X

LAS NUBES, NEGRAS, grandes, procesionales, llegaban de sus nidos tormentosos del extremo noratlántico. El azul celeste recortaba sus quebradas periferias escandinavas. Parecía cuarteado el cielo. La luz hería los ojos y borraba en gris los colores y los agitados relieves de la mar. Un plácido viento noreste fundía espumas y alas, cuando los pájaros picaban sobre la pesca paleada a las aguas.

A mediodía había sacado el Aril. Los barcos arrastraban en el segundo lance. En la cubierta del Aril, incapaz para la redada, trabajaban los tripulantes en una superficie de pescado que bordeaba y a veces se derramaba por las amuras. En la punta de proa paleaban los hermanos Quiroga. Afá ocupaba su puesto habitual junto al palo. Macario echaba bacalaos a sus espaldas para trabajo de los engrasadores que carneaban sobre unos cajones. Sas, Artola y Ugalde trabajaban en hilera pegados a los carretes. Desde el puente contemplaba Paulino Castro, sin oficio en la pesca. Simón Orozco llevaba el barco al rumbo y atendía al arrastre iniciado. Domingo Ventura tascaba boquilla en el espardel, oculto a los marineros de proa, visto únicamente por los engrasadores que hacían faena debajo de él.

Las bocas feroces y dolorosas de las merluzas, los cuerpos sumergidos en los cuerpos, amenazaban desde la muerte. Los lenguados, recorte de suelo, tembloroso límite de arena de fondo —ojos nublados, tacto graso, horizontalidad de espina— eran pura sumisión desde la muerte. Los bacalaos y las barruendas de senatoriales testas, solidificadas gelatinas, habían muerto plácidamente. Los peces menores de la redada —pintarrojas, rapes, besuguillos, cucos, carnavales, payasos, rayas, escualos…— manchaban de colores la plata blanca, la plata negra, la plata negriverde de los pescados de gran marea y el cáñamo de los pescados planos.

El viento noreste amainó hasta la caricia; se absorbió en sus honduras nórdicas. Los trabajadores de proa sintieron suceder al viento el bochorno. Azul y nubes; ovas, tripas, hígados, sangre, vientres abiertos; los cuerpos someros de la apretada superficie de pescados estaban secos de sus humores naturales. Hacía calor. José Afá se desprendió del chaquetón del traje de aguas. Al rato se quitó la camisa. Macario Martín sentía que gotas de sudor se le deslizaban por medio del pecho. En los codos de Gato Rojo se secaba la sangre de los bacalaos.

La tarde se afoscaba. La tarde se resumía en la gran redada, en las cajas de pescado, en las cajas de cocochas y de ovas, en la caja de los hígados, en el montón de los desperdicios, que un agua cálida arrastraba por la cubierta hasta los imbornales cegados. El agua se encharcaba en la cubierta, junto a la cocina, en babor y estribor, hasta la curvatura de la popa. Gato Rojo con la escobilla de afretar la cubierta empujaba desperdicios hasta las puertas de trancanil, empujaba éstas con el pie y dejaba que el agua se los llevase. Los pájaros de la mar rozaban casi las amuras en los garabatos de sus vuelos, en pos de todo lo que se echaba del barco; pájaros de hambre sin hartura.

A media tarde hubo ronda de vino. A media tarde emergieron los hombres del trabajo, de sus caldas de sudor y pescado, de la soñarrera de cansancio, luces y reflejos. Se miraron a las caras, como desconocidos, enmascarados de fatiga. Ninguno habló. La pausa del trago fue una pausa mecánica, en la que los pescadores se fueron pasando la botella como un relevo; relevo en el que recobraban sus normales armonías faciales cuando bebían.

Reanudaron el trabajo. Bajaron a la nevera Afá y Macario Martín. El cambio de labor les animó. Los hermanos Quiroga descolgaban las cajas. Afá cubría el pescado con el hielo que picaba Macario. Afá estaba en su quehacer desnudo de medio cuerpo. La bombilla rompía su luz en los cristales de la picadura, rielaba su luz por la gran masa de hielo. La pesada luminosidad de la tarde caía aplomada por la escotilla. Las cajas que Afá iba cubriendo de hielo, libraban en el pantoque húmedo, amarillento, un rectángulo. En su torno aumentaba la breve, geométrica, cordillera glaciar de los derrames del relleno.

En máquinas ya estaba en la guardia Manuel Espina. Al entrar de refresco en el trabajo de cubierta Juan Arenas, cantiñeaba su flamenco barato hasta que le mandaron callar. Preguntó sorprendido:

—¿Es que uno no puede cantar?

Joaquín Sas, sin verle, desde los carretes, le respondió en un tono aburrido.

—No, no puedes.

Arenas hizo un movimiento de hombros y se aplicó a separar bien la espina, sin dejar filete, del bacalao que carneaba. Gato Rojo había hincado su cuchillo en el cajón y apilaba bacalao para el friego y la salazón.

—Sale mucho bacalao, nos vamos a llevar unos buenos lotes —dijo Gato Rojo.

—Ventura, en el catre. No debía entrar en el reparto.

La cabeza de Gato Rojo hizo un movimiento de resignación.

—Díselo.

—¿Yo? Estoy de malas y quieres ponerme a peores. No, eso se lo tiene que decir el contramaestre…, pero no se atreverá.

—O decírselo al señor Simón.

—El señor Simón no quiere saber nada de esto.

La cabeza de Gato Rojo tenía en la tarde morada un peso de oro viejo, una consistencia mineral, cuando el cuero se irguió y el engrasador quedó un momento mirando la mar.

—En este asunto del bacalao, Ventura siempre se escabulle.

—¿En qué no se escabulle?

Juan Arenas, al cortar la cabeza del bacalao y abrirlo en canal, dejó dos escotes en los lados de las agallas. Desde la unión de los dos arcos, pasó el cuchillo hasta la cola, rápida, hábilmente. Abrió el bacalao como un cuaderno grande. Lo lanzó a su espalda y escuchó el chapoteo de su caída, seguida de su avance resbalando por el declive de la cubierta hasta la charcada de agua y sangre.

—Si es verdad lo de la pareja y el bou, habrá que buscarse otro asiento…

Juan Arenas cogió un bacalao y lo dejó sobre el cajón. Introdujo la punta del cuchillo en la fosa anal y tiró hacia la cabeza. Rajó, arrancó las entrañas y las echó a la mar. Rodó la cabeza de un tajo atinado; Gato Rojo la empujó con el pie hacia la amura.

—Es el viaje en que más ganas de volver tengo…

El pantalón de aguas de Juan Arenas estaba mal cuidado, endurecido. Le formaba aristas desde la cintura hasta las corvas. Juan Arenas, trabajando el bacalao, tenía aire de payaso a medio vestir, con el pantalón de aguas y la camiseta sin mangas.

—¿Tú tienes tabaco ahí?

Juan Arenas se chupó una espinada, escupió; se apretó el dedo y salió una bolita de sangre negra, como un ojo de cangrejo. Gato Rojo desatrancó los imbornales y sobre la mar se vertieron cinco chorros de aguas sucias, turbias de sangre y vísceras.

—Voy al rancho por una botella.

Gato Rojo tiró de un congrio, lo volteó sobre la cabeza y lo golpeó contra la cubierta. La boca del animal se entreabría peleadora y agónica. Joaquín Sas apartó una molva pequeña y siguió trabajando. Comería molva, si había un rato libre, y si no, de la marmita de Macario. Pero la molva… hacía mucho tiempo que no la comía. A veces salían de las redes cuatro o cinco arrobas, a veces en toda una marea ni aparecían. Sabía mejor que la marueca, entre el sabor de la merluza y el del bacalao. La prepararía en salsa verde, suponiendo que Macario hubiera traído perejil…

—Toma un trago, que no te vean.

Juan Arenas tenía los ojos brillantes y ganas de cantar, muchas ganas de cantar. Comenzó a tararear cortando bacalao. Gato Rojo bebió de trago largo. Colgó la botella de la pestaña del cierre del portillo de la cocina. Se apoyó en la amura y calculó en voz alta:

—Si la marea sigue con suerte llegamos al medio millón. Si llegamos al medio millón vamos a salir con bastantes perras. Descuentas las ciento treinta y cinco mil de los barcos. Los por cientos de los patrones y de los motoristas, en total unas cincuenta y cinco mil —guardó silencio—. Nuestro por ciento, unas mil para cada uno de nosotros, échale el sueldo, échale las cocochas y las huevas, desembarca cajas y estás en las dos mil y pico bien. Dos mil doscientas, por ejemplo. Bueno, ya es dinero, ya está bien. Tienes que quitar la libra de Bantry. Dos mil cien. Y si le aumentas dos o tres merluzas de la cena, si el señor Simón está de buenas. Y si le aumentas el lote del bacalao. Dos mil seiscientas. Dos mil seiscientas es buena marea, es para alegrarse —volvió a guardar silencio—. Se necesita un poco de suerte, que salga la pesca como desde Bantry. Se necesita que rondemos el medio millón.

—Te dejas el bonito del regreso, si hay suerte.

—No lo cuento; lo del bonito es una mentira. Hablamos constantemente de que vamos a sacar y sacamos cada cinco mareas. El bonito no lo cuento. Si lo contase podíamos acercarnos a las tres mil. Son muchas pesetas. Nunca se llega a tres mil pesetas. Nuestras mareas son de mil quinientas, deja que ésta sea de mil pesetas más y vamos muy bien.

Juan Arenas canturreaba, moviendo los labios exageradamente, haciendo muecas. Juan Arenas se quejó del primer motorista.

—Ya podía salir a echarnos una mano. Al pasar lo he visto tirado en su catre, despatarrado.

Gato Rojo colgó de la barra agarradera del guardacalor el congrio limpio. Gato Rojo, con la mirada en la popa, cortado el cielo por la boza de cadena, siguió la estela hasta la lejanía de las manchas de las parejas del arrastre. Partía rumbo un mercante de la línea de América, navegando hacia el suroeste.

—Se han olido las redadas —dijo Gato Rojo.

—El patrón habrá avisado a los barcos cercanos de la misma clave.

—Si pescamos todos bajará el precio de la merluza.

—No te preocupes. Todos no pescarán. Mañana verás cómo está la mar, pero ya será difícil un buen copo. Pescarán para cumplir, nada más. Los buenos copos se los lleva, como en todo, el que primero llega.

Gato Rojo se puso al trabajo de carnear bacalao. Le corría el sudor por el cogote. Una pintarroja se retorcía en las aguas de la cubierta cegados de nuevo los imbornales. Pequeños gallos machacados sobrenadaban en las aguas.

—Limpia tú ahora —dijo Gato Rojo.

Domingo Ventura estaba en su catre largando humo por las narices, viéndolo adensarse en la cama de su camarote. Paulino Castro sesteaba intranquilo de sudorcillo, de malestar de estómago, de pesadilla de tarde caliginosa. Simón Orozco, asido a las cabillas de la rueda, mancornaba el timón, sostenía el rumbo, llevaba el arrastre.

Simón Orozco se asomó a una de las ventanas del puente, observó el trabajo. Macario Martín se alzó a pulso a la cubierta. Habló con Venancio Artola.

—Baja tú a picar un rato, que voy a preparar la marmita.

Se oyó la voz rotunda de Simón Orozco:

—Déjate ahora de preparar marmitas, Macario, hay que acabar esto antes de que saquemos. Vuelve a la nevera o limpia pescado. No estamos para andar perdiendo el tiempo en la cocina.

—Es que ya se echa la hora, señor Simón —dijo Macario.

—Haz lo que te he dicho.

—Pero es que…

Simón Orozco repitió:

—Haz lo que te he dicho.

El patrón de pesca desapareció de la ventana. Macario Martín estuvo unos instantes mirando hacia el puente, desafiante; luego, murmurando, bajó a la nevera. El contramaestre escuchó los complicados insultos de Macario, las barbaridades barrocas de Macario, sin alterar su ritmo de trabajo, sin que se le alterase un rasgo de la cara. Macario Martín se adentró en la nevera y golpeó rabiosamente con el pico en la masa de hielo.

—Así, así —dijo Afá con calma.

—Tú también… No me… Me voy a tener que…

—Así, así, que todavía hay mucha faena y se nos va a echar la red de la noche y entonces vas a tener ocasión de cansarte y de querer escaparte para la cocina.

Macario Martín tiró el pico furiosamente contra el hielo. Multiplicó sus barbaridades. Afá, en las pausas de Macario, reía sonora, falsamente.

—Venga, sigue destripando el hielo. Venga, muchacho, coge el pico y sigue dándole.

Macario Martín dejó de renegar. Ya había encontrado con quién desahogarse. Sonrió.

—Tú, José, eres de la mejor raza de zorra que conozco. Te mata un tío y tan contenta, esperando que venga otro. Tú pones la cama, das la propina al sereno, no le cobras al tío y encima le das dinero para que se compre una corbata. Bien, haz lo que quieras, llevas un buen camino.

—Pamplinas. Hay que hacerlo.

—No digo que no.

—Pues se ha acabado, ni cama ni… Hay que hacerlo.

—No digo que no. Si hay que hacerlo, se hace; pero no es como para estar cantando salmos. No es como para que todavía te traigas bromas.

—Se ha arreglado la marea.

—Sí, sí… lo que tú quieras, pero…

—No tienes razón, Macario. Trabajas porque viene dinero, no porque se le ocurra al señor Simón.

—Ya no me faltaba más. Estaría la cosa bien si yo me pusiera a trabajar porque al señor Simón o a san Remigio se le ocurre de pronto decir que tengo que tirar de pico y no cenar.

—¿Quién ha dicho que no vas a cenar?

—Él.

—Mentira, Macario. Lo he oído desde aquí abajo. Ha dicho que trabajases, que no estábamos ahora para que tus bazofias distrajesen unos brazos.

Macario Martín, ya sosegado, golpeaba con el pico, rítmicamente. Dejó el pico y paleó hacia los pies del contramaestre.

El cielo estaba cubierto de nubes. Una gran concha morada sobre la mar, con su interior de nácar hacia el cielo. Al oeste se filtraban rayos de sol, barbas de sol, que caían oblicuos sobre las aguas. Venancio Artola lanzó una merluza a la cubeta, donde lavaba el pescado Juan Ugalde.

—Mala cosa —dijo Artola—; lloverá esta noche. Vamos a tener trabajo duro, muy duro.

—Si estuviéramos en tierra, deseando estaría de que lloviese, deseando. Este calorazo no se puede aguantar. Si estuviéramos en tierra me gustaría ver llover desde el portal de la casa, quieto, quieto. Viendo llover, viendo mojarse a alguno al pasar por la calle. Riendo, muy contento. Si seguía lloviendo subiría a casa o me iría a la taberna para tomarme un vaso.

En el cubridor de la nevera lavaba pescado Joaquín Sas. El agua sanguinolenta bordeaba y se derramaba con la marcha del barco.

—Acércame la manguera, Venancio.

Artola obedeció.

En el puente, Paulino Castro —cabellera revuelta, ojos cargados de modorra, malestar general— cambiaba impresiones con el patrón de pesca.

—Debieras sacar antes, ¿no te parece?

—No llueve hasta la madrugada. Si temporalea nos parte la marea con lo bien que cargaba ahora.

—No será temporal, pero vamos a tener mucha agua. Si se suelta antes de la madrugada y la sacada es grande no sé cómo van a trabajar éstos en cubierta.

—No, hasta la madrugada no se suelta. Al enfriarse el aire habrá chubascos, todavía quedan muchas horas. Además, ahora no se puede sacar porque metemos un copo como el del mediodía a bordo sin acabar éste y…

—Que saque el Uro.

—Hay un orden. Se quejarían y con razón. Hoy nos toca a nosotros.

—No tiene importancia.

—Sí tiene importancia. Y el orden tenemos que respetarlo. Tenemos que sacar hoy, para emparejar las sacadas. No van a trabajar más unos que otros. Tiene que ser así.

Paulino Castro escupió un salivazo al bacalao del puente.

—Estoy peor que antes de echarme. Más cansado y más fastidiado.

—Vuélvete a la litera.

—Ya lo estaba pensando.

Al atardecer terminaron de limpiar el pescado: Afá comunicó al patrón de pesca las cajas que habían entrado en la nevera. Macario Martín estaba preparando la marmita. Artola y Celso Quiroga se quedaron afretando la cubierta mientras los demás descansaban en los ranchos. Juan Arenas entró en el rancho de proa.

—El bacalao está preparado —dijo—, solamente falta salarlo.

—¿Ahora? —se quejó Joaquín Sas.

—Cuando queráis.

—Hay que dejarlo para luego. Tenemos que cenar. En seguida darán la virada.

—Como queráis, pero como el copo de ahora sea como el del mediodía vamos a estar trabajando hasta el amanecer y luego, encima, tendremos que salar todo el bacalao.

—Eso se hace en un momento —dijo Sas, estirándose en su litera—, eso no es trabajo.

Juan Arenas propuso turnos. Podían salir a cubierta tres a salar el bacalao y esos tres libraban de salar en el segundo copo. Sas dijo:

—Por mí está hecho.

El contramaestre Afá entró en el rancho.

—Salid a cenar, que el señor Simón quiere virar en seguida.

Comieron merluza con patatas. Joaquín Sas se quejó de la marmita.

—Se te podía haber ocurrido alguna otra cosa, Matao.

—No ha habido tiempo —contestó Macario Martín de mal humor—. Díselo al señor Simón, que no me ha dejado venir a la cocina.

La última cucharada del contramaestre Afá coincidió con la voz de virada de Gato Rojo ya de guardia en las máquinas.

—Ni calculado —dijo Afá.

—Vista —afirmó Macario.

Domingo Ventura no apareció durante la cena. Cuando los primeros marineros estaban en cubierta entró en la cocina.

Preparó calmosamente una sartén y comenzó a freír gallos. Preguntó a Juan Arenas:

—¿Han subido la cena a los patrones?

—Solamente al señor Simón.

—¿Te apuestas algo a que Ventura le está haciendo la cena al patrón de costa?

—Claro que le está haciendo la cena. Eso es seguro.

—Pues me parece que se equivoca, porque el patrón no ha querido cenar y está tumbado con la barriga revuelta.

—Me alegro, no por el costa sino por esta porquería de cobista.

—Es algo que prefiero no decir. Es todavía peor que el Matao.

—Según. Son un buen par de pájaros.

—Peor Ventura.

—Según.

En la mar oscura, entre dos luces, albaba la red, prieta de pescados. Manuel Espina y Juan Arenas oyeron las voces de costumbre en la sacada. Manuel Espina y Juan Arenas desataron el salabardo de la baranda del espardel.

—Otra copada —dijo Espina.

—Trabajo hasta el amanecer, lo que decíamos.

Se encendieron las luces de los barcos. Simón Orozco, desde el bacalao de estribor, dirigía la maniobra de salabardear el copo. Paulino Castro opinó:

—Ha entrado menos.

—Menos, pero es un buen copo.

El pescado quedó extendido sobre la cubierta. Cada hombre ocupó su puesto. Simón Orozco dejó el timón a Paulino Castro.

—¿Al norte?

—Al norte.

Domingo Ventura subió al puente.

—Patrón, ¿quiere usted cenar?

—Luego.

Simón Orozco entró del bacalao.

—No se te ve, Ventura —dijo medio de bromas—. ¿Dónde te metes?

Ventura sonrió. Simón Orozco continuó:

—Luego ya te llevarás un buen lote, ¿eh?

Ventura seguía sonriendo.

—Tú eres muy cuco, Ventura. Si yo tuviese que ver en eso, si fuese marinero, no ibas a coger lo que se dice ni una espina. Quien no trabaja no tiene derecho a beneficiarse del bacalao.

La sonrisa de Ventura era ya una mueca.

—Éste sabe demasiado —dijo Orozco a Castro—, sabe mucho, pero conmigo no le valdría. Si yo fuese marinero…

—Pero no lo es usted —dijo Ventura y volvió a sonreír.

—De eso te salvas.

Domingo Ventura bajó a la cocina. Cuando desapareció por el portillo, Arenas y Espina comentaron:

—Le ha fallado. Me alegro.

—El señor Simón no le tiene simpatía. Cualquier día le dirá algo.

—En eso no se puede meter el señor Simón. Son cosas nuestras. Simpatía no le tiene, desde luego.

Era totalmente de noche. Noche prieta, noche calurosa. Al oeste relampagueaba el cielo. Una brisilla tenue traía a ráfagas un golpe de frescor.

Manuel Espina preguntó a Juan Arenas:

—¿Bajamos ya?

—Espérate.

Los hermanos Quiroga paleaban pescado a la mar en proa. Desde el espardel las aguas iluminadas en torno al Aril se veían cuajadas de peces, de espejos, que se hundían en las profundidades. Todavía navegaban a media marcha la pareja.

—Mira ahí —señaló la mar Arenas.

Una caila gigante casi flotando se acercaba perezosamente al barco.

—A cenar —dijo Espina.

—¿Le damos la cena? —preguntó Arenas.

Simón Orozco estaba en el bacalao, contemplando el comienzo del trabajo en cubierta. Arenas le avisó:

—Patrón, una caila muy grande.

Simón Orozco se volvió de repente.

—¿Dónde? ¿Dónde?

—Ahí, pegada al casco. Desde la amura casi se la puede tocar.

—Echadle un gamo, de prisa —gritó Orozco—. Venga.

Espina y Arenas bajaron a la cubierta. A Simón Orozco dejó de interesarle por unos momentos el trabajo de cubierta y solamente le preocupó el escualo que comía junto al barco los desperdicios de la redada.

—Ahora la tenéis —dijo Orozco.

Arenas y Espina, casi a un mismo tiempo, echaron los gamos al animal. Pasaron dos segundos y parecía no haber sido herido por los grandes garfios. De pronto nació un remolino, se levantó un fantasma de espuma. Los astiles de los gamos pegaron sobre cubierta, se movieron forzadamente los dos engrasadores.

—Fuerte, fuerte —gritó Orozco.

Espina apalancó sobre la tapa de regala y el gamo saltó partido. La caila se soltó del garfio de Arenas. Orozco golpeó con las dos manos en la baranda del espardel.

—Se largó —dijo, desilusionado—, pero se llevó su ración.

—Ha partido el gamo —dijo Espina.

Simón Orozco observó la mar, esperando que apareciese de nuevo el escualo. Movió la cabeza.

—No, no vuelve; lleva mucha leña.

Orozco echó a andar hacia la punta del bacalao. Arenas y Espina se miraron.

—Esta chaladura —dijo Espina— que tiene el señor Simón a las cailas…

—Cada uno tiene sus manías —atajó Espina—. Yo a las ratas, cuando navegaba en el bou viejo, en el que desguazaron… Bueno, me inflaba de cazar ratas. Con una cesta y pan pasado, se cogían las que uno quería. Cuando tenía unas cuantas las echaba a la caldera o a la mar. Venía uno que se ponía al lado de la caldera cuando echábamos las ratas para oírlas estallar, no lo logró nunca. En la mar, si el barco está quieto es más divertido, les echas un gamo y comienzan a subir por él, cuando las tienes a modo les pegas un tanganazo con otro gamo y al agua. No hay que dejarlas subir demasiado porque igual te saltan y te muerden en la cara. Son bichos asquerosos.

Arenas, cuando Espina terminó de hablar, preguntó:

—¿Vamos a meterle mano al bacalao?

Joaquín Sas, aprovechando que el patrón de pesca estaba en el puente, gritó como de bromas:

—Los engrasadores, los señoritos, que ya es hora.

Intervino Simón Orozco:

—Ahora vienen.

Joaquín Sas alzó la cabeza.

—Es que, señor Simón, los del motor son nuestras pulgas, trabajamos y encima nos chupan la sangre.

—¿Qué dices tú? —preguntó, enfadado, Arenas.

—Que no dais ni golpe.

—Tú das, muchacho. ¿Quién se ha preparado todo el bacalao de la primera virada?

—Menos, menos.

Afá trabajaba pegado al palo de proa. Gritó:

—Señor Simón, mañana no sacaremos nosotros, ¿verdad?

—El primer lance no. Sacaremos el segundo —hizo una pausa y miró al cielo—. El segundo, si hay segundo.

Simón Orozco entró en el puente y pasó al cuarto de derrota.