IX

ESTABAN LAS TRIPULACIONES en las cubiertas. El sol era todavía un disco rojo, coagulado, que reflejaba en las aguas tintándolas de escarlata. El sol iría destruyéndose, liquidándose en una inundación de luz. Las aguas volverían a sus colores radicales: verdes en los tornos de los barcos, azules hasta el horizonte circular. Onda a onda del verde al azul, bajo un cielo habitado de arrendotes, de ligareñas, de pájaros de Irlanda; pájaros de las rocas, de las olas atlánticas; pájaros de los palos y de las estelas de las naves; pájaros pescadores, fiesta de las sacadas de las artes.

Estaban las tripulaciones en las cubiertas. La mañana era alegre. Los pescadores se gritaban de barco a barco más por el deseo de oírse que por la necesidad de comunicarse. Trabajaban en el lance. Los patrones en los bacalaos de los puentes no dirigiendo, dejando hacer, contemplaban la faena. Había lanzado el Uro. La red flotó unos minutos adoptando su invariable forma de mujer sobre la mar tranquila y se fue a fondo. Comenzaba el arrastre.

Los marineros no volvieron a sus ranchos. Se entretuvieron con la deriva de los barcos, se quedaron en los espardeles o en las cubiertas mañaneando. El contramaestre José Afá se sentía cargado de energía. Sin solicitar ayuda comenzó a trabajar en el malleo de una red. Venancio Artola colaboró contento, ante la agraviada y estupefacta presencia de Macario Martín.

Trabajar en la red es trabajo de hablar, de cantar, de humear el cigarrillo con parsimonia, moviéndolo a golpe de lengua de comisura a comisura, según el ojo que se cierra y lagrimea, según el gusto del consumidor. Trabajar en la red es hacer la cábala de la pesca a sacar, según las mallas que se atan para cerrar la boca de pérdida. Trabajando en la red corre el chiste, la petaca, la botella y el que descansa en los ranchos, el faenero de nevera, el que toma maroma y cable a brazo y martillo, se pierde la alegría en común, la alegría unificada de los compañeros. No trabajar en la red y participar de la alegría de los que en ella trabajan es un pecado. Pecado al que estaba habituado Macario Martín.

Juan Ugalde bajó a su rancho a buscar la aguja de madera para el trabajo. El círculo de malleros se fue ampliando. Del monte de red todos cobraron para sus lados extendiéndola por el espardel. Paulino Castro antes de acostarse hasta la primera virada dejó el bacalao para participar de la alegría. Paulino Castro era patrón y un patrón no comete pecado contemplando, siempre que no se le olvide corregir a tiempo a un mallero y atar hábilmente tres o cuatro mallas como ejemplo. A Macario Martín se le tornaron los peces barro. El contramaestre le pidió que subiese de su vino. No podía negar el favor: los compañeros trabajaban, él contemplaba. Se quejaría cuando las órdenes se multiplicasen, que sería al rato. Macario Martín bajó a su rancho y retornó con una botella de vino.

—El primero que la tienta soy yo —advirtió.

En todo había orden y el contramaestre se encargó de que fuese respetado.

—El que primero la tienta es el patrón, si quiere —dejó la aguja Afá y recogió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba—. ¿Hasta dónde vamos a llegar, Matao?

Macario Martín ofreció de la botella a Paulino Castro.

—¿Quiere usted?

—¿Ahora? No, hombre.

—¿Y qué más da ahora que luego? El vino es un desayuno que aquí, en la mar, le compone a uno el vientre.

—No, hombre.

Macario Martín significó al contramaestre con un gesto que, tras el patrón, él estaba en su derecho de primogenitura. Afá se levantó a medias.

—No bebas, Matao, los primeros son los que trabajan.

—Déjate de tonterías.

El contramaestre Afá terminó de levantarse y arrebató la botella de las manos de Macario.

—Tú el último y para que veas que no quiero ser yo quien… —hizo una pausa—. Toma tú, Artola…

Venancio Artola no podía ser el primero, no había nacido para ser el primero, así lo sentía y nada le hubiera hecho variar.

—Bebe tú.

José Afá insistió de gesto, brindó al concurso por si alguno quería ser el primero. Al fin bebió un traguillo. Macario Martín se apoderó de la botella antes de que pasara a peores manos. Bebió largamente, sostuvo la botella con la mano del delito y la contempló.

—Está muy bueno y yo decía que se iba a picar…

La botella pasó de boca en boca hasta que se acabó el vino. Volvió a Macario que la escurrió en sus labios, aprovechando las últimas gotas.

—¿Subo otra, José?

—Sube del tuyo.

—Ya me llegará el turno. Tú tienes mucho todavía.

El sol había templado las húmedas redes. Olía el barco a pintura vieja y a pescado; un olor que crece en los días anchos y que trae el puerto a la memoria. En los barcos de altura se atan redes sin secar, se recomponen sin oreo previo, con la pegajosa humedad de la mar dificultando el malleo. Las malas pinturas del guardacalor, de las barandas y de las amuras, se revienen al sol. Mancha el barco, huele el barco, sabe el barco. En los días anchos se bebe tal vez demasiado, porque el barco y el muelle, el presente y la memoria, la alegría y la nostalgia, combinan un deseo de vivir bebiendo y hablando, al que la marinería no se resiste.

—Sube de mi vino, Macario —dijo Artola—. Con ojo, Macario. No saques más de lo que subas.

—¿También tú lo mides? —preguntó Macario Martín.

—No lo mido, por eso.

Gato Rojo en las máquinas tallaba una goleta de corcho para los juegos de su prole. Una goleta de navegación a cordel por las mareas bajas de la rampa del puerto. Gato Rojo de niño había hecho navegar goletas, había rapado erizos, había disecado estrellas. Desde la rampa a las rocas, pasando por el muelle, toda la infancia a media escuela. Gato Rojo sabía aplomar la goleta de corcho para que no diera la vuelta, levantar el erizo de su oquedad sin pincharse, secar la estrella sin que perdiera alguno de sus brazos. De mocete había estado al pulpo con aparejo de su fabricación. Sabía anzuelar con muergo para el pancho, la moma, el chaparrudo… cada anzuelada un pez al cestillo o a la bolsa. Gato Rojo había enseñado a sus hijos las artes del niño pescador.

Gato Rojo sonreía mientras tallaba, dejaba los bancos de los palos para los mimbres que sostendrían las velas, seguramente azules, hechas de un retal de camisa. Pensaba pintarle el nombre del menor de los hijos en la proa, matricular la goleta con la numeración del Aril. Gato Rojo vertía toda su delicadeza contemplando la goleta en el dique de sus manos. Gato Rojo era para sus hijos un gran ingeniero naval, un gran armador, un gran capitán al que se le darían las novedades de rigor: el barco se va de estribor, papá; el barco recoge mal el viento y escora mucho; el barco es poco marinero y tendrás que hacerme otro. Naturalmente Gato Rojo volvería a contemplar la goleta entre sus manos. Tendría que hacer otra. Tal vez de tres palos, tal vez con más plomo en la quilla, pinzándola para que no escorase ni se fuese de estribor y aguantase mejor las ondas.

Manuel Espina y Juan Arenas dormían. Domingo Ventura lastraba el estómago con pan y chorizo en su camarote. Salió a las pasaderas metiendo la uña a la dentadura, trinando y saboreando. Se acodó en el postigo de babor, respiradero grande del guardacalor, contemplando la mar iluminada. Blanqueaban las crestas de las olas. Lejano creyó ver un cachalote solitario y su jardinero surtidor. Fijó las cocotas brillantes de sus ojos, entrecerrados los párpados, sobre el punto donde le pareció ver el surtidor. Su mirada recorrió toda la mar hasta que tuvo la evidencia del cachalote yendo hacia el suroeste.

Las bombillas de ordenanza, en máquinas, daban una luz naranja casi resumida por la luz solar en su propia y frutal conformación. No trascendía la luz de las bombillas, quedaba en ellas mismas, apretada, inútil, tristemente decorativa. Por los ojos de buey, por el postigo de babor, entraban redondeados y cuadrados los rayos del sol quebrando sobre las cosas. Rebrillaba el aluminio del escape de humos del motor. El motor rebrillaba, metálico y oleoso. Por las pasaderas, por los pasamanos, por las chapas de la cala parecía haberse derramado un barniz que transformaba la suciedad en luz. Una impregnación de luz dulce que en la inclinada cabeza de Gato Rojo era una fogata, que doraba sus antebrazos desnudos y vellosos. Las espaldas de Domingo Ventura era la única mancha de penumbra en la mañana de las máquinas.

Simón Orozco tenía los ojos cansados de observar la marcha del barco compañero entre las aguas y el cielo. El puente era un agradable mirador a la mar. El puente era una fresca, una serena rendición a la luz. La seca cubierta de proa tenía color de caña setembrina con las dos manchas de negro brea de las coberturas de la nevera y el pañol, elevándose violentas y a punto de estallar como burbujas. La grasa de los carretes se derretía. Brillaba el nombre del barco en el puente. Brillaba el metal de la bitácora. Simón Orozco en la soledad de su trabajo rompía, como una roca móvil la fuerza y suavidad de la corriente, el armónico tránsito de las luces. Simón Orozco en sus paseos de pasos contados, en su calmoso ir y venir, en sus paradas repentinas en las ventanas de babor, agitaba la claridad de la mañana en el puente.

Macario Martín ya no estaba en disposición de cumplir las órdenes de abastecer a los rederos. Se apoyaba en la baranda mirando a la mar, mirando a los pájaros en el ángulo que iban abriendo los barcos. De pronto se alborozó.

—José —dijo—, ¿me prestas tu aparejo, que voy a echar una línea a los pájaros?

—No.

—Uno que no come hoy pollo. ¿Me prestas tu aparejo, Venancio?

—Coge el viejo. No toques el nuevo que lo quiero estrenar yo.

—Bien. ¿Viene alguno a popa?

Joaquín Sas se levantó.

—Voy contigo.

La charla continuó en el espardel. Macario Martín bajó a la cubierta seguido de Sas.

—¿Con qué cebamos? —preguntó Sas.

—Tienen hambre, con cualquier cosa. Si tuviéramos hígado de bacalao…

Joaquín Sas y Macario Martín tendieron sus líneas a los pájaros. Domingo Ventura, con la boquilla sin cigarrillo entre los labios, les acompañaba. Una ligareña picó sobre el cebo de Sas y levantó el vuelo.

—Son muy listas —comentó Sas.

Dos arrendotes siguieron a la ligareña y se disputaron el cebo. Levantaron el vuelo.

—No apresurarse, ya caerán —dijo Macario—. El hambre no da consejo sano.

El pájaro sucio, el pájaro cágalo, el inmundo pájaro que se alimenta del excremento de las aves de la mar, perseguía ligareñas a medio vuelo, cambiando caprichoso, escogiendo como un gastrónomo.

—Ese pájaro es peor que los cuervos, más asqueroso —afirmó Macario Martín.

Los tres de popa seguían el vuelo del pájaro cágalo. Una ligareña, asustada, dejó caer su ofrenda. El pájaro inmundo picó sobre el excremento que recogió antes de que llegara a las aguas.

—El tío guarro… —dijo Macario.

Un arrendote había picado en el anzuelo de la línea de Sas, que comenzó a halar. El pájaro batía las alas desesperadamente, caminando por la superficie de la mar.

—Así, así, que dé zancadas, que no vuele —animó con su consejo Ventura—. Hala de prisa, hala… Ya está.

Sas recogió el arrendote por estribor. Lo apretó de las grandes alas e hizo un movimiento para golpearlo contra el casco del barco.

—No, déjalo vivo —gritó Macario—. Trénzale las alas.

Se desenganchó el anzuelillo del garganchón del pájaro.

—Se lo había tragado bien —comentó.

Le trenzó las alas y lo arrojó sobre cubierta. Domingo Ventura lo empujó con el pie.

—Vaya pico.

El pico de presa del arrendote, amarillo y curvo, tabaleaba en el hierro del guardacalor. El arrendote tenía una baba de sangre en el pico y sus hermosos ojos —avizorantes ojos de atalayero, alucinados ojos de víctima rebelde— se movían hostiles buscando sus celestes poblaciones. Todavía la suciedad de la cubierta no manchaba su nubada pechuga.

En las revueltas aguas de la estela las dos líneas de pesca convergían como las líneas de ribera de un camino del llano; se perdían en la destrucción de la perspectiva por los reflejos del sol. Los marineros pescaban los pájaros al tiento cuidadoso, como si pescaran en aguas profundas, cegados por la luz, engañados por las picadas someras. A veces una ligareña levantaba el vuelo con el cebo en el pico, sosteniéndolo, y lo dejaba caer mientras Macario maldecía, Sas recuperaba el aparejo y Domingo Ventura engordaba de risa.

Fueron cayendo pájaros: mascates de vuelo tenso y poderoso, arrendotes, salteadores de los copos de las artes ligareñas de la algarabía… Un petrel fue devuelto a sus oficios de arranchar las olas, limpiar la estela, alisar los malos tiempos. Macario Martín pescaba por babor, cuidadoso de la boza de cadena que se movía en las correcciones del rumbo de arrastre. Macario Martín tenía a sus espaldas el monte de pesca, palpitante e iracundo. Pidió a Domingo Ventura que contara los pájaros.

—Debe de haber unos veinte —dijo Ventura calculando a ojo, sin molestarse en la cuenta—; se puede hacer un menú arregladito.

Macario Martín recobró su aparejo.

—Ya está bien —dijo—. Los voy a organizar —guiñó un ojo— con arroz. Ahora hay que despellejarlos, sangrarlos y que se oreen.

Joaquín Sas puso una gota de su sabiduría de hambres costeñas a la proposición de Macario.

—Una vez pelados lo mejor es macerarlos bien. Aunque se oreen les sale el bravío de la mar… Macerarlos en agua dulce y luego cocerlos y luego a la sartén y luego al buche.

Macario Martín cogió un arrendote para golpearlo contra la cubierta. Joaquín Sas iba a imitarlo.

—No.

Hizo un gesto de extrañeza Sas.

—No —repitió Macario—. Vamos a asustar a Afá.

—Déjate de chiquilladas, Matao —habló Sas, levantando el pájaro sobre su cabeza y golpeándolo contra la cubierta—. A… lo tuyo.

El pájaro, tras el golpe, se calambraba en la agonía, estirando las patas y abriendo los dedos palmeados con las membranas tensas y brillantes. La rota cabecilla caída, el pico feroz en su desmandibulado ahogo de muerte, las alas todavía trenzadas, hacían del pájaro un grotesco fracaso de la hermosura.

—No —insistió Macario—, si Afá está en el rancho hay que darle un buen susto con los pájaros. Si duerme, mejor; se los ponemos en la litera.

Joaquín Sas había colgado el pájaro muerto de un enganche del guardacalor. Aún tenía el animal un estremecimiento, un postrer reflejo que se agotaba en las membranas de los dedos; membranas que fueron arrugándose a medida que los dedos se crispaban en una última presa de algo ya escapado a las honduras del cielo o el mar, de algo disuelto, evaporado, de algo inexistente. La tristeza del pájaro muerto fue sustituida por la ridícula sensación que daba su cuerpo despellejado. Sas había hecho una incisión en torno del cuello, había fracturado las grandes, veleras alas y había cortado por las fracturas. Luego, tirando hábilmente hasta los muslos del pájaro, le fue quitando el pellejo, que pendía como unos calzones sanguinolentos, de azulina humedad, sobre las dos ramitas de las patas.

Cortó Sas por los muslos, cortó por el cuello. La grandeza del pájaro en vida ya no era más que un chico apelotonamiento de músculos, algo parecido a un corazón, de las dimensiones de un corazón con las arterias y las venas amputadas.

—Un bocado —dijo Macario y se quedó contemplando entre sus manos el cuerpo que Sas le daba, dispuesto ya a sacrificar otro pájaro—, un bocado —repitió— que es la primera carne de verdad que voy a comer desde la salida de marea.

Domingo Ventura despertó al trabajo. Se remangó la camisa suelta por los puños, guardó su boquilla de ocioso y se desató carnicero golpeando pájaros, celebrando muertes, despellejando furioso e inhábil, hasta romper a veces en el esfuerzo el cuello del ave. Hubo al fin en proa un montoncillo de alas, de cabezas, de pellejos. Macario Martín cogió el pellejo de un arrendote y lo volvió. Colgaban las patas como unos siniestros pendientes. Era suave el plumón; suave, cálido, con la dejadez de las cosas muertas. Lo acarició un momento manchándolo con sus manos ensangrentadas y lo echó a la mar. La estela se pobló de los restos del sacrificio de los pájaros. Las aves de la mar abandonaron las aguas del barco; volaron altas y temerosas.

—Ya no volverán —dijo Sas— hasta que pierdan de ojo los desperdicios. Hoy no pescaríamos ni uno más si lo intentásemos.

Macario Martín se fue a la cocina por dos cubos de agua dulce. Sas alineó los pájaros en la cubierta. Cuando volvió Macario, explicó a Sas:

—Uno a uno, apretando bien, pero no mucho, porque luego la carne parece estopa.

—Bien.

Macario y Sas comenzaron la maceración de los pájaros. Domingo Ventura con la boquilla entre los labios, recuperada para tascar la holganza, los brazos separados para no mancharse las ropas, contemplaba.

—¿Con arroz, Macario? —preguntó Sas.

—Con arroz —afirmó Macario— es como mejor están, y si tuviéramos tomate con tomate. Tan buenos como si fueran pollos.

Joaquín Sas, en cuclillas, pendiente de su trabajo, sin levantar la cabeza, contó:

—Hará cinco años, cuando se andaba tan mal de alimentos, se vendían la pareja de gaviotas a tres pesetas, los mascates a dos cada uno. Yo he cogido muchos para venderlos. La gente se aficionó. Todavía hay algunos que lo piden.

Domingo Ventura escupió a la mar. Dijo:

—Yo, por gusto, ni verlos. Ahora, cuando no hay más…

Terminaron de macerar los pájaros.

—¿Los ponemos a orear? —preguntó Macario.

—No, los echas a la marmita grande y que cuezan; así se les va todo el bravío.

Los pájaros sacrificados, que vivos no cabían en el cielo, cupieron muertos en la marmita. La observación se debía a Macario Martín, que había dicho: «Al que la mar le está estrecha de vivo, de muerto le viene más que ancha». Macario Martín se traía sus latiguillos mechados en filosofía, que aplicaba a observaciones cotidianas, a sucesos diarios que formaban la costumbre. Costumbre eran también en los oídos de los compañeros las frases de Macario Martín.

Calentaba el sol en el espardel y los rederos habían terminado el trabajo yéndose a refugiar en los ranchos. La mañana avanzando hacia el mediodía había perdido su alegría de las primeras horas. Macario y su ayudante Sas sudaban en la cocina. Domingo Ventura desde la cubierta, asomado al portillo, contemplaba con desgana las vueltas de espumadera que Macario daba a los pájaros en la marmita.

En estribor, colgando sobre la barca de salvamento, la red puesta a secar hacía hamacas. Domingo Ventura fue buscando lo seco y se tumbó. Se tumbó cara a la mar, con los ojos semicerrados, con un vapor de sueño de las vísperas del almuerzo, invadiéndole la cabeza. Le asustó la voz del patrón de costa que le hablaba desde el bacalao con un trozo de pan en una mano y un cacillo de vino tinto.

—¿Descansando fatigas? —preguntó Paulino Castro.

Domingo Ventura contestó algo ininteligible, entre de molestia y de felicidad. Se sentía incapaz de ser coherente en sus palabras.

—Des… —no completaba las palabras— sue… co…

Las últimas sílabas eran ruidos inarticulados.

—Ya es hora de comer —dijo el patrón de costa.

Para Domingo Ventura había pasado muy rápidamente el tiempo.

—¿Ya? —preguntó.

Macario Martín había subido con la marmita al espardel. Domingo Ventura estaba de pie con una inseguridad de soñoliento, con un balanceo de mareado.

—Venga, Domingo, que hay pollos…

El patrón de costa se sentó en la caja donde otrora estuvo prisionera una paloma. El arroz tenía un ligero tono oscuro. Los pájaros eran casi negros.

—Que suba esa gente… —dijo Paulino Castro—, que no vamos a estar esperando hasta que… Que se den prisa…

Simón Orozco comía lentamente, en pie, mirando hacia el barco compañero. El patrón de pesca del Uro comería, en pie, mirando a su estribor. De vez en cuando movería la rueda un poco, la sujetaría con los cabos y volvería a su centinela. El cansancio, el aburrimiento, la vaciedad de siempre.

Parecía la mar más líquida. Más ligera. Su color azul oscuro había aclarado. En la lejanía se veían las siluetas, negras y pequeñas úes, de una pareja arrastrando hacia el sur. Era una pareja grande, con unos tirabuzones de humo alargándose y deshaciéndose en la marcha; una pareja de las pocas de Gran Sol que navegaban a carbón.

Paulino Castro interrumpió su comida para tomar la situación. Cuando entró en el cuarto de derrota por el sextante el patrón de pesca le habló.

—A ver si terminan pronto ésos, que vamos a virar.

Desde el bacalao Paulino Castro tomó la altura del sol. Avisó a los marineros que se iba a virar. Domingo Ventura comía cuidadosamente arroz, separando los pájaros. Macario y Sas, como pescadores, hacían valer sus derechos, sus hambres de mediodía devorando pájaros en doble ración. «Afá —dice Macario— está hoy contramaestreando». Afá estaba serio entreteniendo dignamente el apetito con unos huesecillos de ave. No había prestado su aparejo y no podía demostrar entusiasmo en la comida. Sin hablar, quería significar que no estaba bien la marmita, que comía por comer, que los pájaros estaban duros. José Afá contramaestreaba.

Por las escotillas ascendió la voz de Gato Rojo, la voz de virada. Afá dejó inmediatamente de comer. Sas y Macario fueron los últimos en abandonar sus puestos en torno de la marmita. Quedaron el patrón de costa, el motorista y los engrasadores Arenas y Espina.

Sas y Macario bajaron a cubierta masticando. Afá estuvo seco en sus órdenes. Luego la dignidad se le fue reblandeciendo. Macario comentó:

—Tira la red, buen copo.

Los barcos cobraban malleta y avanzaban sobre la red. Los arrendotes, las ligareñas, los mascates volvían a sus vuelos alborotados en el ángulo que iban cerrando los barcos.

Verdeaban las aguas en una gran mancha sobre el copo a punto de saltar. Saltó el copo y se encendió un espejo de pescados en el mediodía de la mar. Macario gritó entusiasmado. Afá se volvió hacia el puente, desde el que contemplaba Simón Orozco.

—Patrón, todo blanco.

Simón Orozco sonreía, moviendo la cabeza afirmativamente.

Los hermanos Quiroga se golpearon mutuamente las espaldas. Sas silbó. Venancio Artola y Juan Ugalde hablaron disparadamente en vascuence. El patrón de costa andaba en el bacalao de babor, conversando con Orozco. El motorista y los engrasadores exageraban la redada.

—La más grande —dijo Arenas— de todas las mareas de este año.

La punta de la red fue pasada al Uro. El Aril se apartó. Todos los tripulantes del Aril contemplaban la maniobra de izar la red. En el Uro se trabajaba de firme.

—Si no salabardean en seguida, rompen el arte.

La cabeza de Gato Rojo asomaba por la escotilla.

—Arenas, es tu hora —dijo Gato Rojo—. Baja y déjate de cuentos.

—Ya voy, hombre, ya voy, espera tres minutos… Otras veces se te ha esperado a ti…

Gato Rojo estaba invadido del nervioso entusiasmo de la gran redada.

—Baja pronto —insistió.

Arenas no oía. Luego, con lentitud, se apartó de las barandas.

—Ya voy, Gato Rojo… —dijo.

Simón Orozco golpeó con el puño cerrado en el hierro del bacalao.

—Dios, Dios, Dios…

Golpeó con los dos puños.

—Dios, Dios, Dios… Daos prisa que rompéis la red, que la rompéis…

Ordenaba el barco distante. Se volvió a Paulino Castro:

—Que metan el salabardo pronto, que se cargan el arte. Lo tienen muy pegado al casco y se les va a abrir con el roce.

Paulino Castro estaba atento a la maniobra.

—¿Les damos un toque por la radio?

—No, ahora no se les puede distraer. Que metan pronto el salabardo…

El copo estaba pegado al casco del Uro. Un hombre saltó al copo flotante y con un bichero intentó despegarlo.

—¡Dios! —dijo rabiosamente Orozco—, no se les ocurren más que idioteces. Que den marcha atrás o se les cuela el copo debajo.

El Uro, en cuanto el hombre del copo saltó a la cubierta, hizo marcha atrás y se despegó del copo. Ya tenían preparado el salabardo. A poco comenzaron a salabardear. Simón Orozco respiró profundamente.

—Ya era hora.

Las conversaciones volvieron tras la expectación de los momentos pasados a tener un tono de alegría. Gato Rojo estaba en el espardel hablando con Domingo Ventura.

—Con media docena de redadas así se llenan los barcos. Con cuatro días que tengamos suerte, para el sur.

Gato Rojo calló pensando en el sur, pensando en la llegada, con día claro, a la vista de los perfiles costeños cantábricos. Las discusiones de siempre entre los tripulantes: «Es el Médico, es la roca de la Virgen, tras ese monte está el pueblo…»; o «esa roca no es el Médico, esa roca es la de Pata Vieja y en seguida tendremos la torre del faro, me apuesto lo que…». El sur era para Gato Rojo seis redadas de suerte, el sur era para Simón Orozco la entrada con los barcos llenos en el puerto de marca más alta para la merluza.

Acabaron de salabardear en el Uro. La cubierta blanqueaba de merluza y pescadilla, manchada por el verdiamarillento color de los bacalaos.

—Han sacado mucho bacalao —dijo Afá—. Han tenido un pico de suerte. A ver nosotros lo que hacemos.

Los barcos se fueron juntando para el segundo lance. A medida que se acercaban se asombraban los marineros de la importancia de la pesca.

—Salen doscientas cajas —dijo Afá.

—Salen más —afirmó Macario.

Tras el segundo lance, comenzó el trabajo en la cubierta del Uro.

—Les lleva preparar todo esto hasta la sacada de la noche —dijo Afá.

Macario Martín movió la cabeza afirmativamente. Afá se volvió hacia el patrón de pesca, asomado a una ventana del puente.

—¿Quién sacará esta tarde, señor Simón?

—Ellos.

—Tienen mucho trabajo ya.

—Mejor, José, cuanto más trabajo, mejor. Mañana sacaremos nosotros.

Arrastraban los barcos hacia el norte. El patrón de costa comunicaba la situación comprobante al Uro.

—Estamos en el cincuenta y cuatro, veinte, latitud, once, cincuenta y dos, longitud. ¿Hay diferencia de tu observación?

Macario Martín entró en el rancho, frotándose las manos.

—Como esto siga así —dijo—, mañana se nos prepara buena.

Los pájaros de la mar aureolaban el Uro.