Capítulo VI

ESE CADÁVER se acaba de reunir con sus cinco esposas, si bien la sexta, Pilar, maldice la obcecación que ha llevado a Aniceto Rodríguez a convertirse, al fin, en un cadáver. No obstante, difícil sería establecer la relación entre la muerte de Aniceto, tiroteado en el portal de la sede de la UGT mientras conversaba con el centinela, un paisano suyo de la Puebla de Sanabria, con sus enormes ganas de morirse, o, para ser más precisos, con su irrevocable determinación de dejar viuda a su sexta mujer.

Ese cadáver pertenece, en efecto, a Aniceto Rodríguez, un anciano de setenta y tres años que, sobre ser paupérrimo, padecía hasta hace un rato, además, los efectos del racionamiento general por la escasez de suministros, y cuando le han tiroteado desde un automóvil fantasma, obra, sin duda, del terrorismo artero de la Quinta Columna, de esos «pacos» motorizados que echan una mano a Mola, Yagüe, Várela y Monasterio desde el interior de la ciudad asediada, trataba de conmover el corazón de su paisano para obtener, mediante cualquier ardid de comité o de sindicato, algunos alimentos. Sin embargo, pese a esa aparente inquietud por la supervivencia, Aniceto había resuelto morirse antes que su sexta esposa. Se le habían muerto las cinco anteriores y desde que se casó con Pilar temía que su estigma de viudo total, irredento y múltiple acabara también con ella.

Mucho sabía de estigmas Aniceto Rodríguez porque su venida al mundo coincidió con una de las más virulentas apariciones en España del cólera morbo, siendo sus llantos de recién nacido los únicos relacionados con la vida aquel día de abril de 1863 en San Juan de la Cuesta, Puebla de Sanabria, Zamora. Bajo el signo del cólera asiático había nacido, y bajo el signo de otra clase de morbo pestilencial, el desencadenado por estos matarifes sin honor que se han sublevado, ha muerto hace cuarenta y cinco minutos, pero el estigma que le atormentaba en su vejez era otro, el de saberse condenado a perder, una vez y otra, y otra, y otra, lo que amaba.

Así, pues, Aniceto nació bajo el signo terrible del cólera, y a los pocos días fue bautizado por un cura que había venido de otro pueblo, porque el titular había sucumbido a la enfermedad y los muertos se iban despidiendo de San Juan de la Cuesta sin el confort de los óleos y del repique de las campanas. Años después, cuando trabajó de fogonero en la Compañía de Madrid, Zaragoza y Alicante, evocaba sus años infantiles en el pueblo, y, de ellos, con una nitidez que era una quemadura, las tres veces que tres vecinas, o tres brujas más propiamente, le llamaron, después de alguna inocente travesura, «hijo del cólera». Como desatada criatura del Averno, eso sí, alimentaba Aniceto la caldera rugiente de su «Cockerill» de 57 toneladas cuando le sobrevenía esa evocación lacerante; pero de todos esos alifafes de la memoria quedó sanado con los besos de Onofra Pérez, una lánguida bordadora de galas nupciales femeninas que tenía taller propio en la calle de Toledo. Era su primera mujer, pero no sabía aún que era, en realidad, su primera muerta.

Onofra no hizo remilgo alguno a las pretensiones del fogonero, que no eran otras que la de establecerse cabe su cuerpo oloroso de sedas, batistas y damascos, y olvidar a su vera la trepidación asfixiante de la cabina de la locomotora, y al medio año de relaciones descendió la bendición, por mano del párroco de La Paloma, sobre esa fantástica sociedad formada por la albura y el atramento que, por lo demás, estableció su sede en una buhardilla de Santa María de la Cabeza. La sociedad, y la dicha, y las ganas de llegar cuanto antes a la estación del Mediodía, y la facultad de su corazón de volar sobre los raíles, todo concluyó el día en que Onofra iba a dar a luz su primer hijo y se puso tan mala que la comadrona, tras apurar hasta la última gota de coñac y de anís que había en la buhardilla, más otras tantas gotas que hizo subir a Aniceto de la taberna de la esquina, corrió en busca del médico del distrito, que llegó cuando la bordadora ya había expirado en brazos de su marido.

Si eso ocurrió un martes, el jueves volvió el fogonero a su locomotora como todos los días, pero sin escala en ninguna estación de amor según su nueva y triste hoja de ruta. Cinco meses después, sin embargo, alguna quiebra en la rutina de los días iguales le hizo recordar que Onofra tenía una prima, bordadora también y vecina de Chinchilla, y que cuando le tocaba servir la línea Madrid-Alicante su tren se detenía para hacer la aguada y repostar carbón en la ínsula de la prima. Cuando supo que había de pasar con su monstruo rugiente por Chinchilla, mandó recado a la muchacha para que fuera a verle a la estación, y allí mismo, en el andén, tiznado de hollín y sudando lo que no está escrito, la requirió de amores, inspiró en su alma tanta compasión por él como le fue posible, y Julia, la prima, más prima que nunca, aceptó el amor del fogonero sin saber que con ello el Destino firmaba el enterado de su sentencia de muerte.

Aniceto Rodríguez Iglesias se casó con Julia a los siete meses justos de haber enviudado por primera vez y a los dos de relaciones, pero no quiso repetir la unción en La Paloma y se la llevó a San Isidro, de donde salió loco de alegría con aquella compasiva mujer de ojos verdes que no olía a blondas, sino a fruta. Ahora bien; no habían transcurrido seis meses desde la boda cuando Julia se sintió repentinamente enferma y más repentinamente aún muerta, cual suele ser común en los arreones fuertes de la fiebre tifoidea. Era la segunda esposa que se moría de pronto en la buhardilla de Santa María de la Cabeza, y cuando el inspector Lázaro Vega supo de labios del propio Aniceto, treinta y tantos años después de esos decesos encadenados, su historia de Barba Azul inocente, supo, así mismo, que en el caso de este señor de Zamora no había más misterios que los propios de la jodida fatalidad.

—Aquello —contó entonces Aniceto al inspector Vega en la puerta de la iglesia de San Sebastián, donde el exfogonero y ya ex casi todo pedía limosna— me volvió loco. Renuncié a la plaza de fogonero que tenía y me marché a Huelva, a trabajar en las minas de Riotinto. Permanecí viudo hasta los veintiséis años, y al llegar esta edad me enamoré perdidamente de una sirvienta llamada Justa Enérgina, que prestaba sus servicios en casa de un ingeniero de las minas. Nos casamos y nos fuimos a vivir a Huelva, porque yo había encontrado empleo en una fundición de metales. A los cinco meses de matrimonio fuimos una noche al teatro, y antes de entrar a ver la función decidimos sentarnos a la puerta de un café para refrescarnos. Tomamos dos horchatas y, al levantarnos para ir a ver la función. Justa se sintió mala y se quedó muerta en aquel mismo momento. Al día siguiente la autopsia certificaba que la causa de su defunción había sido una embolia cerebral.

Lázaro Vega, investigando el caso de un robo muy sonado en el Hotel Nacional al poco de su inauguración, y del que resultó autor un anodino viajante de quesos, había entablado conversación con el mendigo y le había cautivado su historia y su conversación. Sacó del bolsillo de la americana la petaca, extrajo de ella un par de pitillos de la cigarrera de Embajadores, dinamita pura, aunque, eso sí, de los de la cinta rosa, y entregó uno al exfogonero, invitándolo a continuar la macabra relación de sus matrimonios.

El caso es que, tras el deceso fulminante de Justa Enérgina, la desesperación de Aniceto no tuvo límites. Huyó de Huelva a Madrid, donde estuvo ayudando a su tío Marcelino Rodríguez, que tenía un puesto en la plaza de la Cebada, hasta que, de pronto, el Gobierno llamó a los reservistas del Ejército para ir a la guerra de Cuba. Aniceto había servido al rey Alfonso XII hacía diez años y por espacio de casi tres en un regimiento de Infantería de Línea de Zamora, pero con tanto matrimonio y tanta defunción se le había olvidado firmar la licencia en los años sucesivos, y como la abyecta máquina colonial necesitaba sangre fresca española para verterla junto a la de los insurrectos, allá tuvo que ir Aniceto, a pesar de que a favor suyo intervinieron cerca del ministro de la Guerra el célebre torero Mazzantini, que era compadre del tío de la plaza de la Cebada, y su hermano, el banderillero Tomás. Pero no sacaron nada en limpio, y un mal día de mayo Aniceto embarcó en Santander a bordo del Reina María Cristina, sin participar de la absurda excitación de los compañeros de sollado y ruina que, enloquecidos con la Marcha de Cádiz y la lectura de los periódicos de Madrid, desconocían la verdadera y terrible naturaleza de su, para muchos, viaje sin retorno.

Aniceto llegó a La Habana como soldado raso del Batallón de Cazadores de las Navas y maliciándose muy negro el porvenir, mas le sorprendió que la recomendación de Mazzantini, ya olvidada, había hecho su efecto en Cuba, porque según descendió del Reina María Cristina fue nombrado cabo de órdenes adscrito a la Plana Mayor del Ejército de Operaciones, y lo suyo, desde el principio, fue un ir y venir de un general a otro, de Weyler a Figueras, de Aldave a Pando, de Vara del Rey a Santocildes, de Arolas a Santiago, todos esos muñecos entorchados de un Imperio patético y de un sistema podrido.

A principios de julio de 1895 se habían concentrado en Bayamo siete mil mambises al mando del general Antonio Maceo para imponer como jefe de la jurisdicción de Manzanillo a Quintín Banderas. El general Martínez Campos con mil quinientos hombres, o, por mejor decir, con mil quinientos desgraciados, carne de manigua y de malaria, salió a buscar a los independentistas y los encontró en Peralejo, y al otro día, por la mañana, la aparición de un nutrido grupo de jinetes enemigos hizo comprender a Martínez Campos, lúcido estratega, que Maceo se disponía a atacarle.

El inspector Vega escuchó aquel día el relato de las peripecias de Aniceto en la guerra de Cuba con atención absoluta, aguardando que de un momento a otro surgiera el nombre de su padre, muerto en el cerco de Santiago tres años después. Pero en el relato de Aniceto salían otros muertos, la mayoría sin nombre y sin sentido, otras heroicidades vanas, otros horrores, otras agonías.

Poco después que el general Martínez Campos hubiera columbrado el riesgo del ataque inminente ante la visión de las avanzadas mambises, sus mil quinientos parias sedientos y en alpargatas eran acribillados por la fusilería cubana oculta en la maleza. Respondían los españoles con descargas cerradas y ciegas a pecho descubierto, y al intentar nuestras tropas cortar las trampas de alambre que astutamente había colocado el enemigo, al intentar cortarlas para huir de la emboscada de Maceo, cayó muerto el general Santocildes, pero Aniceto, que iba a su lado, pudo ver que en ese mismo instante caían, igualmente, cincuenta o sesenta españoles que no recibieron jamás homenaje alguno, pues no cabe calificar de homenaje la retórica vacía e imperialoide que mereció, en algún discurso ministerial de circunstancias, su inútil sacrificio.

Muerto el general Santocildes y exterminada la mitad de su columna, Martínez Campos tomó el mando del conjunto de las fuerzas y ordenó uno de esos raciales y suicidas ataques a la bayoneta que tanto furor patriótico suscitaban después en los cafés y en las botilleras de la Península, y fuera porque, en efecto, la imprevista reacción de la tropa española desconcertara al enemigo, o porque este se había empachado de liquidar chavales de rayadillo, lo cierto es que la batalla languideció y que los diarios de Madrid la dieron por heroicamente ganada. La victoria no fue tan total, empero, para los muertos y para los heridos, entre los que se hallaba Aniceto con un agujero del tamaño de un duro en el muslo y una sensación cósmica de desamparo hasta que vinieron a recogerle del suelo, horas después, dos sanitarios que quedaban vivos.

Daba sus últimas boqueadas sangrientas la guerra de Cuba, y si no hubiera sido por eso, la cuarta esposa defuncionada de Aniceto hubiera sido Eloísa Cabrera, la deliciosa enfermera vocacional, benéfica y patriótica que le hacía la convalecencia agradable en el Hospital Militar de La Habana y que olía a alcohol y a novocaína. La guerra terminó, España firmó la ominosa Paz de París con los Estados Unidos, y cuando Aniceto fue repatriado el Estado español le adeudaba por haberes la cantidad de tres mil pesetas, de las que, con el tiempo y la inestimable ayuda del torero Mazzantini, logró cobrar mil. Es más, el Estado español debe aún a ese cadáver en el día de hoy, veinticuatro de noviembre de 1936, la cantidad de nueve mil quinientos reales, más los intereses devengados. Eso que va ahorrarse el Estado español, cuyos restos legítimos no están hoy, ciertamente, para activar el pago de los haberes de los pobrecitos de Cuba.

Desembarcó Aniceto en La Coruña y se dedicó al contrabando de ganado en la frontera portuguesa, pero el acoso de los Carabineros y de la Guardia Civil le inclinaron a establecerse como pescador en el Berbés de Vigo, desde donde al poco, embarcado en un patache desvencijado, pasó a Laredo, haciéndose marinero de barquía y haciéndose, también, novio formal de María Galléstegui, cocinera de casa rica y natural de la provincia de Álava. Las manos de María Galléstegui olían tenuemente a buenos guisos y su voz contenía toda la dulzura del mundo, de modo que contrajeron inquietante matrimonio en la parroquia de la villa, siendo padrinos los señores de la cocinera. La cuarta unión de Aniceto Rodríguez duró, para pasmo de la estadística, diez años, de 1898 a 1908, la mitad de los cuales los pasaron en Nueva Montaña, un pueblecito inmediato a Santander en cuyos Altos Hornos el fogonero ejercía su vieja profesión sin moverse del sitio. Pero su infortunio, en cambio, no paraba, y si de los dos hijos que tuvieron uno, el chico, murió a los seis años despeñado por una barranca, y la otra a los siete por unas calenturas, a María Galléstegui se la llevó una pulmonía fulminante.

A estas alturas, embotada su sensibilidad por tanta pérdida, Aniceto ya ni sufría, lo suyo era un empecinamiento, una ciega obstinación por traspasar la barrera de la mala fortuna y, con las mismas, puso los puntos a la fregadora Dorotea Peña, que olía a limpio, nacida en el pueblo de Puente Arce y con ocupación en un gran café santanderino.

Cuando hace unos pocos años Aniceto refería al inspector Vega la historia de su vida, en la que moría hasta el apuntador, el policía pensó, por un instante, en la conveniencia social de poner a la sombra a inocentes de ese calibre, pero cuando oyó de sus labios el sucinto relato de la quinta víctima, ya no le cupo duda de la justicia de esa necesidad perentoria.

—Otra vez me creí feliz con aquella muchacha pálida y gordita que parecía quererme ciegamente; pero la infeliz, a los cuatro meses y medio de matrimonio, falleció de cáncer en el Hospital de San Rafael.

No supo nunca Lázaro Vega, sin embargo, la suerte que iba a correr Pilar Martínez, la sexta, con la que a la sazón estaba casado Aniceto cuando le desgranó, en el pórtico de la iglesia de San Sebastián, la sarracina conyugal de su vida. Pero erró si supuso una suerte similar a la de sus cinco predecesoras.

Tras el deceso de la pálida, gruesa y enamorada Dorotea, Aniceto juró no volverse a casar, y pensando en ello, aferrado a su resolución generosa, se le echó la vejez encima. Era viudo cinco veces, había perdido tantas veces el amor y el olor de la persona amada, tan esencial y tan variado, que perseveró cuanto pudo en construirse un indesmayable halo misógino. Salió de los Altos Hornos, ocupó distintos cargos sedentarios en la empresa y, al fin, tuvo que dedicarse a la mendicidad para no ingresar en un asilo, donde su ruina moral hubiera sido definitiva.

Por pedir y no alebrarse o finiquitarse en el asilo, por no perseverar todo lo necesario en su apartamiento del mundo y de la carne, cayó la sexta, Pilar, camarera del tabernucho de la calle Garmendia de Santander, de la que se enamoró perdidamente a la semana de conocerla, y como Aniceto tenía un magnetismo irresistible, mortal de necesidad pero irresistible, se casaron a las pocas semanas en la parroquia de Nuestra Señora de la Consolación.

De viaje a Madrid en la tercera del expreso, de vuelta a la buhardilla de Santa María de la Cabeza, Aniceto Rodríguez Iglesias se juró no enviudar por sexta vez y pagar con su vida, si fuera preciso, la supervivencia de Pilar. Necesitaba pensar; la idea del suicidio le repugnaba, pero su sexta mujer podía morir, a causa de una horchata, de una gripe o de lo que fuera, en cualquier momento, y las horas muertas pasadas mendigando en la iglesia de San Sebastián, donde un día pudo transmitir su angustia al inspector Vega, le servían para meditar, aunque, más frecuentemente, para sumirse en la confusión más absoluta.

Hoy, sin embargo, las balas traidoras de unos emboscados han disipado su confusión. Nadie que pase a su lado, que vea su cadáver viejo y pequeño, podrá suponer que el que fuera su dueño y lo animaba acaba de salvar, probablemente, una vida.