POR EL VERIL OESTE del Cockburn Bank llevaban el arrastre los barcos de Simón Orozco. Al amanecer estaban en el banco las parejas Urco y Pagasarri, Alonso y Puebla. Con los pescadores del Urco, cuando se acercaron pidiendo pesca para la comida, disparataron bromeando los tripulantes del Aril. Macario Martín y Joaquín Sas llevaban el arrastre de la risa, de la desvergüenza, de la ofensa podrida de vieja. Macario Martín no perdía palabra sin hacerle el comento. Gritaban contra los ruidos de la mar, se reían forzada y reciamente. Macario se colocó en popa, sacó una pierna por la aleta de estribor y la movió haciendo el afilador. El Urco no era un barco de gallegos, pero a Macario le daba lo mismo, la cuestión era mostrar el repertorio. Macario fue feliz durante un rato.
Soplaba viento duro del suroeste rolando al noroeste y moderando. Llovía. A las siete se echó el arte al agua. Hubo dificultades en la maniobra y Simón Orozco culpó al contramaestre Afá de falta de pericia, de descuido, de error. Afá entró en su rancho, silencioso y hostil. Macario Martín tuvo el tiento de no hostigarlo. Paulino Castro había escrito en la alta noche la singladura pasada: «… viramos a 11.20 h. por embarre. Largamos a 12 h., siguiendo en arrastre hasta las 18 horas, que viramos por embarre. Poca pesca, quedando al garete con viento duro y mar que hacemos capa, que aumenta con fuerza y cerrado con muchas lluvias, y sin más novedad la damos por terminada».
Por el veril oeste del Cockburn Bank arrastraban los barcos de Simón Orozco. A su estribor, a cinco millas, pescaban el Urco y el Pagasarri. Perdidos de vista navegaban, también al arte, el Alonso y el Puebla.
Simón Orozco tenía los ojos cansados de los reflejos de la mar. Miraba y no veía, aburrido de mirar. Diminutos meteoritos se desplazaban por los cielos grises de su vista. Meteoritos inflamados en azul, en rojo, en amarillo. Bajó los ojos. La tablazón del puente estaba sucia. Se entretuvo en los descubrimientos del ocio forzado: la espina, la bola de papel de fumar, el núcleo de escamas. En la puerta del cuarto de derrota la rendija inferior iba creciendo hacia los goznes. En el armario de la radio, las tizas para apuntar las revoluciones de la hélice. Con las tizas, recuerdos de infancia y de paternidad. Miró el reloj. El hijo nunca se levantaba antes de las ocho. Ya pasaban diez minutos de las ocho. El reloj de Simón Orozco marcaba el tiempo de su casa. El cronómetro de a bordo el tiempo de Greenwich. El reloj de Orozco estaba en el bolsillo superior izquierdo del mono, casi junto al corazón. El cronómetro, en el cuarto de derrota. Las ocho y diez en casa. La madre se habrá levantado a las ocho menos cuarto. Habrá llamado a las ocho al hijo. A las ocho y media llamará a la hija. A las ocho y media el hijo saldrá de casa llevando en el bolsillo de la chaqueta un bocadillo envuelto en papeles de periódico. Estaba creciendo mucho el chico. Iba a ser un gran mozo, un motilón como… como él había sido. Simón Orozco se golpeó el muslo derecho, contento y, recreando añoranzas, silbó tenuemente. Miró el barco compañero y se levantó para corregir en la rueda el rumbo de arrastre. No volvió a sentarse; se quedó al timón.
Gato Rojo acababa de inventar un disparador ya inventado para las líneas tendidas al bonito, en los viajes de ida y vuelta. Estaba atento a su trabajo en la mesa del tallercillo de máquinas. De vez en vez contemplaba la obra y se pasaba el dorso de la mano derecha por las barbas. Se ahincaba en la labor. Encorvaba las espaldas sucias de grasa con un perfil blanco por el arco de la camiseta estirada. Le llegaba la suciedad hasta el cogote pecoso y taheño. Al tiempo llevaba las manos a las nalgas refregándose para limpiarlas de sudor. Trabajaba a gusto.
En el rancho de popa había discusión general y maldiciones en desorden. Sus cuatro ocupantes y el motorista Domingo Ventura hablaban robándose las palabras. Afá carnaba el anzuelo para Macario.
—Cien veces ha dicho que te trae por compasión, que lo que tú pintas en el barco es lo que pintas en la taberna.
—No ha dicho eso jamás —dijo Macario.
—Lo hemos oído todos cien veces. La última ayer, en el segundo embarre, cuando estabas en proa.
—El señor Simón no ha dicho eso. Alguna vez la habrá tomado conmigo, pero no ha dicho eso, porque si lo llega a decir… —maldijo—, me hubiera tenido que escuchar.
Domingo Ventura recomendaba a Afá:
—No lo macices tanto, que ya pica.
Macario Martín no hacía caso de la ironía de Domingo Ventura, que se entretenía en la discusión con los engrasadores, teniendo el oído atento a los regates de Macario y Afá.
—Hoy te ha puesto bueno y con razón —dijo Macario—. Si hoy se os engancha el arte en la hélice, arma la de Dios y con razón.
—Tú qué sabes, Matao; tú me vas a decir a mí cómo se lanza la red. Con mala mar la red no se puede gobernar. Que baje él del puente y que lo haga mejor.
—Bajará, no lo dudes.
—¡Qué va a bajar! Desde el espardel se ve todo muy bien, hay que estar abajo. Es un cabrón de sabihondo que todo lo manda, pero que no sabe hacerlo.
Juan Arenas no se echaba en el catre, de indignación. Hacía un movimiento para echarse y el aire de la discusión lo levantaba.
—No, señor.
—Ya veréis —dijo Ventura—. Ya lo veréis. Como vendan la pareja, al bou no vais vosotros. Irá Gato Rojo, si yo quiero, pero vosotros no vais porque me lo dijo el armador.
—Nos tendrán que indemnizar en gordo —dijo Manuel Espina—. Para eso hay leyes.
—Os darán dos pesetas —respondió Ventura.
Juan Arenas acusaba los remusgos del miedo.
—No se puede poner en el muelle a un padre de familia, porque vendan la pareja.
—Vete con los barcos a Vigo —replicó Ventura.
Se quejó con acritud Arenas:
—Si no llega lo que se saca estando en casa, va a llegar estando en Vigo —cambió la voz endureciéndola—. No me vuelvas loco, Ventura, no me hurgues y sea todo una mala broma.
—¿Broma…? Pregúntaselo al costa. Él te dirá si es broma o son veras. No te hagas el magano oscureciendo las aguas con tinta; la pareja está vendida.
El contramaestre y el cocinero escuchaban, abandonado ya su diálogo. Afá interrumpió:
—Pero ¿qué dices? Vamos, vamos, qué va a estar vendida la pareja…
—Pregúntalo al costa.
Macario Martín dijo:
—No creo nada de lo que cuentas. Si nos mandan a pintar la chalupa por bajo nos tendremos que ir todos, y eso no puede ser. ¿Qué decís del bou? El bou nuevo ya tiene la tripulación completa. Al bou no va gente de la pareja. Eres un…
—No está completa —dijo serenamente Ventura—. Yo voy de motorista y si quiero llevar a Gato Rojo llevaré a Gato Rojo. Pero éste y éste —los iba señalando— y vosotros dos ya os podéis buscar catre en la bajura.
Los cuatro estaban desconcertados, cavilosos. Domingo Ventura insistió:
—No es broma, es…
La mano izquierda de Macario Martín se movió, trazando círculos, picó sobre la entrepierna. Macario volvió el rostro hacia la estampa del guardacalor.
—No te hago caso, Ventura. Estás matao.
—Allá tú —dijo Ventura.
Afá y los dos engrasadores se miraron. El contramaestre roló a la esperanza.
—Ya se verá, no hay que apurarse en la capa, ya se verá.
En cada marea hay una patraña. La patraña coletea rabiosamente todo el viaje en la imaginación marinera hasta que, llegando a la vista del puerto, se va a la mar por los agujeros imbornales, por los escapes de las puertas de trancanil, cuando se arrancha de llegada. Cada marea tiene su patraña. Alegre o triste, siempre desasosegante. Saltó a bordo en el muelle de las despedidas; creció en las meditaciones del puente, en la soledad de las guardias; buscó guarida en los ranchos de las conversaciones del ocio y del descanso. La patraña se alimenta de la basura de la mar, del copo desafortunado: pez carnaval, pez payaso, rayas, pintarrojas, mielgas, caracolas… Cuando la mar no es rica, cuando la pesca de lonja anda huida de los fondos placerados, la patraña coletea como un péndulo loco. Cuando hay mala mar, el marinero olvida la patraña, hasta la mar en calma y vacía. En los barcos de altura, en los cuarteles, en las cárceles, la inquietud del hombre, las esperanzas y desesperanzas en el porvenir, vigorizan la patraña. Patrañeras delicadezas despreciadas donde reposa un momento la vista del navegante, del soldado, del penado; inútil pez carnaval, inútiles hierbajos de rinconada de los patios de armas, pájaro inútil de ventana y reja; cada uno con su especial y agudo acento.
En el rancho de proa Venancio Artola jugaba la conversación a la contra. Joaquín Sas modulaba su mala intención en suaves palabras. Expectaban los dos Quiroga y Ugalde.
—Orozco os distingue a vosotros y a nosotros nos da el palo en cuanto puede —dijo Sas—. Será porque vosotros no le protestáis nada de lo que dice…
—Será eso —respondió Artola—. Porque vosotros, tú sobre todo, eres buen marinero.
—¿Entonces?
—Casi somos del mismo pueblo.
—Eso tiene que ser, pero a nosotros nos hacéis un aparejo de marrajo. No es justo el patrón, tú mismo lo reconoces.
—Yo no reconozco más que vosotros sois buenos marineros. Tú no le discutes nunca en cubierta, se lo discutes después. ¿Por qué no le discutes en cubierta? Seguramente porque eres buen marinero.
—¿Y tú por qué no le discutes después?
—Porque ya, ¿para qué? Ya está hecho.
—Está hecho, pero hay que decírselo para que se dé cuenta de que no somos como las amuras: sólo recibir golpes y no pensar.
—Eso a mí me trae sin cuidado; puede pensar lo que él quiera.
—No, señor; estás equivocado; no tiene que pensar lo que quiera, sino lo que es.
—Bueno, ésa es una forma de pensar tuya. Yo pienso así como he dicho.
—Pues no tienes compañerismo.
—¿Porque no pienso como tú?
—No, señor —canturreaba la parla—, porque el ser compañero consiste en estar todos unidos y decirle lo que todos piensan.
—¿Y quiénes piensan como tú? ¿Todos?
Joaquín Sas hizo un movimiento con las manos, recogiendo sobre su pecho el espíritu del rancho.
—Todos éstos.
Los Quiroga se limitaron a callar. Ugalde movió la cabeza negando.
—Yo no pienso como tú —dijo Ugalde—. Tampoco como Venancio.
Joaquín Sas alzó el tono de voz con un dejo de ironía.
—Es que a ti no te conviene pensar como yo.
—Eso es cosa mía —respondió Ugalde—. No me vas a obligar a pensar como tú. ¿Tú crees que en este barco todos piensan como tú? Pues no… Pregunta al contramaestre o al Matao… A mí no me interesa lo que piensen, pero pregúntales.
Todavía tibio del sueño, revuelta la crin, revuelto el humor, remugando la mala, la violenta palabra y la saliva biliaria del despertar, Paulino Castro bajó a la cocina. Era mediodía. En la soledad de la cocina borbotaba el guiso de la marmita. Entraba la lluvia por el portillo abierto, dardeando la plancha del fogón. Bufaba el imbornal en la amura, frente al portillo, al penetrar el agua por él en las arfadas de la marcha, haciendo el contrapunto a la marmita hirviente. La lluvia en la plancha daba un tono crispante vidriado, moscón.
Paulino Castro asió la manija de la bomba del aljibe. Estaba agarrotada. La golpeó frenéticamente y se hizo daño. Largó una patada al cubo lloradero, colocado bajo el caño de la bomba. Dio la vuelta a la mesa de madera ennegrecida y astillada y entró en el rancho de proa.
En el rancho de proa botaba la pereza de los minutos visperales de la llamada a comer. Las palabras de Paulino Castro buscaban con saña la oposición de la marinería. Estaba valentón en el envite; llegaba con la fuerza de una surada.
—¿Quién ha jodido la bomba? ¿Quién ha sido el último que ha sacado agua del aljibe? ¿Quién, me c…, quién?
La marinería casi estaba de siesta. Venancio Artola preguntó suavemente:
—¿Qué pasa, patrón?
—La bomba del aljibe, que está rota. ¿Quién ha sido el último que ha sacado agua?
—Macario habrá sido —dijo Venancio Artola—. ¿Le ha preguntado a Macario?
—Macario no está.
—Habrá subido al puente con la comida del pesca.
—Macario no está en el puente.
—Estará en su rancho. Seguramente que no estará rota la bomba. Se habrá agarrotado, le ocurre muchas veces.
Joaquín Sas extendió la red de la murmuración.
—Macario anda a golpes con ella, patrón; la habrá embarrancado.
Venancio Artola era hombre dispuesto a hacer un favor. Dejó el catre.
—Eso se arregla en seguida.
Desapareció hacia máquinas en busca de una llave inglesa y de un martillo, mientras Paulino Castro se quedaba en el rancho hablando con sus paisanos. Le había virado el humor. Se rascaba el dedo índice de la mano derecha, anquilosado de una espina venenosa de pez salvariego, allá por los años de bote, a la pesca de tiento en el perfil de los acantilados comarcales.
—Marea del diablo.
—Patrón, esta playa, en este tiempo, es de basura —dijo Sas.
—Esta mar del diablo.
—La mar no importa si hay peces, pero no va a haberlos, ya se verá.
—Confianza.
Paulino Castro hizo una pausa. Continuó:
—Confianza y aguantar.
Cuando Macario Martín fue a subir la comida a Simón Orozco, Artola estaba arreglando la bomba del aljibe.
—¿Qué hiciste, Macario?
—¿Yo?
—El costa entró en el rancho con las tripas en los puños.
—Allá él.
—Agarrotaste la bomba.
—¿Yo?
Venancio Artola se echó a reír.
—Pero, Macario, ¿sales de la escuela?
—Salgo del retrete. El costa, el costa… ¡Y qué me importa lo que diga el costa! ¿Es que no puedo ir a hacer mis necesidades? ¿Es que tengo que estar a todas horas a disposición de todos? ¿Te parece? Pues ahora, encima, le tengo que subir la comida al otro. Bueno, pues voy retrasado. Bueno, pues la gran bronca, porque quiere comer a las doce. Mierda, pero a las doce. Y yo estoy estreñido y se me pasa el tiempo en el retrete. No voy a ir diciendo a todos en este barco que estoy estreñido y que no estoy en la cocina porque estoy estreñido. Déjame, Venancio, déjame y no me cargues.
—Macario —dijo, asombrado, Artola—, ¿has perdido una chaveta?
Macario Martín había apartado en una cazuelita la comida de Simón Orozco. Salió por el portillo a la cubierta, diciendo:
—Déjame, Venancio, déjame y no me cargues, que no quiero tener disgustos.
La tripulación comió en la cocina y en los ranchos. Venancio Artola contó a los de su rancho lo que le había ocurrido con Macario. Joaquín Sas puso el punto amargo.
—El Matao está ya de loco de puerto, para divertir marineros.
A Venancio le entristeció la actitud de Sas. No sabía por qué, pero a Macario le tenía, en el fondo, un gran respeto.
Venancio Artola iba a decir algo, cuando se oyó el grito de Juan Arenas desde las máquinas, llamando a la virada. Venancio se puso rápidamente el traje de aguas y salió con los demás a cubierta. Desde el puente, Simón Orozco daba órdenes al contramaestre.
—Cuidado, José, al sacar, que estamos en una revesa y nos puede llevar la red para popa sin que nos demos cuenta.
—Bien, patrón, no parece fuerte.
—Tú, cuidado y atento.
Lentamente iba saliendo la malleta de las aguas. Celso Quiroga manoteaba malleta pegado al carrete, echándola hacia popa para el aparejo del segundo lance. Simón Orozco le advirtió desde el bacalao del puente:
—Cuidado, Celso; mira la malleta y no la proa. Mira la malleta que está deshilachada y te vas a meter en la mano un hilo del cable.
Celso Quiroga hizo un gesto afirmativo con la boca y la cabeza. Simón Orozco contempló la marcha del Uro. Pasó la vista por la mar hasta la proa de su barco. El contramaestre Afá aspó los brazos. Simón Orozco volvió a la rueda del timón, la hizo girar, corrigió la enfilación y volvió a salir al bacalao.
—Atentos al arte —gritó—, nos la llevará la corriente a popa.
Había salido ya toda la malleta. En el arca de popa, junto al saltillo, la iban colocando en ochos Sas y Artola. Ugalde y Juan Quiroga preparaban una red para el nuevo lanzamiento. El cable de la que sacaban silbaba por los rulines.
Un golpe de mar hizo que Simón Orozco se apresurase a corregir el rumbo de leva. El Uro y el Aril iban acercándose, convergiendo sobre la red a setenta brazas de profundidad. El contramaestre Afá abandonó la proa para lanzar un cordel al Uro. Comenzaba la difícil maniobra de izar con mala mar la red a bordo. Devolvieron del Uro el cordel con el cabo atado a la punta de la red. El Aril paró sus máquinas. Todos los hombres del rancho de marineros, más el contramaestre y Macario Martín, estaban en proa. El contramaestre acechaba en punta de proa, doblando sobre la amura. Los carretes recogían el último cable del calamento. Se escuchó potente la voz del patrón Simón Orozco.
—¿Cómo llama?
El contramaestre respondió:
—A babor.
El Aril hizo marcha atrás. Los dos picos de la red estaban sujetos en proa. Había que maniobrar para pasarlos al costado de estribor. Afá abrió los brazos. Macario Martín sujetaba la estacha del arte a un abitón de la amura. Corrió una onda de atención desde proa que resacó en el puente. Por un momento solamente se oyeron los ruidos de las aguas al golpear contra el barco. La voz de Simón Orozco devolvió el dinamismo de la maniobra a aquel mundo parado y silente en la atención.
—Templa y arría.
Macario Martín soltó la estacha. Las puntas de la red, engarfiadas a un cable empoleado en el mastelerillo del estay de galope, patinaron por la regala hasta el comienzo de la obra muerta. Principiaron a halar la red.
El arte fue invadiendo la cubierta. Como un monstruo de fondo, flojo y poderoso, se derramaba lentamente de la mar sobre el barco. Su oscura maraña, en la cubierta inclinada, avanzaba, a los resguardos y apoyos de las amuras. Traía prendida la florafauna de las playas: grandes vejigas rojas y amarillas, cardúmenes y pólenes de peces carnavales y payasos, algas ocres y retintas. El arte, como los grandes animales de la mar, tenía sus parásitos.
De golpe, en la línea de popa, emergió el copo. La cabeza de la red quedó flotando. De un blancor metálico, ancha y redonda, era como una gigante gota de azogue movilizándose por la iracunda pelea de las aguas negras. Simón Orozco no perdía de vista el copo. Tras la florafauna: matas, cardúmenes, colonias; tras la florafauna aparecieron los discos cenicientos de las rayas, las pintarrojas oceladas cambiando el reciente color crema de la sacada por una rosa fuerte al compás de una larga agonía, las sulas largas, albas, como de aluminio, las blandas langostas de coral enzarzadas en una pesadilla combatiente con las mallas del arte… Se vertía la red sobre cubierta trayendo los primeros, diminutos, boquiabiertos rapes, ajados sus apéndices de pesca. Se vertía la red con los escualos de gatunos ojos: mielgas de aguijones en las aletas dorsales y caudales, pequeños tolles de duros dientes, pequeñas fieras de las aguas, que sobre cubierta vidriaban los hermosos ojos de furia impotente. Con ellos la serpenteante presencia de los congrios, el equívoco formal de ojitos y lenguados, la suprarreal creación del pez rata, incisivos de roedor, pelo o escama, larga cola barbada, coloración gris, grandes ojos, verdes o azules, de animal asustado. Las redes de arrastre vuelcan el quinto día de la creación del mundo sobre las cubiertas de los barcos pesqueros.
Maniobró el Aril. El copo quedó pegado al barco en la banda de estribor. El contramaestre Afá preguntó a Simón Orozco:
—¿Usamos el salabardo?
—No es necesario.
—Trae bastante pesca, patrón.
—No es necesario.
Preventivo, insistió Afá:
—Si se rompe el cable… Es mejor salabardear, patrón.
—No es necesario. Sacad ya.
Izaron el copo. Quedó unos instantes balanceante sobre cubierta. Afá tiró de la cuerda que cerraba la boca de la red y la cubierta se cubrió con la pesca. Habían establecido para su clasificación compartimientos y casillas. El monte de pesca tenía los blandos colores del mundo submarino: rosicler de cucos, carnavales y payasos; rojo de sangre coagulada y plata de los besugos; plata vieja de las merluzas, las pescadillas, la carioca machacada por los peces grandes; blanco de esclerótica de los calamares y los cabezones pulpos de arena; verdes y amarillos de los bacalaos y su clan de abadejos y barruendas; pintarrojas, mielgas, tolles, rayas… y una caila hediente, al acecho del descuido de un marinero, con la boca entreabierta, con la boca de tres filas de dientes móviles, con la boca de muerte. La caila del clan de los grandes escualos, quieta y larga como un madero ennegrecido por las aguas.
Comenzó a bordo el trabajo de clasificación de la pesca. Los barcos se emparejaron y fue lanzada al agua tras de una breve andada, la red del segundo arrastre. Simón Orozco comunicó con el barco compañero el cálculo del monto de la pesca.
Los hombres del barco, excepto los dos patrones Domingo Ventura y Gato Rojo, trabajaban en la clasificación y preparación del pescado. Domingo Ventura había sido reclamado para que bajase a la cubierta a abrir bacalaos, pero Domingo Ventura prefería contemplar la tarea desde el puente, trinando el aire por las separaciones y agujeros de la dentadura ocupados por restos de comida, ahuecándose perezoso dentro de la capa de aguas, tiesa y como quebradiza. Domingo Ventura, después de aguantar durante un rato la lluvia mansa del mediodía, desapareció rumbo a su catre. Gato Rojo estaba de guardia en máquinas, entretenido en la artesanía de los anzuelos de cacea.
Junto al palo mayor, José Afá abría merluzas. A un lado el cajón de las cocochas y las huevas, al otro el de los desperdicios. La merluza limpia se la pasaba a Sas que la bañaba en el cubridor de hierro de la escotilla de la nevera al que habían dado la vuelta y llenado de agua. Macario Martín seleccionaba pescado a mano, dando gran impresión de trabajo, siendo muy poco eficaz. Venancio Artola y Juan Ugalde paleaban la basura de la mar a la mar; trabajaban de firme. Los Quiroga abrían merluzas junto a los carretes de cables. Juan Arenas y Manuel Espina preparaban bacalaos, abadejos y barruendas para la salazón.
Los besugos, coleteando, resistiéndose a la muerte, iban llenando las cajas. Cajas de besugos, cajas de merluzas, cajas de pescadillas. Alguna de cariocas en buen estado, de ojitos y lenguados, de rapes. Todo lo demás a la mar. En los primeros días de pesca no se puede llenar la nevera de peces de poco precio: peces cucos, peces burros… El congrio para comer los de los ranchos; las langostas reservadas para los patrones, porque siempre las ven los primeros; si hay más de tres también alcanza para la marinería; si no, a fastidiarse, porque donde hay patrón obedece el marinero, que es la ley del mar.
En el arte se habrían tomado cerca de tonelada y media de peces. La mayoría volvían a las aguas, muertos, para banquete de las hienas de la mar: las cailas y su clan. El trabajo en la cubierta, bajo la lluvia, con mar movida, agotaba a los hombres. Solamente plantarse, recibir, quebrar en los balances, era ya un trabajo. Macario Martín seleccionaba a mano de dama, sin ascos, pero con prevenciones, agarrado con la del delito a la tapa de regala. Macario se quejaba de la cintura, suspiraba hondo, se incorporaba lentamente vértebra a vértebra, muelle a muelle, como se abre una navaja. Los Quiroga, Ugalde, y Artola, no hablaban en el trabajo. Afá y Sas reincidían en las bromas del trabajo a cuenta de Macario. Los engrasadores se curioseaban mutuamente el trabajo, perdiendo el tiempo.
—Mal abierto —dijo Juan Arenas—. En la raspa se te ha quedado un filete grande.
—Le he perdido el tino —respondió Espina—. Hasta que abra una docena no lo haré bien.
Macario Martín usó de las dos manos para tirar por la borda una raya gigante. Se asomó para ver su descenso. La raya descendía solemne, despaciosamente, como una gran hoja otoñal. Por un momento fue un oscilante brillo fosfórico. Luego se perdió hacia los fondos. Macario volvió a su técnica selectiva, cuidadosa, descansada y farsante.
En la estela del Aril alborotaban los pájaros de la mar. Los mascates picaban desde las alturas, desde la parsimoniosa de sus vuelos; los arrendotes gañían en la disputa del banquete; las ligareñas, ligeras, gráciles, se adelantaban a los arrendotes, amagaban sobre la espuma y la comida, levantando el vuelo de perseguidas. Los petreles sorbían con urgencia los aceites y, rápidos, revoleaban las laderas de las olas para de pronto ascender y revolear al lado contrario.
Juan Arenas le daba al cante chico mientras abría bacalaos. Manuel Espina lo acompañaba tarareando. Entraba el agua por las amuras, arrastrando las cabezas de los bacalaos, cegando los imbornales de desperdicios. José Afá no podía sonarse las narices con las manos llenas de sangre y de escamas y moqueaba ruidosa e infantilmente. Macario Martín gritó:
—Afá, quítate los mocos que no dejas oír al fenómeno, a la voz aristocrática de Puerto Chico.
La voz aristocrática de Puerto Chico dejó de cantar y preguntó:
—¿Tú lo haces mejor, Matao?
Macario Martín le lanzó una barruenda:
—Toma, trabaja y calla, que te estropeas la garganta.
Sas terminó de llenar una caja de merluzas.
—¿Quién me hace un cigarrillo? A ver esos ayudantes —se refería a los engrasadores—. ¿Quién me hace un pito?
Manuel Espina se frotó las manos contra el traje de aguas.
—Voy a secarme las manos y hago los cigarrillos que queráis.
Se pidieron cigarrillos.
—¿Con el tabaco de quién? —preguntó Espina.
—Con el del contramaestre —dijo Sas—. Con el del contramaestre, que tiene un buen lastre.
Afá no contestó. Manuel Espina se fue de la cubierta. Los hombres de cubierta hicieron un alto en el trabajo. El contramaestre alzó la mirada al puente. Desde una de las ventanas los contemplaba Simón Orozco.
—Esto se acaba en seguida, patrón —dijo Afá—. Van a salir unas doce cajas de merluza; menos de pescadilla. Cuarenta de besugo, o cosa así.
—Idlas bajando a la nevera para acabar antes —ordenó Orozco—. Al anochecer se nos va a poner mal tiempo.
En la galleta del palo de proa descansaba un pájaro arrendote. La mirada de Orozco se fijó en él. Afá siguió la mirada del patrón.
—Mal signo —dijo Afá—. Además, está oliendo la mar.
Miró Orozco hacia la mar. Lejana, azuleaba una gran cintura. Afá opinó:
—Sardina o arenque, a los pastos de costa.
La cintura la forman los grandes cardúmenes de peces que dan un color a la mar.
Manuel Espina volvió de la cocina con un manojito de cigarrillos. Se los fue poniendo en las bocas a los peticionarios; les dio fuego. La pausa del cigarrillo clausura un tiempo de trabajo, abre uno nuevo en el que el marinero entra satisfecho. Juan Arenas, que se había retrasado en la guardia, fue a las máquinas. Gato Rojo no tuvo necesidad de salir a la cubierta, porque ya estaba todo el bacalao preparado. Salarlo era negocio de la gente del rancho de proa.
A las seis de la tarde terminó el trabajo. Los tripulantes regresaron a sus ranchos. José Afá y Macario Martín colocaron el cubridor de hierro de la escotilla de la nevera. Guarnía la mar y no fue necesario afretar la cubierta resbaladiza de las babillas de la pesca, de los peces machacados, de los desperdicios. Afá y Macario Martín se lavaron en los cubos de limpieza; después entraron en la cocina.
—Ahora hay que beber vino —dijo Macario— para que la sangre coja fuerza. Hay que echar la reuma que se pesca en esta andanza, para poder descansar bien.
El contramaestre afirmaba con la cabeza.
Simón Orozco, en el puente, había comunicado al barco compañero el total de la pesca. Calculaba las cajas a cincuenta quilos. Era el cálculo de la marea, el de la lonja era a cuarenta, una con otra. «Poca pesca —dijo el patrón del Uro—, pero entrando en el banco se sacará más. Esta noche tendremos trabajo».
Simón Orozco quedó un momento pensativo, con las manos en las cabillas de la rueda. Había terminado el trabajo. La cubierta estaba vacía. A su estribor lejano, visto y no visto en los balances, navegaba el Uro. También él se sentía vacío con una larga perspectiva de algo, que entreveía, en lo remoto de la mente. El vacío de la mente oleaba y tenía sus balances. No podía fijar aquel algo. Estaba pendiente de la marcha, atendiendo a las aguas y a los cielos cubiertos. La lluvia, que había aumentado, y las salpicaduras de las olas al romper sobre el barco, tatuaban los cristales del frente del puente de reguerillos, de lagunillas, de espejillos. Culebreaban los regueros, se desprendían las botas. Veía, entreveía borroso, el palo de proa. A su estribor estaba la mar creciendo. El Uro era una mancha negra. Simón Orozco, cuando estaba solo en el puente, hablaba en voz alta o cantaba. Simón Orozco comenzó a cantar. Cantaba en vasco una canción del campo, una canción de la escuela, una canción de los montes de helechos, de altas cimas, de las nubes que pasan. Simón Orozco vivió en el puente, durante un rato, como dentro de una campana de cristal. Cuando bajó un bastidor del frente, entraron las aguas desmenuzadas del cielo y la mar. Por el tubo acústico ordenó a Manuel Espina las revoluciones del motor. Luego quedó silencioso y preocupado.
Gato Rojo mostró al contramaestre los anzuelos que había preparado. El moñete de hoja de maíz lo había sustituido por crin e hilos rojos. Afá le preguntó:
—¿Tú crees que con esto van a caer mejor?
—Si no caen con esto —respondió—, es que le han perdido el gusto a comer. Ya verás.
—A la vuelta lo veremos. Hay que sacarles unas perras a los bonitos.
Macario Martín intervino:
—Hay que asegurarse una noche de farra, porque si no estamos mataos.
En su litera del cuarto de derrota, Paulino Castro, la vista al techo, los brazos cruzados bajo la cabeza, las piernas cruzadas y la respiración profunda, meditaba. Meditaba en lo que había meditado muchas veces, muchas mareas. La tienda de comestibles de su mujer le ofrecía un buen retiro. Cuatro años más en la mar. Cuatro años para redondear los ahorros y se acababa el pescar. Se haría vendedor de bacalao, quehacer más tranquilo, más lucrativo. Pero tenía que quedar como un hombre con su mujer. Ella se había casado con un pescador, no con un tendero. Los compañeros le habían dicho cuando se casó: «Buen braguetazo, Paulino, ahora la mar para los pobres». Él estaba demostrando que los hombres honrados, a pesar del dinero, siguen en la mar. Pero con cuatro años más cumplía. Vender bacalao o despachar vino, si se podía tomar en traspaso la tienda de al lado. Con el ultramarinos y la taberna, se aseguraba la vida. Entonces la mar para los pobres. Gran Sol para los que no habían tenido suerte o se gastaban el dinero en las tabernas, o se lo jugaban, o tenían muchas bocas que alimentar. Gran Sol tachado.
Paulino Castro llevaba la meditación hasta el ensueño. Acaso con un poco de dinero fuera posible comprar una motora para dedicarla a la bajura. Armador en pequeño, pero armador al fin. Dejar la taberna al atardecer para irse al muelle a ver la descarga. Entrar en la lonja como un armador de verdad. Acaso el saludo de los pescadores: «Buenas tardes, señor Castro». ¿Señor Castro o don Paulino? Con dos motoras, seguro el tratamiento. Don Paulino. Paulino Castro era don Paulino. Gran Sol tachado.
En el rancho de proa Artola contaba una anécdota de un pescador de Bermeo. A los lances más ingenuos, ponía Venancio un dejo de socarronería que los transformaba, que los hacía difíciles e indefinidos, casi estúpidos, casi profundos y jocosos.
—Kepa el marica andaba y andaba —decía— rondando a uno que era manco de la derecha. En el bar ya contaban que no se podía defender si Kepa se le echaba encima. Kepa cosía redes mejor que ninguno y no quería embarcarse; por eso le decíamos marica. Yo no creo que fuese marica, a mí nunca me dijo nada, pero podía ser porque a algún veraneante de Bilbao se le pegaba todos los agostos y fumaba rubio y bebía vermut de botellín y tenía siempre cinco duros. La de veces que a mí me habrá convidado Kepa. Ahora que tuve que dejar de que me convidase más, porque, si no, los que no convidaba decían que tal y cual. Para mí Kepa era un vivo, pero había que seguir diciendo que era marica porque si no los demás le podían llamar a uno marica y luego las mozas, si te las llevabas a los rincones, te decían que eras marica o no querían bailar contigo. Lo mejor es decir lo que dicen los demás.
Venancio Artola se quedó un momento pensando. Joaquín Sas lo acució:
—Bueno, ¿y qué? El marica ese, ¿qué?
Venancio Artola se encogió de hombros y dijo:
—Nada. Ya lo he contado.
Joaquín Sas se asombró.
—¿Que has contado qué?
—Qué va a ser —protestó Venancio—, qué va a ser. Lo del marica, hombre.
Joaquín Sas hizo un gesto de extrañeza. Cogió su botella de vino y bebió largamente. Suspiró.
—Bueno, Venancio —dijo—, tienes razón, mucha razón, cuenta otra cosa.
Venancio Artola se amoscó un poco.
—¿Es que no tenía gracia o qué?
De pronto Venancio se echó a reír. Se reía suavemente. La risa de Venancio fue aumentando hasta transformarse en una carcajada. Estaba sentado en el catre y se golpeaba los muslos con sus grandes manos.
—Ya, ya —dijo entrecortadamente—, no habéis entendido —volvió a reírse—, no habéis entendido. Tú, Sas, no has entendido nada. ¿Tú has entendido, Juancho? —le dijo a Ugalde—. Tú sí habrás entendido.
Juan Ugalde hizo un movimiento con las cejas, que lo mismo podía ser una afirmación que una negación. Venancio Artola se animó.
—Pues voy a contar otra, a ver si la pescáis.
Hizo una pausa. Los ocupantes del rancho estaban expectantes.
—Un chico pelotari —comenzó—, que yo conocía desde pequeño, se lió con una de Bilbao. Entre que si iba y venía mucho de Bilbao, se enteró el padre y el cura. El padre le dijo: «¿Conque en éstas andamos? Pues eso ya verás como lo pagas». Y el cura, que era castellano, también le dijo: «Mira que eso se paga». Él no hizo caso; le llamábamos Amurrio, no sé por qué. Había estado, decía él, en la guerra en Amurrio, pero vete a saber la verdad. Pues no hizo caso ni al padre ni al cura. La madre lloró mucho, pero él ni caso.
Venancio Artola hizo una larga pausa. Terminó:
—Acabó en el hospital.
Venancio Artola guardó silencio hasta que Joaquín Sas dijo agriamente:
—Bueno, ¿y qué? No me vas a decir que ha acabado ahí. Es la historia más idiota que he oído en mi vida.
Venancio miró a Juan Ugalde, se encogió de hombros y dijo:
—Tampoco esta vez ha entendido.
—Cómo voy a entender —gritó Sas—, si eso no tiene ni pies ni cabeza. Si eso no es ni verdad ni mentira, ni tiene argumento ni sustancia ni nada.
—Que te crees tú eso —dijo Artola—. Esto que he contado son lo que se llaman parábolas. ¿Tú no has oído nunca parábolas?
Venancio no pudo contener la risa. Repitió entre carcajadas:
—Parábolas… parábolas, hombre… parábolas.
Estaba oscureciendo. De las máquinas llegó el grito de llamada. Era la voz de Gato Rojo.
—¡A virar!
Salieron los hombres de los ranchos. Simón Orozco había encendido las luces del barco. Principió la maniobra de la segunda sacada del día. Los tripulantes se repartieron por la cubierta.
Cuando izaron el copo y la cubierta se llenó de pesca, Simón Orozco decidió quedar al garete durante una hora, hasta que se hiciese la selección del pescado y se devolviese a la mar su basura. Ya era de noche.
Las luces del barco compañero cabrilleaban en las aguas. Llovía abundantemente. Macario Martín trabajaba con afán, como todos, para ganar tiempo a la noche y a la andada hacia el banco Gran Sol.
Paleaban la basura Artola y Ugalde. Fosforecía la mar. Las cailas y su clan subieron de las profundidades, pegándose a los costados del barco. Las cailas se dejaban mecer por las aguas, casi en la superficie, esperando que las paletadas de pesca les llegasen hasta la puntiaguda cabeza; entonces abrían la boca y la cerraban automáticamente. La paletada desaparecía entre sus mandíbulas.
Simón Orozco odiaba a las cailas. Llamó a los engrasadores Juan Arenas y Manuel Espina. Ordenó:
—Echadle un gamo a la grande, a esa que está pegada a estribor. No la saquéis. Procurad rajarla.
Arenas y Espina cogieron dos grandes bicheros y apresaron la caila. El animal no se movió. Instantes después reaccionó al dolor. Rabiosa, desesperadamente, se debatía. Los engrasadores apalancaban los gamos sobre la tapa de regala. Simón Orozco animaba la función.
—No la dejéis escapar, rajadla bien —decía con saña—. No la dejéis escapar, no apalanquéis mucho, rajadla bien.
Macario Martín se asomó por su amura para ver la pugna. Comentó en voz baja:
—¿Qué le habrá hecho ese pobre animal al patrón?
No lo había oído Simón Orozco, pero se volvió como el rayo a Macario Martín. Dudó un segundo, después gritó:
—Macario, coge un gamo y échales una mano. Rajadla bien.
Antes de que Macario Martín tuviera ocasión de prestar ayuda a sus compañeros, la caila, con el zambullo fuera, abierta desde la boca a la fosa nasal, se perdió en las aguas. Simón Orozco se rió estentóreamente; aprobó la faena:
—Muy bien, muy bien. Ya se lleva buena.
Como una tentación, como una mala tentación, volvió la caila al costado del barco, rodeada de su clan excitado por la sangre fraterna. Como una tentación, como una mala tentación fue su aparición para Simón Orozco.
—Echadle los gamos.
Los engrasadores y Macario Martín obedecieron. La caila fue apresada de nuevo. Otra vez la pelea. El gamo de Macario le rasgó la mandíbula inferior. Por fin la caila se desasió y se perdió definitivamente en los fondos. Simón Orozco entró en el puente. Marcó en el telégrafo: Avante, media. Vociferó por el tubo acústico, porque Gato Rojo se había retrasado a su llamada.
El Uro emprendió marcha siguiendo las aguas del Aril. Iban hacia Gran Sol. Los barcos navegaban contra el viento cabeceando mucho. Simón Orozco estaba contento al timón. Unos minutos más y Paulino Castro le tomaría el relevo.
Macario Martín, junto a los engrasadores, que abrían bacalaos, preparaba merluzas y comentaba:
—El patrón tiene venas. Estoy seguro de que ha mandado marchar por lo de la caila. Si vuelve a dejarse ver el animal se tira al agua a rematarlo. El patrón tiene venas.
Juan Arenas canturreaba un tango. Manuel Espina interrumpió la misteriosa meditación de Macario Martín.
—A ver cómo se te da luego el ponernos, bien puestas, pero bien puestas, ¿eh?, unas cabezas de bacalao.
—No hay tiempo. Eso tiene que cocer mucho; eso es como comer callos en tierra.
—Pues mañana.
—Mañana ya es otra cosa.
Domingo Ventura desde el portillo de la cocina saludó a los trabajadores.
—¿Se ha pescado mucho?
Macario Martín le respondió:
—Sal a verlo.
—Tengo que hacer.
Domingo Ventura desapareció en las entrañas del guardacalor. Macario Martín punteó el final:
—Vaya maula que tenéis por jefe, muchachos. Ese tío ha nacido para mandar una hamaca, no las máquinas de un barco. Para mandar una hamaca y todavía estaría cansado de trabajar.
Paulino Castro hizo el relevo a Simón Orozco. Éste dijo:
—Si mañana no hacemos capa, vamos bien; la mar está empeorando.
Trabajar en cubierta era, en aquellos momentos, uno de los trabajos más duros del mundo. El contramaestre Afá, para no caerse, apoyado como estaba con las espaldas en el palo de proa cara al puente se echó una estacha y se abitó a él.
El banco Gran Sol, el banco centro de la carrera de los pesqueros, esperaba a sesenta millas al suroeste, con mala mar, viento recio y lluvias.