había despertado bajo una nube negra que no se había movido del sitio en toda la mañana, se detuvo en un portal para ponerse el impermeable. Escuchó entonces una voz dulce y enérgica que le llamaba:
—¡Señor Segovia!
Alzó la cabeza y se le aceleró el pulso: Era Onopko, el mismísimo Onopko, el que le llamaba desde el primer piso, acodado en el balcón:
—Vamos, suba, que le estoy esperando desde hace diez minutos y llueve mucho.
Estupefacto, pero resuelto a encararse con el truco, subió los escalones hasta el primero de dos en dos. Onopko, impecablemente vestido, le esperaba en el descansillo y le tendió la mano:
—Está usted pálido y agitado; cálmese. No merece la pena. Esta atracción a distancia que he efectuado con usted es muy sencilla, de lo más rudimentario de mi ciencia.
—Pero ¿es posible que me esperase usted? —exclamó el periodista sin recuperar en modo alguno el resuello.
—¿Cómo no? Había dicho a mi señora que vendría usted a comer y su cubierto está preparado. Ahí tiene la mesa: un cubierto para mi mujer, otro para mi hija, otro para usted y otro para mí.
—Explíquese, amigo Onopko, o me da algo. ¿Cómo me ha hecho usted venir hasta aquí?
—Muy sencillamente, amigo Segovia: por medio de la sugestión. Usted es un sujeto sumamente sensible y muy nervioso.
Desde que la otra noche le sometí, está usted completamente influido por mí, y de mi sistema nervioso al suyo hay una corriente hermana que, sin usted darse cuenta, le ha atraído hasta aquí. Esto no tiene nada de particular.
Poco a poco fue aquietándose el temblor del periodista, que al principio del almuerzo ni masticar le dejara. Onopko le fue revelando los arcanos del hipnotismo, los tres estados crepusculares del sueño inducido y, lo que resultó mucho más apasionante para el cronista de sucesos, su posible uso para perpetrar toda clase de crímenes:
—El hipnotismo es un arma terrible. Con él se pueden cometer asesinatos, se puede robar, se puede abusar de las mujeres…
—Muy bien, Onopko, pero usted se anuncia como fascinador. ¿Eso qué es?
—La fascinación es el estado hipnótico producido con la mirada.
—¿Se puede fascinar a los animales?
—Sí, señor, a todos, con preferencia a las aves y a los felinos. Yo he fascinado leones, y no precisamente a los de mi amigo Mark.
—Cuente, cuente.
—Nada; que por una apuesta entré con Malleu, un domador violento, en la jaula de sus leones, y estos, que eran muy fieros y estaban en estado de excitación continua, sintieron el fluido de mi mirada y se dejaron dominar. Una cosa parecida me pasó con un toro: trabajaba yo en Zaragoza durante las fiestas del Pilar y me quedé sin entrada para una corrida que me interesaba mucho, pero el Guerra, con el que me unía una gran amistad, me colocó en el callejón y me dijo: «Usted no se mueva de ahí». Un torazo, de pronto, saltó al callejón, y al salir corriendo me enganchó de la pernera tirándome al suelo. Según venía hacia mí le miré fijamente, el bicho se detuvo, y allí se quedó hasta que vino el Guerra a por él.
—Eso no me lo creo, amigo Onopko, aunque le ruego que no castigue mi escepticismo haciendo aparecer un Miura en el comedor. Pero, dígame, ¿cómo empezó usted en esto?
—Mire usted, yo soy italiano, de Módena, pero a los catorce años quedé huérfano y unos tíos que vivían en Toulouse tiraron de mí. Allí empecé a estudiar la carrera de Medicina. Yo tenía una novia camarera, preciosa, más buena que el pan, y una noche que habíamos hablado del hipnotismo con cuatro o cinco amigos, le dije en broma: «Mírame, que te voy a dormir». La chica me miró y al instante quedó hipnotizada. Nunca lo hiciera, porque después no podíamos despertarla; toda la noche la pasamos aplicándole procedimientos y, al cabo, hubimos de ir en busca de mi catedrático, que la despertó y nos reprendió enérgicamente. Ahora bien; desde entonces he dedicado mi vida a esto, y, no crea, la mayoría de las cosas que piensa o hace el individuo las hace o las piensa inducido, hipnóticamente casi, por otro o por los demás.
Luis Pérez Segovia, que conservaba fresca la impresión que le había producido el crimen, y la posterior ejecución de sus autores, del expreso de Andalucía, obtuvo de las últimas palabras de Onopko el refrendo a su instintiva sospecha de que una suerte de delirio colectivo había generado la ruina de los malhechores y de sus víctimas, que a todos les vio, muertos y vivos, como juguetes de una instancia fatal y desconocida.
—Cuénteme usted ahora, mi amigo —brilló la luz de la curiosidad en los ojos de Onopko el fascinador—. Seguí con mucho interés el caso, pero nunca pude obtener informaciones de primera mano. Cuente, por favor.
—Bueno, ya conoce, si lo siguió en la prensa, los pormenores del asalto al tren y el asesinato de los factores, y no he de cansarle con la repetición de ese relato. Tampoco le hablaré de la semana de zozobra que pasamos todos hasta que el suicidio de Teruel, en una casa de la calle de Toledo, vino a despejar las claves del suceso, ni es cosa de que le describa el sórdido mundo que emergió tras las primeras investigaciones, ni el albañal en que hozaban algunos de los autores. Solo le hablaré, pues lo supongo de alguna utilidad para su ciencia, del siniestro epílogo de aquel crimen.
—¿De las ejecuciones?
—En efecto; yo asistí a la ejecución de los reos. Fui, por desgracia, uno de los contados periodistas que pasó en la Cárcel Modelo la noche en que se hicieron los preparativos del macabro espectáculo, el triple agarrotamiento de la madrugada del 9 de mayo de 1924. No sé cómo le describiría aquello: el tétrico recinto, iluminado por cirios amarillos; el ir y venir de los hermanos de la Paz y la Caridad, la patética despedida de Honorio a sus familiares…
—¿Qué les dijo?
—Lo recuerdo palabra por palabra: «Hasta ahora hemos sido nueve; pero ya no sois más que ocho, porque a mí me matan.
Quereos siempre mucho y, sobre todo, tened mucho cuidado con las malas compañías, que son las que nos cuestan la vida».
—La peor de las malas compañías, amigo Segovia, es a menudo la de uno mismo. ¿No cree usted?
—Sí lo creo, pero también que toda la oscuridad de España, que toda la barbarie, y la crueldad, y el culto a la muerte, y el desprecio a la vida acompañaban lo suyo aquella noche, y que fue aquella nefasta compañía la que les costó la vida a esos tres desgraciados.
—Descríbame esa oscuridad que según dice ha sobrevivido a la luz de los nuevos tiempos, por favor.
—Y que los entenebrece, amigo Onopko. De madrugada, Honorio y Navarrete estaban abatidísimos, solo Piqueras daba muestras de entereza. A las tres y media empezaron las misas, que oyeron los reos con pánico o fervor, no sé, pues todo en ellos nacía del mismo espanto. Piqueras se fumó un puro que le regaló el director de la cárcel, en tanto los verdugos de Madrid y de Burgos hacían los preparativos. Antes, cerca de las dos, al entrar en uno de los locutorios, me encontré a los verdugos cenando. A eso de las cinco y media me avisaron para que ocupara el puesto que se me había asignado para presenciar la ejecución: un piquete de soldados formaba frente a la puerta de la capilla, mientras los verdugos engrasaban los torniquetes y ponían a punto el aparato. Los violentos latidos de mi corazón me dejaron oír, pese a todo, las seis campanadas del reloj de la cárcel, y entonces se abrió una puerta y apareció en ella, inmensamente pálido, Honorio Sánchez Molina. Le acompañaban su defensor y los hermanos de la Paz y la Caridad, precedidos de un sacerdote que enarbolaba un crucifijo enorme. Sentaron al reo en el banquillo, uno de los ejecutores le ajustó el collar a la garganta, y ambos verdugos dieron vuelta a la manivela al tiempo que colocaban un paño negro sobre la cara del ajusticiado. Luego, cubrieron el cadáver y el aparato con una sábana.
—¿Había, entonces, tres garrotes dispuestos?
—Así es; y lo primero que vio Francisco de Dios Piqueras al entrar fue ese bulto blanco y siniestro precisamente, pese a lo cual creí percibir que su paso era firme. El condenado se despidió de los que le rodeaban, hizo entrega al defensor de un retrato y una estampa para que los hicieran llegar a su madre, y a los dos minutos era otro bulto blanco e informe junto al de su compañero. Después salió Navarrete a rastras, sostenido de los brazos por los hermanos de la Paz y la Caridad. Cuando sintió el helado collar de hierro sobre la nuez, le oí decir: «¡Por Dios, que no me hagan daño!». A la media hora salí de la cárcel, en cuya fachada ondeaba una bandera negra y en cuya capilla se celebraba una misa. El sol lanzaba sus rayos: vida y alegría sobre el mundo. Volé en mi automóvil, sin pensar en nada ni querer hacerlo, hacia el periódico, donde escribí la última cuartilla sobre aquel suceso de epílogo tan repugnante.
—Acerté cuando le dije que es usted un sujeto demasiado impresionable y sensible. Ha debido usted sufrir mucho con su trabajo.
—Con mi trabajo, no, querido Onopko —replicó Pérez Segovia recobrando la serenidad perdida al evocar aquella noche—, con mi trabajo, no. He sufrido con lo que nos hace sufrir a todos, no más por tener que contarlo, aunque sí acaso por no poder volver los ojos a la realidad hiriente. He visto muchas cosas en estos treinta años, pero le juro que nunca recibí una impresión tan horrible como la que me produjo el ajusticiamiento de los infelices reos de aquel crimen, y si fui siempre, por mis ideas, contrario a la pena de muerte, desde aquel día la considero una aberración monstruosa.
Ahora, en tanto el grupo concentrado ante el número cuatro de la calle de la Unión se disuelve porque vuelven a ulular las sirenas, y el doctor Reinoso y el inspector Vega entran a refugiarse en el portal o, si la cosa arrecia, en el sótano de la finca, Pérez Segovia contempla desde abajo la expresión ausente de Onopko, los ojos que fascinaron a animales y personas cubiertos por la sangre que ha estado manando de su frente. Contempla desde la calle el cadáver grande del italiano doblado sobre la barandilla del balcón, la leontina que péndula con el reloj desplomado. Viéndole así, juguete él mismo ahora de una voluntad fatal pero no desconocida, el periodista ha recordado su trato con él, la conversación amigable, sus experimentos inocuos pese a las habladurías de las porteras. Pero su memoria se ha detenido ahí, en el instante en que le reveló su repudio activo de la pena de muerte, y es que ese recuerdo engarza ahora con cuanto ve alrededor, una colosal, masiva, pena de muerte dictada contra una ciudad, contra un pueblo.
Observando desde abajo el cuerpo inerte de Onopko el fascinador; el albo cuello de pajarita milagrosamente simétrico, acude a su mente la última vez que visitó la Cárcel Modelo, hace un par de meses, y vio una porción de ajusticiados sin tanta pompa, pero ajusticiados igualmente, entre ellos a Melquíades Álvarez como un Leonard que acabara de recibir la bofetada postrera de algún Tonino incógnito, y luego vio, en el Ateneo, al general Vioque llorar en un rincón lágrimas amargas.
Pendula el reloj en el extremo de la leontina, y se hipnotiza Luis Pérez Segovia, por última vez, a cuenta de Onopko, el hombre que hasta hace unas horas sabía ahorrarse lo que cuestan las tarjetas de visita. En ese estado letárgico, o cataléptico, o sonámbulo, o crepuscular, le acuden a la mente, traspasados por el griterío de las alarmas antiaéreas, recuerdos confusos y gratos de su profesión, que no hace sufrir más, sino que hace sufrir simplemente: cuando, a los pocos días de inaugurarse el Hotel Nacional, dos parejas de recién casados y un recaudador de contribuciones amanecieron en sus cuartos bajo los efectos de un narcótico, despojados de sus alhajas y de una respetable cantidad de miles de duros. Recuerda las pesquisas que hizo junto al abogado del hotel, Angelito Galarza, el suicidio de uno de los porteros del hotel, Marcos Heras, que se ahorcó en uno de los calabozos de la Comisaría por no soportar que se dudara de su inocencia, los días de trajín y las noches pasadas deambulando junto a Lázaro Vega, pistola en mano, por los pasillos del hotel, ora persiguiendo a una viajera inocente, rarísima pero inocente, ora a un individuo que se presentó en el hotel en circunstancias sospechosas y que luego resultó ser un pacífico ganadero, ajeno al suceso completamente.
Y recuerda cómo Galarza, Vega y él mismo habían coincidido en sospechar de un suizo, huésped del hotel, que en la mañana en que se descubrió el robo había salido de Madrid sin obstáculos ni molestias. ¡Oh, qué imprevista y rara alucinación a causa de ese reloj, de ese péndulo, todos estos recuerdos insignificantes! El caso es que funcionó el telégrafo y se hizo una pequeña investigación en ruta, pero se abandonó la pista del extranjero porque, según dijeron, se trataba de un inofensivo comisionista de quesos. Al poco, sin embargo, Vega encontró en los archivos de la Dirección de Seguridad una ficha del servicio internacional de Policía referente a un tal Karl Sprogis, de nacionalidad suiza, comisionista de quesos y ladrón de hoteles. ¡Pero ya era tarde! ¿Y ahora? ¡Qué tarde es ahora para todo, querido Onopko, fascinador hasta después de la muerte! No me hagas evocar, te lo ruego, ningún otro episodio de felicidad o desventura, ningún otro episodio de mi oficio, ni el del robo de la corona del rey Suintila, ni el de los misterios de la taberna roja, ni el de la rusa Muskovics, ni el de la mujer ni viva ni muerta, que me va a dejar seco una de estas bombas mientras me fascinas.
Ese cadáver escucha, aunque ya no lo atiende, ese ruego.