I

EL SURESTE LENTO, cálido, hondo, picaba las aguas de la dársena. Lejana amarilleaba la mar abierta. En el cielo del atardecer se apretaban las nubes como un racimón de mejillones, cárdeno y nacarado. Las gaviotas daban sus gritos estremecidos revoleando el puerto, garreando las olas. Un barco bonitero navegaba hacia la línea de atraque: baja la mar, bajo y áspero el run del motor.

Olía a podredumbre de algas y a tormenta. Colorineaban las manchas de gasoil en las aguas. En los muelles la marea descendente descubría los manchones moluscarios, las verdisucias rocas del espantado correr de los cangrejos, las órbitas náufragas de las cloacas, el hierro corroído de las escalerillas.

Por los grandes cangilones de la draga de cadena discurría la aventura de la chiquillería, destemplada a ratos por las advertencias de las mujeres del pescado: mímica y guirigay raqueros. Por un ángulo de la dársena, en el que, pasado el cemento del muelle, se extendía un arenal barbado de junquillos con redes del oscuro y noble color del ron, oreándose, tres mocetes estaban al pulpo.

Cercana a la rampa del puerto la pareja de altura, abarloados los barcos, se balanceaba al hervorcillo de la mar. En las chimeneas la distintiva en naranja y azul. Blancos los puentes, ocres los guardacalores, negros y rojos los cascos. El nudo gigante de los aparejos en los saltillos de las popas. En los espardeles los ordenados y débiles muros de las cajas de pescado, las lanchas, el verdor de vegetación marina de los trajes de aguas al aire. En el palo de proa, arriba, en la galleta, donde, en la noche, la fosfórica luz de rumbo, y en los claros nocturnos del Atlántico Norte, estrella, el punto inquieto de una gaviota; palo de proa del Aril. Uro y Aril: altas proas valientes.

Simón Orozco, desde el muelle, junto a sus barcos, observaba la mar, atendía al rumor del sureste. El pie izquierdo sobre el noray de las amarras de popa, las manos en los bolsillos del pantalón. Por el portillo de la cocina del Aril asomó la pelambre bermeja del engrasador Carmelo Álvarez. Simón Orozco miró hacia abajo; preguntó:

—¿Cuánto queda, Álvarez?

Álvarez extendió una mano, la balanceó de pulgar a meñique, de meñique a pulgar.

—Dos horas…, yendo bien, dos horas. El eje mal montado… Se acabó el aire del depósito… Tendrán que pasarnos aire del Uro.

—Pero ¿no tiene números el eje?

—Sí, patrón.

—¿Entonces?

Carmelo Álvarez hizo una mueca, significando que se limitaba a obedecer. Repitió Simón Orozco:

—¿Entonces?

—Ventura mandó que así, y así lo hemos hecho… Ventura dijo…

Simón Orozco sacó las manos de los bolsillos; golpeó el puño derecho contra la palma de la mano izquierda.

—Ventura… Ventura… —dominó su irritación, interrogó—: ¿Y el inspector?

—No había comido y ha ido al bar a tomar algo.

Simón Orozco miró hacia los amarillos de la alta mar; se abstrajo pensando en la tormenta; calculaba el tiempo. Carmelo Álvarez respiraba profundamente. Simón Orozco llevó la mirada al rumazón tormentoso. La barra, con tormenta, sería difícil de pasar. Habría que intentarlo por el noreste, si no al oeste, pegados a los bajíos. Urgía el tiempo. Monologó:

—Puede cambiar. Habrá que salir, de todas maneras. Mañana a las once tiene que estar hecha la nieve…

—¿No hay hielo aquí, patrón? —interrumpió Carmelo Álvarez.

—No hay bastante. Tenemos que ir al Musel.

—Eso nos lleva ocho horas largas, navegando bien; con tormenta…

—Ya veremos.

Carmelo Álvarez alzó los ojos al cielo. Dijo:

—Malos semblantes, patrón, malos vientos.

Una voz agria llegó desde las máquinas:

—Baja, Gato Rojo, que no cobramos por ti.

Carmelo Álvarez respiró hondo. Volvió la cabeza. Gritó:

—¡Ya voy!

Gritó más fuerte:

—¡Que ya voy, maricas, que ya voy!

Salmodió mecánicamente sexos, funciones fisiológicas, abundó en metáforas turbias. Luego quedó tranquilo y sonrió.

—Patrón, ésta va a ser una buena marea; me lo canta algo aquí dentro.

Según costumbre, Simón Orozco desvirtuaba la magia de los presentimientos.

—Puede que no traigamos ni para los gastos.

La voz agria insistió desde las máquinas:

—Gato Rojo, baja de una vez.

Carmelo Álvarez escupió a la tapa de regala. Su cabeza desapareció del portillo. Simón Orozco miró otra vez hacia la alta mar, y echó a andar por el muelle hacia el bonitero.

Hombres en hilera descargaban el pescado. Cloqueaban las madreñas y las botas de suela de madera de las pescadoras. Los hombres de la descarga trabajaban descalzos, abierto el compás de las piernas, macizos los pies. Se oían palabras en vasco flotando sobre el barullo de bromas, gritos, risas y blasfemias. Caía algún bonito, cacheteaba el suelo y resbalaba después.

El patrón del bonitero observaba el trabajo desde el puente, por babor, apoyado en el bastidor de la ventana. Simón Orozco le saludó.

—¿Qué, Koldobika, qué tal os fue?

El patrón del bonitero sonreía satisfecho.

—Bien, bien… una selguera grande… hemos seguido… bien… Otros, nada… Máquina, máquina, nada… Tres días sin ver pez… Luego selguera… bien, bien… cincuenta millas para el noreste… Bueno, todo bueno, todo bien… Ha habido suerte.

La selguera, la balsa de bonito cabeceando la superficie de la mar, había que encontrarla en el Cantábrico; había que tener suerte. Simón Orozco sabía lo que significaba aquella palabra. Suerte: unos duros para poder vivir, para que la mujer pagara en la tienda de comestibles, para que los hijos pudieran seguir yendo a la escuela. Había otra clase de suerte. Prefería no pensar en ella, prefería solamente confiar. Se acordaba… el bou Asunción no tuvo suerte. En la primavera pasada, a la altura del faro de Bull. Se acordaba… Antón Zugasti, su patrón. En Pasajes solían jugar al mus. En Pasajes se habían conocido hacía muchos años cuando eran muchachos y pensaban que la mar ofrecía mucha vida, mucho dinero… A la altura del faro de Bull, viejo conocido, Antón Zugasti, viejo conocido. No, no tuvo suerte Zugasti. Ni Zugasti ni los dieciséis hombres de su tripulación.

Simón Orozco atendió la advertencia de una mujer.

—Apártese, señor Simón.

Se apartó para dejar paso al carrillo cargado de pesca. Volvió a oír la voz del patrón del bonitero:

—Salida mala, Orozco… vientos malos… Gran Sol malo… Poca pesca el Ogoño y el Izaro… encontramos oeste del Machichaco para casa… Dijeron que malo, que subir al norte, al cincuenta y seis.

Simón Orozco sonrió. Pensaba en las tretas del primer patrón de pesca de la pareja Ogoño e Izaro. Siempre malo. Malos los tiempos, mala la pesca, mala la tripulación, que estaba hecha a la bajura y no rendía en las playas del norte. Todo malo y la nevera llena.

Simón Orozco dijo:

—Ya conozco yo a Astaburuaga. Ya conozco ese percal. Engaña siempre. Llevará, si ha dicho que malo, ochocientas o mil cajas de pescado blanco. Sabe mucho; buen pescador, pero malos hígados.

El patrón del bonitero bajó a la cubierta de su barco.

—Hay que tomar una copa.

Ascendió por la escalerilla hasta el muelle. Bajo, pesado, ancho de caderas y de pecho, arrastrando los pies calzados de borceguíes; se acercó a Simón Orozco.

—Hay que tomar una copa, Orozco —repitió.

Simón Orozco bromeó:

—Hay que ahorrar, eso es lo que hay que hacer.

El patrón del bonitero se golpeó la barriga con las manos.

—¡Cha, Orozco, ahorrar del gusto es malo, muy malo! Ahorrar para reventar como todos, ¡quia!

Caminaron los dos patrones hacia el bar de la lonja.

En el bar —humo picante de sardinas asadas, llantos de chiquillos, densidad de moscas revoloteando sobre pringues y humedades, altas voces habituadas al pregón— cortaban el bacalao las tripulaciones del Uro y el Aril. Las mujeres y los hijos de los tripulantes hacían gasto de oranges y gaseosas. Los tripulantes se despedían con vino tinto; el vino tinto del adiós, que amarga y seca la boca, que da un poquito de fuerza al corazón, que riega el chiste encubridor de la tristeza, que fija la sonrisa de la marcha y disculpa la acuosidad de la mirada. El veraneante caprichoso de lo pintoresco, el emboscado de la lonja, el mestizo de bahía y alta mar bebían y daban al diente, silenciosos en el barullo de la gente del Gran Sol.

Simón Orozco buscó con la mirada una mesa libre; no la encontró. Fue hacia el mostrador, seguido del patrón del bonitero. Se abrieron de la barra el contramaestre Afá y un engrasador del Uro.

—Señor Simón —dijo Afá—, les dejamos el sitio. ¿Saldremos pronto?

—¡Qué sé yo, José!

—El inspector me ha devuelto los vales. Hasta el viaje que viene no hay malleta.

La frente de Simón Orozco se onduló y rayó de arrugas.

—Pesca ya quieren que traigamos, pero malleta no hay. ¡Gentuza! ¡Gentuza!

—Así es como se pierden las artes… —dijo Afá.

—Así es como se pierde el tiempo.

Afá se había dejado el rol sobre el mostrador.

—Señor Simón, el costa no ha llegado todavía. He estado en la Comandancia para recoger los libros…

El patrón del bonitero pedía de beber. Preguntó a Simón Orozco:

—¿Tú qué vas a beber, Simón?

—Café.

—¿Y una copa?

—Copa, no.

—Hay que celebrarlo, hombre.

—Con café, no quiero alcohol.

El patrón del bonitero invitó al contramaestre Afá y al engrasador del Uro.

—¿Vosotros?

—Vino —dijo Afá.

El patrón del bonitero preguntó:

—¿Y tu mujer, Simón?

—Está en Elanchove con la abuela y los chicos, por un par de días…

—Tu chico mayor tendrá… tu chico ya pronto soldado…

—Dentro de dos años.

—¿Qué hace?

—Mecánico.

—Yo al mayor lo tengo en el mar con Cristino, en el María del Milagro.

—Yo a la mar ni a mi peor enemigo; que se busque la vida en tierra.

—A ti no te va mal, Simón.

—Me podía ir peor.

El contramaestre Afá sostenía un palique con el engrasador.

—Tú coges el paseo grande a estribor, avante hacia el sur, luego al oeste por la calle de Cajal, avante, luego timón al rumbo de la bodega de Sánchez, avante, libre hasta el final. En el número cuarenta y cinco, segundo piso; son siete duros; es mejor ir los jueves…

El engrasador afirmaba con la cabeza. El contramaestre Afá fijó la mirada en el calendario colgado, tras el mostrador, del estante de las botellas de licores.

—… Una vez armamos una… Pedrito, el buzo, tiró una silla por la ventana, luego se tiró él… estaba también Macario el Matao… Pedrito se abrió la cabeza y se partió un brazo, hubo que recogerlo a salabardo…

Bebió un trago y apretó los labios.

—… A Pedrito, bueno, Pedrito en cuanto bebía se iba por la borda, era su manía. Tenía como golpazos de mala sangre y no se le podía sujetar… Veníamos de Vigo con dinero —añoró, guardando un momento de silencio—, con mucho dinero… Si uno lo tuviera ahora…

Simón Orozco dijo al contramaestre Afá:

—José, ¿están los víveres a bordo?

—Sí, señor Simón.

—¿Habéis hecho la sal para el bacalao?

—Sí, señor Simón.

—¿Cuánta sal?

—Siete sacos.

—Ya serán más.

—No, señor, lo que usted dijo.

—Ya serán más.

—Es que sobraron de la marea pasada dos sacos, pero sólo hemos subido siete.

—Ya ves como son más. Pues saláis bacalao con los siete, ni un puño más. ¿Entendido?

—Sí, señor Simón.

Macario Martín el Matao, cocinero del Aril, estaba en el extremo del mostrador bebiendo con los marineros de su barco, Juan Ugalde y Venancio Artola y dos tripulantes del Uro. Macario Martín tenía los ojos blandos por la luz de la mar, el humo del fogón y el vino. En la mano izquierda —mano del tiento al chipirón, a la sula, a la breca, en los descansos de bahía— junto al pulgar, tatuado con torpeza, débil la tinta, llevaba un recuerdo de servir en la Armada: «Rosa de los Rumbos», base de Cartagena, año 1925. El zurdo Macario Martín hablaba y reforzaba las palabras con los ademanes de su mano siniestra.

—Yo me he casado tres veces y te digo que hace falta tener muchas ganas para hacerlo. Tú, Venancio, si yo tuviera tu edad…, tú, Venancio, no te debes casar. Te lo digo yo, que me he casado tres veces. Te arrepentirás. No es necesario casarse. Yo me he casado tres veces. ¿Y qué? Si yo tuviera tu edad no me casaba. Eso de que hay que casarse no es verdad. Yo me he casado tres veces, tú lo entiendes… Que nos pongan otros vasos.

El bermeano Venancio Artola no estaba conforme con lo que decía Macario Martín. Movía las manos y la cabeza pesada, negativamente.

—Tú, Matao, no tomas el casarse por lo serio…

Venancio Artola era torpe de expresión. Macario Martín no le dejó continuar.

—No me vengas con sermones, Venancio. Tú haz caso del pez viejo. El que ha mordido el anzuelo sabe el sabor del anzuelo. También sabe soltarse si es de cola larga y tiene buena aleta. Tú crees que a las mujeres las matas; eso se cree a tus años, porque no las matas. ¿Las miras y las matas…? ¡Que te crees tú! Ellas te abren la chalupa por bajo. Yo me he casado tres veces, he aprendido un poco, puedo decir algo. Tú crees que les cuentas cualquier cosa y las matas; no las matas, Venancio, que no las matas; el pez viejo sabe que no. Si te descuidas, el matao eres tú.

Macario Martín dio un traspié. Continuó:

—Dale palos, dale lo que quieras, se te revuelve, se te escapa, como el congrio, como el vino malo. Las de aquí y las de tu pueblo. Las de todos los sitios. No las matas. Yo lo sé y si tú me hicieras caso sería como si lo supieras. Pero, no; son veintinueve años, un chiquillote. Yo ya tengo cincuenta y dos. A los veintinueve años toda la mar es azul; hasta que no la veas negra, jurarás que es azul… Ahora pago yo.

El contramaestre Afá bromeó a gritos:

—Calla, Matao, que te desgastas, que no dices más que tonterías, que se sabe todo y la parienta te arrima un cabo a las costillas en cuanto le levantas los ojos de besugo.

Macario Martín se encogió de hombros echándole desprecio al gesto. Dijo a sus compañeros:

—Como ése…

El contramaestre Afá sonrió…

—¿Ha visto usted, señor Simón, cómo está hoy el Matao?

Pausada, fría, serenamente, dijo Simón Orozco:

—Ya lo he visto. Que se ande con cuidado porque un día le dejo en el muelle para que se espabile; no quiero borracheras a bordo.

Los labios del contramaestre Afá dejaron lentamente de sonreír. La sonrisa se hizo rictus; después, un gesto casi infantil de preocupación. Afá y Macario Martín eran muy amigos.

—Es buena persona —afirmó Afá—, sólo que si bebe un poco más de lo que debe le da el galernazo. Pero es buena persona, hablar y hablar y hablar…

El motorista Domingo Ventura estaba sentado a una mesa con su mujer Begoña María y sus tres hijos. Begoña María tenía al chiquitín en el regazo. Petra Ortiz, mujer del contramaestre José Afá, se arrimó a la mesa.

—Me siento con vosotros.

Domingo Ventura gritó:

—José, tu mujer.

—Déjalo —dijo Petra Ortiz—. Ya vendrá cuando quiera. Hoy nos hemos peleado.

Afá no quiso oír. Begoña María dio un poquito de gaseosa a su hijo pequeño; habló:

—Siempre os peleáis cuando se van los barcos.

—Así se marcha tranquilo —explicó Petra—; si no, le da tierna. Estos hombres son como criaturas. Así, de vuelta, me coge con más gana.

Begoña María se rió nerviosamente…

—Tienes unas cosas, Petra…

—Haz tú la prueba con éste. Ya verás lo bien que te va.

Intervino Domingo Ventura:

—No me revuelvas a ésta, Petra, que ya nos peleamos lo suficiente.

Hizo una mueca de irritación Begoña María. Domingo Ventura se adelantó a sus palabras.

—Cálmate, mujer, cálmate. Bebe gaseosa y tranquilízate. Me voy, que me llama el patrón.

Las dos mujeres se enzarzaron en una conversación crítica.

—La gallega —dijo Petra Ortiz— me ha dicho que está otra vez preñada, ¿qué te parece? Y el marido tan campante. Éste es el octavo. Ni que fueran millonarios.

—La gallega tiene tripa de bacalada y ese Arenas tiene la cabeza vacía. ¿Con qué pensará alimentarlos a todos?

—A la mar…

Domingo Ventura dijo a Simón Orozco:

—Patrón, eso estará listo dentro de una hora. Ahora me voy a acercar al barco.

—Ya debieras estar allí. ¿Y el inspector?

—Estuvo aquí, pero lo llamó por teléfono el armador y se ha ido al despacho.

—Cuando esté todo listo avisas, que quiero que salgamos pronto. Se está echando un nublazo. Habrá que ir costeando si se puede…

—Bien, patrón.

Hubo un momento de silencio. Domingo Ventura dijo a Afá:

—Tu mujer está ahí.

—Ya la he visto.

—¿Estáis peleados?

—No, ahora iré para allá.

—¿No estáis peleados?

—Te he dicho que no; ahora iré para allá.

—Bueno, hombre, bueno. Ella dice que estáis peleados.

Afá se desconcertó.

—No dice más que tonterías.

Domingo Ventura se encogió de hombros.

—A mí… lo que ella dice; pero no te enfades conmigo, enfádate con ella.

Escupió con rabia Afá.

—Cuánto te gusta meterte en la vida de los demás, Domingo…

El patrón del bonitero se había despedido. Simón Orozco estaba silencioso, aislado, apoyado con los codos en la barra del mostrador. Macario Martín cantaba una jota hasta que le dio un ahogo y tuvo que callarse; se calafateó la garganta con un trago. Su mujer —la greña, la tristeza, la vergüenza— estaba pegada a él e intentaba hablarle.

—Macario…

—¿No ves que estoy con los amigos?

—Macario, me has quitado del cajón…

—¿No te he dicho que estoy con los amigos?

—Pero ¿para qué necesitas dinero en la mar?

—¿Cuántas veces quieres que te diga que estoy con los amigos?

—Bien, Macario; pero es lo último que me quedaba. Si te lo llevas…

Macario Martín se echó mano al bolsillo.

—Tómalo.

La mujer contó el puñadito de billetes.

—Macario, dame el resto.

—No hay resto.

—Pero ¿para qué necesitas dinero en la mar?

—No tengo dinero, me lo he gastado.

Macario pasó el brazo por la espalda de su mujer.

—Te voy a cantar una jota.

La mujer se desasió.

—No me cantes y dame el resto.

Macario sacó otro puñadito de billetes.

—Tómalo, pero tienes que invitarnos.

Los compañeros se negaron a beber. Macario pidió un vaso grande.

—Ahora te voy a cantar una jota, Segunda.

La voz rota de Macario se alzó sobre los ruidos del bar. Se congestionó, desistió y bebió un trago.

—No estoy para estos temporales. De joven tenías que haberme oído…

Segunda Esteban fue hacia la mesa de Begoña María y Petra Ortiz.

—¿Qué te pasa, Segunda? —dijo Begoña María.

Sollozó Segunda:

—El muy canalla que se llevaba los cuartos, la mala sangre que tiene ese hombre.

—Tú tienes la culpa —afirmó Petra Ortiz—. Tú tienes la culpa. Si no te emborracharas con él, si no fueras igual que él…

Segunda Esteban se quejó:

—Eso es lo que vosotros creéis; pero no es verdad, no es verdad, yo no bebo con él.

Sollozó profundamente.

—Vamos, vamos… —dijo Begoña María.

—No tienes por qué quejarte, ya sabías quién era cuando te casaste —dijo tranquilamente Petra Ortiz.

—Déjala, mujer —pidió Begoña María.

Luego, cariñosamente, invitó a Segunda.

—Tómate algo y no pienses más en ello.

El contramaestre Afá se acercó a la mesa.

—Hola, Begoña; hola, Segunda. ¿Dónde están los chicos, Petra?

—El pequeño, por aquí. Los otros están jugando o pescando o qué sé yo.

—Pues lo debieras saber.

—Lo mismo que tú.

—Bueno, bueno…

El contramaestre Afá se apartó de la mesa.

Los gallegos de las tripulaciones del Uro y el Aril formaban grupo aparte. El Aril tenía tres marineros gallegos y el patrón de costa.

—No es marinero —sentenció Joaquín Sas—. Ya puedes andar cien años en la mar que no es marinero.

Los hermanos Quiroga respetaban las opiniones de su compañero Sas. Juan Quiroga opinó tímidamente:

—Pues el patrón del Pagasarri lo tuvo de contramaestre.

—No es marinero, y para ser contramaestre, nada. No tiene autoridad, no sabe. He navegado con él cuatro años, lo conozco bien. No es marinero.

El patrón de costa Paulino Castro entró en el bar. Era nervioso y menudo. Al pasar junto a Simón Orozco, saludó.

—Buenas tardes. ¿A qué hora vamos a salir?

—En seguida.

El contramaestre Afá le entregó el rol.

—Aquí tiene usted los libros.

Paulino Castro siguió adelante hasta la mesa de los gallegos. Celso Quiroga se levantó para cederle el asiento.

—¿Quiere usted sentarse, patrón?

—No, voy al barco. ¿Has llevado lo que te dije?

—Sí, patrón.

En la barra los dos patrones del Uro, recién llegados, conversaban con Simón Orozco. Paulino Castro les saludó con un ademán; fue hacia ellos. Joaquín Sas comentó:

—La oficialidad al puente.

Macario Martín enteraba de la vida al ondarrés Juan Ugalde.

—Tú, como los cangrejos, guardas, guardas, ¿y qué? Hay siempre otro que te está esperando; resulta que aunque no te des cuenta ahorras para él. Es el que te mata, bien matao.

Juan Ugalde no discutía jamás. Cuando se hartaba de escuchar se marchaba. Si le molestaban, decía, extendiendo sus grandes manos:

—Calla pues, hablas como las viejas, calla pues, me cago en tal y en cual.

Uno de los hijos del contramaestre Afá entró en el bar con un pulpo pequeño, rabioso en su agonía, cubriéndole una mano. Le seguían dos mocetes. Su madre lo llamó.

—Has merendado, has comido algo, ¿verdad?, y luego andas en las aguas. Te voy a arrimar una… ¿Cuántas veces te lo voy a decir, di, cuántas veces?

El chiquillo salió a la calle, con su pesca furiosa y sus dos silenciosos amigos. Dijo a sus seguidores:

—Vamos a la draga a pasarles el pulpo por el morro a las chavalas. Veréis cómo gritan; pero no es asco, es que quieren que las toquemos.

Se fue hacia la draga seguido de sus acólitos.

En el bar había aumentado la densidad de las moscas. Zumbaban en los cristales de las ventanas, tras los cuales se veía un cielo anubarrado, negro y profundo. La cabeza de la mujer del engrasador Manuel Espina se doblaba sobre la labor de punto.

—Mala salida —dijo a su suegro, el viejo Espina: pescador de la bocana, pescador en solitario, gran pescador de cordel—. El señor Simón querrá salir ahora, pero debería esperar.

El viejo Espina aclaró:

—Ya sabe Orozco si ha de salir; no hay que darle lecciones. El cielo embarrado no tiene tanto que temer. Lo que importa es el viento. Peor fuera un noroeste; eso sí que es para meterse en las machinas.

La mujer cambió la conversación.

—¿Ha visto a su nieto? Nos está saliendo tan buen pescador como usted.

—Mejor saldrá; le tiene afición. Uno de estos días lo voy a llevar conmigo.

—Todavía es muy pequeño; ya tendrá tiempo.

—¿Pequeño? A su edad salía yo con mi padre, por obligación, a ganarme la comida.

El del mostrador discutía con Macario Martín.

—Son ocho, Macario, no cuatro.

—Pero si te pagué antes.

—Que son ocho.

—Pero… te juro por mi madre que no vuelvo a…

—Lo que tú quieras, pero son ocho.

Cuando Joaquín Sas se reía mostraba los dientes mellados, feroces, sarrados del vino, del tabaco y de la falta de limpieza.

—El viejo debe estar ahora como para que le hurguen el ombligo. Me alegro de su mala digestión. Me alegro de que no tenga con quién tomarla. Me alegro de que almacene bilis.

—El señor Simón —dijo Juan Quiroga— tiene razón. Ya podíamos estar en la mar hace un par de horas. Encima se nos viene la tormenta. Seguramente no saldremos hasta la madrugada.

—Que te crees tú. El viejo sale a la mar aunque hunda los barcos. Si en la mar está de malas, en puerto está de peores. ¿No lo has visto otras veces?

Simón Orozco decía a los patrones:

—Salimos en cuanto el eje esté listo. Avisad a todos que no se espera, porque a éstos hay que avisarles con tiempo. Ahora con el beber están aquí bien, luego se les ocurren las cosas.

—No —dijo Begoña María—, no quiero que bebas más.

El chiquillo cogió una rabieta y empezó a patalear. Begoña María le dio unos azotes y lo dejó en el suelo. Añadió:

—Y esto que queda me lo bebo yo y no pidas más porque no hay.

Petra Ortiz hizo ademán de tender su vaso de orange al pequeño.

—Toma, raquerín.

—No le des, Petra.

—Sólo un poquito, mujer, para que deje de llorar.

El chiquillo aplicó los labios al borde del vaso y bebió.

—Ven aquí, cochinazo, ven, que te quite esas velas —dijo Begoña María.

El chiquillo se debatía entre los brazos de su madre. Le dio una patada a la mesa.

Petra intervino:

—Pero qué malo eres, pero qué diablo estás hecho.

El vaso se vertió. Begoña María dio unos cachetes al niño.

—Anda a la calle, a jugar, no quiero verte por aquí, salvaje, más que salvaje.

Begoña María se atusó el pelo.

—No se puede con él.

El pelo de Begoña María era rubio, de un rubio claro y apagado. La piel le hacía arrugas en las comisuras de los párpados. De la boca amarga le ascendían, recortándose las mejillas, dos profundos surcos. Tenía ojeras con una granazón y un color de tetillas circuyéndole los ojos profundos.

—No se puede con él —repitió—. Como salga como los otros, acaba conmigo.

Petra Ortiz filosofó:

—Más disgustos dan los padres que los hijos.

Comenzaban a llegar tripulantes del bonitero. Se les hacía sitio en la barra. Macario Martín buscaba bolsas propicias.

—Buena pesca, ¿eh? Buenos billetes, muchachos.

Los pescadores del bonitero eran generosos y desconfiados; invitaban por voluntad, pero no querían caer en las trampas de palabra de los invitados.

Macario Martín echaba mano de todas sus viejas tretas. Desafió al pulso a un mocetón; perdió. Dijo:

—Al derrotado hay que invitarle para que se le pase el dolor del brazo y el mal trago de la derrota.

Venancio Artola admiraba, boquiabierto, a su compañero.

—Qué tío estás hecho, Macario; lo que tú no sepas…

Macario Martín guiñaba el ojo y se le escapaba una lágrima.

—Cincuenta y dos años, nada más que eso.

Pasó por el bar el aviso de que los barcos iban a salir. El contramaestre Afá se acercó a los gallegos.

—Si tenéis que ir por las cestas, id. Salimos en seguida. No se espera a nadie.

Bajo las mesas había cestas de mimbre con los complementos alimenticios de cada uno.

Joaquín Sas preguntó:

—Pero ¿no decían que había todavía para dos horas?

—Había, Sas. Ya está arreglado.

—Entonces, ¿no queda tiempo para ir hasta el bar del Asturiano a echar una copa?

—Os habéis pasado toda la tarde aquí. Tómatela donde estás.

El contramaestre Afá se acercó a Macario Martín.

—No bebas más, Matao. Dentro de un rato salimos. Si tienes que ir por algo…

—Tómate una copa, José.

—Ya he bebido bastante… ¿Y vosotros qué?

Venancio Artola contestó por él y su compañero Juan Ugalde:

—Nosotros tenemos las cestas a bordo. No hay de quién despedirse, no hay por qué esperar.

—Si estuviera aquí tu nesca, otra cosa sería, ¿eh?

Venancio Artola se limitó a contestar:

—Puede.

—En Pasajes perdiste una vez el barco. ¿Qué le estabas haciendo?

—Charlar.

—Sí, charlar. ¿A qué llamas tú charlar?

—Charlar.

Macario Martín explicó a su amigo Afá:

—No le digas nada de la chica, que se enfada. Se ha tomado muy por lo fuerte eso de casarse.

Se rió Afá.

—Ya ves, no todos son como tú, tío asqueroso.

Entraron los engrasadores del Aril con el motorista Domingo Ventura. En la barra les dejaron sitio, manchaban. Estaban en camiseta, mostrando sus recias musculaturas de antiguos fogoneros. Calzaban zapatos trastabillados, picañados, rotos, negros de grasa, quemados por el gasoil. Gato Rojo se pasaba un cotón por los brazos.

—Que nos pongan algo de beber.

Dejó el cotón sobre el mostrador.

—Dame un cigarro, Juan.

Juan Arenas sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo posterior del pantalón. Bebieron. La mujer de Manuel Espina estaba con ellos.

—¿Ya habéis terminado?

—Ya —dijo Manuel Espina—. ¿Me has traído la cesta?

—Ahí está, donde está sentado tu padre.

—Bien. ¿El chico?

—Por ahí, jugando.

—¿Has puesto bicarbonato en la cesta?

—Y manzanilla.

—Bien.

Macario Martín gritó:

—Gato Rojo, ¿nos vamos?

—Aún queda tiempo.

A la hora de la partida siempre quedaba tiempo para los engrasadores. Sabían que sin ellos no podían partir los barcos. Eran los que regulaban la marcha, pegados al motor, aguantando el aliento de la máquina, sus temblores de fuerza sometida.

El grupo de marineros gallegos se había levantado. Juan Arenas les advirtió:

—Aún hay tiempo.

Los patrones caminaban lentamente por el muelle, hacia los barcos. Estaba el cielo cubierto de nubes. Soplaba un aire cálido y fuerte.

—En cuanto estén los engrasadores, largamos cabos —dijo Simón Orozco.

Palomeaba la mar en la bahía. Corría el alboroto de las gaviotas, desplomándose desde mucha altura, aleteando en punto fijo de la mar, remontándose después gravemente.

En el muelle, junto a los barcos, se formaban grupos de pescadores con sus mujeres y chiquillos. Los empleados de la lonja, los curiosos del puerto, se acercaron para ver partir los barcos. Por el extremo del muelle caminaban los tres engrasadores del Aril.

—No me jorobéis, la primera guardia la hace el que quiera, pero en este viaje —dijo Carmelo Álvarez— me toca a mí de ocho a doce. La vez pasada…

Le cortó Juan Arenas:

—Echas la vida haciendo cálculos. La vez pasada me tocó a mí de doce a cuatro, sin que tuviera por qué tocarme. Déjame al menos que descanse algún viaje.

—No, la mía es de ocho a doce.

—Pues echamos a suertes.

—No, me toca a mí.

El contramaestre Afá saltó a la cubierta del Aril. Su mujer le gritó:

—A ver si esta vez vuelves rico, José, que me tienes que llevar al teatro.

Cuando José Afá gritaba se le hinchaban las venas del cuello y se le congestionaba el rostro.

—Ya irás por tu cuenta, pejina, sin necesidad de que te lleve.

Petra Ortiz le hizo una higa.

—Con lo que tú me has dejado.

—Con eso y con lo que guardas, bruja.

Begoña María había besado a su marido.

—Que tengáis suerte.

—¡Ojalá!

Begoña María tenía a su hijo pequeño en brazos.

—Anda, dile adiós a papá.

Domingo Ventura besó a su hijo pequeño, luego posó la mano derecha en la cabeza del mayor y le revolvió el pelo, le dio un golpecillo en la cara al mediano.

—No deis disgustos a vuestra madre, no os aprovechéis de que estoy fuera, porque a la vuelta os caliento. Y que no me vayáis al dique a bañaros, ¿eh?

Los chiquillos movieron las cabezas afirmativamente.

Macario Martín saltó con dificultad a la cubierta del barco. Se oyeron bromas.

—Tú ya no necesitas marearte, Macario… Ésa no la matas…

Macario Martín, haciendo aspavientos con las manos, se metió por el portillo de la cocina. Los tripulantes del Uro pasaron a su barco. Por estribor, desde el puente, hablaba Simón Orozco con los patrones del Uro.

—Ya repunta a creciente la marea. ¿Estáis todos?

—Estamos todos.

—Pues listo.

Paulino Castro preguntó desde el bacalao del puente por babor:

—¿Falta alguien?

Juan Quiroga contestó:

—Sas, que fue al Asturiano.

El patrón de costa lo vio correr por el muelle.

—Ya está aquí.

Había soltado las amarras del Uro, que lentamente se despegaba de su pareja. Simón Orozco lió un cigarrillo. Dijo a Paulino Castro:

—Que tengamos suerte.

Paulino Castro repitió:

—Que tengamos suerte.

La mano de Paulino Castro asió la manija del telégrafo. Voceó desde la ventanilla:

—Fuera amarras.

La flecha del telégrafo se movió: Máquina lista, atrás, poca. El Aril se apartó con suavidad del muelle. Se oyó el ruido de la hélice girando.

La flecha del telégrafo osciló, luego quedó fija: Avante, poca. Paulino Castro voceó por el tubo acústico:

—Noventa.

Fue devuelta la orden desde las máquinas:

—Noventa.

Las gentes del muelle se despedían de los pescadores situados en el espardel o en las amuras de babor.

La cara de Macario Martín asomó por un ojo de buey del guardacalor.

—Segunda —voceó—, guarda algo para mi vuelta.

Segunda Esteban estaba junto a Begoña María. Petra Ortiz comenzaba a caminar hacia su casa. Los chiquillos corrieron al espigón del muelle para ver pasar el barco.

La flecha del telégrafo varió: Avante, media. Su timbre hizo correr un escalofrío desde el puente a las máquinas.

La proa del Aril señalaba la alta mar. Los grupos del muelle se desintegraban. Sobre las aguas de la bahía picaban las primeras gotas de la tormenta. El cielo, al oeste, estaba totalmente oscuro. Al este se filtraba una lívida claridad. Simón Orozco se sentó en un banquillo, junto a la sonda eléctrica. Dijo:

—En seguida con Cabo Chico. Ha habido suerte, pasamos la barra antes de que llegue el fuerte de la tormenta.

Paulino Castro miró la línea de boyas. Cogió la manija del telégrafo, bajó el indicador: Avante, toda. Retembló el Aril y la proa se hundió un poco.

Atrás quedaba el espigón con un grupo de chiquillos manoteando. Simón Orozco expelió el humo sobre el suelo.

En los cristales de las ventanas del puente tabaleaba la lluvia, produciendo un suave, un agradable, un acogedor rumor primero.