ESE CADÁVER antiguo, doblado sobre sí, amasijo de trapos y cabellos, perteneció a Adela Ruano, pero este descoyuntamiento que exhibe ahora, esas roturas, esos agujeros, ese color de otro mundo, no son efecto de las bombas que acaba de arrojar el Junker que huye entre explosiones sobre el Cementerio del Este. Ese cadáver extraído de su tumba por las bombas, arrancado de la tierra en el curso de este raid tenebroso sobre la necrópolis que ha ideado la aviación alemana para desmoralizar a los madrileños, es el cadáver de un muerto. De una muerta.
Adela Ruano llevaba un año muerta, y enterrada, cuando ese avión la mató de nuevo, mucha muerte para una mujer sobre la que se detuvo el escoplo, la sierra y el bisturí del forense cuando hace un año, el 15 de noviembre de 1935, yacía sobre la piedra helada del depósito. Ese cadáver ahora definitivo, desmembrado, tardó la primera vez tres días en ser un cadáver de veras, y el doctor Reinoso pasó todo ese tiempo junto a él, contemplándole, acariciándole los dedos, dejándose retratar junto a él por los reporteros, sin atreverse a reventar la envoltura de lo que parecía, y acaso era, una mujer dulcemente dormida.
Adela Ruano nunca durmió tan dulcemente, nunca pareció tan feliz y descansada, como cuando se murió la primera vez y nadie se creyó, porque no la habían visto dormir otras veces, que estaba muerta. Falleció un jueves a primera hora de la tarde, en la casa donde había entrado a servir el día anterior, un hotel construido sobre una loma, en Peña Grande. Había almorzado la familia de la casa cuando ella, que no había ingerido nada, se disponía a recoger la mesa. Sufrió un desvanecimiento en la cocina, y al ruido de la vajilla al estrellarse contra el suelo acudió la señora, que tras ayudarle a incorporarse insistió para que tomara algún alimento. «Si acaso, un poco de sopa», acertó a balbucir Adela, pero inmediatamente se desplomó de nuevo. Como quiera que había muerto de súbito, sin asistencia médica, el juez ordenó el traslado de sus restos al depósito a fin de practicarle allí la autopsia, si bien en el vecindario prendió raudo el rumor de que la orden del juez se debía a que la casa donde había muerto la mujer era un nido de espiritistas.
Al día siguiente, viernes, sobre la mesa de disecciones del depósito del Cementerio del Este, la misma sobre la que reposó hace unos meses el cadáver a medio vestir de Calvo Sotelo, el rostro de Adela irradiaba serenidad y su cuerpo se hundía muelle en la piedra como si acabara de encontrar al fin, tras una búsqueda de cincuenta y nueve años, la buena postura. Los doctores Reinoso y Cortés, de guardia en la morgue ese día, comentaron entre sí la relajada actitud del cuerpo, pero no imaginaban todavía que el cadáver de esa señora del pueblo, de esa criada, iba a desbordar los míseros cauces de su ciencia. Aquellos ojos, que se abrían y se cerraban con solo una ligera presión sobre los párpados, no eran los ojos vidriados de la muerte; en los músculos no se percibía la menor huella de rigidez; la piel era tersa y su color natural; no aparecían las mariposas verdes del abdomen; en ninguna zona se veía signo alguno de putrefacción; y la región precordial y el tórax conservaban, si no toda, casi toda su temperatura. Reinoso y Cortés, amoscados, optaron por suponerse ante un caso de catalepsia y devolvieron inédito el instrumental a la desconchada bandeja de latón esmaltado.
Según el juez Marino Lara recibió noticia de esa mujer ni viva ni muerta, comisionó al inspector Vega para hacer cabe la finada las pesquisas pertinentes. No es que, de momento, el caso de Adela Ruano suscitara mayores sospechas criminales, pero el juez sabía que ese era un caso de los que gustaban a Lázaro Vega, al que conceptuaba como el más atrabiliario de los policías desde que le llevó a su despacho, envuelta en un pañuelo, una mano seccionada, perteneciente, según le dijo, a un albañil onanista con insoportables sentimientos de culpa. Amigos como eran policía y juez, nunca quiso saber este qué había sido al final de aquella mano.
Llegó Vega al cementerio cuando caía sobre el mundo una oscuridad que solo podía ser de Madrid y de noviembre, entró en la sala amplia del depósito de cuyo techo colgaban coronas como aves olvidadas y enormes, le apuñaló el frío mineral que se colaba por las ventanas sin cristales, y se acercó casi a tientas al grupo de guardias, periodistas, médicos y sepultureros que rodeaba a la muerta. Sobre la mesa en que yacía, un gran hachón arrojaba sobre el grupo pellas de luz y oscuridad al mismo tiempo. En un rincón, tiritando junto a una vieja e impotente calefacción de ladrillos, creyó ver a Faustino Cordón, el joven biólogo que buscaba en cualquier parte indicios sobre el origen de la existencia y que los buscaba, por lo visto, también allí, en torno a esa mujer dormida o muerta, o ambas cosas a la vez, que parecía soñar sobre la mesa fría.
El doctor Reinoso se dispuso a practicar un nuevo reconocimiento al cuerpo solo cuando, a última hora de la tarde del sábado, creyó percibir en el cadáver algunos de los signos de la muerte. Los ojos de Adela se habían cristalizado en una expresión demasiado ausente, la piel había perdido algo de lustre y de calor, y los miembros, si bien permanecían flexibles, tenían una laxitud exagerada para un ser vivo y sufriente. Entonces el doctor Reinoso, dirigiéndose más a los ociosos que curioseaban desde el exterior por las ventanas sin cristales que a los que rodeaban con él a la señora Adela, habló así:
—Puedo confirmar su muerte; comienzan a apuntar ya los signos cadavéricos. Mi impresión fue, desde el primer momento, que la mujer estaba muerta, solo una posibilidad entre ciento había de que se tratase de una muerte aparente, de un ataque de catalepsia. Pero ante la falta de los signos evidentes de la muerte, nuestro deber de médicos, de hombres y de cristianos era esperar. Y eso hemos hecho: esperar. Ahora, desgraciadamente, ya no hay duda.
El inspector Vega y Faustino Cordón salieron juntos del depósito ya cerrada la noche, cuando el hachón sacudía las avutardas del techo con los últimos espasmos de luz, sumiendo a la fuerza a la pobre Adela, por prescripción facultativa, en las tinieblas del mundo de los muertos. Allí quedó desnuda, cubierta por una manta y una chaqueta vieja, plácida, muerta, aliviada, lista para ser descuartizada al día siguiente por el doctor Reinoso, que desvelaría con la sierra y el bisturí el misterio interior del juguete abierto: gravísimas lesiones valvulares, arterias rígidas, una especie de angina de pecho. Nada que pudiera interesar a Cordón, pero acaso sí a Vega. Y a Luis Pérez Segovia, el decano de los periodistas de sucesos de Madrid, que miraba a la muerta viendo, en realidad, un reportaje sobre esa muerta.
La mañana del domingo se desperezó llena de parejas transeúntes, y el inspector Vega conversó unos minutos con la portera de su finca, la Cipriana, antes de salir a la calle. Vivía en los Cuatro Caminos y decidió ir a pie, bajando y subiendo míseras colinas, sorteando las huertas y los ranchos de los traperos, hacia Peña Grande. La Cipri, tuerta, devoradora de novelas por entregas, le resumió en tres palabras su hipótesis sobre la misteriosa muerte de Adela Ruano: «Cosa de espiritistas». Luego, concentrando toda su perspicacia porteril en su único ojo, le dijo que no sería la primera vez que los espiritistas se cargaban a alguien, sin querer, en el curso de sus sesiones hipnóticas:
—Hasta en los circos ha pasado eso muchas veces. ¿No recuerda usted a Onopko el fascinador, que actuó durante mucho tiempo en el Circo Parish con el enano don Paquito y el gigante Vendeém? Pues se decía que de joven había hipnotizado a una novia suya en Tolosa de Francia y que luego no la pudo despertar.
La casa en que murió Adela Ruano ni estaba, como se había dicho, aislada, ni era sombría ni misteriosa. Era un hotelito grande de dos plantas rodeado por un jardín y una huerta, y de su estilo heteróclito daba buena idea la convivencia de varias cúpulas otomanas con un molino de traza vagamente holandesa. Un hombre alto, bien vestido, de edad mediana, invitó al inspector a entrar en la casa. Vega, con ese estilo suyo aparentemente frontal, sin rodeos, le informó sobre el propósito de su visita y le puso al corriente de los rumores de la calle. El hombre, el mayor de los cuatro hijos solteros que vivían en la casa con la madre viuda, refrenó la indignación como pudo, afectando un sublime desprecio por las habladurías:
—Es absurdo querer mezclar dos cosas completamente distintas. Esa pobre mujer ha muerto aquí como ha podido morir en la calle o en cualquier otro sitio. ¿Qué tiene que ver esa muerte con que nosotros seamos, efectivamente, espiritualistas? ¿A qué mezclar ese accidente con las ideas filosóficas y teosóficas de una familia? Se ha dicho que llevamos una vida misteriosa, aislados de todos. ¡Pero si estamos aquí, a la vista de todo el mundo, y nuestra vida, como quien dice, se desarrolla a la luz del día! Solo un afán de trabajo y de depuración nos guía, de perfeccionamiento y elevación de nuestro espíritu.
—Ya, pero lo mismo hipnotizaron ustedes a la pobre Adela, y, al no poder despertarla, o despertarla mal, le provocaron la muerte al agravar las dolencias que padecía —argüyó Vega a lo bestia, provocando a su interlocutor con las teorías de su portera.
—Mire usted; sentimos profundamente, por fe y no por curiosidad, las doctrinas espiritistas, y cuando se llega a esta convicción, a este fervor, lo que menos interesa ya son esas experiencias en que el vulgo concreta, por ignorancia, estas doctrinas. Estas van más allá, mucho más allá. Claro es que yo he tenido transmisiones y comunicaciones muy interesantes, muy hermosas. Pero hace ya tiempo que en esta casa no realizamos prácticas de este género. ¡Imagínese usted si no es pueril suponer que íbamos a realizarlas con una persona recién llegada, desconocida! Solo hablamos de estas cosas cuando conocemos ya, por el tiempo, por la intensidad del trato, a una persona, y creemos que puede compartir, o comprender al menos, nuestras ideas. ¿Cómo íbamos a hablar de ellas con quien llevaba en casa solamente unas horas?
Asintió Vega y aceptó la invitación de otro de los hermanos, mucho más joven que el primero, para conocer la casa. Le sorprendió una fila de mosaicos situados en la pared del comedor que contenían unos versos del diputado socialista Alfredo Nistal, condenado a muchos años de cárcel en un Consejo de Guerra por su participación en la Revolución de Asturias. Extraños versos: «Le has amasado pan de ternura/ pan de ternura, pan de dolor/ de tu reposo, de tu sudor,/ de tu demencia, de tu cordura./ Tu vida ha sido la levadura/ con la constancia del soñador».
—Estamos en esta casa desde hace seis años. El que la habitaba antes era un hombre interesante, que hizo muchas de las cosas y detalles que aquí se ven. Los versos, como todo, estaban aquí al venir nosotros.
En tránsito hacia el jardín. Lázaro Vega alcanzó a descifrar algunas otras expresiones sueltas de los azulejos, «piedra herida», «clavez de luz», «púber rubia», «astro escarlata», «sangre celeste», hasta que tropezó con un pavo real que entraba veloz en la casa, perseguido por un gato gigantesco.
—Se va a llevar usted un desencanto —le dijo el hermano que le guiaba, mientras reñía amorosamente al gato—. No va a encontrar misterio por ninguna parte.
Desde el jardín, el inspector Vega creyó oír unos sollozos de mujer que salían del piso alto. Miró hacia una ventana entreabierta.
—Es mi madre, que sobre lo que ha pasado con Adela llora aún por nuestra hermana pequeña, que murió hace dos meses.
—Lo siento. ¿De qué murió su hermana?
—De tisis, creo. Pero ¡con qué serenidad murió! Debíamos ser nosotros los que la consoláramos en aquel trance y era ella, en cambio, la que nos consolaba a nosotros de su pérdida ya inmediata. Se marchaba con una fe sonriente: «Ya bajaré», nos decía, «a veros jugar en la huerta». Así se nos fue, creyendo y sonriendo. Todas las religiosas del sanatorio desfilaron ante ella, maravilladas de aquella muerte clara.
A la misma hora en que Lázaro Vega salía, confuso, Hipado, del chalet de Peña Grande, el ataúd que contenía el cuerpo todavía flexible, mucho más flexible que en vida, de Adela Ruano, era descendido con cuerdas a su sepultura. Un año le duraría, un año justo nada más, esa primera parte de su sueño eterno. No escuchó esta mañana las sirenas de alarma, ni el rumor que se acercaba de los Savoias y los Junkers, ni los estampidos del Abuelo, el viejo cañón antiaéreo que los recibía, ni el tableteo de las ametralladoras checoslovacas del Cerro del Tío Pío, sino que se ha despertado bruscamente al volar por los aires entre otros muertos, oliendo a pólvora, partida en dos, rígida al fin por el espanto, esta segunda vez que ha muerto, que la han matado.