III

NORESTE CLARO, noreste quirriquirri. Hervía la mar; rojeaba, empañado, el sol. Malos tiempos en Tearaght, Great Skelling, Bull, Fastnet, faros de Irlanda. Galbarra en Machichaco. Malos semblantes en Igueldo. En Cabo Mayor la mar blanca, cortada de una franja negra hacia el norte. Por Finisterre sol con barbas, viento con aguas.

Paulino Castro se aburría en el puente y salió hacia popa por el espardel. El contramaestre, Macario Martín y Juan Arenas estaban a la cacea del bonito. Domingo Ventura fumaba y mecía la pereza sentado en una banqueta, contemplando.

—¿Habéis sacado alguno? —preguntó Paulino.

—Dos, patrón —dijo Macario—. Pero van a caer bastantes. Mire la mar.

Por popa, en la estela blanca, cruzaba la selguera aumentando el hervor de las aguas.

—El otro barco lleva lo menos una docena —dijo Afá.

El Uro navegaba casi paralelo al Aril a media milla.

—Prepara bien las ventrechas —dijo Paulino.

—Sí, patrón —respondió Macario.

—Las ventrechas las voy a preparar yo porque éste no sabe, las quema —dijo el contramaestre.

De pronto la línea de Macario dio un tirón. Gritó Macario.

—Parad la máquina, parad la máquina.

Se dejó de oír el ruido del motor. El barco avanzó suavemente. Afá se escupió las manos, entregó su aparejo a Domingo Ventura y comenzó a tirar de la línea de Macario. Se animaban con voces.

—Hala, hala, que ya está.

El bonito chancleteaba por la superficie de las aguas. Juan Arenas, con un bichero en las manos, se apoyó en la aleta por estribor. Tiraba mucho el bonito. Paulino Castro animaba desde el espardel.

—Venga, arriba, venga, arriba.

Al primer golpe de bichero, Juan Arenas no acertó. Después izó el bonito a bordo. El contramaestre Afá gritó:

—Avante.

Paulino Castro repitió la voz cerca de la escotilla de máquinas. El barco reanudó la marcha.

—Buen bonito —comentó Macario.

Las manos de Afá sangraban.

—¡Cómo tiraba el diablo!

El bonito saltaba agonizando en la cubierta.

—Tienen que caer muchos —dijo con entusiasmo Macario—. Muchos.

Paulino Castro miró al cielo.

—Si da tiempo, porque esto lleva camino de ponerse muy mal.

Todos miraron al cielo. Macario Martín fijó la mirada en el sol rojo.

—José, ¿cuántos fogoneros llevará el sol?

No esperó la respuesta. Afirmó:

—Lo menos lleva doscientos fogoneros.

La línea de Juan Arenas se tensó. Gritó.

—Alto la máquina, alto.

Paulino Castro repitió los gritos. El bonito se desprendió del anzuelo.

—Se ha ido; buen viaje. Saludos a tu madre, mozo —dijo Arenas.

Juan Arenas comenzó a cobrar el aparejo. Paulino ordenó por la escotilla:

—Avante.

En el rancho de proa, estribor euskaldún, babor galaico. Juan Ugalde y Venancio Artola por los murmullos de su idioma, hablando de mejores fortunas. Juan y Celso Quiroga por las romanceadas suavidades de su lengua, quejándose a mala palabra de la vida del pescador. En el rancho de proa, unidad de opinión sobre la plata.

En el puente, aburrimiento de la guardia al timón. Joaquín Sas —el ojo al rumbo: N 26W, el pensamiento a costa— silbaba por silbar, cantaba por cantar, imaginaba por imaginar. En el cuarto de derrota el patrón Simón Orozco tomaba experiencia olvidada de su cuadernillo de notas. Por años, por meses, por días, las pesquerías de su vida. Los pulsos de la mar en cifra y letra. Subió la merluza a las playas adelantándose en veinte días al año anterior. Barco hundido en Melville. ¡Cuidado el arrastre por los filos del banco! Cambio de corriente en Parsons. La merluza baja a los espigones franceses. El besugo, mal. Cajas: setenta, ochenta, cien. Cajas, siete, muy mal. Los tantos por ciento a la izquierda en columna aparte. Simón Orozco, echado en su litera, calculaba la moneda que lleva cada ola, si salía cara, si salía cruz; calculaba en la rosa de los vientos como en una ruleta, y dejaba opinión en su rolar. Sureste bueno o sureste malo, según qué banco, qué sondaje, qué marcha, qué aparejo.

En las máquinas Gato Rojo construía hueveras para sus compañeros Arenas y Espina. Domingo Ventura había visto con malos ojos que no contara con él para el asunto de las hueveras. La venganza fue la orden de arranchar máquinas antes de que comenzara la pesca. Gato Rojo, cuando quería, se quedaba sordo del son del motor. Lo pensó: No doy coba ni a mi mismo padre, quien quiera una huevera que se la haga. Yo las hago para los que me las piden por favor.

En popa no se volvió a pescar en una hora y Macario Martín se cansó de sostener su línea. Fue a la cocina, con la orden expresa de Paulino Castro de que le reservara una ventrecha de bonito, pero que no se la preparase. Macario pensó que su falta de tino en la cocina le evitaba trabajos. Se dedicó a preparar la comida de la tripulación, porque llegaba el mediodía.

A mediodía siete hombres se acomodaron en el espardel en torno de la gran marmita. Cada uno tenía su pan, su vino, su cuchara. El patrón de costa Paulino Castro preguntó:

—¿Se ha separado para la guardia?

De guardia al timón estaba Juan Ugalde; en máquinas, Arenas. El Matao respondió:

—Sí, patrón.

—¿Les has servido bien?

—Sí, patrón. Más de lo que nos toque a nosotros.

La ley de la mar se precisaba meticulosa en el respeto de las guardias. Paulino preguntó:

—¿Falta alguien?

Replicó el contramaestre:

—Domingo Ventura no quiere comer. Manuel Espina está en popa pescando y se le ha separado pre. A Gato Rojo no le gusta el bonito.

Paulino Castro se quitó la boina. Le imitaron los que estaban cubiertos. Paulino extendió la mano derecha sobre la marmita e hizo el signo de la cruz. Dijo:

—A Jesús. Coman.

Todos esperaron a que el patrón metiera la cuchara en la marmita. Luego, por riguroso turno, evitando molestarse en la apretura del corro, fueron cogiendo el bonito con patatas. Comían con parsimonia, con nobleza, con hambre. El patrón los animaba de vez en vez.

—Coman, coman.

El contramaestre Afá dio su asentimiento a la comida.

—Está bien, Matao, a ver si te conservas en forma hasta que acabe el viaje.

El Matao sentía una holgura interior por el elogio. Explicó lo que era el oficio de cocinero.

—Ser cocinero en un barco es lo peor que se puede ser en el mundo. Cuando está bien la comida, nadie te dice que está bien; cuando está mal, todo va por la borda y todos dicen que mal. Encima, para todos, eres un ladrón el día que dices que se ha acabado el aceite o que no hay cebollas.

Joaquín Sas miraba de reojo al Matao. Joaquín Sas llevaba mucho amargo en el cuerpo.

—Tu obligación es hacer las cosas bien —dijo—, no hacer las porquerías que sueles hacer. No tienes por qué estar orgulloso para una vez que lo haces un poco regular.

Terció Paulino Castro:

—No lo hace tan mal, Joaquín. A ti te quisiera ver yo de cocinero.

—Para hacerlo como éste, seguro que servía —fue la respuesta de Sas.

El contramaestre Afá tenía ganas de divertirse.

—Pero ¿no le contestas, Macario? Tú que no te callas ni con pez en la boca. Pero ¿no le contestas? ¿No ves que te está dejando en ridículo?

Macario Martín le dio un trago a su botella.

—¿No puedes dejarme en paz, José?

El viento tiraba a brisote. Crecía la mar. Por barlovento, en el horizonte blanco, se recortó una vela roja. El primero que la vio fue Macario. Dijo:

—Un pití.

De la isla de la Croix, de Lorient, de La Rochelle, salen a la mar los veleros del bonito, aparejados en balandra, con las velas coloreadas. Ocho hombres, dos meses de mar.

—Esta tarde veremos muchos —dijo el patrón de costa—. Y mañana barcos grandes, cuando cortemos la línea del Paso de Calais. La gente de los pitís sí que es marinera.

—No embarcaba yo en ésos —dijo Joaquín Sas—, ni con soldada doble.

El pití cogía bien el viento. Se acercaba. Se le veía el casco, a medias.

—Viene a nuestro rumbo. Hacen tanta marcha como nosotros —dijo el patrón de costa—, en cuanto cogen un buen viento. Cuando no hay viento, siesta, y cuando hay malos tiempos, disgustos. Esa gente sí que es marinera.

—Durante la guerra —dijo Afá— se abarloaban muchas veces a nosotros. Se han hecho negocios con ellos…

Macario Martín interesó a todos mostrando sus conocimientos de la pesca en los pitís.

—Pescan a la cacea como nosotros, con esas perchas —hizo una pausa y señaló al pití—. Esas perchas que salen, ¿no las veis? Ya a bordo el pez, lo sangran y lo ponen a oreo bajo unos toldos, que no les dé el sol, porque se pica la carne; solamente los vientos. La carne, yo la he comido en Francia, es mejor que mojama y más blanca.

—Eso es estropear el bonito —afirmó Sas.

—Tú qué sabes, tú a comer rayas y pintarrojas que es lo que les gusta a los de tu pueblo. Tú qué sabes, si no has visto el mundo por un agujero.

La edad, la experiencia, el menosprecio que ejercía Macario con sus palabras se imponían. Joaquín Sas se desconcertó, buscaba respuesta. Macario Martín se le iba una y otra vez como una mala mar.

—En cuanto uno se calla por educación y no contesta a las pijadonas que decís, lo tomáis por popa. Pero tú qué sabes, si yo puedo ser tu padre y debías comenzar por tratarme con respeto y por aprender lo que yo digo por si algo se te quedaba en este pañol vacío que tienes por cabeza. Pero tú qué sabes…

El tono agrio de Macario Martín había aumentado. A veces le daba un arrechucho de mal humor, cuando se sentía despreciado, cuando se cansaba de las bromas, cuando alguien se pasaba en el tono del trato de bufonadas. Macario Martín sacaba sus veintisiete gatos hambrientos —según su amigo el contramaestre— y se los echaba recién escaldados a la víctima. Entonces lo mejor era callar.

Intervino el patrón de costa:

—Vamos, vamos, Macario, lo único que ha dicho Joaquín es que le parecía que eso era estropear el bonito.

Macario Martín no escuchaba. Dijo:

—Con cuarenta años en la mar, me van a venir los grumetes dando lecciones. Digo grumetes, grumetes he conocido yo que sabían más de mar que todos vosotros juntos —barbarizó por las galletas de los palos arriba—, que todos vosotros que os las dais de marineros que se las saben todas.

El contramaestre no fue afortunado en su intervención.

—Macario, no sigas que los matas a todos.

—Como tú, Afá, tú eres contramaestre de boquilla, por la misma razón que te podían llevar para arreglar estachas. Como tú…

José Afá se enfadó:

—Bueno, bueno, bueno… —hablaba con cierto retintín—. Bueno, Macario, vete calmando que todos tenemos la lengua larga, que todos sabemos decir cosas… Bueno, bueno, bueno, Macario, vamos a olvidarlo todo y a seguir comiendo tranquilos…

Macario Martín comprendió que se había excedido. Buscó alguien con quien compartir sus opiniones. Se ablandó.

—Es que a uno lo sacáis de su rumbo por hacer gracias y luego os quejáis…

El contramaestre Afá miraba a la marmita y movía la cabeza negativamente.

—Bueno, bueno, bueno. Macario, que todos nos conocemos, que todos tenemos nuestros hígados en sus sitios… Bueno, bueno, bueno…

Cortó el patrón de costa con torpeza, con la eficacia de su autoridad.

—Se terminó. Tú, Celso, cuenta alguna cosa.

Aquella discusión hubiera necesitado irse acabando por sí misma. Todos quedaron descontentos y recelosos. Celso Quiroga preguntó:

—¿Y qué quiere usted que cuente, patrón?

De popa llegó, aguda, la voz de Manuel Espina.

—Alto la máquina, alto.

—Arenas —gritó el Matao—, para el motor.

Dejó de oírse el ruido del motor. Macario Martín y Joaquín Sas corrieron por el espardel. Joaquín se descolgó sobre la cubierta del pañol. Comenzó a tirar del aparejo mano a mano con Espina. Macario los animaba desde la barandilla.

—No lo dejéis cobrar un palmo. ¡Hala, hala, hala! Es grande. Cuidado, llevarlo por arriba que chancletee.

Joaquín Sas ayudado de un bichero lo izó a bordo. Cogiéndolo por la cola Manuel Espina lo sopesó.

—Hará siete quilos.

—Por ahí —dijo Sas.

—Pocos más o menos ya hará los siete —corroboró Macario.

Manuel Espina gritó al desgañite:

—Avante libre.

Arenas entretenía el fastidio de la guardia —afretando en vano las planchas de cobertura y cantando por lo bajo: «Sensillo, quisiera ser marinero, caunque difisí é sensillo…». El fandango, repetido una y otra vez, arrastraba los minutos, ocupaba el pensamiento.

—Alto la máquina.

—… en un barquito velero. ¡Ya va! Pintaíto de amarillo…

No había salido bien y repetía el verso, al parar el motor.

—Pintaíto de amarillooó, pintaíto de amarillooó, que é de mi compare Piñero.

—Avante, máquina.

Nadie le iba a oír, pero discurseaba.

—¡Ya va! Y a ver si acabáis, que no está aquí uno de perejilero… Pintaíto de amarillooó…

Las guardias de máquinas, en solitario, hacen que un hombre exprese su pensamiento hablando, combatiendo con las palabras el son monótono y neutralizador del pensamiento que da el motor.

—Voy a pegarme un golpe de vino —dice Arenas—. Tengo la boca con sabor a gasoil —dice—. Esto le quita a uno las ganas de comer —dice.

Subió la escalerilla hasta la pasadera. Descolgó la botella. Escupió y creyó escupir el sabor del gasoil. Bebió largamente. Se enjuagó con vino y bajó a las máquinas. Estaba alegre.

—Sensillo, quisiera ser marinero, caunque difisí é sensillo. Sensillo, sensillo…

Juan Ugalde acariciaba con las palmas de las manos las cabillas de la rueda del timón. En la guardia del puente se podía pensar, si había algo en qué pensar, porque si no Juan estaba al rumbo y distraído con el capuceo de la proa. Juan Ugalde tenía amplia la mar para pensar, para lanzar el pensamiento hacia el horizonte. Pensaba que su patrón Simón Orozco se había equivocado. Había estado de chiquito en los barcos yanquis. No sabía cuánto, pero sí mucho tiempo. En los barcos yanquis le iba bien, ¿por qué se vino? El patrón Simón Orozco se había equivocado. Él no hubiera vuelto. Para andar a la mar lo mismo se anda en barcos yanquis que en los barcos de Pasajes o de donde sea. Pero en los barcos yanquis se gana buen dinero, muy buen dinero, que no se gana en otro sitio, y se come bien, muy bien, y se puede guardar para cuando se deje la mar y poner un bar o comprar un sardinero o casarse en América con una rubia de perras, fea y sin tetas, pero de perras. Así dicen los que han estado en Nueva York y los pelotaris que han jugado en el sur, en Miami… Luego se vuelve a casa de visita, acaso con un cochazo. Se puede estar seis meses en el pueblo gastando, yendo a San Sebastián, a Bilbao, a los toros de Pamplona, a Vitoria por la Blanca. Se puede ir donde se quiera, hacer lo que a uno le da la gana. Si le da a uno la gana, agarra el cochazo y tira para Bilbao a cenar y a lo que salga… El patrón Simón Orozco, metido en su cuarto, aburrido, a veces rabioso, ¿por qué no se quedó en los barcos yanquis?

Al patrón Simón Orozco, Macario le había subido la comida al cuarto de derrota. Simón Orozco comía a las doce en punto del mediodía, cenaba a las siete y media de la tarde «hora de Grimbich», decía Macario. «Hasta para hacer del cuerpo, diez de la mañana, hora de Grimbich», decía Macario. Simón Orozco nunca ponía reparos a la comida, ponía reparos a la hora. Si Macario se descuidaba y no eran las doce en punto o las siete y media en punto, cuando subía la comida, Simón Orozco le decía pocas, pero ofensivas, humillantes, agrias palabras. Macario bajaba a la cocina barbarizando. El fisgón de turno echaba sal en las llagas.

—¿El señor sultán te ha dado el puntapié que te prometió?

La imaginación escatológica de Macario Martín abría nuevas rutas al comercio carnal, prostituyendo la fauna submarina, ensuciando el nombre del patrón letra por letra. El fisgón de turno quedaba satisfecho y se iba a los ranchos a contar las creaciones de Macario Martín.

Simón Orozco escribía el borrador de una carta. Abiertas las piernas, apoyado sobre la mesa, cansaba el pulso en la dificultad de escribir cargando el peso en el brazo para no perder el equilibrio en los balances. Escribía a un amigo. La carta le costaba cuatro borradores. Los cuatro borradores le ocupaban los ocios de los días sin faena en el viaje. Dos borradores al ir a Gran Sol. Dos al volver. La carta definitiva en el bar de la lonja, ya en puerto. Cada viaje una carta: a veces al amigo de Barcelona, a veces al amigo de Bilbao, a veces a su mujer, por si los días de descanso en puerto no daban margen para visitarla. Cuando iba a ver a su mujer y a sus hijos a Pasajes o a Elanchove, iba por cuatro días, solamente por cuatro días, únicamente por cuatro días; la mar tiene su tajo.

Escribía con una caligrafía de colegial. En las mayúsculas se esmeraba en el arabesco y ponía especial atención en las volutas de los rasgos terminales. En el texto no había ni arabescos ni volutas. El texto era sobrio y enjundioso. A veces corría la pluma en un rasgueo no previsto producido por un balance del barco. Simón Orozco lo arreglaba añadiéndole una espiral o lo tachaba con rayitas hasta su cálculo caligráfico. Dejó la pluma en el tope de una regla para que no cayera al suelo y taponó el tintero, de tinta aguada, que sostenía con la mano izquierda. Simón Orozco descansó apoyado por la cintura en la mesa del cuarto de derrota, contemplando la mar de proa por la puerta abierta. Dijo algunas palabras en vasco a Juan Ugalde, que volvió la cabeza, afirmando. Luego cogió la petaca y, sonriendo, comenzó a liar un cigarrillo.

Gato Rojo socorría la pesada conversación con Domingo Ventura ocupando las manos en encordar el mango de un cuchillo. Estaba echado en su catre. Domingo Ventura ocupaba el de Manuel Espina y le revolvía las novelas que guardaba en la taquilla de la cabecera.

—¿Qué tal ésta?

—¿Cuál?

Le mostraba Domingo la cubierta y Gato Rojo se incorporaba para verla.

—No sé, no la he leído. Me aburren esas novelas.

—¿Y ésta?

Gato Rojo se volvía a incorporar.

—No sé.

—Pues ésta debe de estar muy bien.

—Seguramente.

—Me voy a llevar estas dos.

Gato Rojo encordaba parsimoniosamente el cuchillo de limpiar pescado.

—Si sacamos mucho bacalao —dijo—, tenemos que echarles una mano a los de proa, porque ha dicho Afá que el que no trabaje no entra en el reparto de lo que se sale.

—Afá dirá lo que quiera, pero en el bacalao salado tenemos nosotros tanto derecho como los marineros. ¿Es que no es trabajar lo que nosotros hacemos?

Continuó Domingo, cambiando de conversación:

—Me voy a llevar tres. Ésta, ésta y ésta. Las leo en seguida. Le dices a Manuel que se las he cogido yo.

—Díselo tú.

—Bueno, se lo diré yo.

—Afá tiene razón. La marea pasada, el único que subió a cubierta a limpiar pescado fue Espina. Sin embargo, repartieron con nosotros.

Domingo Ventura disculpaba la falta de compañerismo.

—Tú tuviste que trabajar. Arenas igual. Yo tuve que dirigir el trabajo. El único que quedaba era Manuel y Manuel fue. Si a uno le queda un rato libre en el trabajo lo lógico es que lo dedique a descansar. No tiene por qué quejarse Afá, que no hace más que hablar y es el que menos taja.

—Podíamos haber subido algún rato, aunque sólo fuera para hacer la muestra.

—¿Y el motor? Cuando se changa, ¿baja alguno a echarnos una mano? Todos vuelan alrededor, sí, para ver, pero en cuanto les dices que hagan algo se escapan. No, no tiene por qué quejarse Afá.

Gato Rojo había terminado de encordar el mango del cuchillo. Saltó de la litera.

—Voy a darle un filo —dijo.

Domingo Ventura acababa de abrir una de las novelas que había seleccionado y perdía la mirada por sus primeros prometedores renglones. La barata épica de la colección de novelas del Oeste americano exaltaba su imaginación. Domingo Ventura, echado en su catre, fumando un cigarrillo y con una novela que abundase en fuegos de revólver y luchas cuerpo a cuerpo, era el hombre más feliz del barco. Domingo Ventura se acomodó en la litera de Manuel Espina, cruzó las piernas, después de haberse sacado con un movimiento mecánico los zapatos, encendió un cigarrillo y una gran felicidad le invadió.

Se afoscó el cielo. Amainó el viento. El sol cambiaba en la bruma: rojo a naranja, naranja a limón, limón a color de vientre de pez, hasta que su círculo tan patente, tan recio bajo el cielo y sobre la mar, se fue rompiendo, escamando en las aguas y quedando sólo una luz extensa, triste y parigual.

Por el aguaje del Aril rumbeaba el Uro. La mar de vista se estrechaba con la bruma, la mar del peligro se ensanchaba en la confusión de la cargazón de la atmósfera. El pití había cortado el rumbo de la pareja hacia el suroeste, y era ya una minúscula mancha roja perdiéndose en la lejanía. Por el onduleo de las aguas volaban rasando los petreles. Los petreles chupaceites: «Negra la pluma, negro el augurio, negra y bien negra la mar que los parió», dice Celso Quiroga. Los petreles o martinas que no temen los malos tiempos, que «chivan los malos tiempos cuando van a sorber los sebos y aceites de la estela», dice Macario Martín. Las fardelas que señalan las selgueras habían desaparecido con la selguera. Las ligareñas cuqueaban con los petreles trenzando y destrenzando sus vuelos a popa. El pájaro coprófago, el pájaro cágalo, perseguía ligareñas y petreles buscándose la comida. «El cágalo es como un carabinero del culo», dice el contramaestre Afá.

La tertulia de popa, sobre los aparejos en el saltillo, contemplaba la mar y los pájaros de la mar. Al noreste, al rumbo de sus juegos, perseguidos y perseguidores los delfines saltaban, alegrando la vista. Había mucha pereza en la tertulia para preparar el arpón y esperar la ocasión de que los delfines se rascasen las barrigas con la proa del barco. Había una modorra del afoscamiento del cielo que impedía toda acción. Sobre los húmedos aparejos Macario Martín se cambió de lugar dos veces. Apoyó al fin la espalda en la estampa de estribor. Para ver a los delfines alzaba la cabeza sobre la tapa de regala.

En los ranchos sesteaban o leían el resto de los tripulantes. Manuel Espina estaba en su guardia de máquinas. Juan Quiroga tenía el timón. En el cuarto de derrota dormía el patrón de costa Paulino Castro. En el bacalao del puente miraba la mar Simón Orozco.

Los delfines se guiaron hacia el barco para satisfacer los caprichos del juego: salta el delfín, pasa por la proa al barco, sumergiéndose; salta el delfín, y vuelve el juego. Vuelve el juego hasta que la manada se cansa o el arpón sangra la fiesta. Con sangre hay una loca carrera en torno del barco y de la muerte, que hace la pareja del delfín o la madre del delfinillo arponeados.

Ocio a bordo.

Simón Orozco ha encontrado asiento junto a la chimenea, cancha breve del espardel, en un cajón —Canadian Dry, que salió una vez prendido en el arrastre y que ha servido de jaula a una paloma anillada hasta que se la merendó Macario Martín. El cajón tiene todavía clavado el trozo de red que impedía la huida de la paloma y una lata de pimientos en la que bebía agua. La anilla fue a las olas y se perdió reluciente como una escama en las verdioscuridades de la mar. «Y van tres», dicen que dijo Macario Martín, mientras se escarbaba los dientes con una espina larga. Macario Martín, según pensó Orozco, tenía a veces cosas de portugués.

Pensando en Macario Martín se regocijaba Simón Orozco. Combinaba las apreciaciones sobre el cocinero: viejo y golfo, tan viejo y tan golfo; ridículo y valiente, posiblemente en el barco no había uno tan valiente como Macario; ladrón y honrado a rachas; asqueroso de liviandades, o en los perfiles de la honestidad a rachas; inteligente o lerdo a rachas; a rachas el vino de la cerrilidad, de las peores palabras que jamás se dijeron en barco alguno, de los repentes matones, del aguante —porque aguante como el de Macario, correa como Macario, pocos— de las bromas de los demás. ¿Quién entendía a Macario Martín? Simón Orozco lo conocía desde la guerra, lo había conocido en un bou armado de la flotilla de Euzkadi. Simón Orozco pensaba que no entendía a Macario Martín. Y sonrió cuando pensó que el que menos conocía a Macario Martín era Macario Martín.

A Simón Orozco le gustaba apoyarse en la chimenea. El calor de la chimenea en la espalda y el frescor de los vientos en el rostro le confortaban. Miraba a la mar que iba tomando un tono plateado y oscuro, ventrechado dice el pescador, circuido de natas de bruma. Mirando a la mar, lo mismo se puede pensar que no pensar. Mirar a la mar es como mirar en un espejo sin ver más que el espejo. Simón Orozco miraba a la mar sin pensar, sólo atento al tono plateado y oscuro de sus aguas.

En el saltillo de popa, bajo la cubiertilla de la baranda del espardel, casi se estaba en el muelle sentado en un noray mirando la mar. José Afá tenía en los ojos la picazón del sueño de contemplar la mar sin objeto y un sosiego interior de dulce aburrimiento. A veces entornaba los párpados para descansar la vista y daba la cabezada de la siesta, pero se recobraba de pronto. Celso Quiroga se rascaba por todos los sitios, con un orden meticuloso: tobillos primero, lenta ascensión hasta la cabeza y vuelta a empezar. Cuando encontraba una zona de fuerte picor se rascaba desesperadamente produciendo con la boca un ruido de absorción. Macario Martín estaba respirando hondo, con los labios fruncidos, atenta la mirada, viva la mirada, a la mar, a los aparejos, a Celso, a José Afá, al agua que se escapaba por los imbornales y que corría por el regato de la cubierta de la obra muerta al palo de popa —árbol de eterno vaivén— y a las crenchas de bruma por los cielos.

Habían coincidido los cambios de guardia del motor y del puente. Manuel Espina estaba acompañado de Gato Rojo, que se ocupaba, después de haber afilado su cuchillo, en arreglar el tornillete de una llave inglesa. Juan Quiroga dormitaba sobre el timón como los pájaros arrendotes sobre la mar.

En los barcos de fuegos, los paleadores del carbón saben que hay un alma asesina en la multitud de las llamas. De los barcos de velas se sabe, que el viento en un mal calculado impulso de gigante, en el punto donde la fuerza bruta se hace fuerza de muerte, rompía los equilibrios milagrosos de las naves, abriendo la estela de los naufragios. En los barcos de motor no hay mitología de la fuerza.

En la bitácora habita el duende caprichoso de los rumbos que no se ajusta más que a la llamada de los polos. Danza, danza y danza más. Nada arriba, nada abajo. Salta como los delfines, vuela como los albatros; duerme con los ojos bien abiertos, vela con los ojos cerrados; se mece emperezado, corta paralelos, brinca meridianos. En el carrusel de la rosa de los vientos, de los rumbos, en la rosa náutica, en la aguja, habita el duende de la inquietud del hombre. El duende que gasta el corazón del marinero en el juego de sus treinta y dos caprichos principales.

Se mece emperezado el duende de la bitácora. El Aril sigue su rumbo. El casco de la caja de bitácora está en un rincón del puente, junto a la garrafa de vino de Simón Orozco. El casco de la caja de bitácora es como una escafandra preservadora de la siempre lozana rosa de los vientos. Juan Quiroga ha quitado el casco para ver mejor los rumbos, pretextando la mala luz de la tarde brumosa, pálida y falsa. En la rosa había reflejos y sombras.

A estribor el armario de la sonda eléctrica, a babor el armario de la radio. Junto a la sonda eléctrica el cuadro de mandos de las luces de a bordo. Un boquete en el techo en el que hubo un viejo compás que se observaba en la mesa de la caja de bitácora por un espejo. Los imanes en rojo y azul de las correcciones magnéticas en tono de la caja, prendidos en la mesa. Parte desigualmente el piso del puente la cadena del juego de la rueda del timón, untada de grasa, que sale a los bacalaos y baja a la cubierta, en una continuación de varillas de hierro, hasta popa.

En el puente no hay objetos sobre los que se pueda entretener la mirada. Los ojos del aburrido de la guardia sólo repasan cosas funcionales: la bitácora y la sonda. El oído del hombre de la guardia sólo está atento a ruidos funcionales: timbres de máquinas, avisos de máquinas y radio.

Juan Quiroga abre los ojos y, cansadamente, mueve la rueda en corrección de rumbo. La sestilla de pie seca la boca. Piensa que abajo, en el rancho, los compañeros estarán tumbados, oyendo a alguno de popa, que les visita para charlar, pero que monologa. Juan Quiroga siente la pesadez de la tarde en pequeños dolores articulares, en una leve molestia de la mandíbula inferior, en la gravedad de los párpados y en el vacío de la cabeza, que en otra ocasión ya tendría a amores o a pájaros de buenas fortunas.

El contramaestre José Afá, Macario Martín y Celso Quiroga habían abandonado la popa. José Afá y Macario Martín buscaron los arrimos de las colchonetas para distraer las penitencias de la imaginación, exaltada en el aburrimiento, a la caza de fugitivas sombras de hembras. Se encontraron a Domingo Ventura, que leía bisbiseando. Primero Afá, después Macario Martín, que había largado la mirada lasciva a la dama del calendario, entraron en conversación con Ventura.

—Para ratos así —dijo bruscamente Macario— se necesita una mujer.

La risa de Afá era rotunda de ironía, con un dejo escalofriado de erotismo.

—¿Para qué quieres tú una tía en un barco, salvaje?

—¿Para qué la querrías tú?

Volvió la risa de Afá. Domingo Ventura tendió a la templanza.

—Estáis buenos vosotros. Acabáis de dejar el puerto y estáis ya desquiciados. ¿Qué es lo que hacéis en casa? ¿Es que os tienen a dieta?

José Afá explicó:

—A mí, Ventura, me dan estas rachas precisamente cuando salimos o cuando volvemos. No sólo por salir o por volver, sino porque como no se hace nada y está uno descansado…

—Bueno, tú, bien —dijo Ventura—, pero éste. Éste siempre está igual lo mismo al ir que al volver, que en medio. Lo mismo trabajando que sin trabajar. Lo mismo por la mañana que al mediodía, que por la tarde, que por la noche, que con frío que con calor —hizo una pausa—. Porque tú, Macario, eres un tío salido, un tío cerdo que no piensas más que en eso.

Macario Martín se sentía halagado, sonreía satisfecho.

—Que soy un macho.

—Todo lo tuyo es parla —afirmó Afá—. Mucho hablar y luego nada. Además, que a tu edad…

Se indignó Macario Martín.

—Qué tiene que ver la edad. Yo estoy más joven que tú y que ése. Yo todavía estoy que mato muchas más que vosotros. Tú eres el que hablas de farol…

José Afá pensó en sus hijas y dijo:

—Ojalá.

Domingo Ventura llevó la conversación hacia zonas de calma.

—Me ha dicho Arenas que ha oído al pesca que si pasamos de las trescientas mil en esta marea, el porcentaje que os corresponde sube a doce.

—Mentira —gritó Macario.

Asomó la cabeza Ventura para ver a Macario Martín.

—¿Por qué mentira?

—Mentira —volvió a gritar Macario.

—Di por qué.

—Porque Arenas es lo más mentiroso que conozco, que he conocido, que conoceré en toda mi vida. Es un invento de él para fastidiar. Buenos son los de tierra para subir aquí nada. Las bases y se acabó. Todo lo que diga Arenas es una molida mentira.

—Cuando venga se lo preguntaremos —dijo serenamente Ventura—. Se lo preguntaremos y él te lo dirá.

Macario Martín reclinó la cabeza en el saco que le servía de almohada y sopló fuertemente, significando que ya estaba de vuelta de todas las noticias que pudiera dar Juan Arenas, ya fueran buenas o malas. José Afá no creía en la subida del porcentaje, pero las palabras de Ventura habían reavivado el ascua de su candorosa esperanza.

—¿Y por qué no va a poder ser, Matao, que pasando la marea de trescientas mil pesetas se les ocurra pensar en nosotros?

—Porque no —dijo Macario secamente.

El contramaestre estaba incorporado en su catre, mirando pensativo el suelo del rancho. Dijo en voz baja:

—Pues pudiera ser.

—Quítate eso de la cabeza, José —suavizó la voz Macario Martín—, son veinte o treinta duros más que no van a ninguna parte y que, además, no te darán, aun suponiendo que pesquemos por más de trescientas mil.

Leía Domingo Ventura sin preocuparse de la conversación del contramaestre y el cocinero. A él le preocupaba poco la subida del porcentaje de la marinería y de los engrasadores. Él, como el patrón de costa, cobraba un uno por ciento del total de la pesca. No iba con él la esperanza de un porcentaje más alto.

Afá preguntó a Macario Martín:

—¿No tienes por ahí algún periódico viejo al que se le pueda echar una ojeada?

—Había traído dos, pero me los ha gastado Arenas en el beque.

Afá reclinó la cabeza y comenzó a pensar en sus hijos, en su casa, en su mujer, en lo que importaban treinta duros más que no iban a ninguna parte. Macario notó frío en los pies y se apresuró a cerrar el ojo de buey.

—Hoy vamos a tener jota con este viento racheado.

Con una tijera oxidada comenzó a cortarse las uñas de los pies. Domingo Ventura asomó la cabeza, esperó a que Macario tirase un corte de uña al suelo.

—Marrano.

—Vete a tu catre.

—No te…

Ventura siguió leyendo. La risa de Macario era profunda y ahogada. Macario se sentía contento.

En el rancho de proa Juan Arenas recontaba una historia de la guerra, hablando falsamente de su cobardía, pero en la que su persona aparecía en los momentos precisos y en los lugares de mayor peligro.

—… bajaban muertos, helados, y yo al ver aquellos detalles…

El único que le escuchaba era Celso Quiroga. Juan Ugalde y Venancio Artola hablaban en vasco, cerrando a pares. Joaquín Sas tenía el meollo a los números y a veces intervenía sin enterarse de la historia de Arenas, cortando las frases.

—Cuento.

—¿Cuento? ¿Cuento? —barbotaba Arenas—. Quisiera que lo hubieses visto. ¿Cuento? Te lo juro por mi madre. Bajaban del monte arrecidos de frío, habían estado sin comer cuatro días. Eso lo he visto yo. Te lo juro por mi madre, Celso, que lo de Asturias fue así, como te lo digo.

—Cuento —interrumpía Joaquín Sas.

Arenas prescindía de las intervenciones de Sas, aunque quedaba herido en su sensibilidad de fabulador poco convincente.

—Fue el veintitrés de diciembre exactamente, acababa de recibir yo un paquete de mi mujer con unos jerseys, hacía un frío… éste —señalaba a Sas— tenía que haber estado allí, este que cree que es cuento… Hacía un frío como si te metieran ocho horas desnudo en la nevera de este barco, así, pero vestido; a éste, a éste lo quisiera yo haber visto por allá.

—Juanito, almirante —dijo Sas—, deja ya de hablar, que nos cansas mucho.

Arenas ensayaba un gesto de desprecio. Hacía ruido con la boca.

—No le hagas caso, Celso —dijo Sas—, todo lo que cuenta es mentira.

Paulino Castro despertó de la siesta. En el puente conversaban el marinero de guardia y el patrón Simón Orozco. Salió el patrón de costa. Comenzaba a llover. Llegaba el viento norte estirado y constante. Cabeceaba el barco. Paulino Castro bajó a la cocina.

Desde la llegada del patrón de costa a la cocina el fogón estuvo funcionando sin interrupción. Paulino se preparó la ventrecha de un bonito y se la comió. Afá hizo lo mismo con otra. Arenas frió unos huevos y se fue a repartirlos en untadas con sus compañeros los engrasadores. Domingo Ventura merendó chocolate y pan. Después libó de una lata de leche condensada.

Fue a creciente el viento. La mar se alborotó. Los ojos de buey de barlovento estaban cerrados desde poco después de comer. Se cerraron los de sotavento. Macario Martín echó el pasador al portillo de la cocina.

Anocheció. Todos los tripulantes, excepto los de guardia, se refugiaron en los catres.

Paulino Castro habló un momento por radio con el patrón del Uro. Dijo:

—Seguid las luces mientras podáis. Creo que despejará pronto, pero nunca se sabe. Si no, al rumbo. A la madrugada espero que cogeremos playa. Hasta entonces.

Paulino Castro se tumbó en la litera. Algún rato salió al puente a fumarse un cigarrillo, con el marinero de guardia.

—¿Cuándo cogeremos playa, patrón?

Paulino Castro aspiró el humo.

—Dentro de cuatro o cinco horas.

—¿Quién tirará la red?

Se encogió de hombros.

—Ésas son cosas del pesca.

El marinero del timón lo pensó un momento, luego dijo:

—Preferiría que fuésemos nosotros, tengo ganas de trabajar.

—Se te quitarán en seguida.

—Sí, pero tengo ganas.

El patrón de pesca Simón Orozco dormía ya cuando Paulino Castro anotó en el cuaderno de bitácora la singladura. Fue rellenando lentamente las casillas: «Variación: 11 50. Rumbo: N 26 W. Latitud: 45º 57’ 12” N. Longitud: 6º 11” W. Navegando. 4. Lluvias —8, cubierto —12, despejado —16, chubascos —20, despejado —24, altocúmulos».

Fue escribiendo los renglones de Acaecimientos: «La empezamos sin novedad con viento fresquito del SW y lluvias. 2.20 h. hacemos alto para ayudar al compañero Uro que para por falta de toberas para el motor, que le pasamos. A 2.40 h. damos avante. A 7 h. rola el viento NE fresquito y a 12 rola al N y marejada. Situación al Md. por observación y seguimos navegando. Motor con 290 revoluciones. Cogeremos playa a la madrugada. Sin otra novedad la damos fin».

Paulino Castro guardó el cuaderno de bitácora, cubrió con un pañuelo la luz de la mesa de derrota y se tendió en la litera. En el rancho de proa Venancio Artola se desperezó y dijo suavemente: «Ya es mi hora». Las profundas respiraciones de los compañeros ahogaron sus palabras.