VI

AL AMANECER amainó algo la última furiosa collada del norte. Llovía apretada y fuertemente. No había perspectiva de horizonte en la mar; rompían horizonte y olas en la proa. Una mancha de claridad cenicienta cubría la nave y su combate. El Aril navegaba gelatinosas aguas bicolores: verdes, de los verdes oscuros del septentrión, en su torno inmediato; negras, de las profundas negruras minerales —brilladoras, titilantes, engañosas— del carbón, viniendo a la reñida del naufragio. El Aril estaba en la capa en aguas del banco Gran Sol.

Simón Orozco llevaba el timón, haciendo la capa: poco a poco el motor y proa al viento. Paulino Castro atendía a la radio. Habían perdido de vista al barco compañero desde las primeras horas de la madrugada, desde el primer choque con la collada del norte. Comunicaban con el Uro por la radio. Nada iba mal. «Nada va mal —dijo el patrón de pesca del Uro— por ahora…».

Macario Martín volvió de la cocina a su rancho. Entró frotándose un hombro. Subió a su litera. Dijo:

—Es inútil. Estoy tronzado. Es inútil. Hay que esperar que calme un poco.

Ninguno de los compañeros protestó. Macario empezó a barbarizar sobre los malos tiempos:

—El sol se va de p… Venga agua por el balcón. La mar está…

Interrumpió su discurso un fuerte balance. Se agarró el hombro dolorido con la mano del delito e hizo la queja.

—Capa, capa, capa, el tío este nos va a tener haciendo capa siete días. Debiera haber tirado para puerto. Debiéramos estar ya en Bantry.

—En casa —dijo Afá.

Gato Rojo aguantaba marea hecho una bola en su litera. Juan Arenas tenía el estómago revuelto y un cierto remusgo de miedo.

—Me descomponen las capas —acertó a decir—. Me descomponen las capas —repitió.

Macario Martín bajó de su litera y se tumbó en la de Manuel Espina.

—La mía —explicó— está más húmeda que la mar. Por ese ojo de buey entra el diluvio.

Juan Arenas se incorporó en su litera. Preguntó:

—¿Cuánto durará esto, José?

Afá dijo calmosamente:

—Tres, cuatro, diez horas. ¡Quién sabe!

Se frotó las manos nerviosamente el engrasador.

—Debiéramos estar en Bantry —dijo—. El patrón ya veía lo que se acercaba…

Sonrió Macario Martín.

—Sí, en Bantry —afirmó.

El contramaestre comentó en voz baja:

—En casa, en casa.

Trepidó la embarcación y dio un bajón como si hubiese pasado un bache. Juan Arenas se quedó un instante mirando con los ojos muy abiertos el techo del guardacalor. Guiñó la luz de ordenanza. Se hizo un silencio. Macario dijo:

—Debiéramos estar ya en Bantry.

—Baja la mar —dijo Afá—; le dan repeluznos, pero baja. No puede con nosotros.

—Este viento no se va tan pronto —contradijo Macario—. Volverá en seguida, volverá más rabioso. Está en la brega.

Juan Arenas se echó en la litera. Gato Rojo estiró las piernas, dejando de ser un nudo sobre el catre. Macario Martín sonrió, seguro de sí mismo.

—Voy al fogón —dijo—. Voy a ver si se puede hacer algo.

El Aril sostenía con sus palos un cielo gacho, grueso, gris.

Para Manuel Espina aún era de noche. En el clima nocturno de las máquinas —luces, sombras, zumbidos, calor, sueño— el engrasador esperaba el término de la guardia; con la finalización de la guardia, el aflorar al día, como en un despertar voluntario, dejando atrás el espacio cercado del hierro o la tiniebla, conquistando en una sola aspiración, en una sola mirada, la libertad de la luz cenicienta. Para Manuel Espina, en la guardia, el pensamiento tenía los puntos de absurdo y de repetición de las pesadillas.

Por el rancho de proa se discutía la capa. Los hermanos Quiroga —el barbilampiño, el barbirrucio— formaban los dos puntos de ortografía para la enumeración de Joaquín Sas.

—Hace dos mareas la capa, ¡eh, Juan! ¡Eh, Celso, la hicimos porque al patrón le dio la gana! Con tiempos peores se ha pescado otras veces. ¿No es verdad, Juan y Celso? Mareas de aguantar mar de capa en arrastre, mareas de invierno por la mar de Francia echando las artes, mareas, tú no viniste, Venancio; pero tú, Ugalde, te acordarás, como aquella que entramos en Castletown casi sin los barcos.

Venancio meditaba sus preguntas.

—Entonces, Sas —dijo—, ¿qué dices de esta capa?

—Que a la tarde tiramos la red.

—Bueno, ya, pero ¿qué dices de esta capa? —repitió Venancio.

—Ya no es necesaria. Ya, si quiere, puede echar el arte.

—Tú, Sas, eres como un patrón de pesca, pero desde el rancho. Sal a ver. Dile a Orozco que está para echar la red y te echa a ti a la mar.

—Contigo, Venancio, no se puede hablar. Crees que Orozco es Dios, que sabe todo lo que ocurre y puede ocurrir. Crees que es el patrón más seguro que anda a la mar. No hay patrón seguro. Todos se equivocan alguna vez y siempre cuando no deben. Entonces vete a pedirles cuentas, cuando estés dando de comer a los cangrejos en los fondos. Sí, vete a pedirles cuentas.

—Por eso me parece bien que siga en la capa, por los cangrejos.

—La capa ya no es necesaria.

Macario Martín entró en el rancho de proa con las manos tiznadas de carbón.

—Hoy no hay desayuno, mozos —dijo—. Apretaos el cinturón por si no hay comida.

Juan Ugalde fue tomado de un súbito furor.

—Capa, capa, y encima no hay comida. Te diviertes, Matao, tú te diviertes mucho, pero las vas a pagar.

—Yo no me divierto, Juan, el carbón está mojado porque alguien dejó el portillo abierto. Yo no voy a ir ahora por carbón. Pan no hay, vete tú a sacarlo de la nevera. Patatas no hay, vete tú por ellas. Pesca no hay, porque la que estaba colgada se la ha llevado el agua, vete tú a proa y tráela. No hay nada de nada, invéntalo tú. Yo no me divierto; qué más quisiera yo.

—Yo tengo hambre —dijo Juan Ugalde—, y tengo que comer. Tú tienes obligación de hacer la marmita a mediodía y ahora de darnos algo.

—No hay.

—Ayer ya se veía que íbamos a hacer capa, vago, mierda de vago. No hay porque tú eres un vago.

Macario Martín se dirigió a Joaquín Sas.

—No son marineros; en cuanto falta de comer se acaban los hombres.

Los Quiroga tomaban la opinión de consuno. Celso hablaba, Juan afirmaba con la cabeza y ayudaba a la afirmación moviendo las manos.

—Matao, de esto se va a enterar el patrón y ya veremos lo que dice.

—El patrón tiene bastante con la mar.

—Ya veremos.

Macario Martín jugó la baza de su gracia personal.

—Hijos míos —dijo—, estoy muy duro, lo demás os ofrecía una pierna. Qué se va a hacer, hijos, cuando todo se pone en contra. Nos podemos comer los unos a los otros…

Juan Quiroga no tenía la palabra fácil, resumía profundos pensamientos en un solo vocablo.

—Majadero.

Se agarró Macario para aguantar un balance, se agravó su rostro.

—Hijo mío, calma, no insultes, no te metas conmigo que yo tengo la lengua larga, no seas pasmado y hazte cargo.

A Macario Martín no le hubiese molestado el denuesto violento del habla y la costumbre marinera. Le hería profundamente el insulto de Juan Quiroga. Se despidió.

—No hay nada —dijo—; de modo que aguantarse. Y tú —señaló a Juan Quiroga— guárdate esos insultos de oficina para endilgárselos a tu viejo.

La voz de Juan Quiroga le alcanzó antes de que cerrara la puerta.

—Majadero.

En el rancho de proa se hizo un silencio. Sas habló lentamente, mientras miraba por el ojo de buey.

—La mar se va calmando, dentro de poco llamará el patrón para que suba alguno a la rueda. La última guardia antes de la del contramaestre la hice yo. Detrás de mí vas tú, Venancio.

Ya no rompía el horizonte en la proa. El cielo se levantaba, se ensanchaba, blanqueciéndose. Menguaba el oleaje. La lluvia se dulcificaba en sirimiri. Renacía la estela. La chusma de los petreles volaba al sebo y los aceites, haciendo recortes a las olas. Caía al estribor del Aril la mancha lejana del Uro compañero.

Afá abrió el ojo de buey de los pies de su catre para tomarse un aire. El rancho estaba cargado de humo estratificado y perezosamente movedizo. Afá respiró los buenos vientos de la andada. Protestó Arenas —en el aburrimiento la protesta, en el trabajo la protesta, en el peligro, la protesta, ¡qué distracción, qué descanso, qué bastimento de valor!— de la corriente fría. Con la calma el contramaestre bebió de su botella, delicadamente preservada durante la capa entre el cabezal y la ropa sucia metida en una bota de goma; bebió feliz y largamente. Dijo «top» y cacheteó el corcho. Arenas había calentado su vino entre las piernas y escupió el trago. De nuevo protestó de la corriente de aire. Luego cambió favores. Dio señales de no seguir protestando, pero pidió al contramaestre su botella. Afá fue generoso.

A Manuel Espina entre las muchas partes de su cuerpo que le dolían en las capas, y las horas, las malas horas, que tenía de guardia, en cuanto la mar calmó y se tumbó en el catre, se quedó desarbolado, dejándose mecer en una duermevela de dolores y profundas aspiraciones como de pequeña felicidad. Cuando Arenas, abusando, le quiso pasar la botella de Afá, Manuel ni se movió. La botella volvió a su dueño desde Arenas: un último trago, el no bebido por Espina, un completo abuso.

Domingo Ventura, en su camarilla, mordió un trozo pequeño de carne de membrillo. Tenía el estómago vacío. Luego sacó de una lata cuatro galletas y las fue comiendo con delectación y sosiego. Domingo Ventura no pensó que tenía gusana en el intestino y que por eso sentía hambre a todas horas, sino pensó en que era como una caila, como una caila de setenta quilos de peso capaz de zamparse setenta quilos de carne de membrillo, de galletas, de onzas de chocolate y de acabar con la leche condensada de setenta latas brillantes, como peces. Entre las novelas del Oeste y los ultramarinos nacionales tenía perdido el pensamiento. El perezoso, el glotón, el sinvergüenza Domingo Ventura se fue al rancho de popa a refregar su bienestar por los hocicos de los engrasadores, sus subordinados. Ya era tiempo de hablar en el puente. Simón Orozco cambiaba impresiones con Paulino Castro. Había subido a la guardia Venancio Artola. Los dos patrones fumaban antes de entrar a descansar en el cuarto de derrota.

—Dos horas de andada —dijo Orozco— y echamos el arte.

—En dos horas calmará más.

—Al atardecer levantará la mar. Estos vientos repiten. Si nos salvamos de hacer capa esta noche…

Juan Ugalde pasó a la cocina de marmitón hambriento, dispuesto a recibir órdenes de Macario Martín, dispuesto a las primeras catas de la comida en preparación. Los dos Quiroga —el de los ojos turbios, el de los ojos de pulpo— formaban terna con Sas, discutiendo inverosímiles negocios de la bajura en la cerrada fala del Finisterre a la mar. Las motoras, las cinturas de sardina o de anchoa, las barricas de raba, el juego de las artes ocupaban sus cálculos imaginativos de marineros rasos, pobres y esperanzados. «Una esperanza —dice Sas— de tener motora de uno y andar a la sardina como patrón, para salir de pobre». Las Américas del oficio están en la bajura.

A las once y media de la mañana Macario Martín retiró de la marmita la comida de Simón Orozco y de Paulino Castro. A las doce menos veinticinco no se cabía en la cocina. Juan Arenas sirvió un plato para el de guardia en las máquinas; pidió permiso para servirse él. Macario Martín, tras una mirada a los comensales, concedió el permiso. La marcha de Juan Arenas hizo sitio. Se apartó comida para Celso Quiroga, que estaba al timón. José Afá pidió un jesusero. A Manuel Espina le gustaba decir el «A Jesús» que abría la comida. Manuel Espina sabía dar solemnidad al trance; aprovechó una calma en la discusión entre Joaquín Sas y Venancio Artola, un silencio en la organización vociferada de Macario Martín, una distracción sin blasfemia de Juan Quiroga y la atención expectante de Domingo Ventura, Afá y Ugalde. Al «A Jesús» llegó alguno con retraso en el quitarse la boina, pero hubo respeto.

El jesusero suele aguantar las bromas de la comida. Manuel Espina no admitía bromas. Macario Martín era un técnico de la chunga. Hablaba con el contramaestre.

—Si a ti te gustara echar jesuses, ¿qué te hubieras hecho?

—Cura, Macario.

—Pues yo patrón.

Manuel Espina metía la cuchara en el condumio y le miraba de reojo. Se aproximaba el escarnio. Macario Martín era tenaz en la burla.

—Si a ti, José, te dieran a real el jesús, seguro que ganabas un buen puesto de beata en la iglesia del cura Remojo y vuelvo a remojar.

Macario Martín siempre jugaba del vocablo hasta el absurdo. Proseguía:

—¿Y si en vez de un real te dieran una indulgencia, José?

—Iba a echar jesuses —decía Afá— el obispo.

Macario Martín garganteó un carcajeo siniestro, teatral, desafiante.

—Manuel Espina —dijo—, vas para obispo o para cornudo. Los únicos que echan jesuses de balde, Manuel, los únicos…

Manuel Espina dejó la cuchara quieta en el aire.

—Con tu mujer, Matao.

No se inmutó Macario Martín. Concedió:

—Con mi mujer, que es cornuda.

La BBC estaba dando malos tiempos en Islandia, en el mar del Norte, en Irlanda, en los dos canales, en la mar de Francia; malos tiempos hasta el Finisterre español. Simón Orozco con el bocado en la boca, sin masticar, atendía preocupado a las noticias de la emisora. Cuando terminó la BBC el parte marino, Orozco comenzó lentamente a masticar. Paulino Castro preguntó con la voz tomada de un dejo de ansiedad:

—¿Qué dice el míster?

Simón Orozco fue lacónico:

—Danza.

Se quejó Paulino Castro.

—¿Más danza?

—Más danza y de la grande.

A través de los ventanales del puente, Paulino Castro contempló la mar.

—No parece.

Simón Orozco contestó con la boca llena.

—Nosotros nos equivocamos, ellos no. Habrá que aguantarse.

—Se levanta la mar, pero no parece… Hay poco viento.

—Sí, hay poco viento y hay que aprovecharlo. Vamos a echar el arte.

Paulino Castro licenció a Celso Quiroga.

—Vete abajo.

El marinero dejó el timón al patrón de costa y se volvió hacia Simón Orozco.

—Señor Simón, ¿va a echar la red? —preguntó.

—Sí, quedan horas hasta que bailemos sin ganas; hay que aprovechar.

Celso Quiroga quiso dar su opinión.

—Pero si hay malos tiempos…

No le escuchaba el patrón de pesca. Celso Quiroga salió al bacalao del puente y cerró de golpe la puerta.

—¿Qué le pasa a ése? —preguntó Orozco.

Paulino Castro se encogió de hombros. Respondió:

—Tal vez miedo. Salir de una capa y entrar en otra es de mala suerte.

—De mala suerte —dijo agriamente Orozco—, es estar toda la vida en la mar.

Cuando Celso Quiroga entró en la cocina, Macario Martín tenía ya harto al engrasador Espina con la broma de los jesuses. Celso comenzó a tomar su comida. De pronto gritó:

—Matao, cállate ya, que luego vais a echar jesuses todos.

Se estaba limpiando la cuchara con un trapo.

—¿Qué hay por el puente? —preguntó.

—Malos tiempos desde el norte hasta el Cantábrico —dijo Celso; luego fue lacónico a imitación del patrón de pesca:

—Danza.

En la cocina se guardó silencio. Celso llevó las preocupaciones al máximo.

—Además va a echar la red.

Macario Martín se indignó.

—¡Que va a echar la red! Está loco. Este tío está loco. ¿Quién va a sacarla? Con tal de llenar la nevera, le importa todo un bledo. Mierda para el tío.

Desde las máquinas llegó el pregón de la faena. José Afá tenía puesto el pantalón del traje de aguas.

—Me lo suponía —dijo.

Macario Martín se quejó a gritos:

—Ni comer. Ni comer.

Le animó el contramaestre:

—Anda, Matao, deja de quejarte y sal a cubierta.

Lanzaba el Uro. En el puente, por radio, Simón Orozco aconsejaba al patrón de pesca del barco compañero. «Ojo a la corriente y a la marejada —dijo—; ojo a la hélice; ojo, mucho ojo, no haya que lamentarlo».

Las olas traían un extraño rumor, como de grandes hojas de acero quebrándose, como de alas batiendo en el aire lenta e insistentemente. Rozaban los costados del barco, rompían en la punta de proa, se sucedían en la lontananza, y lo llenaban todo de su rumor metálico, alado y escalofriante. Macario Martín en la amura de estribor, junto a la proa, comunicó a su amigo el contramaestre su sensación:

—Esta mar da dentera.

—Ésta es la mar —respondió Afá— de las capas de ocho días.

Simón Orozco observaba la faena, con la mano en la manija del telégrafo. Domingo Ventura estaba en el bacalao del puente contemplando con mirada aburrida el trabajo de los compañeros. Comenzó la andada de arrastre. Domingo Ventura quiso conversar con el patrón de pesca. Simón Orozco estaba a la rueda y no le prestó atención. Domingo Ventura estuvo un rato en el espardel, pegado a la chimenea, por la parte de sotavento; luego bajó a la cocina en busca de diálogo. En la cocina, nadie; el rancho de proa le era hostil; el rancho de popa lo tenía calculado para el atardecer. Desde la pasadera de máquinas, Ventura intentó una conversación a gritos con Juan Arenas. Se cansó y se fue a su camarote. Juan Arenas se alegró. Pensó que Domingo Ventura era un baboso. Canturreó la palabra. Se obsesionó con la palabra. Baboso y mala persona, baboso y tirano, baboso y baboso. Baboso y engrupido. Juan Arenas usaba a veces los vocabularios de los tangos y a veces, en la soledad de la guardia, inventaba letras y músicas de tango con aplicación inmediata a sus compañeros. En los ranchos dormían. En el camarote y en el cuarto de derrota dormían. Velaban Simón Orozco y Juan Arenas.

El viento norte amaga. El viento norte avisa. El rumor de las olas es el rumor de las multitudes. El ruido de las olas es el ruido de los cataclismos prehistóricos, del cataclismo bíblico. Las olas hacían ya ruido y el viento norte estaba golpeando. Llevaban cuatro horas de arrastre cuando Simón Orozco ordenó por la radio la recogida de la red.

Cuando los tripulantes salieron a cubierta la marejada había aumentado, el Aril casi trompeaba, el cielo y la mar formaban una axila negra y profunda en cuya concavidad parecía que fueran a ser aplastados los barcos.

Apenas se sostenían los marineros sobre la cubierta. Tras la virada, en la convergencia de los barcos, Simón Orozco, agarrado a las cabillas de la rueda del timón, tenía un gesto preocupado. La dificultad de la marcha estrepaba la malleta, hispiendo el aforro de fibra vegetal, hisopando los rostros de los pescadores.

La punta de la red fue pasada al Uro. Se alejó el Aril, principiando a dar vueltas en círculo en torno del barco compañero. Simón Orozco estaba atento a la sacada; recomendó por radio el cuidado en la maniobra. El copo de la red flotaba a estribor del Uro, empujado por el oleaje y el viento, hacia el costado del barco. Un golpe de mar unió red y barco. El patrón de pesca del Uro timoneó a babor, con el motor en marcha.

La red corrió a popa y fue enganchada por la hélice. El copo se hundió de golpe, luego la mar de popa se cubrió de peces. El cable de sostén de las puntas de la red se había partido.

Simón Orozco se agarró frenéticamente a las cabillas de la rueda del timón y comenzó a gritar. A los gritos, Paulino Castro salió del cuarto de derrota. Despertado bruscamente, asustado, preguntó a Orozco, acercándose al ventanal del puente:

—¿Qué ha pasado? —dijo con temor.

Simón Orozco golpeaba con los pies el entablillado.

—Torpes, torpes. Avería, avería… Vamos listos. Torpes, vamos listos. Con esta mar, remolque. Mira, mira —señalaba al Uro—. Han enganchado bien la red. No la sueltan. No la sueltan. Una red perdida y lo que venga.

Repentinamente Simón Orozco se calmó.

—Coge el timón, Paulino. Voy a llamarles.

Ya comunicaban del Uro.

—Acercaos. Mal asunto. Se ha enganchado en el eje el cable de sostén. Está toda la red abierta. Habrá que remolcarnos.

El Aril se acercó al barco compañero. Los tripulantes de los dos barcos estaban en las cubiertas. Hablaban a gritos. Nadie se entendía. Simón Orozco, desde el bacalao del puente, pidió silencio a su tripulación.

—Vamos a dar remolque. Aseguradlo en los abitones y en el palo. Vosotros —dijo a su tripulación— tomad el cable con la boza. Listos.

La maniobra tuvo dificultades. Los barcos comenzaron a navegar lentamente hacia el norte. Paulino preguntó a Simón Orozco:

—¿Adónde?

—Bantry, si llegamos —respondió el patrón de pesca, preocupado.

Estaba anocheciendo. Una lluvia fina, mansa, chispeada, colaboraba con las primeras tinieblas entenebreciendo la mar.

Macario Martín aplastó una mosca con el pie contra el techo del guardacalor.

—Ésta era la última —dijo—. Ahora estamos de verdad en la mar. Matao el último bicho de la tierra.

José Afá sonrió.

—No cuentas contigo, Macario, ni con las pulgas.

—Somos bichos de a bordo —contestó Macario Martín—. Ahora estamos solos.

La boza de cadena sonaba en la tapa de regala, en la popa. Su sonido ácido penetraba en el rancho. Afá estaba de pie, con los brazos tendidos a las literas de los costados.

—Esto no me gusta, Macario, esto no me gusta.

—Al aumentar la mar, el cable no resistirá.

—Hace tres años se perdió una pareja de Vigo en La Chapelle. Atoaban hacia Francia, con mala mar. Se rompió el cable. El barco que daba remolque se fue de proa, se clavó en la mar. El otro resistió al garete, aunque la mar se le había llevado cuatro hombres. Cuando los recogieron, creo que no había ni guardacalor.

—¡Qué esperanzas! —dijo Macario.

Domingo Ventura asomó por el rancho.

—No puedo estar solo —se disculpó— en estos trances; me pone nervioso estar solo.

Macario Martín señaló hacia abajo con el dedo de su mano derecha.

—Échate en la litera de Manolo, pero no se la mees.

Domingo Ventura obedeció. El contramaestre siguió hablando de naufragios.

—Esta noche debiéramos habernos quedado al garete. Atoar con esta mar… El patrón lo hace para perder los menos días que pueda. La pesca, la pesca, y nada más que la pesca. Si ocurre algo, ¿qué? La gratificación a las viudas debe de ser de risa. El seguro es peor, mucho peor. Cuando se fue a pique…

—¡Qué esperanzas, José! —dijo Macario.

En el puente, Simón Orozco dijo a Paulino Castro:

—Comunica, si puedes, con alguna pareja cercana y avisa que vamos dando remolque, que estén al tanto por lo que pueda ocurrir.

—Bien.

—Nos va a costar llegar a Bantry.

El Uro y el Aril navegaban por el norte del banco. Había aumentado la lluvia y la noche era una masa negra y apretada. Las luces de los dos barcos hacían un firmamento enano, un firmamento al revés, un firmamento inarmónico.

En el rancho de proa nadie hablaba, nadie dormía. Todos yacían en sus literas, esperando.

Gato Rojo había bajado a las máquinas a acompañar a Manuel Espina. Solamente cambiaban entre ellos palabras del servicio.

—Mira el aceite.

Una pausa de comprobación.

—Va bien.

Silencio.

—¿Las toberas?

—Bien.

Silencio.

Gato Rojo se apoyaba en la mesa del tallercillo y respiraba profundamente mirando a las pasaderas. Se acercó Manuel Espina.

—Vete al rancho, Carmelo —dijo—, aquí no haces nada.

—Prefiero estar aquí.

Silencio.

Juan Arenas, en el rancho de popa, pidió al contramaestre y a Macario que se callasen. Afá le explicó:

—Juan, lo peor que se puede hacer es callar. Hay que hablar o cantar, que es como estar trabajando, como estar ayudando al barco, ¿lo entiendes?

Macario Martín golpeó con los pies en el techo del guardacalor.

—Es dar confianza a esto —dijo—, como se hace con los caballos. Animarlo. El barco tiene que oírnos. Tú lo sabes.

Juan Arenas guardaba en su taquilla una revista de deportes. Se incorporó para cogerla. Macario Martín siguió sus movimientos.

—Leer, no —dijo—. Canta.

Balbució algo ofensivo para Macario. Macario Martín recomendó:

—Calma, almirante, todos estamos nerviosos.

Los tirones del remolque que frenaban al Aril sobre las olas, le hacían tener movimientos de inseguridad. El Aril era como un caballo embridado, luchador, que quisiera levantar la cabeza. Los tirones tenían el comentario del contramaestre:

—Vamos con un cable, que se partirá, pero es mejor que ir con dos, porque nos arrastraría al Uro en caso de que…

Macario Martín se volvió hacia su amigo Afá.

—Rey de esperanzas, ¿por qué no callas la boca?

En el puente, Paulino Castro estaba al timón. El patrón de pesca se había sentado en un banquillo junto a la radio; fumaba.

—Ochenta millas largas —dijo Paulino Castro.

—Mañana a media tarde si todo va bien.

—Si aumenta la mar habrá que soltar el cable. Estaríamos todos más seguros.

Simón Orozco no hizo comentario. Fumaba largando el humo sobre su brazo izquierdo, remangado, moreno, sucio, con vellosidades canas. Simón Orozco pensaba en la entrada en la bahía de Bantry con mala mar. Paulino Castro pensaba en las dificultades del remolque hasta la bahía de Bantry.

A medianoche el contramaestre fue llamado al puente. Paulino Castro le cedió el timón y se sentó a descansar en el banquillo junto a la radio. Simón Orozco había bajado por la trampilla del cuarto de derrota al rancho de proa.

Al aparecer el patrón de pesca en el rancho los marineros se inquietaron. Sas, incorporado en su litera, preguntó apresuradamente:

—¿Marcha algo mal, patrón?

Simón Orozco saltó de la mesa del rancho, sonrió.

—Marchan mal estas piernas —dijo—, que ya no aguantan. Está uno para el dique.

Sas sonrió casi con agradecimiento.

—Está todavía para muchos años en la mar, señor Simón.

El patrón de pesca se mostró confidencial.

—¡Quia! Los patrones viejos no los quieren los armadores. La mar necesita juventud, mucha juventud. La mitad de los años que yo tengo.

Venancio Artola intervino:

—Francisco el de Ea es mucho mayor que usted y sigue en la mar.

—Francisco —contestó Simón Orozco— es Francisco, no hay otro como él. Yo he navegado de contramaestre con Francisco. Francisco, Francisco… ése es aparte.

Entró en turno Ugalde:

—En la bajura hay patrones que le llevan a usted veinte años, señor Simón.

—Bueno, en la bajura se puede tirar más —dijo con un dejo de tristeza Orozco—. Yo siempre he andado en barcos de éstos o en bous; ya no voy a cambiar.

Los dos Quiroga —el medio albino, el rapado— ni preguntaron, ni hicieron comentarios. Simón Orozco cambió el tono de voz:

—Bueno, estamos a unas setenta y tantas millas de Bantry. Hemos avanzado poco. Si esto no empeora, sobre media tarde entramos por la bahía.

—Eso del Uro —dijo Sas—, ¿se arreglará fácil?

—Esperemos que no tenga una pala rota la hélice o cualquier otra avería el eje.

Simón Orozco salió a la cocina, pasó el portillo y desde la pasadera de máquinas gritó a Gato Rojo:

—¿Cómo va eso?

Gato Rojo movió afirmativamente la cabeza.

En el rancho de popa se velaba en silencio. Al entrar Simón Orozco, Juan Arenas se incorporó vivamente.

—¿Qué, patrón?

—Calma, calma. Vengo a ver cómo van por aquí las cosas.

—Con miedo —dijo Macario—, pero aguantando. ¿Por arriba?

Simón Orozco sonrió.

—Con miedo, pero aguantando. No hay que preocuparse mucho, ¿eh, Macario?, en otras peores nos hemos visto.

—El Uro tira mucho, señor Simón —afirmó Macario—. Acabará rompiendo el cable.

—Tú acabarás rompiendo el cinto si sigues bebiendo.

La voz de Domingo Ventura era una voz cansada en la angustia.

—¿Llegaremos, patrón?

—¿Adónde quieres llegar tú? Llegaremos a Bantry a media tarde. Ahora que si quieres ir a otro sitio, cambiamos el rumbo y donde digas.

Manuel Espina opinó:

—Este asunto está muy serio.

—La mar siempre está seria —dijo Orozco—, yo he visto irse un barco con doce hombres, sin mala mar, a ver a los angelitos con escamas, dentro de una bahía. ¿Qué te parece?

Ofreció tabaco Macario Martín.

—¿Quiere, patrón?

—Guárdalo para ti, que luego vas a andar pidiendo, con el sincio a vueltas.

—Si nos vamos para abajo, no lo voy a necesitar.

—El diablo también fuma, Macario.

Macario Martín hizo un gesto de extrañeza.

—¿Usted cree en el infierno, señor Simón?

—¿Y tú?

Macario Martín pataleó el techo del guardacalor.

—¡Quién sabe!

El patrón de pesca sonrió.

—Esta noche ha habido que apretarse el cinturón —dijo—. Espero que mañana puedas darnos bien de comer.

Simón Orozco salió a la pasadera, fue hacia la cocina. Macario Martín hizo el comentario:

—Cuando baja el patrón a dar ánimos las cosas no deben de navegar muy bien.

Pataleó fuertemente el techo del guardacalor.

—El infierno, el infierno… Todos mataos —hizo un ruido nasal de menosprecio—. Buena esperanza.

Al amanecer estuvo a punto de romperse el cable. Altas olas, fuerte viento, cerrado en lluvias. Simón Orozco pensó en dejar el remolque. Habían avanzado poco durante la noche. Estuvo a punto de hacer capa con el Aril dejando al Uro al garete. Al fin pareció calmar el viento.

Domingo Ventura había perdido el apetito. Macario Martín frió unos trozos de pan y se los tomó con vino. En el rancho de proa nadie pensó en comer. Juan Arenas cuando salió de su guardia se tumbó en la litera y se durmió. Macario Martín había hecho un comentario maligno.

—¿Tú sabes, Ventura, que el mucho miedo da sueño?

Domingo Ventura no había contestado. Se apretó los brazos cruzados sobre el vientre y encogió las piernas. Domingo Ventura había cambiado de litera cuatro veces a lo largo de la noche.

A mediodía estaban los barcos a treinta millas de la entrada de la bahía de Bantry. Ya no llovía, la mar había calmado, el viento soplaba a ráfagas y débilmente. Simón Orozco conversaba con Paulino Castro.

—Va bien, entraremos al anochecer.

—Va bien, aunque al amanecer ha habido un…

—Lo pasado pasado, Paulino.

Macario Martín dio de comer a la tripulación una paella gigante. Al colocar la marmita en la mesa de la cocina, dijo solemnemente:

—Apetito de muertos.

Domingo Ventura, en cuanto el jesusero abrió la comida, metió el primero, sin respeto a los turnos, su cuchara en la marmita.

Durante la tarde hubo alegría en los ranchos. Juan Arenas cantó. Afá dijo cosas crueles a Macario Martín. Los dos Quiroga fueron juntos al beque y se esperaron. Sas estuvo de visita en popa. Gato Rojo se puso a hacer una huevera con destino desconocido. Manuel Espina intentó leer una novela. Artola y Ugalde volvieron a hablar de dinero y Domingo Ventura regresó a su camarote.

Cuando Macario Martín, ya anochecido, se decidió a preguntar a su amigo José Afá si creía en el infierno, «¿Tú crees en eso de los diablos fogoneros que te achicharran en las calderas?», la voz de Gato Rojo, desde las máquinas, anunció Bantry a la vista.

Manuel Espina y Afá salieron corriendo del rancho, Gato Rojo subió a las pasaderas y se asomó por una de las escotillas del espardel. Macario Martín intentó decir algo a Juan Arenas, pero éste había salido a las pasaderas. Macario Martín saltó de la litera y se fue hacia la cocina.

En la oscuridad, al fondo de la noche, guiñaban las escasas luces de Bantry. Macario Martín asomó por el portillo de la cocina. Bajaba del espardel Manuel Espina.

—Es Bantry —gritó alegremente—. Bantry, Matao.

—Ya lo sé —dijo Macario—, ¿o te crees que estoy ciego?

Luego dio un suspiro, escupió a la tapa de regala, pero el escupitajo cayó en la mar. Dijo:

—Bantry.