ESE CADÁVER medio calcinado conserva, empero, el rostro intacto. Y es muy bello. Pero muy triste. Las sábanas y el cobertor de la cama en que yace, la tercera de la fila de la izquierda de esta inmensa galería del segundo piso del Hospital de San Carlos, están pegados al cuerpo quemado componiendo un bulto doloroso e informe, pero sobre la almohada apenas chamuscada descansa de lado la cabeza de la muerta, mostrando un perfil pavorosamente sereno. Hace apenas media hora ha sido atacado el hospital con bombas incendiarias y sobre las camas y sobre el piso quedan los restos de algunos otros enfermos que, como Rosita, no tuvieron fuerzas para huir al escuchar las sirenas ni cuando la enfermera de sala, una monja adaptada a las circunstancias, entró batiendo palmas y chillando como posesa. Rosita Hadad, ese cadáver de la faz hermosa, ni pudo ni quiso huir probablemente, porque hace una semana perdió lo que más quería, y ya ni bebió sangre, ni acudió a las clases de alfabetización del maestro inmóvil de Peñuelas, y todo lo que ha hecho desde que ingreso en el Hospital de San Carlos ha sido empapar la almohada con sus lágrimas, que por eso no se ha quemado en el incendio y su cara tampoco.
Rosita Hadad, la hija de la señora Remedios, estanquera del lumpen, cigarrera del pobre, transformadora de mugrientas colillas en pulcros pitillos matarratas, vivía con su madre en un tabuco de la calle de Embajadores, y desde que conoció a Fausto, su novio, un día que fue a llevar unos manojos de cigarrillos a la Posada del León y se cruzó con sus ojos tocados por la visión de la mala leche divina, desde que conoció a Fausto bajó casi todos los días, rayando el alba, por la pendiente de Embajadores hasta el antiguo Paseo del Canal, y de allí, hacia el Puente de Andalucía, a beber la sangre caliente de los animales recién sacrificados en el Matadero. Quería estar hermosa y lozana para él.
De pura hambre, de pura anemia, la espiritada Rosita vivía fatigada por la tisis a sus dieciocho años, pero era un ángel que, por amor, bajaba casi todos los días a los infiernos. Bajaba concretamente al infierno boyal situado en una de las grandes naves del Matadero: Deslizándose por un carril iban, pendientes de gruesas cadenas, las reses abiertas en canal, y el contrapunto al chirrido de las cadenas lo ponía el clocar de los zuecos de los matarifes embadurnados de sangre. La nave estaba dividida en dos secciones, y a la del sacrificio entraban las reses con el espanto desorbitándoles los ojos. Los matarifes se escudaban en los burladeros, y, armados con la puntilla, citaban a los animales para descargarles el golpe de la faca ancha en el testuz. A los que se resistían, a los que no acudían, a los que atacaban o se defendían, otros empleados les quebraban las patas con largas garrotas para, caídos sobre el magma de cemento, heces y sangre, poder rematarlos mejor. Enloquecidas por el estruendo de sus propios mugidos, las reses trataban inútilmente de ponerse en pie.
Rosita, por amor, seguía con la mirada el brutal y diario sacrificio, aguardando el momento de intervenir. Junto a ella, otras bebedoras de sangre, palidísimas y estáticas, aguardaban lo mismo para luego, según los matarifes colocaban grandes recipientes bajo las reses moribundas, agitarse de súbito y disputar la sangre caliente del toro más negro, al parecer la más benéfica, la más salvífica, la mejor. Cuando no quedaba ya ningún animal en pie, las bebedoras de sangre entregaban sus vasos de latón a los matarifes para llenarlos del crúor que manaba a chorros sobre las grandes escudillas, y al llevarlos a los labios e ingerir la sangre sentían, pese al estupor del estómago, correr dentro de su cuerpo la lava de la salud. Junto a ellas, jóvenes transparentes y ancianas musgosas, se hallaban otros individuos que no participaban del festín de muerte y vida, que representaban a quienes no se atrevían a bajar personalmente al infierno, y que llenaban pucheros y cafeteras para llevarse la sangre a casa, pastosa y tibia, como cada amanecer.
Las primeras veces que Rosita Hadad bajó al infierno de Legazpi para transfundirse la sangre de las reses halló una multitud en busca del asequible elixir contra su debilidad orgánica. El Ayuntamiento no había dispuesto todavía la inspección sanitaria de las bestias, y eran los propios mozos los que decidían, de consuno con el monto de la gratificación, cuál de ellas era la mejor y de sangre más adecuada o más nutricia. Con la irrupción de los albéitares se dictó la norma de que solo podían acercarse a la fuente de los caños rojos, rayando el alba, aquellas personas sujetas a prescripción facultativa, de modo que al hacer pasar a los libadores por el tamiz de la ciencia se redujo en mucho, aunque a su pesar, el número, y desde entonces se seleccionaron las reses cuya sangre había de ser bebida por los enfermos, si bien ninguna alcanzaba a alimentar tanto, como ocurría antes de la llegada de la ciencia, como la del toro negro. Menos mal que un doctor, bien que no de Medicina, le había hecho a Rosita la merced, ante los ruegos de su madre la cigarrera de pobre, de recetarle esa sangre brutal del alba, de modo que Rosita Hadad, la enamorada, pudo seguir visitando el infierno, el improbable paraíso de su salud, con el pase en regla de vampira. El propio doctor Cordón iba a visitarla al zaquizamí de Embajadores para fascinarse con su mejoría, en tanto la señora Remedios, la madre, sacaba un mazo de sus cigarrillos mejores, los de tabaco mejor lavado y perfumado, los distinguidos por la atadura de una cinta rosa, y se lo entregaba agradecida y feliz.
Pocos meses antes de convertirse en un gurruño quemado con la cara intacta y más bella que nunca. Rosita había conocido a Fausto, su enamorado, en la Posada del León, cuando sus ojos se cruzaron con los suyos y vio en ellos un desamparo tan infinito que solo podía haber sido inventado por el mismísimo Dios. Rosita tampoco era, a sus dieciocho años, una favorita del Creador precisamente; el hambre y la humedad, y el frío, y la amarga realidad de los barrios bajos que circuía su delicada persona, le habían esquilmado la sustancia de la juventud agujereándole, entre otras cosas, los pulmones. Pero según juntó su boca a la de Fausto, según sintió correr por su espalda y su vientre la mariposa del amor y del deseo, la niña decidió crear un cielo nuevo y verdadero para los dos, un ámbito de leche y miel para sus corazones. Desde entonces bebió sangre de res en el Matadero sin que él lo supiera, aunque de su boca fresca salía un ardor que le quemaba, y desde entonces quiso saber y compartir las ideas avanzadas de su novio ilustrándose en casa de Jesús García Ricote, el maestro de las Peñuelas que llevaba cuarenta y cuatro años inmóvil y que, de siete a nueve de la tarde, enseñaba a leer y a escribir, o sea, todo, y gratis, a los obreros. En esa casa, un bajo del número doce de la calle del Labrador, frente al paso a nivel de un ferrocarril casi de juguete, sintió una noche en su cabeza, la misma cabeza que meses más tarde no pudieron incendiar los aviones nacionales que han bombardeado el viejo hospital de la calle de Atocha, la mano de Juan Ramón Jiménez, que le dijo muy quedo al verla pelearse y desabrirse en su pupitre con los signos de la escritura:
—No te aflijas, muchacha. Ve despacio. Empieza de nuevo. Respira.
Su cabeza de virgen bebedora de sangre quedó así ungida por el poeta de la calle Jacometrezo, amigo y valedor de su maestro paralítico, y eso también le proporcionó a Rosita la fuerza que necesitaba para bajar casi todas las mañanas al caos del Matadero de Legazpi y ser una más entre los desheredados que, por algún albur misterioso, no se resignaban a morirse pese a estar ya medio muertos. Espumeaba la sangre en su vaso metálico mientras chirriaban las cadenas que elevaban del suelo, vacías, las reses abiertas en canal, y Rosita apuraba ese cáliz para parecerse a la vida que anhelaba su novio, para contagiarle con sus besos el bacilo de la felicidad y para ahogarse con él en el torrente que les salvaría.
Una tarde, cuando extendía sobre una plancha de hojalata el tabaco de colillas recién lavado por su madre, la emérita expendedora del cigarrillo del pobre, llamaron a la puerta y, al abrir, se encontró con Ezequiel, el mozo de la Posada del León amigo y correligionario de Fausto. Nueve días llevaban las granadas y las bombas silbando por el cielo de Madrid, nueve días de incendios, de sirenas, de detonaciones, y ya no inquietaba tanto el zumbido de los cañones como el silencio de las pausas, pero no bien vio al muchacho al contraluz de la puerta supo que el Dios ingrato que había abofeteado a su novio en Burguillos, cerca de la fuente de Torremocha, había vuelto, disfrazado esta vez de ruina, a por él.
Esa misma noche tosió tanta sangre como había bebido en el Matadero durante los últimos ocho o nueve meses, e inició un llanto que habría de durar una semana entera. Esa misma noche la señora Remedios mandó aviso al doctor Cordón, que se instruía como miliciano unas manzanas más allá, en el convento de los salesianos que albergaba al Quinto Regimiento, y el joven biólogo acudió a tiempo para descubrir que se había cegado para Rosita todo cauce abierto para su curación por la magia y por la ciencia. La llevó en brazos, tosiendo sangre, al Hospital de San Carlos, buscó una cama para ella, la recomendó a una monja que oficiaba de enfermera, habló con un par de médicos catalanes de los que había mandado la Generalitat para auxiliar a la ciudad bombardeada, y aún se quedó un rato sentado en la cama junto a Rosita, contemplando absorto su perfil tan bello como líquido.
Concebidas para calcinarlo todo, las bombas incendiarias que han arrojado los felones sobre el viejo caserón de la calle de Atocha no han logrado borrar la faz del amor desleído en llanto sobre la almohada. Ese cadáver no ha parado de llorar durante una semana, sus ojos de bebedora de sangre enamorada han empapado la almohada de tal modo que ese rostro es la única cosa intacta que queda ya en el mundo.