Capítulo IX

ESE CADÁVER no debiera estar ahí. Desde luego que como ninguno de esos otros cientos cosechados en estas últimas jornadas por la aviación de Hitler y de Mussolini, pero, si cabe, mucho menos. Porque ese cadáver semienterrado en los escombros de lo que fue hasta hace unas horas la Farmacia del Globo de la glorieta de Antón Martín, ese cadáver de un hombre muy anciano, de luengas barbas de cartujo y boca de lobo viejo, fiera pero desgastada, o desgastada de haber sido tan fiera, pertenece a Basilio Alameda, el último bandido de los montes de Toledo. Ese hombre no ha pasado cuarenta y cuatro años de su vida preso, que incluso su cadáver medio desnudo por la explosión exhibe las piernas ulceradas por los nueve años de grillos que arrastró durante su cautiverio, para acabar de este modo, con las barbas en tierra, él que nunca inclinó la cabeza ante nada, y mucho menos ante nada que procediera del cielo. Pero esa bomba de cincuenta kilos que ha dejado caer el Savoia sobre la botica célebre por sus fórmulas magistrales y por el globo de hierro que volaba en su fachada, le ha hecho morder el polvo y le ha arrancado de cuajo, del corazón, su sueño recurrente: recuperar la carabina, el anteojo y los cinco mil duros en onzas que robó hace más de medio siglo al recaudador de Piedrabuena.

Convulsa estaba España al iniciarse el otoño del año setenta: todo el mundo conspiraba en la medida de su imaginación y de sus posibilidades, y de los grandes salones y de las botillerías, de los colmados y de los cuarteles, se elevaba el run-run de los complots y las quinielas sobre el nuevo rey constitucional que, expulsada Isabel II del trono y del país, se buscaba. Prim andaba emperrado en la candidatura de Leopoldo de Hohenzollern, sobre todo desde que Napoleón III había disuadido a Fernando de Coburgo, rey consorte de Portugal, de prestar oídos a las propuestas que se le hicieron para ceñir la corona española, y los madrileños, incapaces de pronunciar el apellido Hohenzollern Signaringen que tanto sonaba en mentideros y camarillas, lo arreglaban a su manera: «¡Ole ole si me eligen!». En esas andaba el conde de Reus, el héroe de los Castillejos, cuando perdió momentáneamente a su primogénito, y para siempre lo habría perdido si no hubiera acertado a pasar por donde yacía exánime y malherido, y si no lo hubiera recogido del monte y llevado a seguro, Basilio Alameda, el último bandido de los montes de Toledo, justo el día que iniciaba su sangrienta carrera de delitos.

Poca seguridad había en las ciudades en aquellos días confusos, pero en los campos, ninguna, y por sendas, trochas, atajos o caminos reales, todo desplazamiento era peligroso pues discurría por el territorio silvestre de los bandoleros. De los montes de Toledo, moviéndose hacia Ciudad Real por un lado y por el otro hacia Extremadura, surgió entonces la partida de los Juanillones, cabreros toledanos que habían cambiado el zurrón por el retaco para ejercer el bravo oficio de asaltar diligencias, atracar recaudadores, secuestrar propietarios, despojar arrieros y liquidar escopeteros y guardias. Los Juanillones, Felipe y Juan García, se acompañaban de los hermanos Purgación, y nada sonaba o se movía en los montes toledanos sin su conocimiento instantáneo, si no sin su permiso. Sin embargo, aquella gente que no temía a nada hacía una discreta salvedad: un castillo que se elevaba sobre un cerro entre Menasalbas, Retuerta y Peña Aguilera, cuyo dueño no era hombre a quien intimidara la gente cruda, y cada vez que el general Prim acudía a su castillo, los Juanillones se corrían hacia otra parte, a apalear arrieros por la ruta de Guadalupe o a ratear y a dar golpes de poco momento por Villacañas, Madridejos y Quintanar.

Aquel castillo cuya silueta contrariaba a los Juanillones y a los hermanos Purgación, hervía, como Madrid, como toda España, de conspiraciones, siendo estas del castillo, por lo demás, a las únicas que habría de prestar atención, de momento, el misterioso pendolista de la Historia. A las monterías de Prim acudían Castelar, Ruiz Zorrilla, Pavía, Sagasta, Cánovas, Estébanez, Romero Robledo y el teniente Vioque, su asistente personal, y cientos de guardias y escopeteros que acosaban en la floresta a los grupos de reses mayores. Con dicha compaña se hallaba Prim en su castillo una semana antes de inclinarse por la candidatura de don Amadeo de Saboya para el trono constitucional. Tras la montería de una de aquellas jornadas se supo que faltaba el hijo del general, el primogénito, y aunque se despacharon al instante numerosas patrullas, cerró la noche sin que nada se supiera de él. Entre los invitados, sobre todo entre los más aduladores y serviles, cundió el pánico: ¿Se habían atrevido los Juanillones a secuestrar al hijo del general?

Venía huyendo de su pueblo, Fuente el Fresno, Basilio Alameda, un cabrerillo de dieciséis años, cuando al faldear una quebrada oyó un gemido. Territorio de lobos, Basilio supuso que provenía de algún animal herido o incluso de algún lobezno extraviado de su camada, pero al aproximarse al lugar vio a un joven caído, semiconsciente, que por su librea parecía de alta condición. Al acercarse más reconoció al joven duque, al primogénito del espadón más espadón de España, lo arropó con su manta, se lo echó a la espalda, marchó así la media legua hasta el castillo de su padre y, depositándolo en el suelo a la vista del portalón, se dispuso, silencioso y grave, a réemprender su huida. El joven aristócrata, despabilado por el aire de la noche, alcanzó a decirle:

—Entra conmigo, que mi padre sabrá agradecerte tan gran favor.

—No puedo, señor —despegó los labios el cabrero—; que me persigue la justicia… Fíe tenido un mal paso…

—Dime, al menos, cómo te llamas.

—Basilio Alameda, cabrero de Fuente el Fresno.

Dio entonces Basilio la espalda al duquesito y, huyendo en la noche por atajos y barrancos, buscó el amparo de la partida que, al mando del cura de Alcabón, se había echado al campo unos días antes al grito de «¡Viva don Carlos, Rey!».

La turbulencia política agitaba el país y los acontecimientos se sucedían en cascada: Prim fue asesinado en Madrid, don Amadeo de Saboya entró en la capital a tiempo de acudir junto al féretro de su gran elector, los carlistas tornaron a asolar los campos de España por segunda vez y, al cabo, fracasado el intento del saboyano, que por dos años trató en vano de organizar el país sobre bases racionales, los Figueras, Castelar, Salmerón y Pi i Margall proclamaron la República gloriosa. Al tiempo que se intensificaban los golpes de mano de las facciones, por Extremadura, Toledo y La Mancha actuaban los Juanillones despojando a caminantes y viajeros, que a menudo eran fusilados después por las partidas capitaneadas por vicarios de aquel dios que, medio siglo después, aún abofeteaba a los zagales de la comarca disfrazado de peregrino. Si feroz era la partida del cura de Santa Olalla, no lo era menos la de su colega de Alcabón, en la que corría su aventura y cimentaba la negra suerte de su porvenir el cabrerillo de Fuente el Fresno.

Volvió la paz poco a poco, se fueron desmembrando las bandas del estólido pretendiente, y Basilio Alameda, hecho ya el espíritu y la tez a los rigores de la intemperie, hubo de correrse hacia las manchas de Maqueda a pedir puesto a los Juanillones, pues el vendaval de tanto cambio político no había disipado los ecos de la muerte de su patrón, obrada por su mano en los arrabales de Retuerta la noche que se extravió, herido, el hijo del general. Valiente, astuto y osado era el mozo, los últimos bandidos de Castilla le acogieron con entusiasmo, y desde ahí su nombre se hizo temido y popular en las aldeas y los despoblados de Toledo. Nadie pasaba sin pagar su tributo, y desde las cimas de los montes un fantasma vigilaba con su anteojo tendido a la distancia el paso de correos, arrieros y trujimanes. Los cabreros y los labradores le daban asilo y restañaban sus heridas, él se mostraba tan dadivoso con ellos como rapaz e implacable con los ricos, y la cabeza del fantasma se pregonó en cien edictos de la justicia por desertor, asesino, secuestrador y faccioso. Como fantasma de la serranía, el cabrero de Fuente el Fresno era invisible para los guardias, los voluntarios y los escopeteros que le perseguían; venteaba el peligro, disparaba sobre seguro y sus piernas de juncal acero corrían, fuertes y flexibles, sobre los riscos como las de las reses mayores de los montes. Como fantasma, no se le veía venir, sino que se presentía su llegada, ningún fragor sonaba igual que el retumbo de su trabuco por las laderas de Menasalbas, Los Yébenes y Navahermosa, pero más útiles que sus piernas y su carabina eran, a veces, las monedas de cinco duros que cerraban ojos y bocas, que hacían perder la memoria a quienes le ocultaban del asedio de los civiles. Con su aura fantasmal fue creciendo la irritación de la justicia ante el fracaso de cuantas celadas se tendieron para su captura, y eso que sus acciones punitivas le hacían traspasar a menudo las lindes de la prudencia: una tarde mató a un pastor que le había denunciado en la misma plaza de Retuerta, y otro día, también en poblado, a un capitán de voluntarios que venía demostrando demasiado celo en su captura.

Con el asesinato del capitán, Basilio traspasó ampliamente esa y todas las lindes, y el cerco de los guardias civiles, voluntarios y escopeteros se cerró hasta rozar su fantasmal persona, que de pronto tornó a materializarse como carne de horca o de garrote. En un encuentro con los guardias, Basilio se sintió cogido, pero trabó lucha cuerpo a cuerpo con un número que venía de avanzadilla, consiguió desarmarle y maniatarle, y disfrazado con sus ropas cruzó el cerco y logró ponerse a salvo. La aureola de Basilio, ya más humana que fantasmal y por ello más fascinadora, se extendió entonces por toda Castilla, y más creció cuando se supo que había contraído matrimonio con la moza más rutilante de Los Yébenes, hija de un rico cabrero. Por las tabernas y los mesones comenzó a correr la copla con la que, según se decía, Basilio había enamorado a la muchacha:

Cuando yo era criminal en los montes de Toledo, lo primero que robé fueron unos ojos negros que tenía una mujer…

Pero aquellas coplas percutieron horrísonas en los oídos de la justicia, que intensificó la persecución hasta que una noche la banda de Alameda fue cercada en una venta de las cercanía de Villacañas. Allí cayeron presos los hermanos Purgación y el pequeño de los Juanillones, en tanto que el mayor, Felipe, logró huir con Basilio saltando al corral, donde se escondieron durante horas en los pesebres de las acémilas. Con grandes fastos, dándole al espectáculo todo el ruido posible, fueron ejecutados a garrote en Toledo, una semana después, los bandidos capturados, y cuando sus cuerpos permanecían aún expuestos a la curiosidad de la gente sobre el patíbulo alzado en las cercanías del Cristo de la Vega, dos hombres hambrientos y demacrados por las muchas jornadas de fuga ganaban la raya de Portugal y se acogían a la hospitalidad de unos caseros de Castelo da Vide.

Más de un año duró la relativa tranquilidad de los fugitivos, que se ganaban la vida vendiendo comestibles por la comarca. Pero Felipe, el Juanillón, severamente enamorado de su mujer, y más entonces, con ese amor cordial y rutinario que no necesitan los bandidos pero sí los comerciantes, se dejó llevar demasiadas veces por la nostalgia de sus brazos y su boca y la escribió con excesiva frecuencia, tanta que sirvió para que la justicia española localizara su refugio. Hubo entonces una petición del Gobierno y cierto día los guardiñas cayeron sobre ellos, que ya no estaban ágiles como los corzos de los montes, los llevaron hasta Valencia de Alcántara, y la Guardia Civil, a través de pueblos y aldeas, cargados de cadenas y grilletes, dejándoles apenas descansar un instante bajo algún olivo, los llevó hasta Toledo.

Menos mal que la extradición llevaba aparejada la imposibilidad de ejecutar a los reos, y estos, en vez de brindar la macabra mueca del garrote al Cristo de la Vega, el viejo garante de las promesas de amor que se lleva el viento, fueron condenados a ciento catorce años, ocho meses y un día, y marcharon a pie, uncidos por grillos y cadenas, al presidio de Ceuta. Allí, sepultado en sus húmedos y pestilentes calabozos durante treinta años, vio Basilio morir de tifus y de pena a su amigo Felipe el Juanillón, pero aún tuvo tiempo, y le sobró, para ver también la muerte de su esposa, que se había venido de Los Yébenes para cuidar desde el otro lado de las rejas al ladrón de sus ojos negros, y la de su hija, desangrada sin asistencia al parir el primer hijo, su primer y único nieto.

Treinta años pasó sepultado Basilio Alameda en el penal de Ceuta, pero más estuviera si en el verano de 1911 no se hubiera clausurado el inmundo presidio africano. Pero aún tuvo que peregrinar el que un día fuera terror de los montes de Toledo, durante otros catorce años, por las sentinas del Dueso y del Puerto de Santa María, y cuando cumplió su deuda con la justicia, cuarenta y cuatro años después de la última porción de aire sorbida en libertad, cruzó los rastrillos del penal del Puerto con un hato sobre el hombro y doscientos reales en el cinto. Era una mañana fresca y luminosa del mes de abril de 1925, pero Basilio Alameda ya no era el mozo crudo y fuerte, sino un fantasma, ahora sí, que arrastraba la bola de más de sesenta años de privaciones y martirios, un fantasma condenado a morirse de hambre, sin ser visto ni detectado, en la cuneta de cualquier camino.

Pero añoraba el viejo Alameda la visión del teatro de sus hazañas junto a los Juanillones y los hermanos Purgación, y arrastrándose con el paso tardo a que los grilletes le habían acostumbrado, pidiendo limosna en las ventas, deshaciéndose con las lluvias, los calores y las heladas, logró llegar hasta los montes de Toledo y fue derecho, y erguido cuanto pudo, al castillo de Prim, donde pidió de comer. Se dice que según apareció Basilio o su fantasma ante la puerta del castillo donde una vez dejó a salvo al primogénito del castellano, temblaron los hombres, se santiguaron las mujeres, lloraron los chicos y aullaron los perros, pero Alameda ya no era el joven bandido de las piernas de acero, sino un pobre sarmiento retorcido por el reuma. Sus barbas larguísimas y espesas le daban aspecto de peregrino (pero no fue él quien sentó la mano, pocos años después y por esos mismos contornos, en la mejilla de Fausto del Castillo), su cráneo se las arreglaba sin un solo pelo encima, y el lobo, en fin, no era ya sino un can viejo lleno de mataduras. Un alma caritativa, la del apoderado del marqués de los Castillejos, Fermín Vioque, general retirado, le dio de comer, se interesó por sus aventuras de proscrito y por su agonía de sepultado en vida y le ofreció trabajo como encargado de las bodegas de castillo. Basilio regó con lágrimas las manos del general Vioque y lloró por todo y por primera vez, por las muertes obradas por su mano, por su mujer, por su hija, por sus interminables años de presidio, por su acabamiento, durante algunos minutos. Vioque dejó lavar sus manos, sin soltarlas, hasta que se desahogó el viejo fantasma de los montes.

Ni lloraron los chicos, ni aullaron los perros; antes al contrario, unos y otros rodearon a Basilio y no se apartaron de su vera, como si toda la maldad de que fuera portador como ser humano se hubiera consumido en la lamparilla del tiempo. Niños y animales, mansos y felices en su compañía, le ayudaron a asimilar la gran mudanza de aquellas tierras, que donde había bosques y floresta no quedaba ahora sino el yermo, bien que candeal, de los campos de labranza, y donde partidas de lobos y rebaños de jabalíes, apenas unas cuantas perdices de vuelo bajo y pequeños grupos de corzos comidos por la sarna. Por lo demás, muchos de los zagalillos que Alameda asustara en aquellos tiempos, eran ya guardas encanecidos que miraban sin entender la figura vacilante del bandido, siempre rodeada de chiquillos y de perros.

Ya no le quedaban a Alameda fuerzas para el trabajo, aunque sí, fresco y adolescente, como al principio, el paladar para el vino, de modo que cuando no tenía que trasegar de unas cubas a otras, ni nombrar las tinajas que debían ser sustituidas, ni mover las botellas que acumulaban el polvo de las horas por un costado solo, solía replegarse bajo la amplia campana de una chimenea de pastor con Teresilla, la niña chica del guarda mayor, y con Pavía, un enorme mastín sin culpa, a remover y atizar los leños candentes de la fogata y los recuerdos. Allí gustaba de encontrarse con él Vioque, el apoderado, el viejo asistente de Prim, porque el fuego devolvía el calor, y la vida, al temperamento del bandido:

—El ladrón —le contaba Basilio al general— debe llevar la idea del dinero que va a robar, de que le vuelen la cabeza o de que le manden a presidio si anda torpe. El que no piense en esto es un vulgar chorizo.

O bien, reconcomido por uno de los últimos lances de su vida de bandolero, cuando, al huir de la última emboscada con el mayor de los Juanillones, enterró en un lugar la carabina, el anteojo y cinco mil duros en onzas que había robado al recaudador de Piedrabuena:

—Mala memoria, señor. Los años y los presidios me han dejado sin vista y sin olfato. Mil veces he recorrido al volver esas breñas, buscando el tesoro, ¡y nada! ¿Quién encontraría mi carabina, mi anteojo y mis onzas? ¡Las cosas buenas que haría yo ahora con aquellos dineros!

—Pero, Basilio —le reprendía Vioque—, ¿aún con esas historias?

—Tiene usted razón, don Fermín, aquellos fueron malos pecados de los años mozos. Ahora no me queda ya ni el compás. Que esta pierna ulcerada y deshecha la tengo de nueve años de grillos que arrastró. Perdí la cuenta de las sentencias que cayeron sobre mí desde que me hicieron preso, que llegaban las penas hasta mi encierro como libranzas de dinero. A siglo y pico me condenaron las leyes, y ahora, don Fermín, de verdad que ya no apetezco cosa alguna. ¿Cómo podría apetecer si ya no sirvo para nada, como no sea para dormir a los críos y dar de comer a los perricos? Quisiera haberme marchado ya a morirme a un hospital, pero su bondad de usted es muy grande y me retiene; la caridad en esta casa la practica el señor como en tiempos la prodigaba el general.

Y aquí, junto a esta fogata, me acabaré. Desaparecerá, o mejor, ya ha desaparecido el Alameda que fuera un día terror de guardias, zagales y pastores. Ya no doy miedo a nadie.

—Venga, Basilio, que le queda a usted mucho por aterrorizar, siquiera a los cosecheros que nos engañan con el vino —terciaba, compasivo, Vioque.

—¡Aquellos tiempos! ¡Aquel vivir! ¡Si yo tuviera mis piernas de hace cincuenta años! ¡Ni con ese bicho que trae usted, que corre sin caballos, podrían cogerme a mí campando por estos andurriales!

Algo aterrorizaba aún, en efecto, Basilio Alameda. Antes de que regresara del presidio, y durante muchos años, acudía todos los jueves al castillo un mendigo de Menasalbas, Lebrillo, demediado en su juventud cuando un carro cargado de alfalfa le surcó de tal modo el espinazo que quedó torcido para los restos. Pero este Lebrillo, antes de demediarse, había sido pastor y falso amigo de Alameda: fue él quien denunció a su partida cuando la emboscada fatal de la venta. Al correrse la noticia del retorno del cabrero bandido, o de su sombra, o de su espectro, Lebrillo huyó algo más que aterrado del castillo, de su comarca y de sus alrededores, y es que la sombra de Caín sobre su conciencia no le dejó calibrar que Basilio había dejado de ser un reprobo para convertirse en jornalero de conducta intachable y dedos cristalizados por la artritis, incapaces, aunque quisieran, de estrangular al felón, al traidor, o al propio alcaide del presidio de Ceuta si le ofertara el cuello como un antílope suicida a la leona hambrienta.

Vioque disfrutaba oyendo hablar a Basilio, pero sufría viéndole ahogarse con los bronquios inflados, comidos por el asma:

—Tengo que tener mucho cuidado para no coger catarros. ¡Ya ve usted! ¡En mis buenos tiempos podrían haber venido a echarme mano todos los tercios de catarros de España!

También andaba asmático perdido el general Vioque, al borde del broncoespasmo muchas veces desde que se sublevara contra la Reina en el 68, y esa común carencia de aire, de fuelle, de fondo, creaba vínculos misteriosos y profundos entre los dos hombres de acción, el bandolero y el milico liberal. De ese vínculo establecido por la entrega y la admiración mutuas, y por las lágrimas, las únicas de su vida, que derramara uno sobre las manos del otro, nació una amistad de chiquillos, próxima al enamoramiento, si no rebasando el mero amor. Fermín Vioque, terne pese a su edad incalculable, mucho menos mensurable que la de su colega el bandolero, cifrada escrupulosamente en días de presidio, iguales unos de otros, trataba de arrancar a Basilio de su pudridero en la cocina del castillo y de su obsesión senil por el tesoro perdido del recaudador de Piedrabuena. Se hacía acompañar de él, no sin esfuerzo, a la feria de Talavera o a la compra de la vendimia de los pueblos próximos, Bayuela, Cebolla, Lucillos, y a veces la comisión del castillo se completaba con otro carcamal ilustre, Carlos Barnés, el hombre que oyó cómo se detenía la bala que iba a perforarle el cerebro en el último instante.

En una de estas se hallaban, en Lucillos, cuando la fantochada sangrienta de los militares africanistas sin corazón se convirtió en una marea imparable que desbordó las ilusas defensas de Navalmoral, de Oropesa y de la propia Talavera, Talavera sin más, igual que San Sebastián de los Reyes, qué bárbaro, había quedado en Sebastián a secas. Las desorganizadas defensas de los leales a la República, desorganizadas por el empuje y la superioridad bélica del enemigo y también, por ejemplo, porque debatían en asamblea si había que resistir o replegarse, o si se contraatacaba a las ocho de la mañana o a las doce (ganaban las doce), se desplomaron arrastrando con ellas columnas de civiles desesperados que huían de la barbarie fascista. Vioque y Alameda lograron plaza en uno de los carros en que se iba a transportar la uva de Lucillos a los lagares del castillo de Prim, y quebrantados, molidos, llegaron a un Madrid todavía alegre y confiado.

Vioque quiso que Basilio, una carraca artrítica y sibilante, se quedara con él en su piso de Lista, pero el bandolero prefirió la hospitalidad de su nieto ceutí, de su único nieto, jefe de la estación de metro de Antón Martín, y por eso ese cadáver está ahí, las barbas llenas de polvo, los dedos ágiles de pronto porque tocan el cielo de los hombres crudos, aunque no debiera estar ahí de ninguna manera.

Es muy probable que en la Farmacia del Globo, esa que lucía uno de hierro volando a la altura de los pisos altos de su estrecha fachada, habrían hallado una fórmula magistral eficacísima para el asma de Basilio Alameda. O no. Pero a este lobo de los montes de Toledo, a esta res mayor, a este fantasma, a este robador de los ojos más negros, alma salvífica en su vejez para niños y canes, le quedaba aún mucha fuerza para aterrorizar a los miserables.