Prólogo

Mario Camus

—¿Quieres escribir el prólogo a una nueva edición del libro de Ignacio Con el viento solano?

—Sí… me gustaría…

—¿Sabes escribir prólogos? ¿Lo has hecho alguna vez?

—No…

—¿Cómo era Ignacio?

—Formidable…

—Tú dirigiste una película basada precisamente en esta novela…

—Así es…

—Y le conociste bien…

—Mi relación con él venía de atrás… Pero sí… Le conocí bastante…

—Por eso supones que te hemos llamado para encargarte el prólogo…

—Puede ser…

—Y¿qué vas a contar? ¿Lo buena que te pareció la novela? ¿El rodaje de la película? ¿El recuerdo de todo aquello, preparación, viajes, visitas, Talavera, Cogolludo, Cannes?

—Ha pasado mucho tiempo… Habrá cosas de las que no me acuerde…

—¿El trabajo con Gades? ¿Las conversaciones que teníais? ¿Determinadas frases de Ignacio?

—¡Quién sabe! Todo eso podría caber… Será un prólogo especial…

—Lo veo difícil…

—¿Porque no hay materia?

—No… Porque hay mucha materia y tú nunca has escrito prólogos…

Tenía toda la razón. Tanta materia. Tanto camino recorrido. Trenes, autobuses, ferias, carreteras polvorientas. Conversaciones ininterrumpidas, numerosos personajes, copas, risas, tensiones y trabajo duro. Así se componen las películas. Y ésta era, como la novela, itinerante. Nunca la misma cama, los mismos compañeros, los mismos lugares. La historia que empezó en una oficina donde Molero y Vicuña firmaron los contratos que nos obligaban a Gades, a Ignacio y a mí a hacernos cargo de la versión cinematográfica de la novela tuvo un final glorioso en Cannes con Gades huido hacia una juerga con Alberti y Picasso e Ignacio, el profesor Casteld, traductor al francés de Gran Sol y yo en una terraza nocturna bebiendo y hablando de literatura.

La fatalidad rige el destino de los hombres. Aparece de pronto, se enquista en el cuerpo del elegido y lentamente, paso a paso, lo conduce hacia su perdición. Le hace sufrir hasta la angustia, le obliga a buscar ayuda y refugio, pedir lo que su orgullo rechaza a amigos de siempre, conocidos, parientes, compañeros y familiares encumbrados. La fatalidad empuja al hombre a apretar los dientes, a rebelarse en plena caída, a evitar la prisión y posiblemente la muerte. El alcohol le metió en una juerga prolongada al amanecer. Tenía una pistola que había comprado a un tratante de telas. Los guardias fueron a por él. Le acorralaron. Disparó. Vio caer a uno. «Lo maté, madre, sin saberlo. Tiré sin deseo de matar». Después corre al campo y empieza a sufrir. La itinerancia se amplía porque el rechazo es continuo y cruel. Se ensañan con él. Le dicen lo que piensan ahora que está en derrota y aluden a tiempos anteriores cuando era un jaque. Llega hasta donde están los suyos. Ha caminado muchos kilómetros y le reciben bien. «Te dio por venir, Sebastián». La voz de su hermano pequeño le ensancha el ánimo. Habla con su madre y ella acaba con sus ganas de escapar, de continuar huyendo buscando la salida. Ella acaba con su vida. Sebastián Vázquez, así se llama el altivo gitano, el oscuro representante de las razas perseguidas, entra en una taberna de un pueblo perdido y se pone a beber. «Aprisa bebe usted»; «Aprisa va la vida». Después, cuando apenas asoma el alba, se acerca al cuartelillo y se entrega. Esta es la historia de la novela de Ignacio, viva, dura, recorrida en todas direcciones por personajes hoscos, vengativos, generosos, provocadores, tocados por la ternura y el odio encubierto, por el temor y el cansancio, siempre convincentes y habladores; desconfiados y sentenciosos. El cine, otro medio narrativo, otra forma de contar, añadió imágenes porque ése es su gran poder. El tren de la estación de Goya hasta Almorox, los desmontes de Aluche, Talavera, Alcalá, Madrid, Cogolludo e Hita. Puso rostros y andares y ropa. José Cabeda, el Langó, el Larios, el tío, la madre y Zafra, el gitano de última hora. Por encima de todos Sebastián Vázquez, la víctima del destino, el que se echó al monte y se cubrió del polvo de los caminos. Y Lupe, su novia de Talavera que sabía que sin el mal vino de los sábados, Sebastián no era capaz de otra cosa que no fuera sobrevivir. En la película de la película, es decir, la que se recuerda, aparecieron nombres notables con los que compartimos el trabajo durante unos minutos. Alfredo Mañas, Ramón Massats, Vicente Escudero.

Bueno. Sé que esto no es muy apropiado para un prólogo pero insisto cabezonamente en el desorden. Porque ahora le toca el turno al autor. De hecho apareció en el rodaje en repetidas ocasiones. En algunas, se emocionó. «Son mis personajes y les veo y les oigo hablar». Así justificaba su nudo en la garganta. Se podía entender. Compartió generosamente muchas horas con nosotros. Siempre era el humor, la broma, la sabiduría del que sabe de todo y la inocencia del escolar que descubre un mundo nuevo. Se acababa de comprar un «4L» y conducía muy deprisa por cualquier calle o carretera. Una noche lluviosa me llevó por Bravo Murillo y el auto puso las cuatro ruedas por las vías del tranvía. Aquello se embaló e Ignacio disfrutaba. «Navegamos a doce nudos por los menos». La ingobernable embarcación no respetaba nada y ninguno de los dos sospechábamos el final de aquel eterno resbalón. «Algún viento nos apartará de esta ruta». Eso decía Ignacio. Y se reía. Se reía con todas las ganas. Bendito Ignacio. Cuánto le recuerdo y cuánto se nota su falta.

—Le tenía que advertir algo.

—Dígamelo todo.

—Tratándose de Ignacio siempre se suelen emplear todo tipo de adjetivos laudatorios; términos como encantador, carismático, brillante, caballero, inimitable, único… Todos esos y más… Claro, que si ya está terminado el trabajo…

—No se preocupe. Me he sabido contener y me he limitado bastante… También he sabido tragarme las emociones…

—Muy bien… Pues se lo agradezco… Mándemelo en cuanto pueda…

—¿El qué?

—El prólogo… ¿Qué va a ser?… Y dígame ahora, en confianza…; ¿Por qué lo ha hecho?

—Por dinero, naturalmente…

—Gracias por su sinceridad…

Escucho una risa que reconozco enseguida y que viene de muy lejos.