IV

AMANECÍA. Viento galeno. Lejano, a proa, cruzaba un mercante aún con las luces encendidas, sonámbulo de la mar. Estaba el cielo despejado, la mar serena. Por el este, horizonte morado; por el oeste, una madeja de oscuridades y claridades lechosas. Punteaban al norte las estrellas postreras; al sur tenía el cielo un empaño que lo hacía cercano, tras el que se adivinaba su profundidad de espejo. Al sur las manchas negras de tres parejas de barcos que se acercaban buscando playa.

El Uro y el Aril habían cogido el Petí Sol a las tres y media. Aguardaron la amanecida al garete. Se balanceaban sin máquina y su balanceo transmitía a los tripulantes la inquietud alegre de los prólogos de la faena.

En el Aril, Macario Martín despotricaba en las servidumbres del fogón. Afá había preparado el aparejo en popa, ayudado por Artola. Simón Orozco relevó al timonel y pidió máquina. Comunicó por radio con el Uro. Hosco y violento, a una mano, hizo girar la rueda, fija la vista en el Uro. Los barcos fueron trazando un semicírculo hasta que se emparejaron.

Por el este, horizonte corinto. Por el oeste, horizonte mulato. Al norte, cielo blanco. Al sur, cielo envahado. Domingo Ventura dormía como un niño, tripa arriba, abiertas las piernas, las manos sobre el cabezal. Juan Arenas dormía con una respiración de suspiro tangueado. Gato Rojo dormía como un bendito. Un bendito, dice Macario Martín, duerme de su estribor, amurando con el culo y las rodillas, para conservar la serena del sueño.

Los hombres del rancho de proa se desayunaban en la cocina. Mal despertar tuvo Sas. El patrón Paulino Castro estaba despierto y tumbado en su litera, preocupado, sin quererlo, del lance, del gustillo, también, de que aquello no iba con él.

Lanzaba la red el Aril. Sacaría el Uro. El contramaestre del Uro arrojó a la proa del Aril un cordón de cabo, al peso de una anilla de hierro. Alguien lo recogió y corrió con él en anadeante carrera a la popa. Echaron el cordón de las aguas atado a una estacha de aparejo. Del Uro cobraban del cordón. Simón Orozco salió al bacalao del puente y dio la orden:

—Arte al agua.

A brazo, Afá, Artola, Ugalde y Celso Quiroga fueron echando la red. Joaquín Sas hacía el contrapunto de rutina a las voces de los que trabajaban, barbarizando desesperadamente, mientras preparaba la boza que había de atar al cable de la red y al palo de popa. Juan Quiroga estaba en los carretes de la maquinilla de proa, atento al lanzamiento. Macario Martín se asomaba por la amura de estribor, voceando la faena.

Simón Orozco marcó en el telégrafo: Avante, toda.

Comenzaron los barcos la andada de arrastre. Flotó la red sobre la mar. José Afá dijo:

—La red tiene forma de mujer.

La red tenía en las aguas forma de mujer, de mujer con las caderas prominentes de fecundidad aparente, de pechos grandes y redondos, de cabeza pequeña. Los carretes de proa largaban malleta y cable. Los dos barcos se fueron abriendo, divergiendo. Ataron la boza de cadena al cable. El cable, de popa a los carretes de proa. Descansó. Desde el enganche de la boza por los rulos de la amura de estribor y del palo de proa al carrete de la maquinilla, formando una U corta de un brazo, estaba flojo. La cadena de la boza rozaba las aletas de popa. José Afá dio el respiro hondo de la faena acabada. Dijo:

—Bueno, ahora suerte. Vámonos al rancho que esto se ha acabado.

Simón Orozco comenzaba su jornada de diecisiete horas al timón. Diecisiete horas, diecisiete días seguros. Comiendo al timón, soñando al timón, esperando al timón, obseso de los embarres de la red y de la marcha del barco compañero. Simón Orozco comenzaba la carrera de los bancos de pesca de la mar del Gran Sol. Arrastre en Petí Sol, en Cockburn, en Hurd, en Labadie, en Jones, en Melville Knoll, en Parsons, en La Chapelle… en Gran Sol. Diecisiete días seguros de soledad en el puente.

En el puente, guardia permanente de Simón Orozco; en máquinas, Manuel Espina hasta el relevo de las ocho. Son las seis y diez de la mañana. La mar está iluminada por un sol grande cuya luz verdea las aguas, quitándoles su oscuridad densa y hostil, casi transparentándolas. Las espumas de proa alegraban la marcha; las espumas de la estela, con los pájaros de la mar revoleando el surco blanco, encendían la nostalgia del navegante. Nunca la misma estela, nunca el mismo surco. Estela hecha, tiempo vivido, también borrado. La mar no tiene sendas, no guarda huellas.

Simón Orozco dibujaba en el agua de sus memorias. Viento de antaño. Veinte años surcando Petí Sol. Malos y buenos tiempos. Fortunas breves de buenas mareas, desesperación de las malas. La rutina, el aburrimiento, el miedo. En el cementerio de Valentia hay nombres conocidos. En Valentia, condado de Kerry, Irlanda. En el cementerio de Bantry son tierra cara a la mar Zugasti y algunos de los hombres de su tripulación, los que fueron encontrados. En Bantry, condado de Cork, Irlanda. Simón Orozco dibujaba el rostro de Zugasti en el agua de sus memorias. Ató la rueda del timón a los cabos y se apoyó en el bastidor de la ventana, contemplando la marcha del Uro.

En el rancho de popa la charla de José Afá y Macario Martín había despertado a Juan Arenas, que se quejaba por costumbre, decidía vengarse. Afá lo calmó ofreciéndole vino de su botella.

—Bebe y calla, almirante.

—¿Es que no tengo razón? —aplicó los labios a la boca de la botella, hizo una pausa—. Está bueno —hizo otra pausa—. A ver si…

Gato Rojo dijo entre sueños:

—Juan, duérmete y no alborotes.

Juan Arenas se indignó, balbuceaba las palabras, no acertando a pronunciarlas.

—Bobobó, bobobó, cállate, almirante —Afá remedaba el balbuceo, Afá ordenaba—. Bobobó, bobobó, que no dejas dormir a Gato Rojo, que te calles. Que no le dejas, bobobó, bobobó, echar un sueño con la parienta.

Macario Martín se rascaba con la mano izquierda las barbas de tres días. La zurda de Macario Martín, dice Afá, tiene delito. Se rascaba con la mano del delito las barbas encanecidas. La mano del delito y del tatuaje de la rosa de los vientos tenía un secreto de guerra, que sabía Afá, que acaso sabía también Simón Orozco. Macario Martín dejó de rascarse las barbas.

—Juan —dijo—, protesta todo lo que te dé la gana, porque tienes razón. José se enfada cuando se le despierta, pero para él el sueño de los demás no cuenta. Protesta, que yo te apoyo.

El contramaestre se quedó un momento asombrado. Pensaba en la nueva traición de Macario. Juntos hubieran podido reírse de Juan Arenas durante un buen rato. Macario siguió rascándose las barbas.

—Es que me revienta tu falta de compañerismo, José —dijo Macario—, es que estoy harto de que te creas alguien en el barco, cuando eres igual que ése y que Gato Rojo y que yo. Me revienta, José, que te las des de jefe y quieras hacer lo que te venga en gana.

Dejó de balbucear Juan Arenas y se enfrentó con Afá.

—Cuando estés durmiendo voy a traer una pintarroja y te la voy a meter en la bragueta. Ya veremos qué gracia te hace. Tú crees que puedes fastidiar a todo el mundo, pero ya veremos la gracia que te hace. A ver si sabes aguantar una broma.

La sonrisa de Macario Martín confirmaba su satisfacción interior. Confirmó lo dicho por Arenas.

—Ya veremos, José, la gracia que te hace.

La mano del delito rascó las vellosidades del pecho; continuó hablando Macario Martín:

—También podías, Juan, beberle el vino, cuando se te acabe el tuyo, que se te acabará pronto, con una goma desde el ojo de buey de popa. A José no le molestaría, ¿verdad, José?

El contramaestre entendió el juego de su amigo Macario, sabía que quería divertirse a cuenta de los dos.

—Macario, no des indicaciones peligrosas —dijo Afá—. Puede ocurrir que me falte vino y que tenga que echar la culpa a Juan, aunque sepa que eres tú. No te cubras la popa con artimañas. No vengas ahora a dártelas de listo empujando a Juan y me bebas tú el vino.

Macario Martín se tapaba en todas las jugadas.

—Lo único que yo he dicho es que no tienes derecho a despertar a la gente; vamos, que no tienes derecho a despertar a Juan, que estará cansado. Encima, tú te diviertes con él. Por esto le he propuesto una broma, pero sólo como ejemplo, no vayamos a confundir —repitió—. No vayamos a confundir, José.

Abrió la puerta del rancho Manuel Espina.

—José, que te llama el patrón, que subas.

José Afá se incorporó en su litera.

—¿Para qué?

—¡Y a mí qué me preguntas! —dijo Espina—. Ha llamado por el tubo y me ha dicho que subas. No le iba a preguntar yo que para qué. Yo con decirte lo que ha dicho, cumplo.

Macario Martín soltó una carcajada.

—Querrá que le limpies el cuarto —dijo cuando se calmó—. Como sabe lo servicial que eres…

José Afá contrajo el ceño. Se sentó en la litera y empezó a decir barbaridades.

—El hijo de la muy tal, no le deja a uno descansar. La madre de su madre… para un rato que tiene uno libre —hizo una pausa—. ¿Qué querrá? —se preguntó.

Macario Martín se regocijaba.

—Sube al puente y te lo dirá, José.

El contramaestre se puso las botas de aguas y desapareció por las pasaderas de máquinas, barbarizando sin cesar.

Macario Martín pidió a Juan Arenas:

—Trae un pito, que los cabreos de Afá conviene celebrarlos.

Cuando José Afá salió a la cubierta ya no barbarizaba. Cuando subió por la escalerilla al espardel ya no murmuraba. Cuando abrió la puerta del puente tenía una mirada humilde y preguntó:

—Señor Simón, ¿me manda?

—Hay que picar hielo, José —dijo Simón, distraídamente—. No mucho. Coge a uno y a picar por si esta tarde sacamos nosotros la red.

—Bien, señor Simón, ¿algo más?

—Cuando acabes, échale una ojeada al arte que está pegando al palo de popa, que está algo rota. Coges a los Quiroga y a Artola y la coséis por donde está abierta. Las bolas están mal sujetas, las miras también y las atas de diez en diez en vez de doce en doce.

—Bien, señor Simón, y si faltan muchas bolas, ¿qué hago?

—Las sacas del pañol de popa. Allí tiene que haber.

—Bien, señor Simón, ¿algo más?

—No.

Cuando José Afá salió al espardel murmuraba. Cuando entró en la cocina para ir por las pasaderas hacia su rancho barbarizaba como un energúmeno. Cuando llegó al rancho estaba congestionado de ira. Ya que se calmó dijo:

—Matao, a picar.

—Yo no voy —respondió Macario—; tengo que hacer la comida.

—Queda mucho tiempo para la comida, a picar.

Estuvo unos instantes pensativo Macario Martín.

—Pero qué mala, qué requetemala…

—A picar. Menos cuento y a picar, también voy yo. Son cosas del gran… del puente.

Macario Martín y su amigo José Afá se unieron en las apreciaciones sobre Simón Orozco. Juan Arenas se divertía.

—Conviene estirar los músculos de vez en cuando —dijo.

José Afá le plantó cara. Levantó el dedo medio de la mano derecha y cerró los demás.

—Por aquí, vais a llevar esta marea bacalao los del motor.

Le ayudaba Macario Martín.

—Picando debierais estar vosotros, los tres.

Gato Rojo seguía durmiendo. Arenas volvió a reír.

—No despertéis al pobre Carmelo. Dejadlo dormir con su señora… —cantó por lo bajo—. Sensillo, quisiera ser marinero, caunque difisí é sensillo…

Macario Martín y José Afá salieron discutiendo a la pasadera de las máquinas.

—¿No podías haber echado mano de otro, José?

—Cuando me toca a mí le toca a todos y no distingo.

—Pues te lo tendré en cuenta.

—Al del puente.

—Al del puente y a ti.

José Afá entró en el rancho de popa.

—Juan Quiroga, Celso Quiroga y Venancio Artola, avante al espardel, hay que coser la red que está pegada al palo de popa. Venga, lo ha dicho el patrón.

Los nombrados se improvisaron de sorprendidos.

—¿Ahora? —preguntó, extrañado, Juan Quiroga.

—Sí, señorito, ahora —Afá hizo meliflua la voz—. Ahorita si te parece mejor —recuperó el tono duro—. Venga, al espardel, que lo ha dicho el patrón.

Artola interrogó:

—Tú, ¿qué?

—Yo a picar hielo. ¿Si tú lo prefieres?

No había remedio. Los nombrados en el rancho de proa se incorporaron y comenzaron la sabida letanía de los insultos al patrón Simón Orozco. Joaquín Sas se pasaba las manos por la barriga fingiendo una gran felicidad. José Afá lo contempló.

—Tú, Sas —dijo—, échales una mano.

Se incorporó de resorte Sas.

—¿Lo ha dicho el patrón?

—No, lo digo yo.

—Pues no voy.

—¿Que no vas?

—No voy.

—Tú vas, porque lo digo yo. Tú vas como vamos todos.

—Yo no voy.

—Si cuando salga de la nevera, que saldré dentro de una hora, no estás con éstos atando mallas, nos entenderemos.

—Pues nos entenderemos, pero no me levanto ya aunque lo diga el patrón.

—Muy bien —hizo una pausa el contramaestre—. Nos entenderemos tú y yo, Sas.

Cuando salieron a la cubierta de proa José Afá y Macario Martín ya estaban desfogados. Desde el puente los contemplaba Simón Orozco. Después el patrón pasó a contemplar la mar. Macario Martín lo observaba con el rabillo del ojo, mientras ayudaba a su amigo a quitar la tapa de la escotilla de la nevera.

—El cabrón —dijo Macario— nos miraba como si no existiésemos.

—Anda para adentro —respondió Afá.

Macario se descolgó a la nevera. José Afá le pasó un pico y una pala. Luego bajó.

El hielo picado que les habían servido en el Musel formaba una masa compacta. Había en la nevera como un extraño humo que emanaba del hielo.

—Pica por abajo —dijo Afá—. Así nos ahorramos trabajo.

Macario comenzó a trabajar. Después de diez o doce golpes hizo un alto.

—Es un trabajo inútil. Si esta tarde no sacamos nosotros la red, todo esto es inútil.

Afá paleaba con mal humor.

—Con tal de jorobar a la gente está contento. Pica, no te duermas.

—Inútil —dijo Macario—. Totalmente inútil.

Estuvieron un rato en silencio, trabajando. Macario dejó el pico de pronto y se llevó las manos a la cintura.

—No estoy para estos trabajos.

—Si no estás para éstos y te quejas de los riñones, no estarás para los que a ti te gustan ¿o es que hablas solamente lo que imaginas?

Macario volvió silencioso al trabajo. Al cabo de unos pocos minutos dijo:

—Ya hemos picado bastante, ¿no te parece?

—Sigue, Matao, no seas chaqueta. Sigue, que hay que picar como para cien cajas.

—Esto es inútil, totalmente inútil.

—¿Y a ti qué?

Macario barbarizó cuando le cayeron sobre las manos dos grandes trozos de hielo.

—Él debiera estar aquí dándole al pico.

—Él está donde debe estar y tú también estás donde debes estar.

—Con tal de fastidiar a la gente es capaz de mandarnos coser la vela.

—No te preocupes; si está rota la mandará coser. Trabaja, Matao.

El pico hacía un ruido corto y preciso al dar en la masa de hielo. La pala daba un sonido agrio y largo. Punto del pico, raya de la pala. Escupía Macario la saliva del trabajo, pastosilla y ahogante. Afá jadeaba. Punto del pico, raya de la pala. El ruido del hielo al desmoronarse era entre metálico y cristalino.

Joaquín Sas salió de muy mala gana a trabajar. Antes de subir al espardel se pasó por la proa y se asomó a la boca de la nevera.

—José, que subo al espardel para que no digas —su voz tenía un dejillo de desafío—, para que no se te pudran los hígados.

Ascendió la respuesta de Afá serena y amable:

—Bueno.

Macario Martín, desde la entraña de la nevera, alumbrado por una bombilla envuelta en tela metálica, pegada al bao, guiñó un ojo e hizo una mueca a José Afá.

—Se anzueló él solito, José.

—Habla demasiado.

—¿Por qué no echaste mano de Ugalde?

—Porque Sas… bueno, porque Sas se las da de listo.

—¿Le tienes ganas?

José Afá lo pensó. Dijo:

—Sí, le tengo ganas. Él y el patrón me sacan de misa, me ponen a morder.

—Al patrón te lo vas a aguantar hasta que cambies de barco.

Arrastró la pala con furia José Afá.

—Si no fuera por lo que hay en tierra me había desembarcado.

—Y yo.

Gato Rojo tenía el despertar lento, amplio de desperezos, rico de bostezos. Abría los ojos con la suavidad y la calma de las tortugas. Los volvía a cerrar. Recogía las piernas, las estiraba. Arqueaba el pecho y el vientre apoyándose en la nuca y en las nalgas.

—¿Qué hora es, Juan?

No obtuvo respuesta. Repitió sin asomarse a la litera de su compañero.

—¿Qué hora es, Juan?

Sacó las piernas por la baranda de la litera y se encogió para no pegar contra el techo.

—¿Juan?

Miró entre sus piernas. Juan Arenas no estaba en su catre. Gato Rojo saltó al suelo. Se quedó un momento de pie, apoyado en los talones, con los dedos encogidos, buscó sus zapatos por el lío de cajones y cestas. Se los puso sin ayudarse de las manos. En el espejo colgado de la puerta se miró el rostro. Se hizo dos o tres visajes. Tenía la barba muy crecida. Torció los labios y se pasó la mano por la cara.

—Hay que afeitarse —dijo.

En el reloj del Matao, pendiente de una cadena en la cabecera de su cama, miró la hora. Hora de cambio de guardia. Salió a las pasaderas y fue a la cocina. El único que en el barco había dormido casi ocho horas seguidas, excepción de Ventura, era Gato Rojo. Cuando entró en la cocina todavía no era muy real su vigilia y un último desperezo lo confirmó.

Se estaba cubriendo el cielo. Soplaba viento del norte. La mar iba tomando un color de pizarra clara. Pizarra el horizonte, al norte, al este y al oeste. Al sur, azulillos livianos y huyentes. El sol navegaba embozado por las nubes y sólo unos reflejos amarillos, del amarillo corrido del cambio de los grandes cangrejos, se filtraba arriba y abajo de la marca de su círculo.

Domingo Ventura echó mano de una novela en cuanto se despertó. Reflexionó luego y fue a la cocina en busca de agua caliente para hacerse un cazo de leche. Encontró a Gato Rojo. No estaba de humor para pedir favores.

—¿Cuándo me haces la huevera? —dijo.

—No te la hago.

—Allá tú.

Gato Rojo se asomó al portillo de la cocina y estuvo contemplando la marcha del barco compañero.

—En este banco es pérdida de tiempo echar las artes —dijo—. No sé cuándo se va a convencer el patrón.

Domingo Ventura no respondió. Con el cazo de agua caliente volvió a su camarote. Gato Rojo salió a la cubierta. Sintió frío.

Estaba en camiseta. Desde el espardel le dijeron alguna cosa que no entendió. Era puntual en su guardia y calculó que ya era la hora de tomarla. Bajó a las máquinas.

En el espardel había una animada tertulia. Cosían la red.

Sas se quejaba a los Quiroga. Artola estaba en su labor. Se hablaba mal de Simón Orozco. Sas tenía la palabra.

—No se ha visto otro igual en todo el Cantábrico.

—Todos son iguales —dijo Celso—. Todos mandan.

—Éste es como todos en peor —afirmó Sas—. En mucho peor. Calla, calla y hace las suyas. Buen bicho para poca red. Ya nos dará algún disgusto. Con él no hay marea sin disgusto.

Calló un momento, luego dijo rotundo:

—Ojalá se muera. Y que se muera con él Afá.

Celso Quiroga miró a los ojos a Sas.

—No te han hecho cosa grave.

—Ojalá se mueran —repitió Sas.

—Bueno, bueno, calla ya —intervino Juan Quiroga.

Estuvieron cosiendo la red en silencio durante un rato. De pronto Sas dijo:

—¿Tú puedes contar que le hayas visto decir alguna vez que cualquier cosa de las que se hacen a bordo está bien? No. Nadie lo puede decir. Es el único que aquí, por lo visto, sabe hacer las cosas. Si sacas del palo arriba, malo; si quieres sabalardear, peor. Si te ve tirar la red, que no, que se engancha. Es el pájaro de peor leche que me he echado a la cara en la vida.

Estaba creciendo el viento y la marejada. Simón Orozco tenía atada la rueda del timón y se paseaba por el puente. De vez en vez hacía alto en la ventana de estribor, observando la marcha del Uro. Llegaba a la radio y comunicaba con el compañero. El Uro se abría un poco de su rumbo.

La cadena de la boza, con la marejada, corría las aletas de popa. El barco levantaba mucho la proa. Simón Orozco pensaba en un mal embarre de la red. Temía que cogiera fondo y se enganchase, porque llevaba el arrastre con dificultad.

Macario Martín y el contramaestre Afá salieron de la nevera. Colocaron la tapa de madera, después la cobertura de hierro. Al terminar, Afá le hizo una señal a Orozco que los contemplaba. El patrón abrió una de las ventanas de proa. Afá gritó:

—Hemos picado para cien cajas, patrón.

—Mal hecho —respondió Simón Orozco—. Sobra hielo para lo que saquemos aquí, en caso de que se saque algo.

Afá torció el gesto.

—Como usted dijo…

—Hay que estar dispuestos, pero no pasarse, hombre.

Afá, seguido de Macario Martín, corrieron hacia la cocina, evitando el agua que entraba por las amuras. En la cocina dijo Afá:

—Mal hecho, ¿qué querrá que hagamos?

Macario Martín estaba cansado.

—Pregúntaselo otra vez y no me tengas picando hielo como un loco.

—¿Qué querrá este hombre que hagamos?

Simón Orozco tenía doloridos los pies. Pensó que al atardecer el dolor sería casi insoportable y que se los vendaría siempre después de la virada del mediodía. Pensó que antaño no se cansaba del puente, que antaño el puente no era un trabajo tan duro como ya iba siendo desde hacía dos años. Hay que ser joven, se dijo, para estar en la mar, tener las piernas fuertes. Los cincuenta años de un patrón de pesca no son los cincuenta años de un capitán de barco. Un patrón de pesca es un obrero de la mar, un obrero especializado si se quiere, pero nada más.

Manuel Espina estaba comiendo un trozo de pan con bonito. A la entrada de Afá y el Matao, dijo:

—Este bonito pica ya. Habrá que comerlo pronto o tirarlo.

—Habrá que comerlo —respondió Afá—, porque hoy no sacamos ni para cenar. Ya lo veréis.

Macario Martín se había quitado las botas de aguas y se subía a la litera.

—Estoy bien molido —afirmó.

—Dile eso al señor Simón para ver lo que le parece —dijo Afá.

Manuel Espina se rió con la boca llena.

—Si le dices que te cansas, después de estar tumbado dos días a la bartola se te va a poner hecho una verdadera furia. Te dirá que tomes ejemplo de él que se pasa diecisiete horas de pie agarrado a la rueda.

Macario Martín hizo un movimiento de cejas, resignándose a su cansancio. Miró al reloj. Pensó que al cabo de dos horas tendría que ponerse a hacer la marmita.

De pronto Afá dijo:

—Embarre, me parece que hemos embarrado. Lo que faltaba…

El barco navegaba con dificultad, acortando su andar.

Desde las máquinas llegó el pregón de embarre de Gato Rojo.

—A virar.

Macario Martín saltó de la litera y se puso las botas de aguas. Los que trabajaban en el espardel cuando oyeron a Afá, ya en cubierta, gritar la virada, corrieron a sus puestos.

Joaquín Sas, a una orden de Afá, golpeó la chaveta del macho que aguantaba la boza. El cable se tensó de popa a proa. El Aril borneó casi sobre el arte embarrada. Se abrieron las pinzas de los rulos de la amura y la maquinilla de proa comenzó a cobrar cable. Afá dijo:

—Aquí solamente subirá basura. Si sube algo que se pueda comer, vamos bien.

En el puente Simón Orozco hablaba por radio con el patrón del barco compañero. Sacaría el Uro.

Los barcos iban convergiendo hacia la red de arrastre, embarrada a setenta brazas de profundidad.