ESE CADÁVER que varios milicianos recogen de la esquina de Hilarión Eslava, cerca de Moncloa, no es de un hombre, como al principio han creído, sino de una mujer, y muy bonita por cierto. Hombre o mujer, no obstante, ha muerto sin haber satisfecho la necesidad obsesiva de su existencia: matar a la Balachova.
Ese cadáver que parece un hombre porque va vestido con un gabán corto y polainas, como un hombre, y porque lleva el cabello muy corto, no a lo garçon, sino peinado hacia atrás dejando clarear las tenues entradas de los parietales, pertenece a Olga Muskovics, una muchacha de veintiocho años que hace dos entró a España caminando por la carretera de Elvas a Badajoz, y que luego cruzó a nado el río fronterizo, haciendo creer a todo el mundo que era una espía rusa, o así lo creyeron, cuando menos, el corresponsal Neves del Diario de Lisboa, el reportero Luis Pérez Segovia que envió la revista Estampa a la cárcel provincial de Badajoz donde se hallaba recluida tras su detención por los Carabineros y, desde luego, la masa de lectores intoxicados por la densa y exótica atmósfera de misterio que envolvía en esos años todo lo soviético y todo lo ruso. Olga Muskovics asumió esas sospechas como mal menor, pues supuso que iba a obtener al poco, según fuera interrogada, la preferible condición de extravagante o loca, lo que le permitiría encubrir absolutamente su verdadero propósito, matar a la Balachova, la exprimera bailarina del Gran Teatro Imperial de Moscú, que, si bien rumiaba su odio contra todo, contra Isadora Duncan sobre todas las cosas, y decoraba con su presencia los cocainómanos saraos del exilio ruso en París, vendría a Madrid regularmente para recibir clases de flamenco del gran Vicente Escudero. Ese cadáver que deja un hilo de sangre sobre el pavimento mientras es retirado hacia un portal es un cadáver complicado, y más que lo será en la eternidad porque no ha conseguido, como quería, matar a la Balachova.
Olga Muskovics se hizo la loca cuando entró en España mediante la modalidad de fingirse medio espía: «¡Qué bonita es la España!», respondía invariablemente a cualquier pregunta, o bien: «¡Qué cielo tenéis los españoles! Solamente en Lisboa vi otro parecido». Sin embargo, aprovechó la entrevista que le hizo Pérez Segovia en el patio de la cárcel provincial, y aprovechó, sobre todo, la mirada rendida del viejo reportero, para construir su personaje misterioso:
—No creas que soy una indocumentada —le dijo con voz meliflua—. Tengo todos mis papeles en regla y en cualquier momento puedo acreditar quién soy. Lo que sucede es que en muchos sitios, España por ejemplo, no me conviene que sepan a qué he venido. ¡Que cada uno escriba alrededor de mi persona la novela que quiera! ¡La fantasía de la policía es tan grande como la tuya!
—Pero se habla, Olga, de unos antecedentes tuyos que te crean fama de mujer peligrosa —acertó a mentir Pérez Segovia, narcotizado por el fragor de los brazos desnudos de la joven rusa.
—¡Bah! Deja que digan. Me gusta que hablen de mí. ¡Desgraciado del que no escucha la opinión de los perversos!
Entregado el reportero, Olga Muskovics, más segura y confiada, rogó imperativa al funcionario que asistía discretamente a la conversación que se marchara. Quedaron solos. Olga principió a contarle algo de la verdad, acaso para apuntalar otro poco la fachada de su impostura.
—Te juro que me has sido simpático; y voy a hablarte como no lo he hecho nunca. Pedro Muskovics era mi padre, un hombretón con barba y ojos azules y bondadosos. No conocí a mi madre, y mi padre era todo para mí. Era médico, un médico que se complacía en socorrer a los pobres, a los necesitados, a los oprimidos. En el barrio de San Petersburgo donde vivíamos decían que era un avanzado, y, al parecer, la policía debía pensar lo mismo porque le tenían fichado como peligroso social. ¡Había espías y delatores en todos los rincones de Rusia! Los sicarios del Zar escudriñaban por todas las rendijas de San Petersburgo, de noche registraban las casas y se lo llevaban todo; bastaba la menor sospecha para que uno fuera encarcelado, y al que lo encarcelaban podía estar seguro de que no volvía a ver las nieves de Rusia. ¡Y cuántas veces mi padre temía por su vida, mejor dicho, por la soledad en que me dejaría si la perdiera! La tiranía imperial era cada vez más dura; los cosacos del emperador, esa gentuza teatral y cobarde, perseguían a cuantos no profesaran la religión ortodoxa o a quien se atreviera a responder a la injusticia. Una tarde, casi anochecido, Tania, la buena mujer que nos servía, y yo, que esperábamos el regreso de mi padre, oímos que hablaban a voces en la calle, junto a la puerta de la casa: «Ha sido ahí mismo, al cruzar el puente, al lado de la Ópera. Varios cosacos han disparado sobre el médico Muskovics y le han alcanzado en las piernas. Luego le han rematado a culatazos. ¡Pobre Pedro! Deja una niña sola en el mundo». No quise oír más. Tania y yo salimos a la calle, y al ver venir un grupo de cosacos hacia nosotras, entramos de nuevo en la casa, aterradas, sin saber qué hacer. Al poco, dos cosacos entraron derribando la puerta: «¿Y Pedro Muskovics?». Y Tania, desde el alma, les respondió: «¿Aún preguntáis por él?». Sin contestar registraron toda la casa, se llevaron papeles, libros, documentos…
—¿Os hicieron algún daño?
—¿Más daño? Libramos la vida, lo que nos quedaba de la vida sin mi padre, de milagro… Luego triunfó la Revolución, Tania murió y yo quedé completamente sola, sin más amparo que mi fe en la justicia y mi sed de venganza. Ya te acabaré de contar, aunque lo demás es solo consecuencia de aquello. Ahora me toca estar en España, y aquí me tienes. Este país encantador y estos presidios de teatro. Me deportarán mañana, pasado, pero me da igual, volveré a tu país, al que he venido para cumplir algo que a todos nos interesa.
Luis Pérez Segovia, decano de los cronistas de sucesos de Madrid, se había desviado de Castuera, donde cubría el espantoso envenenamiento masivo por ingestión de pan de plomo, para satisfacer el ruego de su director, que había apalabrado telefónicamente con el de la cárcel de Badajoz una interviú con Olga Muskovics, la espía rusa del momento. Hecho al horror, a la calamidad, a la vertiente anómala de los hombres y las cosas, le estremeció, sin embargo, la conversación con la rusa. Experimentó la sensación de hallarse ante alguien fuera de su propio control, de alguien conducido, aunque enteramente desbocado, por la rienda doble del amor y del odio. Pero no supo que lo que callaba Olga, el poquito de verdad que se abstuvo de contarle a fin de que su relato periodístico alimentara su falsa condición de espía integral y a la moda, era que al médico de ojos azules y bondadosos, socorredor de pobres y desventurados, al hombre avanzado de San Petersburgo, su padre, le había matado la muy puta de la Balachova, si bien que por la mano de una cuadrilla de mugrientos cosacos.
Pedro Muskovics, demasiado viudo para su temperamento, llevaba meses intentando conciliar su actividad conspirativa y revolucionaria con el amor que le inspiraba la Balachova, a la que había sido presentado tras un festival de danza celebrado en la Opera a beneficio de la Sociedad Médica de San Petersburgo. La Balachova, libadora de champán francés hasta el punto de haber convertido su boca en un tercer ojo, tan riente, beodo y expresivo como los otros dos, debió buscar su compañía en el baile porque Pedro Muskovics se halló pegado toda la noche a su fragancia de diva, a su carne apretada, a su talle sólido por tan flexible, y a partir de esa noche simultaneó en sus frecuentes viajes a Moscú las actividades conspirativas contra el Zar con los encuentros, tórridos y clandestinos, con la primera bailarina del Gran Teatro Imperial. Pero la Balachova, así lo consideraba Olga Muskovics, para siempre sola desde la muerte de su padre hasta el encuentro con esta bala perdida en la Moncloa, era una suripanta en connivencia con la policía secreta del Zar, y el ofertorio de su cuerpo y del agua de vida de su tercer ojo dentado, y aún de su cuarto ojo, tan riente, beodo y expresivo como los otros tres, no tenía otra finalidad que la de suscitar las confidencias revolucionarias del médico, confidencias que le condujeron a la emboscada de los cosacos cuando salía de volverse un poco más loco aún del camerino principal del Teatro de la Ópera de San Petersburgo. Olga Muskovics, que estaba enamorada de su padre hasta los tuétanos, encontró el modo de no culparle de nada cuando por medio de Valeria Kokscharoff, una bellísima artista de varietés amiga del periodista español Chaves Nogales, supo quién era esa rinoceronta del deseo, esa danzarina endiablada de los cuatro ojos igualmente beodos y expresivos, cuánto y de qué calibre su resentimiento. Chaves había asistido en París a un homenaje de la emigración rusa a la bailarina, había conversado con ella y, de vuelta a Madrid, había rogado a Valeria, la reciente viuda de su amigo Constantino Kasfikis, el ilusionista ruso en gira permanente por Europa por lo que se verá después, que le ayudara a precisar las fechas y a transcribir los nombres rusos de su charla con la Balachova, que la noche de la interviú fulgía más argentina y licuada que nunca, agasajada por los hampones de la Rusia zarista, por sus cuatro o cinco ojos, si no más. Una copia de la entrevista que Chaves Nogales había dejado a Valeria Kokscharoff para las correcciones llegó a manos de Olga Muskovics por medio de la propia Valeria, su amiga y hermana desde que la había rescatado, en plena Revolución, de su ciénaga de soledad infinita y la había enrolado en la compañía de varietés soviéticas de su marido.
La troupe de variedades de Constantino Kasfikis llevaba cinco o seis años de turné por Europa cuando hace tres el ilusionista murió en accidente de coche en la carretera de Salamanca a Tordesillas, y entonces Valeria Kokscharoff, su bella y joven mujer, se hizo cargo de la compañía. Kasfikis y sus artistas, cuatro enanos rusos y ocho jóvenes, hombres y mujeres, cada uno de nacionalidad distinta, letona, finlandesa, polaca, ucraniana, griega, venían huyendo no de los soviets exactamente, como la Balachova había huido, sino de uno muy concreto, la Unión Estatal de Circos Internacionales, cuyas iniciales formaban, en caracteres latinos, la palabra GOMEZ. Todos los circos y las variedades estaban en la URSS controladas y dirigidas por GOMEZ, que era el encargado de contratar y pagar a los artistas, el que influía en el contenido de los espectáculos y el que les señalaba el norte de las giras que habían de emprender.
El Estado era, pues, el empresario de las estarletes y los titirimundis, de modo que en la Rusia postrevolucionaria no bastaba, para ser cupletista o bailarina, patear con energía un escenario, cantar sentimentales tangos argentinos y llevar una madre intimidadora de los agentes artísticos, sino que era menester llevarse bien con GOMEZ, y ese imperativo se irisó para Kasfikis con los reflejos de lo imposible cuando un día recibió en Samarkanda una comunicación que venía a decir esto: «Muy bien, ciudadano Kasfikis; estamos satisfechos con tu trabajo de ilusionista, que lo haces a la perfección, como artista de primera categoría que eres. Pero como para realizar ese trabajo empleas muchos trucos, y como no queremos que el público soviético crea en cosas sobrenaturales, de aquí en adelante, al terminar cada número, explicarás públicamente los trucos que utilizas para realizar esas maravillas de cortar el cuerpo de una mujer en pedazos y que luego ella aparezca viva y sonriente». Kasfikis no aceptó esa injerencia en lo suyo del materialismo dialéctico, o de lo que fuera, y se marchó de gira total por Europa con su compañía en cuanto pudo.
Sin embargo, nunca se hubiera marchado el ruso-griego Kasfikis de la Unión Soviética de no mediar esa bárbara indicación de reventar cada día, ante el público, sus propios números de ilusionismo. Bien es verdad que el estatalismo de GOMEZ le ponía a menudo de los nervios, sobre todo cuando contrataba a alguien para su compañía y el artista necesitaba, antes, pasar un examen de aptitud ante un tribunal compuesto por críticos, directores de teatros y circos, y artistas, pero no es menos cierto que una vez superada con éxito la prueba, el propio GOMEZ le pagaba espléndidamente, subvenía a sus necesidades y le trataba como a un príncipe. Cautivo, pero como a un príncipe en aquel paraíso de la magia explicada. Por lo demás, el público era siempre muy correcto, los críticos muy ecuánimes, y las altas personalidades de la política soviética no se perdían una función de variedades o de circo. Kalinin mismo sentía adoración por Kasfikis, tanta que una vez que el todopoderoso GOMEZ se puso farruco con el ilusionista y le importunó con un sinfín de añagazas, Kalinin se puso más todopoderoso todavía y las dificultades se allanaron por arte de magia, aunque Kalinin nunca le explicó, transgrediendo las normas, el truco usado para allanarlas. Stalin, el Stalin de esos primeros días que aún no empleaba todo su tiempo en urdir defecciones y matanzas, conservaba el suficiente para asistir con cierta regularidad al circo, y una noche, en Moscú, llamó a Constantino y a Valeria y les felicitó, con esa cara de bruto que tenía, por su trabajo.
Olga Muskovics era la mujer, la niña, que Kasfikis cortaba en pedazos, la que reaparecía luego viva y sonriente. Una noche que la compañía actuaba en San Petersburgo en vísperas de fugarse de gira permanente porque GOMEZ ya le había ordenado al grecoruso que explicara sus trucos, Olga se acercó a Valeria, que ya era la esposa de Kasfikis y que hacía el papel, a la sazón, de mujer serrada, y le pidió trabajo en la compañía. Intimaron, conversaron quedo en el camerino, a solas, mientras los cuatro enanos rusos y los ocho jóvenes internacionales exhibían sus habilidades en el escenario, y Valeria supo lo que años después sabría el decano de los reporteros de sucesos de Madrid, Luis Pérez Segovia, más el añadido esencial que Olga le había ocultado: su obsesión por estrangular a la mujer que había perdido a su padre, la Balachova, la bailarina de los muchos ojos y del avieso corazón. Valeria Kokscharoff habló con su marido esa misma noche, y él lo arregló de modo que el Tribunal de los Artistas examinara unos días después a Olga. Con la bendición de GOMEZ salió la troupe de Kasfikis, a las pocas semanas, de gira espiral por Europa, y llegada a París, Olga Muskovics, guiada de su sed vengativa, se desgajó de ella.
En París, sin documentos, protegida por unos anarquistas de Ucrania, amigos de Alexei, el ucraniano de la compañía, merodeó los palacios, los hoteles, los cafés y los salones donde se reunía el trueno imperial exiliado, e incluso trabó relación con un taxista, antaño rico propietario rural de Odessa, que pasaba privaciones todo el año, ahorrando hasta el último franco, para permitirse tres o cuatro días en la Costa Azul y pasear altivamente su traje de etiqueta por los hoteles, los cabarets y los casinos donde se había pulido pocos años antes el fruto del sufrimiento de sus campesinos. Sin embargo, el control policial en París cabe la emigración rusa era absoluto, una turba de polizontes custodiaba, por orden de sus jefes o por contratación privada, a la patulea aristocrática que conspiraba para retornar a su santa Rusia, de modo que cuando Olga recibió de su amiga Valeria, que se hallaba en Madrid con la compañía Kasfikis, la autobiografía de La Balachova transcrita por Chaves Nogales, se abrió para ella el resplandor que le señalaba, o eso supuso, el final del túnel: la exprimera bailarina del Gran Teatro Imperial de Moscú viajaría a España para tomar clases de flamenco, y allí sería más fácil, sin duda, cerrar para siempre todos sus ojos o dejárselos abiertos, de par en par, para siempre. Pero Olga Muskovics devoró cada línea de lo que contó la Balachova sobre ella misma a Chaves Nogales, a fin de alimentar hasta donde fuera posible, y aun imposible, su rencor:
Ingresé a los siete años en la Escuela Imperial de Danza a la que el Zar venía cada año y pasaba todo un día con nosotras. En nueve años hice toda mi carrera en el Gran Teatro, desde el humilde puesto de corista hasta alcanzar el título de primera bailarina. ¡El Gran Teatro de Moscú! ¡Era toda mi vida! Cierro los ojos y veo como si lo tuviese delante el foyer en los días de gala, rebosante de damas de la Corte y de altos dignatarios con radiantes uniformes; la entrada al palco imperial, guardada por dos granaderos inmóviles que habían de ser exactamente iguales, como figuras de cera obtenidas con un mismo molde; mi camerino lleno siempre de galanteadores… ¡El Gran Teatro de Moscú! Hace poco, un carpintero del teatro que me conserva fidelidad ha tenido la gentileza de arrancar un pedazo de madera del escenario de mis triunfos y enviármelo a París como recuerdo. ¡Cuánto se lo he agradecido! Vivo rodeada de recuerdos de Rusia, de la Rusia del gran tiempo, no de la asquerosa Rusia de ahora.
Al declararse la guerra yo estaba actuando en Londres. Entré en Rusia en el último tren que atravesó la frontera alemana. Durante la guerra organicé muchas fiestas a beneficio de los hospitales, en las que mi renombre de bailarina era la seguridad del éxito. El Zar me concedió, por mi labor en beneficio de las víctimas de la guerra, el Cordón de la Orden de Catalina. Pero vino la Revolución. Al principio yo me negué a trabajar; el público ya no era el mismo. Todo el mundo había huido, no valía la pena bailar para aquella gentuza, pero los bolcheviques me obligaron a volver al Gran Teatro. Por otra parte, era la única manera de seguir viviendo, y no porque tuviese necesidad de dinero. Mi palacio de la Pretschinskaya era uno de los más ricos de Moscú, pero había que trabajar porque los bolcheviques habían prohibido todo el comercio de artículos de lujo, y únicamente justificando que eran necesidades de mi trabajo de bailarina podía adquirir sedas, pieles, medias, joyas… Esto era al principio, porque después el salir a bailar por pueblos y aldeas servía de pretexto para poder comprar pan, pues en Moscú no lo había a ningún precio. Yo he llegado a cambiar mis diamantes por pedazos de pan. Fue una época espantosa. Antes de la revolución, yo no bailaba por menos de mil rublos, y en los últimos tiempos tuve que bailar por el precio de un kilo de pan negro.
Era horrible. El gobierno bolchevique nos hacia trabajar a la fuerza y repartía las localidades del Gran Teatro entre los obreros y los campesinos adictos. Yo he llorado de pena al contemplar el triste espectáculo que ofrecía la sala del Teatro Imperial abarrotada de gente sucia y grosera, que comía, bebía y pateaba durante la representación.
Una noche me dieron la noticia de que el Gran Teatro estaba ardiendo. Me causó tan vivo dolor aquello que salí de casa, tal como estaba, y eché a correr hacia el teatro. Entré en el escenario y al ver cómo las llamas destruían aquella sala testigo de todas mis glorias y mis alegrías, me eché a llorar sin pensar siquiera en el peligro que corría. Súbitamente sentí que alguien me sacaba de allí a rastras. En la calle, el populacho me recibió con denuestos, agresivo, dispuesto a lincharme. Fui conducida a las oficinas de la Checa, y, una vez allí, un comisario del pueblo, grande y feo como Quasimodo, me sometió a un interrogatorio brutal. Se sospechaba que el incendio del Gran Teatro había sido intencionado y se me acusaba de estar complicada en el criminal intento. Durante largo rato el comisario y su ayudante, un homunculejo cetrino, estuvieron vacilando; no sabían si hacerme fusilar o echarme a la calle. Por último, el gigante, convencido a regañadientes de mi inocencia, dio un puñetazo sobre la mesa y gritó: «¡Largo de aquí!».
Convertidos los artistas en trabajadores del Estado, teníamos el deber de acudir con nuestro arte allí donde nos requiriesen los funcionarios soviéticos. Se nos obligaba a hacer tournés por provincias en condiciones pavorosas, viajando en departamentos de tercera clase, cubiertos de basura, con los cristales de las ventanillas hechos añicos y llenos de soldados. En una de estas excursiones caí enferma del tifus, y mis compañeros, dándome por muerta antes de tiempo, hicieron una suscripción para pagar mi entierro y se marcharon. Aún conservo la lista de donantes.
Cada día mi situación personal era más difícil, mayores los peligros y más penosa la subsistencia, y decidí huir en unión de los míos. El mismo día de mi fuga, yo tenía que haber tomado parte en una de aquellas fiestas oficiales soviéticas. A la hora en que la fiesta comenzaba, yo tomaba el tren con dirección a Minsk, acompañada de mi madre y de mi esposo.
Allá en Moscú se quedaban para siempre todas nuestras riquezas, encerradas en mi palacio de la Pretschinskaya, y todas mis glorias prisioneras en mi camerino del Gran Teatro Imperial.
Pero la mayor amargura debía proporcionármela la Revolución cuando ya había salido de Rusia. Le he hablado de nuestra casa de la Pretschinskaya; era al mismo tiempo un palacio y un museo. Mi marido, coleccionista empedernido, había reunido allí una serie de obras de arte de un valor incalculable. Teníamos allí valiosos mobiliarios históricos, magníficos gobelinos y, sobre todo, una colección de grabados de la época de la invasión napoleónica verdaderamente extraordinaria. Cuando tuvimos que huir porque en medio de esas riquezas históricas íbamos a morirnos de hambre, el gobierno soviético, que nos declaró fuera de la ley, se incautó de nuestro palacio.
Poco tiempo después se presentó en Moscú, invitada por el gobierno soviético, una bailarina famosa en el mundo entero, Isadora Duncan, y las autoridades bolcheviques le cedieron mi antiguo palacio para que se instalase en él. Isadora entró en mi casa como en terreno conquistado.
Desde el primer momento le irritó que yo hubiese sido la creadora y anterior propietaria de aquella grata y confortable mansión, así es que con una saña feroz que solo las mujeres, y más las artistas, sabemos comprender bien, se dedicó a destruir implacablemente todo lo que pudiese representar un recuerdo de mi paso por aquellas estancias. «¿Era esto de la Balachova? ¿Le gustaba a ella?», preguntaba, y apenas le habían contestado afirmativamente, lo destrozaba sin importarle su mérito artístico ni su valor.
Cuando yo me marché de Rusia quedó en mi palacio una de mis fieles doncellas, que permaneció después al servicio de la Duncan por orden de las autoridades soviéticas. Esta buena mujer, que me tenía una adhesión grande, era quien me escribía relatándome la vida de Isadora Duncan en mi palacio, y quien me informaba del odio personal que aquella mujer me había cobrado.
Le gustaba andar completamente desnuda por la casa, a lo sumo se envolvía en una breve túnica de gasa roja. Pero en el rigor del invierno, para conseguir esto en Moscú hace falta una calefacción formidable, y por entonces había una gran escasez de combustible en toda Rusia. La leña que el gobierno soviético le suministraba no era suficiente, y la Duncan, para conservar buena temperatura, hacía astillas y quemaba en su estufa los muebles de maderas preciosas y de un inapreciable valor histórico que mi marido y yo habíamos ido acumulando en el palacio.
De mi dormitorio, que era una pieza magnífica de unos diez metros de fondo, Isadora hizo quitar todos los muebles de lujo; sobre las paredes, soberbiamente tapizadas, en las que había cuadros de los grandes maestros de la pintura, echó unas telas rojas que lo tapaban todo desde el techo hasta el suelo, y en el centro de aquella estancia roja, echada sobre un tapiz, permanecía ella completamente desnuda o cubierto apenas su cuerpo por una tuniquilla de seda roja también. Allí recibía, revolcándose por el suelo, a los comisarios bolcheviques que, metidos en sus capotes de cuero y conteniendo a duras penas su negra lujuria proletaria, rendían vasallaje a aquella mujer que debía antojárseles un ser sobrenatural. La escena de Isadora desnuda ofreciéndose en el centro de aquella vasta pieza roja a la adoración del corro de comisarios del pueblo, rudos, cetrinos y hambrientos de todas las hambres, debía ser una escena realmente satánica.
Ahora, no sé. Cuando Isadora se marchó de Moscú creo que los bolcheviques dedicaron mi palacio a una embajada. Según me escriben de allí, mi casa se distingue aún por una linterna roja que la Duncan hizo poner en la fachada. Pero yo he perdido toda esperanza de volver. He procurado instalarme en París lo más cómodamente posible, ya que en la emigración mi esposo y yo hemos conseguido rehacer en algo nuestra fortuna.
Y sigo bailando. Ahora he descubierto que el baile flamenco es una maravilla y quiero a todo trance aprenderlo. Vicente Escudero ha accedido a darme lecciones y voy a ir a España, próximamente, tantas veces como necesite para conseguirlo.
Allí, en Madrid, iba a esperarla Olga Muskovics, la mujer serrada, la urdidora del plan absurdo de su espionaje o del más veraz de su locura para trasponer por Elvas la frontera española, la niña carente de los besos del médico de los oprimidos, la disfrazada de hombre hasta su muerte en la Moncloa por una bala perdida. Pero faltaba quien la sacara de la prisión provincial de Badajoz antes de que la deportaran, quien desactivara su increíble credencial de espía rusa al servicio de los soviets, e incluso la poco recomendable, para una indocumentada en tránsito por las fronteras, de su alunamiento. Y ese quién, ese alguien, vino a ser de nuevo, como en San Petersburgo cuando le cedió su empleo de mujer cortada en dos pedazos, Valeria Kokscharoff, la viuda más bella del mundo según la convicción neta, total, sin fisuras, del doctor Reinoso, que si la había conocido por medio de Manuel Chaves Nogales, luego siguió conociéndola por su cuenta y por sus propios medios.
Olga Muskovics, confiada de veras en la buena condición de Luis Pérez Segovia, el viejo reportero que había visto todas las caras de la locura pero que se sorprendió ante la suya, tan bonita y tan rara, le comisionó para que telefoneara de urgencia a Valeria, a cambio de lo cual le revelaría, como amigo, la verdadera finalidad de su viaje. Así lo hizo el periodista, y Valeria, no bien recibió el mensaje de auxilio de la amiga extraviada en París por los vericuetos de la venganza, imploró a su enamoradísimo doctor Reinoso, el forense más delicado de Madrid, la ayuda que requería para liberar a Olga de la cárcel pacense y, a ser posible, de todo cargo que la condenara a la deportación. Valeria sabía que solo una cosa era capaz de mitigar la obsesión de su pobre amiga loca: creerse cada vez más cerca de la Balachova, cada vez más cerca.
Al doctor Reinoso no se le ocurría nada, salvo que se viviseccionaría a sí mismo antes que defraudar a Valeria Kokscharoff, y optó, después de darle muchas vueltas y consultar con su amigo Lázaro Vega, por reunir los dispersos y heteróclitos elementos del caso y rehacerlos a voluntad. Milagrosamente, o no, tratándose de algo relacionado con el país de la magia explicada, Valeria conservaba el salvoconducto colectivo emitido por GOMEZ para la compañía Kasfikis, de la que Valeria era, desde la muerte del ilusionista, su marido, la responsable titular. Olga se había quedado sin papeles en París precisamente porque la troupe cosmopolita viajaba con un pasaporte general, como un ente compacto y cerrado, pues las autoridades soviéticas suponían que la falta de documentos personales disuadía de la defección, si bien apenas disuadía nada, según demostraba la compañía Kasfikis, de la defección colectiva.
Corrió el doctor Reinoso a ver al juez Marino Lara, instructor de todo y juzgador de nada ni de nadie por convicción personal, y le puso al corriente del caso rehecho: la muchacha rusa que se hallaba detenida en la cárcel de Badajoz por intentar cruzar indocumentada la frontera no era, como habían sugerido los periódicos de las últimas fechas, una espía, sino una artista de la compañía rusa de ilusionismo Kasfikis que se hallaba de escala en Madrid y que, por cierto, tanto había entusiasmado a Esperancita, la hija del juez, cuando la llevó a verla al Circo Parish la semana pasada. Olga Muskovics se había extraviado en París y hasta ahora, pese a las gestiones hechas desde España por la compañía interesando su localización, nada se había sabido de la artista, si bien ella, por su parte y con sus escasos medios, había intentado reunirse aquí con sus compañeros. Lamentablemente, además, su salud, y no solo física, no era muy boyante a causa de las penalidades sufridas, e importaba mucho su excarcelación inmediata, ofreciéndose él, Reinoso, como garante y tutor de la muchacha en tanto las autoridades españolas normalizaran su situación legal.
Marino Lara tomó el papel que le tendía Reinoso, el salvoconducto colectivo de GOMEZ en el que, en efecto, figuraba una Olga Muskovics cuyos datos personales coincidían con los de la presa de Badajoz, reprimió una sonrisa solo a medias, y espetó al forense mientras apuntaba algo en el dietario de su escritorio:
—¿Qué? ¿Cuándo se casa usted con Valeria?
Por intermediación del juez Marino Lara, Olga Muskovics fue puesta en libertad provisional cuando Valeria, Reinoso y Alexei, el ucraniano de la compañía Kasfikis, fueron a recogerla en el auto del forense a la cárcel provincial de Badajoz. Llegados a Madrid, instalada Olga en la pensión de la calle de la Montera donde se alojaba la compañía, Reinoso y Valeria intentaron persuadirla para que abandonara su plan de matar a la Balachova, que si bien era una bailarina sin corazón, incluso una rata de la aristocracia esclavista, no constaba que hubiese participado en el asesinato de su padre a manos de los cosacos del Zar, pero Olga Muskovics no dejó por ello de merodear un solo día en torno a la academia de baile de Vicente Escudero, aunque por las noches se dejara serrar en dos por Alexei con una mansedumbre extraordinaria.
Pero la Balachova no vino, y cuando en las elecciones de febrero triunfó en España el Frente Popular que rescataba la República de trabajadores de todas clases que languidecía en poder de la reacción, Olga supo que no vendría, sintió que la Balachova se alejaba para siempre, que perdía su rastro, y lo sintió hasta el fondo y demasiado merced al poder multiplicador de su locura, y ya no hubo modo de hacer carrera de ella hasta que Reinoso, con todo el dolor de su corazón y del corazón de Alexei y de Valeria, y de los cuatro enanos rusos, y del griego, del letón, del finlandés y del polaco, gestionó su ingreso en la clínica de orates del doctor Esquerdo.
Sobre el sanatorio de los que no han de sanar nunca, sobre la clínica de reposo de los que no han de reposar jamás debido a la voracidad de su sufrimiento inútil, han caído varias bombas de aviación esta mañana, y otras tantas no lejos de allí, en el Cementerio del Este. Los que asedian la ciudad a sangre y fuego parecen convencidos de que hoy la van a tomar, las avanzadas marroquíes han llegado hasta la misma plaza de España, pero Madrid resiste porque sus hijos, como en otros tiempos y a la manera antigua, la defienden. Esta mañana, sin embargo, han caído dos proyectiles sobre el manicomio del doctor Esquerdo, y muchos enfermos han huido aterrorizados, dando alaridos, por los boquetes dejados por las explosiones en la fachada y en la tapia del sanatorio. Olga Muskovics, que nunca se ha desprendido de su gabán de hombre, ha salido a la plaza y, en vez de tomar Cabanilles abajo o Retiro arriba, se ha dirigido despacio, pero respirando a bocanadas, hacia la glorieta de Atocha, y luego por el Prado, y después ha doblado en Cibeles, por Alcalá, hasta la Gran Vía, donde una muchedumbre que desafía las bombas, y los incendios, y las sirenas, aclama a una extraña tropa que desfila entre cánticos en dirección a Moncloa. Los soldados de esa fuerza son altos, rubios, robustos, visten impecables uniformes, se cubren con un casco «Adrián» para todos idéntico y portan armas modernas y relucientes. Son las Brigadas Internacionales; la XI de Kleber, que se dirige al Puente de los Franceses, y las de Edgar André y Comuna de París que van a la Casa de Campo. Olga vitorea también, y llora, y recoge del suelo una octavilla de las que ha lanzado un avión con los colores de la República en la cola: «Aquí tenéis a nuestra Aviación leal cubriendo con sus alas de acero nuestro Madrid. Nuestro deber está cumplido. Cumplid el vuestro. Todos a una». Olga Muskovics sigue a las columnas, rodeada de una multitud jubilosa de hombres, de niños, de mujeres, pero ella las sigue como si hubieran de conducirla a la Balachova.
Ese cadáver pertenece a una mujer sumergida hasta hace un rato en un severo caos de rusas. Cuando dentro de unas horas acuda Luis Pérez Segovia al depósito, como suele hacerlo cada día por imperativo de su profesión (¡cuánto trabajo estos días para el viejo descriptor de los frutos del odio y la locura!), contemplará a Olga Muskovics y recordará, sin saber por qué, las enigmáticas palabras que le dijo un día en el patio de la cárcel provincial de Badajoz: «¡Desgraciado del que no escucha la opinión de los perversos!».
O el silbo de las balas locas, perdidas, que nos envían.