ESE CADÁVER del turbante ensangrentado que se ha quedado solo tras el fracasado intento de penetración por Rosales, ese cadáver que es ahora menos aún que un bulto porque los suyos se han replegado y no habrá poeta fascista que cante su deceso tan nada victorioso, es el cadáver, sí, de un mercenario, de un hombre que lo ha dejado todo por una fusila y por el albur de un botín y de mujeras, pero es también el envoltorio carnal de Ahmed-ben-el-Arbi-el-Ahmar, el último descendiente de la familia nazarí que reinó en Granada.
Las últimas palabras que ha escuchado este cadáver antes de verse reducido a esta condición han sido las del teniente Vargas, de Regulares, un verdadero hijo de puta: «¡Adelante! Todo Madrid, y lo que hay dentro, para vosotros. ¡Adelante, cabrones!». Sin embargo, este moro que lo mismo lleva tres meses fusilando, violando y degollando cuanto hombre o mujer le sale al paso, no se llevará al paraíso o al infierno esas soeces palabras, sino la música portátil que suministra Alá a los que caen luchando contra los infieles, y los defensores de Madrid no creen en otro Dios, ciertamente, que no sea el que suscriba de cabo a rabo el decálogo de la libertad. Por lo demás, Ahmed-ben-el-Arbi-el-Ahmar fue contratado por los generales traidores, para acabar en esto, por haber acreditado su ferocidad exterminando en Monte Arruit y El Annual, hace apenas quince años, veinte mil soldados españoles.
En realidad, Ahmed-ben-el-Arbi no acreditó cosa alguna, y mucho menos crueldad, en las infaustas jornadas del desastre de Annual, faustas para Abd-el-Krim y los independentistas rífeños, pero sí muchos de sus familiares y convecinos, que se hincharon a degollar campesinos analfabetos, o sea, soldados españoles, en los abruptos desfiladeros y en los malhadados blocaos del Rif. A su tío Hach Abderramán, que es el que conocía —porque se lo había contado el padre, y al padre el abuelo, y así sucesivamente desde las postrimerías del siglo XV— la historia de la familia Ben-al-Ahmar, la última que reinó en Granada, le mató una bomba de aeroplano español en Ben Carrix, una de las pocas bombas, mala suerte, ausencia total de baraka, que arrojó contra el enemigo la Aviación Española para aliviar la presión de las cabilas contra los desgraciados a las órdenes del general Silvestre y de su patrón Alfonso XIII, olé tus cojones.
Su tío, Hach Abderramán, sí que sabía de las cosas antiguas de España; en parte, porque se las había contado su padre, y a su padre su abuelo, y en parte porque era un hombre viajado, con estudios y que había peregrinado a La Meca en su juventud. Pero él, no; él solo sabía que había tenido que cerrar su tenducho de Tetuán porque sus amigos y buena parte de sus familiares se habían alistado para invadir España, y que un Heinkel alemán le había trasladado de Tetuán a Sevilla un tórrido día de agosto.
Todo lo que sabía Ahmed-ben-el-Arbi-ben-el-Ahmar sobre sí mismo y sobre su estirpe gloriosa y desterrada se lo había contado, tres años antes, al eminente arabista don Carlos Quirós, la única criatura del mundo interesada en saber el paradero, andando los siglos, de esa familia de mujeres machistas que recriminaban el llanto a sus varones sentimentales. Fue un viejo guarnicionero de Melilla, que entretenía los ocios de la jubilación huroneando en libros y legajos, quien puso a don Carlos Quirós, entusiasta pesquisidor de la memoria de Al-Andalus, sobre la pista del último descendiente de Boabdil. Le señaló la Yebala, y durante meses Carlos Quirós revolvió cabilas y aduares en su busca.
En Beni-Ider le conocían, pues había nacido en un poblado próximo y la memoria de su tío, Hach Abderramán, no se había extinguido en la comarca, pero le dijeron que había emigrado con la familia, hacía pocos años, a Tetuán. La búsqueda del príncipe granadino por las calles tetuanís fue como ellas mismas, laberíntica y tortuosa, pero, al fin, un especiero de la medina le dijo que creía recordar a cierto Ben-al-Ahmar que trabajaba en un horno de pan. Entonces, don Carlos Quirós inició, de horno en horno, un viaje al fondo del olor más caliente, al fondo del sudor también, y del trabajo, y, por supuesto, de la noche, y en el horno del Cuax, ladrillo y leña, retomó su pista por un instante: había trabajado allí hasta hacía poco tiempo, pero se había marchado un día y los horneros ignoraban qué había sido de él. Pero Quirós siguió machacándose por las calles tetuanís los juanetes doloridos hasta que supo que se había establecido como comerciante en la calle del Nirayin.
Al día siguiente de recibir la pista que situaba definitivamente a su príncipe en Tetuán, don Carlos Quirós salió muy de mañana a su encuentro, pero las congojas eran muchas en su alma escrupulosa de historiador y adaptó el paso, lentificándolo cuanto pudo, a la cadencia de sus dudas: Iba a encontrarse con un nazarita, con un miembro de la dinastía que había reinado en Granada hasta el día 2 de enero de 1492, hasta aquí todo parecía indudable. Pero ¿de qué rama de la familia procedía? ¿Descendía de Mohamed-Abu-Abdalah, al que los castellanos llamaban Boabdil el Chico, o descendía de Abdalah, el tío de Boabdil, al que se conocía como El Zagal? Porque Boabdil el Chico y su tío El Zagal, que tan enconadamente habían disputado por el trono de Granada, siguieron enemistados después de que la ciudad cayó en poder de los Reyes Católicos, y cuando llegó el momento de abandonar España, cada uno se instaló con sus familias en un lugar distinto de Marruecos: Boabdil en Fez, y El Zagal en algún puesto de la costa norte. Ben-al-Ahmar, el hornero, el comerciante de la calle del Nirayin, ¿de cuál de los dos hogares procedería?
Acaso tanto Boabdil como El Zagal eran de continente tan poco majestuoso como el príncipe nazarí que don Carlos Quirós tenía delante. Su tipo era, más bien, de campesino: robusto, de cara ancha, panificada y saludable, rústico de movimientos…
Sentado a la puerta de su tienda, tocado con el fez, con las piernas abiertas y las enormes manos sobre sus rodillas, Ahmed-ben-el-Arbi-el-Ahmar contemplaba plácidamente el espectáculo de la calle: las recuas de pollinos sepultados bajo las grandes cargas de leña, los juegos de los niños, las conversaciones de los ancianos, el deambular de los ciegos, la algarabía de las jóvenes presurosas, el caminar desnortado de los perros famélicos… «Buenos días», dijo en buen castellano cuando Quirós se acercó a él para presentarse.
El príncipe nazarí escuchó de labios del sabio español sus deseos de hablar con él sobre su vida y, a ser posible, de hacerle un retrato fotográfico, petición esta que siempre violenta a los musulmanes, preocupados tanto por el destino de su imagen una vez fuera de su control como por la porción de aura robada según se imprime del revés en la placa mágica. Pero Ahmed le escuchó con la cabeza baja, sonriendo tímidamente, en actitud también de campesino ante la interpelación de un señorito. Cuando Quirós hubo concluido, precisando bien y varias veces los extremos de su interés, el príncipe hizo un ademán de asentimiento y comenzó a hablar:
—Me llamo Ahmed-ben-el-Arbi-el-Ahmar y he nacido en el poblado de Mencal, de la cabila de Beni-Ider. Mi padre era labrador, así como mi abuelo y mi bisabuelo, y toda mi familia. Yo también fui labrador hasta hace pocos años, pero cuando la vida se me hizo imposible en el campo, me vine a Tetuán, donde trabajé en los hornos de pan bastante tiempo. El año pasado me tocaron cuatro mil duros en la Lotería, en la Lotería española, y entonces dejé de trabajar para los demás y puse esta tienda, señor, que usted honra ahora con su visita. Estoy casado y tengo tres hijos, dos varones y una hembra, y ahora, si usted quiere, me puede retratar.
—¿Pero usted no sabe —le preguntó Quirós, fascinado— que desciende de unos reyes, de los reyes de una tierra de España que se llama Granada?
—Eso dicen —respondió Ahmed un poco avergonzado, resistiéndose a la tentación de una pueril vanidad.
—¿Pero usted conoce la historia de su familia? ¿Ha oído hablar de los nazaritas, de Mohamed-ben-el-Ahmar, de Muley Hasan, de Boabdil…?
—Eso lo sabía muy bien un tío nuestro… Tenía estudios y había viajado; había hecho la peregrinación a La Meca. Se llamaba el Hach Abderramán y muchas veces hablaba de esas cosas, de España, de Granada, de cuando nuestra familia vivía allí… Pero no se lo puedo presentar a usted; lo mató una bomba de aeroplano en Ben Carrix, en el tiempo de la guerra.
No hubo modo de sacar más del príncipe, salvo, eso sí, el retrato ante su tienda de comestibles de la calle del Nirayin que guarda, ya cadáver, en su faltriquera, y ya vemos que no es descabellado el terror de los musulmanes a que la imagen de uno vague sin su control: una porción del rostro de campesino empanizado que exhibe como suyo en la instantánea se ha tornasolado con la sangre que todavía en un hilo le mana del vientre. Pero esa fotografía data de cuando aún estaba vivo, de cuando recién acababa de inaugurar su tenducho de todo un poco e invitaba cortés, desde el zaguán, a penetrar en él a sus clientes potenciales: la muchacha soñadora que le hacía los recados al muecín, las rientes españolas casadas con funcionarios o militares de la guarnición, el vendedor ambulante por las cabilas que se surtía, según descuentos, en esta o en aquella tienda de la medina.
Le duró poco al príncipe nazarí la felicidad del honesto comerciante, tanto más muelle si soñada primero desde la dureza de la tierra o desde el infierno nocturno de los hornos de pan. Marchó con los suyos, con los amigos y los paisanos, a invadir España, una porción de la cual él podía acreditar que le había pertenecido, pero él nunca fue muy amigo de fusilas y mujeras, sino, antes al contrario, del erotismo del surtido de artículos y de la contabilidad. Tanto es así que hace un par de meses, una vez concluida la matanza de Yagüe en Badajoz en la que tuvo que participar él mismo con su tabor y su mehala, que corría la sangre de los republicanos por las calles de la ciudad como las aguas rápidas de un río, montó por una necesidad perentoria e inexcusable su bakalaíto, su tenderete de chocolate, galletas, brandy y tabaco, en una esquina de la ciudad asesinada y desierta, y se quedó allí, inmóvil, ausente, sin pensar en nada, hasta que el teniente Vargas en persona, un verdadero hijo de puta, le sacó de allí a puñetazos y le desmanteló a patadas su bakalaíto.
Ese cadáver, en fin, equivocó su legítimo retorno a España. Como príncipe remoto de un reino culto, tolerante y exquisito hubiera tenido su lugar en la República que defienden los leales, y más en Madrid, su capital heroica, ciudad elástica donde todo cabe y caben todos. Sin embargo, la ausencia total de baraka le ha jugado, como le jugó a su pariente Boabdil, como a El Zagal, como a su tío Abderramán, una mala pasada. Su foto, porción de aura que habla de unos días felices del pasado, se tiñe de sangre como el resto de su cuerpo.