Capítulo V

ESOS CADÁVERES tirados en la noche junto a la tapia exterior de la Casa de Fieras del Retiro es lo que queda de un alférez que se sublevó contra Isabel II y de un teniente que a punto estuvo de ser fusilado, pocos años después, por los carlistas. El que se halla recostado contra la misma tapia, don Carlos Barnés, general de Ingenieros retirado en tiempos de la gripe, ha sido muerto por defender la vida de su amigo el alférez, hasta hace unas horas también general retirado, aunque de Infantería, y ambos yacen aquí bajo la luna, inquietando a Pipo, el desmejorado hipopótamo de la Casa de Fieras que lleva toda la noche oliendo, pared por pared, la cara más estúpida y escandalosa de la muerte. Esos cadáveres, que pertenecen a don Fermín Vioque y a don Carlos Barnés, dos octogenarios renqueantes que se contaban uno a otro, como abuelos, sus veras batallas en el salón de tapices del Ateneo de Madrid, están ahí tirados, llenos de agujeros, porque los bajos fondos han emergido en estos primeros meses de lucha contra el fascismo, cagándose con sus crímenes de retaguardia en el heroísmo deslumbrante y caballeresco de los defensores de Madrid y de la República.

Esos cadáveres salieron a pasear, bien que contra su voluntad ciertamente, hace unas horas, y, de hecho, don Fermín Vioque viste aún su pijama de rayas bajo el abrigo anticuado. Los incontrolados de la partida de García Atadell, la cuerda de malhechores que aún se zafa de la persecución del Gobierno y de la Junta de Defensa, resueltos pero impotentes para acabar con los desmanes, le tenían inscrito a don Fermín en su lista fatal desde que en agosto clamara en público contra la matanza de la cárcel Modelo y señalara a sus responsables, y han aprovechado la cólera provocada anoche en Madrid por los salvajes bombardeos contra la población para ir a buscar al viejo general y darle el paseo. Destruidos aún los mecanismos del poder, sin fuerza el Gobierno legítimo para salvaguardar la ley, estrangulada la ciudad por tropas mercenarias, huido el consejo de ministros a Valencia, en llamas los barrios populares, ha sido fácil para los sicarios del gángster Atadell llegar hasta su casa de Lista, amenazar al portero, intimidar a la pareja de guardias de asalto que se presentaron en la casa al ser requeridos telefónicamente por Barnés, vecino de la misma finca e insomne desde la Restauración.

Don Carlos Barnés, afiliado a Izquierda Republicana, ha salido a la escalera blandiendo su sable de general para impedir el secuestro de su amigo Vioque, pero un astuto hampón de los del grupo le ha tranquilizado, le ha dado garantías de que lo llevaban a Comisaría para un simple trámite y le ha invitado, conciliador y urbano, a acompañarles para asegurarse de la legalidad de la actuación. Y se llevaron a estos caballeros de Marte, carcamales gloriosos, a pasear para siempre.

Vioque y Barnés, conmilitones liberales a la antigua, siempre de guarnición peninsular, nada coloniales, nada africanos, se reunían cada tarde en el salón de tapices del Ateneo Científico, Artístico y Literario de Madrid desde hacía más de veinte años, desde su jubilación. Vioque, algo mayor que Barnés, cuatro o cinco años, se solazaba describiendo a su amigo las jornadas de la Revolución del 68, cuando la escuadra mandada por Topete se pronunció en Cádiz contra la reina Isabel II, cuando el Gobierno mandó al Marqués de Novaliches para sofocar la rebelión, cuando los revolucionarios, en fin, le derrotaron en la batalla de Alcolea. Allí estaba, adolescente aún el alférez Fermín Vioque, que tantos años después, en otro siglo y en otro mundo, desgranaba sus recuerdos y relativizaba la epopeya, en el Ateneo, ante su amigo Barnés.

—Ustedes —le decía—, los que no vieron la Revolución de Septiembre, difícilmente pueden imaginarse de qué manera más simple, más… sosa, la hicimos. Ustedes, cuando oyen la palabra revolución se imaginan muchedumbres furiosas, desbordadas por las calles de las ciudades, gritando… Los palacios que arden… Las tropas, desbandadas, a tiros con sus jefes…

—Pero la del 68… —aprovechaba Barnés la carraspera súbita de Vioque para meter baza.

—No pasó nada de eso… Nada… Nos sublevamos un buen día sin ruido, sin voces, sin violencia… Y sin saber por qué. Casi sin querer…

—¿Cómo que casi sin querer?

—Verá usted: yo acababa de ser promovido a alférez y estaba en el regimiento de Valencia, de guarnición en Algeciras. Era un chiquillo de diecisiete o dieciocho años… La política me tenía entonces sin cuidado; ni la entendía ni hacía grandes esfuerzos por entenderla, y casi todos los oficiales del Regimiento se encontraban en una disposición semejante… De cuando en cuando algún conocido se le llevaba a uno a un rincón y con bronca voz le declaraba: «¡Se va a armar la gorda!». Pero uno se encogía de hombros. ¿La gorda? ¡Psch…! El coronel Alemán, que era el jefe de mi regimiento, nos hacía trabajar de firme: paseos, marchas, maniobras… ejercicios de todas clases… No nos dejaba parar. Así que no teníamos tiempo ni humor para meternos a precisar qué era eso de La Gorda y si había razón para que se armara… Además, éramos fogosos… ¡Los ratos libres no los íbamos a dedicar a examinar la conducta del señor González Bravo! Pero la gente, formando corrillos en la plaza y alrededor de las mesas de los cafés, seguía murmurando: «Se va armar la gorda». «Se va armar la gorda…».

—Y acabó armándose… —interrumpió Barnés, cansado de tanto preámbulo carrasposo.

—Una mañana —siguió Vioque— se armó, en efecto, la gorda. Allí cerca, en Cádiz… La plaza de Algeciras estaba mandada por un general que debía atenciones personales a Isabel II; un señor al que se tenía por muy afecto al régimen. De momento no desmintió su reputación; mantuvo el orden y la disciplina y preparó a las tropas para marchar contra los insurrectos. Se sabía que el Gobierno había reaccionado y que enviaba un ejército, mandado por Novaliches, para acabar con la sublevación. Nosotros nos dispusimos a ir a unirnos con él, atravesando la serranía de Ronda… Ya estaba todo dispuesto… Aguardábamos la orden de partir…

—Ahórrese los toques de corneta, que me los sé, amigo Vioque.

—Bien; pues en esas estábamos, arma al brazo, cuando llegó al cuartel el general: «¡Que forme el regimiento!». Sí, amigo Barnés, sonaron las cornetas, corrieron los cabos y los sargentos de un lado para otro; los soldados empezaron a congregarse… ¡A formar…! ¡A formar…! Los mil ochocientos hombres del regimiento de Valencia se alinearon: a la cabeza el coronel Alemán, delante las banderas desplegadas… En esto apareció el general rodeado por su Estado Mayor: ¡Soldados!, gritó, ¡soldados! Había un silencio absoluto, un silencio de iglesia, y las palabras del jefe vibraban: ¡Soldados!… ¡Viva la libertad…! Muchas voces le respondieron: ¡Viva la libertad! ¡Viva!

—¿Y usted?

—Yo, firme ante mi sección, presentaba mi espada… Presentaba mi espada… ¿a qué…? No lo sabía, no acertaba a comprender nada de aquella parada, aquellos vivas… Conforme estaba mirando a mi alrededor con aire atónito, buscando una explicación, vi al capitán de mi compañía, al viejo capitán Rodríguez, que me consideraba, sonriendo entre sus bigotes grises. «Pero, mi capitán, ¿esto qué es?», alcancé a preguntarle. «Esto, mocito, es lo que se llama un buen modo de empezar la carrera». «Pues, ¿qué he hecho yo, mi capitán?». «Acaba usted de sublevarse contra la Reina, mocito…».

—Terne capitán el tal Rodríguez.

—Muy terne. Pero sigo: el regimiento empezó a moverse, vibraron las cornetas, Barnés, las cornetas, y redoblaron los tambores. El capitán Rodríguez, encogiéndose de hombros, echó a andar con una sonrisa indiferente y estoica…

Con la misma sonrisa con que, unos días después, le vi avanzar por el puente de Alcolea y caer herido de muerte… Yo le seguí.

—¿Y Prim?

—A los pocos días llegó a Algeciras, y su primera decisión fue expulsar de España al general que mandaba en la ciudad. La cínica apostasía de aquel palaciego le había repugnado: «Váyase usted a Gibraltar —le dijo—; váyase usted o le fusilo». Luego, todos los oficiales del regimiento de Valencia, con el coronel al frente, fuimos a visitar al héroe de la guerra de África, a la casa de la Plaza Alta en que se alojaba. Nunca se me olvidará aquella entrevista: fuimos entrando en una gran sala, en medio de la que estaba en pie, tieso, un hombre bajo, enjuto, nervioso, de barba negra, de mirada penetrante… Era Prim. Yo, lector ávido del Diario de un testigo de la Guerra de Africa, oficialillo bisoño, con la cabeza llena de sueños, lo contemplaba emocionado, casi tembloroso… ¡Aquel hombre era el hombre de los Castillejos, el que aparecía en los cromos erguido en su caballo, en medio de los moros, con la bandera en alto…! Lo miraba enajenado, sin escuchar al coronel que hablaba, saludándole en nombre del regimiento, explicando la insurrección… Lo miraba casi a punto de juntar las manos ante él, como ante una imagen…

—Sí que era bisoño usted, amigo Vioque.

—De pronto se hizo un gran silencio; el coronel había terminado su arenga. Ahora iba a hablar Prim: «¡Señores oficiales!». Su voz era dura y metálica: «¡Señores oficiales! Os habéis sumado a la causa gloriosa de la libertad, sin dejar de ser unos caballeros. Como caballeros vais a cumplir el deber que yo os imponga…». Se detuvo y paseó alrededor su mirada imperiosa: «Este deber es ahora marchar al Trocadero, poneros a las órdenes del Duque de la Torre, que es el generalísimo del Ejército de Andalucía, y luego ir a donde mande él». Hizo otra pausa y de nuevo paseó en torno su mirada dominadora: «¡Señores oficiales!, ¡Yo os exijo la más absoluta disciplina y las más absoluta subordinación!». Nadie osó hablar después que Prim. Gravemente y en silencio fuimos desfilando ante él. Nos daba la mano y salíamos… Camino del Trocadero… Camino de Alcolea…

Desde hacía veinte años parecía ser la misma tarde cada tarde para los generales Vioque y Barnés, que envueltos en el humo de sus cigarros, asmáticos perdidos, tosiendo y accionando las manos, ajustándose los impertinentes, se referían las batallas de otro tiempo y otro mundo en su rincón del Ateneo, se las referían una y otra vez. Si Fermín Vioque fingía restar importancia a su concurso en el advenimiento de la Gloriosa, Carlos Barnés le concedía mucha, y sin disimulo, al suceso más estremecedor de su vida y de su carrera, el que principió a gestarse cuando cabalgaba, una mañana de agosto de 1873, al frente de su sección de Ingenieros por tierras de Cataluña. Inopinadamente sonó una descarga, y el teniente Barnés, de las tropas liberales, fue derribado de su montura.

—Debía ser usted un jinete regular tirando a malo —pinchó Vioque, resignándose a escuchar el relato nuevamente.

—Mi regimiento de Ingenieros estaba de guarnición en Barcelona, pero recibimos orden de trasladarnos a Manresa para proteger un importante convoy de municiones que había de ser conducido a Berga. Operaban entonces por aquellos contornos dos columnas liberales: una, mandada por el brigadier Reyes, y otra por el coronel Casanovas, a la que fue incorporado mi regimiento. Las tropas carlistas tenían por jefe supremo al infante Alfonso Carlos de Borbón y de Este, a quien acompañaba su esposa, doña María de las Nieves de Braganza. Los cabecillas más significados eran Savalls, Tristán y Auguet. Disponían de cuatro mil quinientos soldados y doscientos cincuenta caballos.

—La última vez que me lo contó había solo tres mil carlistas con cien caballos por la zona.

—No me embolique, camarada. Las jornadas de Manresa, hasta cerca de Caserras, fueron tranquilas. No oímos un solo tiro. Pero cerca de este pueblo fuimos atacados por sorpresa. Uno de los primeros disparos me rozó el cuello, otro me dio en el hombro derecho, y el dolor agudísimo me hizo caer a tierra. Rechazamos con éxito el ataque y el convoy siguió su marcha hacia su destino. El herido más grave era yo, y quedé alojado con mi asistente en una masía. Despojado de mi levita para ser curado, la dejé sobre una mesa, y con ella mi reloj, el bolsillo, la espada y la pistola. No habían pasado dos horas cuando oímos una gran algarabía, y al poco entró un grupo de hombres armados. ¡Los carlistas! En un santiamén, como si se los hubiese tragado la tierra, desaparecieron cuantos objetos había dejado yo sobre la mesa. Después de apropiarse del botín se fijaron en nosotros y, a empellones, nos sacaron a la calle. Estaba anocheciendo. Un soldado se me acercó y, poniéndome la pistola en la frente, disparó. Se encasquilló la bala. Pero fíjese, amigo mío, que han transcurrido sesenta años desde aquel día, y mire cómo me sudan las manos al contarlo.

—Tenga mi pañuelo y siga.

—Nos sentaron en los poyos de la carretera y nos dejaron ahí, vigilados. Era ya noche cerrada cuando llegó un sacerdote, que preguntó a los soldados: «¿Son estos los prisioneros?». Tras la respuesta afirmativa se dirigió a nosotros: «Supongo que querrán ustedes recibir los auxilios de la religión para morir como buenos cristianos». Cuando logré reponerme de la impresión terrible que me produjeron estas palabras, dichas con la mayor naturalidad, protesté: «Pero ¿es que nos van a fusilar sin formación de causa?». El cura replicó: «En estos casos es frecuente… Mas nada tengo yo que ver en esto… Lo único que puedo hacer es confesarles».

—Y usted, tan comecuras ya desde jovencito, le dijo que de confesarse, ni hablar —terció Vioque recuperando su pañuelo.

—Confesarme, ¿de qué? Medité unos momentos. Una única cosa se me antojaba suficiente para salvarme la vida: ¡Si pudiera ver a los infantes! Dominando como pude los nervios, el terror y la indignación, dije: «Bueno, padre; al hombre que está en mi situación no se le puede negar un último favor. ¿Quiere usted interceder para que me concedan una audiencia doña María de las Nieves y don Alfonso?». Dudó unos instantes y echó a andar, murmurando: «Lo intentaré».

—¡Quién lo iba a decir! ¡Barnés dejando su destino en manos de un cura!

—Su ausencia fue corta, pero a mí me pareció que había durado un siglo. En aquellos terribles momentos desfiló por mi mente, se lo juro, Vioque, toda mi vida, hasta los episodios más insignificantes de mi infancia… Cuando sentí los pasos de retorno del sacerdote mi angustia aumentó en términos insoportables y tuve que hacer un gran esfuerzo para sostenerme en pie. Llegó el cura hasta nosotros, pero como era noche cerrada no pude adivinar por su rostro la respuesta. Por fin, habló: «Su alteza accede a recibirle».

—Esto es demasiado, Barnés: ¡Un republicano de visita a sus altezas!

—Respiré con la sensación del hombre que de nuevo nace a la vida. El infante, no sé por qué tenía yo esa seguridad, o esa descabellada esperanza, no toleraría que nos matasen. Fuimos con el cura a Caserras, y a la entrada del pueblo topamos con el cabecilla Tristán, que me hizo algunas preguntas, no recuerdo cuáles. Al echar a andar nos cruzamos con un capitán de la Guardia Civil, y pues mi padre había sido médico en ese cuerpo le llamé, por si le conocía. En efecto, era amigo suyo, y buena persona, porque según le explicamos nuestra situación y nuestra arbitraria condena nos indicó, con gesto resuelto y conmovido, que le esperásemos. Volvió al poco y me dijo muy contento: «Su alteza está muy propicio al perdón. Venga usted conmigo».

—¿Era tan necio don Alfonso como ha quedado registrado en la Historia? —inquirió Fermín Vioque, sabedor de que, en efecto, era tan necio.

—Espera: en un viejo caserón tenían instalado el cuartel general, y en él residían los infantes. Me recibieron en una amplia estancia. Besé la mano de doña María de las Nieves, que era una mujer pequeña, vivaracha, simpática e inteligente, y luego me incliné ante don Alfonso, que era un tipo alto, delgado e inexpresivo. Y sí, experimenté la impresión de que el talento en aquel matrimonio lo tenía por entero la mujer.

—Es lo corriente, amigo mío.

—El infante me interrogó con amabilidad, interesándose por mi familia, por mi carrera, por las circunstancias en que había sido hecho prisionero. Satisfecha su curiosidad, me dijo: «Bien; queda usted indultado. Nada le pasará. No le sorprenda que se fusile sin formación de causa, porque entre los liberales ¡hay cada forajido!». Me hablaba así el jefe de una partida de crueles forajidos precisamente, pero me abstuve, como es natural, de hacer cualquier comentario. El infante añadió: «Ahora daremos orden de que lo curen. Y, ¿qué prefiere usted, quedarse aquí o venir con nosotros?». Y me quedé con ellos, me puse en manos de su médico, que era un barbero que todo lo arreglaba con un ungüento amarillo, y después de dar algunos tumbos por Prat de Llusanés, Ripoll y Ridama, el propio infante me entregó el pasaporte y me devolvió la libertad.

Iban silenciosos por las calles sin alumbrado a bordo del «Packard» negro de sus captores, seguidos de otros autos, en ruta, supuso Barnés, hacia la comisaría de Centro, cuando al llegar al cruce de Alcalá con Menéndez Pelayo el coche dobló a la izquierda, tomando esta en dirección a Pacífico o, más probablemente, a alguna checa de las inmediaciones. El general Barnés alzó la voz entonces, como despertando de un sueño, para exigir que se detuviera el automóvil, pues él y Vioque iban a apearse, y el mismo rufián que le había invitado amablemente a sumarse a la comitiva le propinó, de súbito, un golpe en el pecho con la culata de su ametralladora. Hubo gritos, blasfemias, imprecaciones y golpes en el interior del coche, que se orilló a la derecha y frenó bruscamente. A rastras sacaron a esas honorables antiguallas que habían sobrevivido a tantas revoluciones, a la gloriosa batalla de Alcolea, a la ferocidad de las partidas carlistas, al tránsito violento de dos siglos y al horror de las bombas recientes sobre los mercados, las casas, los hospitales y los colegios. Dispararon primero contra Vioque, a quemarropa, y el pijama se le tiñó rápido de sangre, y enseguida contra Barnés, que recibió erguido un impacto en el pecho y fue reculando, venciéndose hacia atrás, hasta quedar sentado en el suelo con la espalda apoyada en el muro exterior de la Casa de Fieras.

Esos cadáveres llevan varias horas tirados en la noche, inquietando a Pipo, el hipopótamo sibarita, a Curro, el chimpancé fumador y tuberculoso, a Ramón, el pelícano comedor de pescadillas y decapitador de gansos, y a Felipe, el león de cinco años hijo enteramente del pueblo de Madrid. Todos ellos, y el desesperado oso polar, y las leonas infanticidas, y el elefante, y la pantera, y el bisonte, todos velan esta noche de noviembre sintiendo el olor de la carnicería, pared por pared, demasiado cerca. Por lo demás, ningún peatón camina por esta acera de Menéndez Pelayo, ningún auto circula salvo alguno de esos que se dirigen fantasmales y raudos a perpetrar la ignominia o la gloria. No es probable que nadie repare en esos cuerpos hasta el amanecer, nadie excepto el fino instinto de los animales.