«EMPEZAMOS LA PRESENTE sin novedad. A 7 h. amarramos cabos en el puerto pesquero del Musel para hacer treinta y cinco toneladas de nieve, que empezamos a las 9 h. terminando a las 11.30 h. que largamos cabos. A las 12 h. con Cabo Torres que hacemos rumbo a las playas del Gran Sol con viento fresquito del N y marejada, cerrado en lluvias, con chubascos que cada vez son más fuertes. La terminamos sin más novedad». Paulino Castro dejó la pluma estilográfica sobre el abierto cuaderno de bitácora. Dio una chupada al cigarrillo, cogió la pluma y anotó en la casilla del viaje: «De Gijón a la mar». Después puso la fecha.
Arfaba mucho el barco. El marinero del timón estaba atento a la aguja. En el puente las luces de la caja de bitácora y de la radio esparcían una tenue claridad, aumentada por los reflejos, rojo y verde, de las luces de situación en la cortina de agua, que entraban por las ventanas de los costados. La luz de rumbo en el palo de proa casi no se veía.
La silueta del marinero se recortaba negra y apretada junto a la rueda del timón. Paulino Castro apagó la luz de mesa del cuarto de derrota, que compartía, como camarote, con Simón Orozco. Salió al puente.
El timonel lo sintió tras de él; no volvió la cabeza.
—¡Qué noche, patrón!
Paulino Castro miró el rumbo en la rosa.
—Un poco a estribor, Celso.
Giró la rueda del timón.
—Ya.
El humo del cigarrillo del patrón de costa se pegaba a los cristales de proa del puente.
—Patrón, coja el timón, que voy a hacer un pito.
—¿Quién va detrás de ti?
—Venancio.
—Hazle subir y charláis un rato. Baja por la trampilla.
—Da igual por fuera.
Celso Quiroga abrió la pesada puerta del puente. Entró un golpe de viento y de agua desmenuzada.
—Cuidado, Celso.
El cigarrillo sin elaborar del marinero quedó junto a un trozo de tiza en el hueco de la radio. Celso se descolgó por el costado de sotavento y, sin poner pie en la cubierta, se coló por el portillo de la cocina.
Sobre el fogón había una gran cafetera desportillada con malta caliente. El marinero se sirvió un cacillo. Bebió. Se agarró a la pequeña mesa para no perder el equilibrio en un balance. Luego abrió la puerta del rancho de los marineros. Su hablar fue casi un murmullo:
—Venancio… Venancio…, ¿duermes?
La voz fuerte de Venancio Artola emitió la obligada queja:
—¿Aquí…? —preguntó por la guardia—. ¿Es la hora?
—No, falta aún; es para que subas un rato… Dice el patrón…
—No es mi hora, no subo.
Rogó y prometió Celso:
—Hombre, es que uno solo, con esta noche, se queda medio dormido, capuza la cabeza y nos volvemos para el sur. Sube y luego me quedo un rato.
La palabra de Joaquín Sas tenía la acritud del despertar.
—¿Por qué no os vais a charlar a cubierta? Entre las pulgas, los balances y vosotros no hay quien pegue el ojo. Me c… ¿Por qué no termináis de una vez?
Se revolvió en su litera.
—Ya voy, Celso —dijo Venancio Artola.
Sentado sobre una barandilla de la litera, Venancio se calzaba las botas de aguas. Juan Ugalde roncaba. En el rancho olía mal: humo de tabaco, ropa húmeda, gasoil; estabulada humanidad en poco espacio. Celso preguntó:
—¿Dejo la puerta abierta, Joaquín?
—Déjala como quieras y lárgate.
Abrió los ojos Juan Quiroga y se incorporó a medias. Amenazó:
—Luego os quejáis de que se os despierta. Ya veréis…
—Tú a callar —dijo Celso con tono alegre.
Juan Quiroga se irritó.
—Que os den…
Se tendió en el catre.
En la cocina Venancio indicó a su compañero, mientras se servía un cacillo de malta:
—Sube, que ahora voy.
Bebió y escupió.
—El Matao hace esta porquería cada día peor, el Matao buen sacristán está hecho.
Celso había subido por la escalerilla al bacalao del puente. A los pocos instantes le siguió Venancio.
La mar a los costados del barco era una gigante, musculosa oscuridad, que amenazaba, acariciaba o golpeaba el casco. La mar, graneada del chubasco, rompía los reflejos de las luces de a bordo. Por la proa las aguas se abrían blancas. Un golpe de mar hacía un ruido sordo, que persistía debilitándose hasta otro golpe, eslabonándose con él. En la cubierta de proa rielaban los focos de faena, que habían encendido en el puente. Por popa, donde el contramaestre Afá inspeccionaba las sujeciones de los aparejos, bajo la cubiertilla de la baranda del espardel, estaba creada una sensación de rincón de puerto norteño. El agua se derramaba a la mar por los imbornales insuficientes y las puertas de trancanil.
Celso Quiroga, abiertas las piernas, se apoyaba en la rueda del timón. Fumaba. Recomendó al patrón de costa:
—Todavía la malta está caliente, patrón.
—Eso no se puede beber.
—Échele condensada.
Venancio Artola preguntó:
—¿A qué hora tomaremos playa?
—Mañana a la noche, yendo como ahora, por el Petí Sol, o por el banco del Zapato.
—Perderemos el tiempo.
—Tú qué sabes… Donde no hay pesca en tres viajes, en el cuarto sacas un copo para llenar el barco.
—Ahí todo el mundo prueba; no sacaremos más que basura.
—Tú qué sabes… Hemos pescado nosotros en Petí Sol, casi siguiendo las aguas del Escoli y del Asun y ellos nada, y nosotros ciento treinta cajas, ciento cuarenta de blanco. Eso, según. No se puede decir. Es suerte.
Venancio Artola quedó en silencio. Pensaba en placeres de pesca donde a cada lance de la red sucediese una sacada que llenara la cubierta de pescados. De pronto dijo:
—Ya verá, patrón, cómo tenemos que subir muy altos esta vez si queremos llevar algo para casa.
El patrón de costa hizo ruidos con los labios, menospreciando lo dicho por Venancio. Luego dijo:
—Voy a ver lo que hay por abajo.
—En nuestro rancho están todos dormidos —advirtió Celso—. Vaya a ver al Matao y al contramaestre, que no duermen. Ésos nunca duermen, traen fritos a los engrasadores.
Simón Orozco dormía. Hizo un movimiento en su litera cuando Paulino Castro levantó la trampilla del suelo del cuarto de derrota para bajar a los ranchos. En el puente, Celso hacía confidencias a Venancio.
—Tú, Venancio, que tienes la cabeza sobre los hombros, ¿tú crees que me debo casar o que debo seguir el consejo del Matao?
—¿Qué te ha dicho el Matao?
—Que no me preocupe aunque esté embarazada, que eso no tiene importancia.
—No le hagas caso a esa rata.
—Yo me casaría, pero el dinero…
—No digas cosas raras. ¿Con qué te crees que vive aquí todo el mundo? El dinero no te va a disculpar. Te debes casar. No le hagas caso al Matao. A mí también me lo dice.
Celso Quiroga hizo girar la rueda del timón; comentó:
—Vamos dando guiñadas como borrachos. Pon la radio.
—El señor Simón se va a despertar.
—¡Quia! Anda, ponla.
—Con una noche así no se va a oír nada. El costa la puso para comunicar con el otro barco.
—No sé, entonces déjala. No quiero líos. Tiene una mala uva el costa…
—Y eso que es gallego. ¿Qué piensas del otro?
—De ése ya ni pienso. Un día, cuando me grite en la sacada, le voy a meter una merluza por los dientes. Ése…, ni en la Armada he aguantado yo tanto.
Los dos marineros quedaron en silencio. El ruido de la mar daba el contrapunto al son del motor.
—¡Dios, qué noche! —dijo Celso—. Comenzamos bien. De este viaje no nos escapamos sin hacer capa.
—Capas, hace dos años. Estuvimos frente a Castletown siete días rolando sin poder entrar.
—Así estuvimos nosotros una vez con el Faorro, de Vigo, que lo llevaba el señor Montenegro, queriendo entrar en Bantry.
Venancio buscaba en la memoria de los aburrimientos y ocios forzados de Bantry.
—Si hubieras visto la borrachera que cogió una vez el Matao en Bantry. Lo tuvimos que llevar arrastrando para el barco. Creí que el señor Simón lo mataba.
—No se hubiera perdido gran cosa; está ya pasado; para poco sirve.
—Tiene dos bicheros, uno para atracar y otro para desatracar. Le ganó por la mano, pero estuvo a punto de que lo anclaran en el muelle para viejo.
Las luces de un barco grande titilaban en la móvil tiniebla. La noche avanzaba sobre el Aril.
—Lleva el rumbo de Francia —afirmó Celso.
—Cuatro mil toneladas.
Un silencio.
—¿Qué hora será? —preguntó Celso.
—Faltará poco para que se acabe tu guardia.
Nuevo silencio.
—¿El contramaestre habrá revisado las ataduras de los aparejos?
—Claro.
—Una noche como ésta se lleva las artes al agua.
Silencio. El marinero Celso Quiroga y el marinero Venancio Artola habían agotado los temas de conversación. Se acompañaban. La mar arbolaba. Una gran ola hizo temblar el barco. Vibró el hierro del casco y ellos sintieron la vibración bajo los pies.
—Éstas pasan.
—Sí.
—La que no pasa…
Venancio Artola estaba pensando, casi soñando. En Bermeo los barcos de pesca se balanceaban en el muelle. Al anochecer los pescadores habrían reforzado las amarras. Las farolas del puerto estaban envueltas en una gasa de agua. En la taberna de Francisco se discutía. Alguien hablaba de una mala noche en el Atlántico Norte, yendo tal vez al bonito, tal vez a la merluza, tal vez al bacalao. Cien millas, quinientas millas, mil millas de lejanía. La distancia no hacía al caso, era la pesca la que la marcaba. Todos escuchaban. Los barcos de pesca seguían balanceándose. La amarra gastaba el carel de un sardinero. Luego a cenar. A casa, aprovechando los grandes aleros para no mojarse. Corriendo, parándose, frotándose las manos: «Jo Antón qué nochesita, qué nochesita… Bueno».
—Nunca hay buen tiempo en Gran Sol —dijo Celso—, lo hay menos malo.
—Ya.
Paulino Castro estaba a la puerta del rancho de popa, hablando en voz baja con el contramaestre Afá y Macario Martín, que estaban tumbados en literas altas. Había seis literas que formaban una U abierta hacia la puerta. A la derecha, en la de abajo, dormía Manuel Espina; arriba, el Matao. Enfrente, la de abajo, estaba sin ocupar, arriba dormía José Afá. A la izquierda dormían Juan Arenas y Gato Rojo, Macario Martín, con los pies descalzos, daba golpes contra el techo intentando matar las moscas, torpes y pequeñas, que descansaban sobre la estampa de madera esmaltada de blanco.
—Matada —dijo Macario Martín.
—Usted ve, usted ve, patrón, lo idiota que se está volviendo este hombre —hablaba alegremente el contramaestre—. Pero, Matao, que así acabas en un manicomio, que eres de chiste.
Macario Martín se volvió hacia Afá.
—Sin insultar, José, que luego tú no aguantas una broma.
—A ti no te aguanto nada porque no me da la gana.
El ceniciento rostro de Macario Martín se arrugó.
—Bueno, no tengo por qué aguantarte. Si no quieres que rompamos las amistades, cállate.
Continuó en su labor de matar moscas con las plantas de los pies. José Afá explicó al patrón de costa:
—Sabe usted que este perturbado estuvo sin hablarme durante dos viajes. Yo le hablaba y como si oyera llover. Me tuve que vengar.
Hablaba siempre entre ingenua y socarronamente. Macario Martín comentó:
—Gracioso.
—Me tuve que vengar —dijo Afá— porque no hay quien lo aguante. Cuando se le acabó el tabaco, que siempre se le acaba antes que a ninguno. ¿Cómo te arreglas para que se te acabe tan pronto, Macario?
—Doy, cosa que tú no haces ni con tu padre.
—Cuando se le acabó el tabaco… —calló un momento, puso cara seria y sacó voz grave—. A ver si me dejas la familia tranquila, Matao… —continuó—: Le daba de vez en cuando un pito para que le entrara el sincio, cuando le entró el sincio dejé de darle tabaco y andaba por el barco como un fantasma; le perdió el gusto hasta al vino.
El sincio de la marinería santanderina, por las antiguas pícaras parlas de Puerto Chico, por el trabajo de carga y descarga de las machinas, por la holganza de las tabernas del poblado de pescadores, precisa el apetito desazonante de los vicios pequeños.
Paulino Castro se reía. Macario Martín tenía a la terminación de su catre un ojo de buey. Junto al ojo de buey el recorte de una dama de calendario en traje de baño. Acarició con el pie la figura. Afá hizo la gracia acostumbrada:
—Que la matas, Macario.
—Calla ya y pásame la botella —dijo Macario Martín.
Las botellas de vino colgaban de las literas, atadas con cuerdas. Con los balances del barco golpeaban contra los tubos de hierro.
—Bebe de la tuya.
—Calla ya y pásame la botella, hablador.
José Afá le pasó la botella.
—No bebas mucho, Matao.
Macario Martín hizo una pausa para beber. Tras beber movió repetidamente los labios en un saboreo de entendido.
—Este vino se te va a picar, José.
Extendió las piernas.
—Patrón, este ojo de buey cierra mal, se filtra el agua. Tengo la colchoneta húmeda.
Saltó la broma fácil del contramaestre.
—Te habrás meado. Como ya no te controlas.
Paulino Castro se sentó en uno de los baúles, que asomaban bajo las literas cinchados a las barras de hierro para que los balances no los moviesen. Manuel Espina se estropeaba la vista leyendo un librejo de la colección Rodeo, a la pobre luz de ordenanza. Juan Arenas estaba de guardia en el motor y Carmelo Álvarez trabajaba en el tallercito, doblando alambres para hacer una huevera. Manuel Espina galopaba por los amarillos de Arizona.
Macario Martín comenzó a contar una historia de un temporal frente a la Estaca de Vares; fue interrumpido por José Afá:
—¿Por qué no le cuentas al patrón el cuento del golpe de mar?
—No es cuento.
—Anda, díselo.
Medio se incorporó Macario.
—Tú no lo querrás creer, José, pero fue verdad.
—Cuéntaselo —cambió de tono el contramaestre y se dirigió al patrón de costa—: Ya verá usted qué bonita historia le cuenta Macario; es la más bonita historia de la mar que he oído en mi vida.
En la voz de Paulino Castro había un vago timbre de orden.
—Cuéntala, Macario.
Se volvió a incorporar Macario Martín. Dijo con desgana:
—Tú, José, creerás que es mentira, pero sucedió. No la cuento. No quiero choteos.
El contramaestre comenzó la historia de una forma grotesca; miraba a Macario.
—El capitán Matao había dicho al hombre del timón: «Mantén el rumbo y no temas nada». Después se fue a su camarote a reposar.
Hizo una pausa. Preguntó:
—¿Te fuiste a reposar o a beber vino, Macario? Bueno, pues se fue a beber vino, mientras la mar iba creciendo. Creciente, creciente, y se rompe la cadena del timón. El transatlántico iba sotaventeando mal. En cuanto se quedó sin gobierno le entró el miedo a todo el mundo. Capitán Matao por aquí, capitán Matao por allá. Y el capitán Matao, sereno, seguía reposando. Subieron todos a cubierta, y en esto, patrón, que un golpe de mar… Bueno, cuéntalo tú, Matao…
Macario Martín explicó:
—Aparte del cachondeo de este gracioso…
El contramaestre dijo muy finamente:
—No me cachondeo, Macario, cuento tus aventuras. A ver si no es verdad que fue así. Todos en cubierta, y un golpe de mar que enloquece el barco. De pronto el capitán Matao, que ya no estaba reposando, sino en cubierta, como cualquiera, le dice al segundo: «Segundo, baje a ver lo que ha pasado en las máquinas, que me parece que algo va mal». El segundo va a bajar por una escotilla y se vuelve, temblando, hacia el Matao: «Capitán, el golpe de mar se ha llevado el casco y debajo de nosotros no hay más que agua».
El contramaestre se reía a carcajadas.
—Fíjese, patrón, debajo del espardel estaba la mar. El capitán Matao y sus mil hombres navegando en una almadía.
Paulino Castro se golpeaba las rodillas con las palmas de las manos. Dominó la risa.
—¿Y eso dónde te ocurrió, Macario?
—Eso —dijo Macario—, fuera de que este carajo de crío lo ha contado como le ha dado la gana, mi palabra de honor, se lo juro por mis muertos, que le ocurrió al barco Chiclana, de Cádiz, en la travesía del Estrecho con muy malos tiempos. Eso no lo he visto yo, pero me lo han contado cuando estábamos con la pareja en Cádiz.
La risa del contramaestre ocupaba todo el rancho. Manuel Espina dejó de cabalgar por los amarillos de Arizona. Dijo:
—¿Es que no se va a poder ni leer?
En las máquinas, Juan Arenas y Gato Rojo hablaban a gritos. Roneaba el motor, batía la hélice, la mar golpeaba los costados en un chapaleo violento. Las chapas de la cala, resbaladizas y sucias de gasoil y la grasa, zumbaban con el tiemblo de la marcha. Juan Arenas subió por la escalerilla hasta las pasaderas del rancho y el beque. Tenía colgada la botella de vino de la agarradera de la escotilla. Se largó una cintura de vino.
—Gato Rojo, ¿quieres?
Repitió el viaje y dejó colgada la botella.
Gato Rojo doblaba, ayudándose de unos alicates, los alambres de cable para hacer la huevera. Estaba muy atento a la labor.
—¿Quieres un trago? —dijo Arenas.
—Luego.
—Mañana hay que comer bonito, hay que tirar unas líneas a los peces.
—¿Con esta mar? Como no cambie el tiempo. Como no venga un recalmón.
—Vendrá, no es mes de malos tiempos largos.
Juan Arenas se apartó de Gato Rojo, canturreando. Echó una ojeada a los manómetros. Juan Arenas malcantaba a los cuarenta y tres años, quemada la voz por el vino, el tabaco y los hornos de los bous antiguos. Aún le quedaba un hilo y una manía por el flamenco y los tangos. Al canturrear imitaba los dejos andaluces de los espectáculos folklóricos: «Sensillo, quisiera ser marinero, caunque difisí é sensillo, en un barquito velero, pintaíto de amarillo, que é de mi compare Piñero». Le podía el fandango y lo comenzó de nuevo. Lo interrumpió para maldecir. No subía el aceite por el tubo del manómetro. Llamó a Gato Rojo.
—Tú, que no sube el aceite.
Los dos engrasadores estuvieron un rato probando en la manecilla. Gato Rojo solucionó el caso:
—Llama a Ventura.
—Se va a cabrear si está durmiendo.
—No duerme, está leyendo novelas —bajó la voz—. Esta noche, en el barco, el único que duerme de verdad, sin importarle los balances, es el señor Simón y, claro, ese lastre de Ugalde. Los demás están como las merluzas, con un ojo en la superficie y el otro en el fondo.
—¿Qué dices?
—Que llames a Ventura.
Domingo Ventura dormía en un camarote pegado al rancho de los engrasadores. Solía tener la puerta abierta y pasaba los viajes echado, leyendo novelas o durmiendo. Juan Arenas subió por la escalerilla. Llegó hasta la puerta del camarote.
—Ventura.
Domingo Ventura contestó perezosamente:
—¿Qué pasa?
—El aceite, que no sube.
—¿Has mirado el codo de entrada?
—Sí.
—¿Y la manecilla, que se suele agarrotar?
—Sí.
—¿Y has golpeado la pared del depósito por si los posos…?
—Sí.
—Bueno, pues ya voy.
Bajó Arenas a las máquinas. Al rato, apoyado en la barandilla de la pasadera, galbanosamente, Domingo Ventura ordenaba lo que debían hacer. El aceite ascendió por el tubo.
—¿Ya está? —preguntó Ventura.
—Sí.
Todavía se quedó unos minutos en la pasadera, sin decidirse a volver al catre. Luego se quejó:
—Eso de ahí abajo está muy sucio, a ver cuándo lo limpiáis. A ver cuándo echas un par de horas limpiando eso, Juan.
—Cuando comience la pesca.
—Bueno.
Arrastrando los pies, se volvió Ventura a la litera. Se quitó los zapatos y se tumbó en la colchoneta. Cogió una vieja revista gráfica, la sostuvo entre las manos, la dejó abierta sobre su vientre y cerró los ojos. Gato Rojo doblaba alambres para hacer la huevera. Juan Arenas canturreaba mientras frotaba con un cotón los indicadores del motor.
El patrón de costa se obcecaba en sus opiniones. Discutían con él los tres ocupantes del rancho de popa. El patrón de costa manoteaba nervioso. Afá estaba sentado con las piernas colgando fuera de la litera. Macario Martín se limitaba a dar patadas en el techo y hacer signos negativos, distraídamente, con el dedo índice de la mano derecha. El engrasador Manuel Espina, que había hecho algunos años de la carrera sacerdotal, aplicaba silogismos.
—Usted dice que el patrón de costa es el que manda el barco. Bien. Pero el patrón de costa hace lo que le dice el primer patrón de pesca de la pareja. ¿No es eso? Pues entonces el patrón de costa no manda el barco.
—No, señor, el que manda el barco soy yo, porque si yo quiero ahora mismo no vamos a Gran Sol, sino a España, aunque luego tenga que responder en la Comandancia de lo que he hecho.
—Pero usted no se vuelve a España sino que va donde el pesca dice. Lo mismo al Petí Sol que al Jones o al Melville, luego usted no manda el barco.
Paulino Castro discutía siempre sobre su autoridad en el barco. Los marineros no se conformaban con la afirmación de que él era el que lo mandaba. Los marineros se ajustaban al trabajo. En el trabajo mandaba el patrón de pesca, pues aunque el que condujese el barco fuera el costa, el que mandaba de verdad era el pesca.
El contramaestre Afá ponía ejemplos que aumentaban la confusión, haciendo la discusión un grito conjunto, una suma de monólogos violentos, una disparidad total de opiniones, con la que todos se entretenían.
—Si, por ejemplo, patrón…
Pero Paulino Castro no escuchaba, explicaba a Manuel Espina que a su vez explicaba a Macario Martín, que pretendía atender a su amigo Afá, mientras con los dedos hacía signos negativos a Paulino Castro.
—Si, por ejemplo, patrón, un suponer, usted dice que el patrón de pesca no manda nada, ¿con quién se las entiende usted, con el armador o con la Comandancia…?
—Yo mando en el barco, él manda en la faena, pero yo puedo llevar el barco donde me da la gana porque yo soy el responsable de lo que suceda a bordo.
—Mira, Macario, esto es como si tú, que estás de cocinero, bajas a las máquinas estando yo de guardia…
—Que no, que no… el que manda soy yo… Si, por ejemplo, usted… si el costa dice una cosa y el pesca otra…
Apareció Domingo Ventura en el hueco de la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¡Qué gritos!
Intentaron explicarle el asunto. Fue tomado por juez. Cuando se enteró, dijo:
—El patrón de costa tiene razón. Yo mando en las máquinas y él manda en el barco. Ahora bien, el patrón de pesca es el que manda en la faena de pesca, es decir, en la pesca exclusivamente.
Macario Martín terminó con las razones vagamente jurídicas del patrón de costa, con las afirmaciones del motorista.
—Entonces, ¿a qué vamos a Gran Sol, a dar un paseo con el barco o a sacar peces?
—Con vosotros no se puede hablar porque sois unos burros —dijo Paulino Castro.
Y los dos incomprendidos, los dos jefes, se aislaron de la conversación general, mientras ésta coleteaba todavía en bocas de Espina, de Macario y del contramaestre.
La huevera de Gato Rojo era un prodigio de artesanía. Juan Arenas la contemplaba entre sus manos.
—Así no se romperán y los podré contar todos los días. Llevaré bien la cuenta por si alguno me quita…
—Yo sólo te cogí una vez un huevo, y te lo dije, Carmelo.
—Ya… si yo no digo.
El pito del tubo acústico sonó largamente.
—Que suba el patrón, que lo llaman desde el otro barco.
Juan Arenas ascendió precipitadamente la escalerilla y corrió por la pasadera.
—Patrón, que le llaman desde el otro barco.
Paulino Castro abandonó el rancho de popa. El motorista comenzó a discutir con el contramaestre. Manuel Espina volvió a galopar por los amarillos de Arizona. Macario Martín pasó sus desnudos pies por el recorte de la dama del calendario y entornó los párpados suspirando suavemente.
Roló el viento al noreste. Había dejado de llover y se había hecho una clara en el cielo. Se veía un apretado cardumen de estrellas. Al suroeste las agrillas luces del Uro hacían la mar honda en el enfile. Llamó Paulino Castro por la radio.
—Aquí Aril, Aril, Aril, Aril… Llama Aril a Uro… ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? Cambio.
Como un zumbido se oyó la voz del patrón de costa del Uro en su respuesta.
—Uro, Uro, Uro, Uro… Uro a Aril, Uro a Aril… Las toberas, Paulino, media hora. Estamos al garete, acercaos. Cambio.
Paulino Castro barbarizó por el micrófono, luego dio una orden:
—Venancio, todo a babor.
Marcó en el telégrafo: Avante. Media.
Sopló en el tubo acústico y ordenó:
—Ciento ochenta, Arenas.
Juan Arenas contestó:
—Ciento ochenta.
Se abrió la puerta del cuarto de derrota y apareció Simón Orozco, descalzo, la pretina del pantalón suelta.
—¿Por qué cambias el rumbo?
Paulino Castro contestó de mal humor.
—Las toberas del motor del Uro.
Barbarizó Simón Orozco. Su gran humanidad cubría el hueco de la puerta.
—Vagos —terminó—, eso hay que mirar en puerto antes de desatracar.
Las luces del Uro se acercaban por el enfile de la proa del Aril. De nuevo zumbó la radio.
—Uro, Uro, Uro, Uro… Uro a Aril…
Simón Orozco se volvió a la litera. Se extendía la clara en el cielo. Se distanciaban las estrellas. Paulino Castro abrió el ventanillo de babor.
—Noreste bueno —dijo.
Venancio Artola se fue al dicho.
—El noreste del sábado no llega al lunes, patrón.
Repetía la voz zumbante de la radio.
—Uro, Uro, Uro… Uro a Aril.
El Uro delante de la proa del Aril se arronzaba un punto con la marejada.