ESE CADÁVER es un cadáver porque le ha caído encima media torre de la iglesia de San Martín. Lo que no consiguió el mismo Cristo con la bofetada monstruosa que le propinó hace cuatro años en Burguillos, Toledo, lo ha logrado un paisano suyo, Rufino Duque, al accionar desde el Cerro Garabitas la correa percutora de su obús del quince y medio. Ese cadáver sin cráneo, sin rostro, corresponde a Fausto del Castillo, veinte años, un miliciano de la FAI que patrullaba por la calle de la Luna y no ha sabido dar el alto a la muerte, o bien esta no le ha oído, ha llegado a su altura, le ha enlazado por el talle, se lo ha llevado con ella y se ha ido con él. Ese cadáver, en todo caso, pertenece a un muchacho que un buen día fue abofeteado por Dios.
El miércoles de la Semana Santa de 1932, Cristo arreó, en efecto, una bofetada colosal a Fausto, apeándole con violencia del pollino que cabalgaba, versión rural española, tal vez, del mítico derribo de San Pablo, si bien la adscripción de este cadáver a la causa del anarcosindicalismo desdice los supuestos e instantáneos efectos de esa modalidad de conversión a la fe verdadera de Cristo. Para este cadáver, en cualquier caso, su mala estrella se encendió dos días antes de aquel hostiazo divino, cuando comisionado por unos poceros de su pueblo, que se morían de sed cavando la tierra, fue a llenar el botijo a la fuente de Torremocha.
Fausto del Castillo, con dieciséis años a la sazón, cogió el botijo y se echó a andar. Los campos de Burguillos rutilaban africanos a esa hora, espejeaban los terrones bajo la ardentía, y de la fuente de Torremocha, un oasis de junqueras distante unos trescientos metros del lugar, brotaba un hilo milagroso de agua fresca. Fausto no esperaba encontrar a nadie junto al manantial, pero vio, al inclinarse sobre el agua, una figura a contraluz, alta, erguida, silenciosa e inmóvil. La silueta no le era familiar, nadie gastaba ese porte en el pueblo, de modo que pensó que sería un peregrino extraviado.
—Buenos días —saludó Fausto con aire cortés y campesino.
—Buenos días —contestó la figura con acento dulce y neutro.
Mientras llenaba el botijo, Fausto se las arregló para hallar una perspectiva más nítida desde la que ver al peregrino: llevaba un hábito pardo y calzaba sandalias, tenía la cabeza descubierta y una poblada barba gris le caía sobre el pecho. Parecía un hombre de mucha edad.
—¿Para quién es el agua que coges? —preguntó la figura como preguntando otra cosa, pero queriendo saber para quién era el agua que cogía.
Fausto no supo, al ir a responder, por qué las palabras no salían de sus labios, por qué temblaba. Articuló al fin:
—Para los trabajadores que están construyendo un pozo, ahí arriba, en una finca de mi padre…
—¿Tiene agua ya el pozo? —tornó a preguntar la figura.
—No, señor.
—Pronto la tendrá —sentenció.
Se dio la vuelta y echó a andar, arroyo abajo, hasta que el muchacho le perdió de vista.
En la mañana del martes santo, Fausto volvió, devorado por la curiosidad, a la Fuente de Torremocha, a llenar de agua su botijo. Al borde del manantial, aguardándole, se hallaba el peregrino del día anterior con ligeras variaciones en su indumentaria: llevaba un hábito morado y descalzos los pies.
—¿Para quién es el agua? ¿Es para los mismos de ayer?
—Sí, señor —contestó Fausto.
—¿Ha dado ya agua el pozo?
—No, señor.
—Pronto dará —repitió su augurio el viejo hombre.
Cuando hubo oído el borboteo que anunciaba lleno el botijo. Fausto se dispuso a marchar, mas el peregrino le contuvo con un gesto.
—Dame agua —le pidió.
Tres veces le alargó Fausto el vaso de estaño que colgaba del asa del botijo, y tres veces la figura bebió en silencio. Luego volvió a hablar:
—Mañana —le dijo extendiendo hacia él una mano imperativa— irás a misa y la escucharás de rodillas.
—Sí, señor —prometió Fausto, temblando—. Iré a misa.
Y la aparición, según se cansó el chico de contar después en el pueblo, desapareció.
De vuelta a Burguillos, Fausto narró a la familia, a los vecinos y a los amigos sus dos encuentros con la misteriosa figura, a la que, de pronto, comenzó a llamar Jesucristo: que había hablado con él, que le había dado tres veces, rebosante de agua, el cacillo de estaño, que le había encargado oír la misa del miércoles de rodillas, y las beatas y los chicos del pueblo fueron en pos de él constituyendo horrísona algarabía y diciendo que sí, que sí, que esa figura vestida de nazareno no podía corresponder sino al propio Jesús de Nazaret. Unos labradores que se hallaban charlando con el médico en la puerta del Círculo Republicano se hicieron cruces laicas ante el súbito enloquecimiento de ese sector de la ciudadanía. El veneno medieval y reaccionario que generaban últimamente los niños cazadores de prodigios divinos, los tres pastorcillos portugueses de Cova da Iris, Lucía de Jesús, la más iluminada de las niñas visionarias de Aijustal, la tropa de niños visionarios de Beauraing, los hermanitos videntes de la Virgen de Ezquioga, se espesaba un poco más con la ocurrencia de Fausto ante las mismas narices de los devotos de la Razón, los republicanos del Círculo.
El miércoles santo, después de haber oído misa de rodillas en cumplimiento de la orden dada por la aparición, Fausto volvió a por agua, a lomos de un jumento, a la fuente de Torremocha, si bien esta vez acompañado de un hermano pequeño y de un amigo incrédulo. No vieron a nadie. Llegaron a la fuente, llenaron de agua el botijo, aguardaron un rato para dar un margen de confianza a Jesucristo, y al regreso, sin que Fausto supiera de dónde le llegaba, recibió una bofetada descomunal en la mejilla derecha que le hizo caer del borrico. El botijo que llevaba en la mano se rompió en mil pedazos, el vaso de estaño rodó por el suelo y los dos acompañantes del muchacho y el burro echaron a correr, como alma que lleva el diablo, por el camino.
Fausto quedó solo, semiconsciente, aturdido, y cuando logró incorporarse vio que aparecía a su lado la figura del peregrino:
—Te ha pasado eso por no ir solo —le dijo al muchacho y se esfumó de seguido.
Fausto llevó todo el día estampillada sobre la mejilla derecha la señal de los dedos de Cristo. El suceso volvió a conmocionar al vecindario de Burguillos, y las discusiones entre partidarios y detractores del que repartía las bofetadas se enconaron mucho. La noticia corrió por los pueblos de los alrededores y empezó a llegar gente que quería ver a Fausto y escuchar de sus labios el relato completo de las apariciones y de la caída paulina del burro, pero se ve que en Fausto había empezado a germinar, a resultas del último suceso, la semilla ácrata, aborrecedora de dioses y de amos, y más de dioses que sacudían, y permaneció en la turbamulta de los días siguientes triste, callado y subsumido.
Los días de jueves santo y viernes santo no fue al campo. El sábado, muy temprano, salió a dar de comer a un caballo, y al atravesar una alameda próxima al pueblo volvió a ver al peregrino. Estaba inmóvil en medio del camino, cerrándole el paso. Aterrorizado, hipando las palabras. Fausto tuvo, empero, arrestos para encararse al que así le perseguía:
—¿Qué quiere usted de mí? ¿Qué desea?
El peregrino o Dios, como si no hubiera puesto al chico la mano encima en su vida, respondió con voz dulcísima:
—Ya te diré lo que quiero… No me tengas miedo.
Pero Fausto no quiso oír más ni ver más, y antes de que se esfumara la visión se esfumó él mismo, si bien el caballo se quedó sin comer ese día. Su padre le pegaba y le tenía miedo, y su padre no era Dios, nadie que le pegara en agradecimiento a haber calmado su sed con el vasito de estaño podía ser Dios, nadie podía serlo, él no estaba en el mundo para recibir las bofetadas de un dios abusón, traicionero y errático, y a poco que pudo marchó a Madrid, a vivir en la Vallecas descreída, libre y sin merodeadores de muchachos, a trabajar de mozo en la Posada del León, en la Cava, y con diecinueve años se afilió a la FAI por conducto de otro mozo amigo suyo, más leído, y a los veinte ayudó a taponar la brecha de Rosales por la que se colaban los moros hacia la plaza de España, y antes, pues su natural era pacífico, se las arregló para no ir con las bandas a buscar emboscados ni quintacolumnistas por las noches, para no hacer daño a nadie, y la muerte le ha pillado ahí, patrullando por la calle de la Luna, recordando aquellas cuatro veces que habló con el tipo de las barbas mugrientas, reviviendo el impacto de la mano de Dios en la cara, suspirando por Rosita, la dulce novia de las Peñuelas que aprende a leer y a escribir en casa de un maestro inválido, pesaroso aún de haber dejado sin comer aquel día al caballo.
Ese cadáver no ha alcanzado a ver, cegado de pronto por la media torre de San Martín que se le ha venido encima a causa del certero impacto de un proyectil de artillería, a otro Jesucristo muy distinto a aquel merodeador de la fuente de Torremocha, un Jesús agitanado que se le acerca, un Cristo con mono, cananas y un Mauser colgado del hombro, un dios, pues sigue vivo después del fin del mundo, que remueve los cascotes para verle la cara. Fausto del Castillo, ese cadáver, ya no tiene cara, ni novia, ni recuerdos que poderle mostrar a ese otro dios que se le acerca.