Dormía a siete sueños, ron con ron. Lo despertó un compañero. Era hora de piensos. Se asustó el durmiente. Al final del salón comenzó una plática sobre el ganado. Alguien chitó. No había amanecido. La plática continuaba en bisbiseos.
Sebastián, echado en el colchón cercano a la puerta, los vio pasar con pasos inseguros de sueño, con broncas toses de madrugadores, garganteando saliva. El ganado en las cuadras se removía inquieto. Por la ventana se veía el cielo, del que se iban borrando las estrellas. Los primeros gallos anunciaban el amanecer y el asomo de la cresta solar, rojeta en la brumilla del crepúsculo. Los primeros gallos quiquiriqueaban por las corralizas, por las ventanas de las cuadras, por los patizuelos donde el rocío deja una sombra nocturna, una huella de la noche huida.
En el salón olía mal. La atmósfera era pesada. Se iban precisando los vagos contornos de los durmientes. Se volvió uno hacia Sebastián:
—¿Qué hora es?
—Las cinco y media o las seis.
Gruñó y volvió a dormir. Se notaba en su respiración, regular, que la caída en el sueño había sido profunda, que aquel aflorar de lo consciente no había sido sino como el breve y momentáneo hoyo que hace una piedra en el agua. Las aguas volviéronse a reunir y a extenderse en ondas de silencio.
Subieron de las cuadras los dos tratantes. Hablaban en voz baja.
—Hay que vestirse ya. Hay que limpiar ese ganado.
—Queda tiempo, hombre. Todavía se puede echar un sueño.
Sebastián se iba durmiendo. Le llegaban débiles las palabras.
—¡Qué mal huele!
—A cuartel, chacho. Esto es como un cuartel. El negocio redondo de Marciano.
—Vístete pronto, que hay que preparar esos animales.
—Que hay tiempo, hombre.
Sebastián se levantó el último. Los colchones tenían la huella de los cuerpos de los durmientes. Abrió la ventana. Asomó por la puerta la criada.
—¿Se levanta ya? Hay que arreglar esto.
—Ahora mismo.
La criada se quedó mirándole. Dijo:
—Es que hoy tenemos un día de mucho trabajo. Hay que quitar pronto lo que se pueda. ¿Va a comer usted aquí? ¿Va a desayunar abajo? ¿Qué quiere para desayunar? Seguramente ya hay gente en la feria. Hoy va a hacer mucho calor. Se nota. Hoy al mediodía no va a parar nadie en la feria. Dicen que han venido muchos…
Sebastián la miraba desde la ventana. Dejaba que el fresquillo de la mañana le bañara el rostro. Escuchaba la charla de la criada.
—¿Va a comprar usted mulas? Aquí han traído mulas muy buenas. Un señor que es de Sacedón ha traído dos yuntas que deben de valer un montón de miles de reales. También otro que le dicen don Juan ha traído una yunta, pero no es tan buena. Ese señor de Sacedón es muy rico y le ha dicho al señor Solís que quiere comprar un tractor, que le sale más barato que tener mulas.
Sebastián veía por la ventana una larga tapia, crestada de cristales.
—¿Qué hay tras esa tapia?
—Es un convento. Hay monjas que nunca salen. Este invierno decían que si se iban a morir todas porque comieron algo que estaba malo y les dio el mal de la orina, que así fue. El capellán llamó a un médico y les dio píldoras y se les pasó. Pero estuvieron a punto de morirse. La señora de la casa les llevó dos gallinas para que se hicieran caldo, porque sabe usted, comen mal y aunque no trabajan, pues se desgastan y luego les da cualquier cosa y estiran la pata antes que cualquier otro.
La criada sacudía los colchones y los iba amontonando. Comenzó a hablar mal de los huéspedes:
—No crea usted, que aquí viene cada uno… Hay muchos que no han visto el agua en su vida. Los hay guarriminos.
—¿Dónde me puedo lavar?
—Mire, aquí cerca tiene un lavabo, pero es mejor que se lave usted en el patio. Le será más cómodo. Pídale usted a la señora una toalla. La señora está en la cocina.
Sebastián salió del salón atusándose el pelo. Bajó a la cocina.
—Buenos días. ¿Me da usted una toalla y un poco de jabón para lavarme?
—Ahora mismo. El jabón tiene que ser del de fregar. ¿No le importará?
—Bien.
En el patio había algunas macetas arrimadas a las paredes. En un rincón, una pila de lavar la ropa. El brocal de un pozo en medio. Una parra, apenas con hojas, se extendía como un tendón a todo lo largo de la pared. La patrona apareció con una toalla amarilla en la mano.
—Va a llegar tarde si va a la feria.
—Hay mucho tiempo.
—Sí, pero si va a comprar algo… Al que madruga Dios le ayuda. Con este calor hay que estar allí pronto. Los animales luego se alborotan. La gente que trae algo que valga la pena, se los lleva para el mediodía.
—Algo quedará.
—Hombre, siempre queda algo.
—Me pone el desayuno y me dice lo que le debo.
—¿Desayuna usted café, o hay que hacerle algo de huevos?
—Café.
Sebastián salió a la calle. Dejó paso a un botijero que caminaba rimando chuflas de amor. Echó a andar tras él. Una madre en un portal dormía a un niño; cantaba la nana con voz susurrada:
¡Ea, ea, ea!
¡Qué gallina tan fea,
cómo se sube al árbol,
cómo se balancea! ¡Ea, ea, ea!
—No quiere dormirse el mozo —dijo el botijero—. Dele usted un trago de vino.
El botijero se paró. Insistió:
—Dele usted un vasito de vino y verá cómo se le duerme. Yo a mis hijos les daba cuando eran pequeños un traguete, o un pedazo de pan mojado en vino.
En seguida surgió la intimidad.
—Es que mi marido me lo tiene prohibido —dijo la mujer—. Eso no es bueno para los chicos tan pequeños. Aquí les cuecen la bellotilla de la amapola algunas mujeres. Pero dicen que les da como una murria y que igual se mueren.
—Dele usted lo que le digo, mujer.
La mujer dudaba.
—No. ¡Ea, ea, ea!…
El botijero, al ver que sus consejos no eran atendidos, pasó a los negocios.
—¿No quiere usted un botijo?
—Ya tenemos.
—Pues seguir con Dios.
Sebastián caminaba delante. Pensaba en sus hermanos, en su madre. ¿Se habría enterado la madre de lo que había hecho? Le parecía tan lejano lo ocurrido… Si estaba enterada, también lo estarían los tíos. Se vio interrumpido por el botijero, que caminaba a su diestra. El botijero era campechano. Explicaba a Sebastián:
—Que se lo tenga prohibido el marido es otra cosa, pero para dormir a un chiquillo lo mejor es el vino. Ahora, con la disculpa de estar durmiendo al crío, no hará nada en toda la mañana. Lo que quieren es una disculpa. Lo digo yo, que llevo quince años casado.
Sebastián dejaba hablar al botijero.
—En mi tierra enseñan a beber a los chicos desde pequeños y no crea usted que les va mal. Yo vendo botijos; pues bueno: yo no he probado el agua desde qué sé yo. Me refiero al agua sola, usted me entiende. A lo más la quiebro cuando hace mucho calor con un dedo de vinagre; pero lo demás vino, que es lo mejor. ¿Va usted para la feria?
No esperó la respuesta.
—Allí tengo a un chico mío a ver si se vende algo.
—Mal andará el negocio.
—Mal anda. Antes se vendía mucho el botijo, hoy ya no. Hoy fuera del campo no vende usted uno. La gente es otra cosa.
Llamaron al botijero desde un portal. Sebastián continuó adelante. Pensaba en el áspero, hostil, violento hermano de su madre. No, él había venido solamente a ver a la madre, no iría a casa del tío. Iría a la feria. Tendría que buscar a alguno de la familia. Le diría que le avisase a la madre, que le dijera que se fuese detrás de la posada de Marciano Solís, que allí la esperaba.
Los chirlones de feria, los vendedores de coplas de amor y de horror, los que retuercen el cuello al cuervo burlón del arte pictórico en el pastel de los barquitos veleros bajo la luna, los que domestican su hambre de faquires devorando bombillas, los que al lagarto y a la culebra los amigan para vender bálsamos, los que enseñan la llaga y el muñón, los que dan para el pelo el agua secreta que hace encabellecer a los calvos, los que a las cuarenta cartas les hacen un trajín de cuarenta reales… Todo el suburbio de la feria está ya trabajando.
Sebastián se detiene en el grupo de la señora de los reptiles. Escucha el discurso: «Polen de la flor de mistal, que tiene la virtud… ¿Usted no lo cree?…, pues pruebe; que tiene la virtud, a pesar de los incrédulos —la fe, caballero, es la que nos salvará—; que tiene la virtud de hacer desaparecer los baldamientos, los malos humores, los dolores de madre, los que tiene el padre de trabajar, con sólo tomar una infusión, es decir, un cocimiento, para que lo entiendan mejor, al levantarse y al acostarse. Y si duele mucho, entre horas. Ahora les voy a enseñar a ustedes a Paquito y a Felisa haciéndose el amor».
Aquélla era la parte interesante. Los chiquillos estaban en la primera fila del corro. La señora, gorda, colorada, con un rizo pegado a la frente, extrajo de una caja de madera con agujeros un lagarto y una culebra. Los chiquillos se echaron para atrás.
—No muerden —advirtió la señora.
Uno de los chiquillos comentó en voz alta:
—¡Pues si no muerden, vaya mérito!
La señora le dio un cachete con mala intención.
—Anda, guapín, échate atrás, que no dejas ver a tus amiguitos.
La culebra se retorció en la mano de la señora. El lagarto se le coló por la pechuga. La señora rió.
—Paquito es muy pícaro. Paquito ha sido cocinero antes que fraile. Verán ahora cómo Paquito besa a Felisa y ésta le devuelve el beso.
La señora cogió a los dos animales y entrechocó las cabezas, dos veces. Después los guardó en la caja.
—Y ahora que ustedes han visto a Paquito y Felisa, ahora paso a venderles, solamente como propaganda del producto, pues la casa no me permite otra venta, este bálsamo indio de grasa de caimán y flores de la selva, cuya fórmula solamente la tienen los indios de América y la casa a la que servidora, Candelaria Ortiz, tiene el honor de representar. Estos dos productos, el bálsamo y el polen de la flor de mistal, se completan. El que compre uno, cualquiera de ellos, en una peseta, puede llevarse el otro, y otro más que yo le regalo, en dos pesetas. Únicamente es propaganda. Pagarán aquí dos pesetas por aquello que en las farmacias les costaría cuatro, cinco o seis duros.
El corrillo se iba deshaciendo. Los chiquillos se largaban corriendo a ver al faquir. Las personas mayores proseguían su camino hasta que tropezaban con otro carro y se paraban a ver lo que pasaba.
Sebastián fue a ver al faquir.
El faquir era una pena, una desconsolación, una amargura.
Delante de los tenderetes de atalajes para las caballerías, delante de las modernas máquinas de aventar funcionando de prueba, delante de los puestos de fierros y de los modestos vendedores de varas de trata y de trallas de arriero, pasó Sebastián. Pasó Sebastián hacia el calor, el hedor, el color y el ruido de la feria.
Apiñaban las cabezas las mulas. El sol hacía sudar. Algunos tratantes llevaban pañuelos en torno al cuello para no manchar las camisas. Los cagajones, los orines, daban un olor pesado que se pegaba al rostro y a las ropas. Andar por la feria era entrar en un baño de vapores animales, formar parte de un color, integrarse en un ruido.
Sebastián buscaba la cara conocida, la voz amiga, la mirada comprensiva. Pasaba, surcaba, en el vapor, en el color, en el ruido. Llegaban a sus oídos, emanando de aquel todo, las palabras de un tratante que vendía un caballo, pero en seguida se confundían en la armonía y se hacían notas de un mismo rumor que crecía, o se apaciguaban a cada instante. Y en la ansiedad de la cara conocida, de la voz amiga, de la mirada comprensiva, volvió a nacerle la angustia, tan olvidada a veces, tan presente hasta la anulación de la inteligencia en algunos momentos.
Sebastián, la inteligencia de Sebastián, naufragaba en aquella mancha de vida. Acaso era la parte que no se integraba, la parte suelta que zigzagueando huía o que sorteando no era absorbida por la fuerza gigante de la feria. Sebastián estaba solo.
En aquella concentración —donde el recuerdo era son de plañido—, Sebastián se buscaba con afán. El afán, el anhelo de búsqueda de sí mismo, le producía el desasosiego —hecho de temor de las cosas y de los demás; hecho de la incapacidad de profundizar en el recuerdo consolador; hecho de su paso o carrera sin meta—, el desasosiego abismático de la soledad. No pensaba. Era solamente una sensación la que le invadía. Invadido de muerte estaba Sebastián entre la vida.
Huyó de la feria. Se refugió en una calleja donde el espanto de la muerte se remansaba en un silencio acre. Allí pudo pensar. Pensó que su madre, último lazo, podría calmar su ansiedad. Pensó que él necesitaba a su madre en aquel trance de agonía. Fue calmándose con el pensamiento, con la tormenta que acababa de pasar su pensamiento, ya resignado y sereno.
Volvió a los suburbios de la feria. Estuvo un rato parado, contemplando al faquir. Distraído oyó su nombre. Cuando volvió la cabeza a la llamada, se encontró con la mirada enemiga de su primo Gabriel. Sebastián se acercó.
—Te ando buscando, Sebastián. Vete a casa. Mi padre… Bueno, vete ahora a casa. Entra por detrás, por la cuadra. Ahora en el patio no hay nadie.
Gabriel siguió andando. Sebastián le vio confundirse entre la gente.
—¡Ay!, ¿qué será donde no hay, y donde no hubo ni habrá, qué será?
La vieja vendedora de coplas movía la cabeza a un lado y a otro, el ojo sin vista disparado de la órbita, haciendo la queja al son del decir:
—¡Ay!, ¿qué será donde no hay, y donde no hubo ni habrá, qué será?
La vieja barajaba su mercancía, verde y roja.
—La copla moderna. La samba, el mambo, el bugui… Diviértanse, jóvenes, diviértanse.
Sebastián cruzaba el círculo de la miseria, del idiotismo, de las lacras.
Bailaba el tonto amodorrado a la voz del vendedor de la mixtura contra diviesos.
—Baila, hombre, baila.
Era el reclamo. El tonto se jaleaba, escandalosamente.
—Chusma, chusmeta…, cheta, cheta, cheta.
Se interrumpía.
—Que me canso.
Se enfadaba y se retiraba manoteando.
—Ya no bailo más. Estoy muy cansado.
Le animaba el golfo de la mixtura.
—Baila, hombre, baila, o no te pago.
—¡Que no bailo más!
El tonto se sentaba en el suelo.
El golfo de la mixtura tenía al ojo la Guardia Civil. En cuanto los veía de lejos, cerraba la maletilla y pasaba a ser un distraído ciudadano.
Sebastián caminó hacia casa de su tío.
Entró en el portón del patio de las cuadras. En las cuadras, alguien acariciaba a un animal…
—Quieta, guapa, quieta. Agurra, mala. Bonita. Quieta.
Sebastián se sentó en un poyo pegado a la pared. Volvió la cabeza cuando se abrió la puerta y apareció su primo Gabriel.
—Sebastián —dijo—, tú estás chalao perdido. Tú no sabes lo que ha ocurrido aquí. Después de lo que has hecho, no sé cómo se te ocurre venirte para este toro.
Sebastián estaba de pie.
—¿Y mi madre?
—Tu madre no sabe nada. Tu madre se marchó hace tres días para Cogolludo, con la Albina y su marido… Mi bato ha dicho que como no te largues pronto, el que te denuncia es él. No quiere líos con los guardias. Lo que tú has hecho es muy gordo. Se lo ha dicho el Chano, que te vio esta mañana. Ya te puedes largar pronto.
Sebastián no respondió.
—Lárgate a Madrid —dijo Gabriel—, allí les será más difícil echarte la uña. Vete pensándolo, Sebastián. Has matado a un guardia, y eso se paga con la vida.
Sebastián miraba al suelo.
—Ya lo sé, Gabriel, ya lo sé.
—Si tuvieras dinero podrías largarte a Francia y allá, ¡qué sé yo! Siempre se encuentra algún escape.
—Dinero no tengo. Ya sabes que eso es… Si tu padre me lo dejase.
—No lo pienses, Sebastián. El bato está dispuesto a denunciarte si sigues por aquí. No quiere líos que le estropeen el negocio. Aparte de que a ti nunca te ha podido ver.
Golpearon en la puerta. Entraron dos tratantes, con blusa negra, y un señor de sombrero verde, vestido de gris.
—Oye, Gabriel —dijo uno de los tratantes—, tu padre nos ha mandado para acá. Queremos ver lo que tenéis. Nos ha dicho que tú nos lo enseñarías.
Gabriel llamó:
—Bernardo, asómate.
Luego preguntó a los tratantes:
—¿En el patio o en la cuadra?
—En el patio —dijo el señor del sombrero verde—; que corran.
Gabriel ordenó:
—Bernardo, suelta las mulas y hazlas dar unas vueltas.
El grupo se apartó hacia el poyo. El señor del sombrero verde se subió en él. Sebastián se pegó al portón. Hubo unos minutos de espera. Luego salieron las mulas. El mozo de la cuadra se puso en medio del patio. Chasqueó la tralla. Las mulas comenzaron un trote muy rápido en carrusel. De vez en cuando, el casco de una levantaba una chispa de las piedras. El mozo chasqueaba la tralla y las animaba con la voz. El señor del sombrero verde señaló una:
—Ésa.
—¡Je, Limonera!
—Parece buena.
Gabriel intervino:
—Buenas son todas. ¡Je, Limonera, je!…
—Y aquella otra.
—¡Je, Bragada, je!…
Sebastián abrió el portalón y salió a la calle. Comenzó a caminar sin dirección. Oía el golpeteo de los cascos en las piedras del patio y los gritos del mozo y de Gabriel.
—¡Je, Limonera! ¡Je, Bragada!…
Como un trote corto, poderoso, bien golpeado, oía su corazón Sebastián. ¡Je, je, corazón! Anda, corazón. Ya, corazón. Quieto, corazón. Y ¿adónde ir? Y ¿qué mejor juez que la familia? No, márchate. Si te quedas te denunciarán. Has matado a un guardia y eso se paga con la vida. Todo se paga con la vida. El viejo señor Cabeda había pagado veinte años de vida. Le habían dado la vuelta: a usted le sobran ciento veinte pesetas. Esta sobra para Sebastián Vázquez, que va a pagar con la vida y no le van a devolver nada. Para Sebastián Vázquez, que quiere ver a su madre y después…
Sebastián tiene necesidad de reposo. Dentro de una hora, la Guardia Civil sabrá que él ha estado en Alcalá. Será el fin. Inútil huir. Inútil querer defenderse cuando se está acorralado, pero ha de cumplir algo antes del fin.
Sebastián entra en una taberna y busca el rincón oscuro, el rincón de la siesta del pobre ante la media botella.
—Media botella.
Desde el rincón, Sebastián siente el mundo. Oye el mundo. Huele el mundo. Ve el mundo. Palpa el mundo. Saborea el mundo. El mundo en la taberna. Las voces del tabernero y sus clientes. El olor de la taberna. La mesa manchada. La madera, sí, la madera. El sabor del mundo. Toda la libertad.
Y Sebastián aprovecha el mundo. Presta atención a la conversación de los hombres de la taberna, con fe. Una conversación trivial, que ya es un símbolo para Sebastián. Y los mira gustoso. Y palpa la madera y bebe su vino con una última alegría.
Llegan las palabras con oculto sentido, con rincones de alegría.
—No ha estado la feria como el año pasado. Este año ha habido menos ganado.
Y el año que viene habrá más o menos. Pero el año que viene habrá también feria.
—Se ha vendido poco y mal. Alguno tal vez ha hecho negocio; pero, en general, ha corrido poco el dinero. Se ha notado que este año se han adelantado las labores.
Y el año que viene se harán negocios, o no se harán, y la gente en esta taberna, o en cualquier otra, comentará lo mismo.
Sebastián se acongoja de pronto y sale de la taberna. Ha pagado y ha bebido poco.
—¡Quién entiende a los gitanos! Estará ya juma —dice el tabernero.
—Estará —dice un cliente.
Sebastián vuelve a la feria. Va posando sus ojos con calma en las gentes. El faquir sigue rompiendo platos y bombillas con los dientes. Mira a los ojos al faquir cuando se le acerca con el casquillo de la bombilla en la mano. Los ojos del faquir son tristes. Pero no tienen la tristeza de los ojos de Sebastián. Los ojos del faquir tienen la tristeza de la libertad. Y los ojos de Sebastián…
La mujer de los reptiles se ha cansado de hablar y está sentada en la maleta del bálsamo, de los paquetillos de polen. La mujer de los reptiles piensa en mañana, que será otro pueblo y tendrá que hacer para comer el mismo número de Paquito y Felisa. Pero la mujer de los reptiles, que mira al suelo, no mira como Sebastián.
La tuerta de las coplas sigue repitiendo su estribillo:
—¡Ay!, ¿qué será donde no hay, y donde no hubo ni habrá, qué será?
El ojo que ve y el que no ve. El ojo que contempla el mundo y sus asuntos, y el que ya es inútil, pero vive en la órbita de la libertad.
Sebastián entra en el vapor, en el color, en el ruido. Y zigzaguea en la vida deseando formar parte de ella. Sebastián ya es vapor, color, ruido y una esperanza de azar que le anima.
Al volver Sebastián a las calles buscó la taberna de la media botella y el mundo. La encontró. De pie en el mostrador pidió:
—Media botella.
—La que usted dejó antes todavía está en la mesa.
—No, media botella nueva.
Sebastián invitó. Habló de la feria.
—Se ha vendido poco.
—Eso le decía yo a unos amigos.
—Este año se ha notado el terminarse temprano las labores.
—Sí que se ha notado.
—El año que viene habrá que esperar que se dé mejor Santiago.
—¡Quién piensa en el año que viene! De aquí al año que viene todos podemos estar criando margaritas.
—No, hombre.
Sebastián bebe su vino. Sonríe.
—Hay que pensar que no van a ir las cosas a peor.
Entra el bobo que bailaba por cuenta del vendedor de mixtura para los diviesos. Farfulla:
—Un vaso, señor Juan, que traigo sed.
—¿Te pagó el tipo ese?
—Me pagó.
El tabernero se ríe.
—Cuenta qué te dio, hombre.
—Me dio dieciocho reales.
—Dieciocho reales te los sacas tú cuando quieras cantando por Alcalá. Tú eres un artista, y a los artistas se les paga bien.
—Sí, señor Juan, a los artistas se nos paga bien.
Sebastián invita al bobo.
—Bébete ese vaso y que te pongan otro.
—Muchas gracias. ¿Quiere que le cante algo?
—No, bebe.
—Muchas gracias; el señor Juan le dirá que yo soy un artista.
Entran unos clientes. Saludan al dueño. Después le golpean en el cuello, fuerte y alegremente, al bobo.
—Casimirín, estás hecho un artista de fama. Nos han dicho que van a venir de Madrid a contratarte para un teatro.
—Sí, eso dicen, pero no me lo creo.
Sebastián paga las invitaciones. Pregunta al bobo:
—Tú, por un duro, ¿qué haces?
—Bailo y canto.
—¿Si yo te doy un duro bailas y cantas?
—Sí.
El dueño le corrige:
—Se dice: «Sí, señor», Casimiro.
El bobo repite:
—Sí, señor.
Sebastián saca un duro del bolsillo y se lo alarga.
—Me tienes que prometer que en todo el día de hoy no vas a bailar ni a cantar.
El bobo tuerce el gesto.
—Eso no puede ser.
El bobo Casimiro no acepta el duro de Sebastián. El bobo Casimiro está hecho para bailar y cantar. La libertad del bobo Casimiro no se compra con un duro aunque el bobo, el artista, Casimiro, no tenga un real que llevar a casa para que le den de comer.
Sebastián ha aprendido demasiado; vender la boba libertad de cantar y de bailar en la calle no es cuestión de dinero. Sebastián sale de la taberna y camina hacia la carretera. Piensa en el dinero que le queda. Él todavía puede comprar con sesenta pesetas un viaje, un poco de libertad y una mirada de su madre. Sesenta pesetas, la mitad del dinero del señor Cabeda, la mitad de la juventud del señor Cabeda, la mitad de los sueños del señor Cabeda.
La carretera brilla al sol del mediodía largo. La carretera es una invitación a la marcha del hombre. Por la carretera camina Sebastián. Piensa que su familia vende una sola mirada de comprensión, de alivio, de tranquilidad compartida por mucho dinero, por el dinero que valen Limonera y Bragada y todas las mulas del trote del patio. Mucho dinero para conceder una morada a Sebastián, toda la vida de Sebastián no vale el duro de Casimiro el bobo. Pero Casimiro el bobo no comercia con su vida. Casimiro acepta lo que le dan por su arte. Sebastián tiene que aceptar que por su vida no le dan nada.
Sebastián contempla el campo de las huidas, el largo campo de los avatares de la fuga y vuelve, paso a paso, golpe a golpe de corazón, hacia Alcalá.
Calle de casas de una sola planta. El árbol solitario da una sombra pequeña. En la sombra, sentada en una sillita baja, la vieja cuida de sus recuerdos y los niños juegan. El cigarrón del aburrimiento produce su estridente y monótono ruido. La discusión va por casas. La risa va por casas. Por casas va también la alegría de los niños a los que han feriado los juguetes de Santiago.
Los niños juegan a la raya de butín, que butín que bután, que tirintintín, que tarantantán. La raya de butín es un juego para que pierdan los niños, para que rían las niñas triunfalmente. La raya de butín es un juego para que los niños y las niñas suden y pierdan el apetito, suden y beban agua y les dé calofríos, suden y se lleven azotes de los padres, que discuten y que ríen en los portales de las casas esperando la hora de comer.
Los niños modosos, hijos de padres con dinero, no juegan a la raya de butín; juegan con los juguetes de la feria. La pistola que escupe agua como el sapo veneno. La muñeca de cartón que se despatarra como la mujer de Baldeón, el titiritero. La soga que tiene campanillas en las manijas, como las serpientes de las películas del oeste en la cola. El tambor de metal, que es una lamentable equivocación comprarlo, y sonará tres días hasta que se olvide o sea guardado.
Sebastián camina por la calle.
Las puertas de las casas están abiertas. Desde la calle se ven sus penumbrosos interiores, sus intimidades humildes. La cama matrimonial de madera, en la habitación del fondo; habitación que hace con la puerta, también abierta, una parva corriente de aire. La cama de matrimonio, que en el verano tiene chinches, y se vierte en sus junturas agua hirviendo y se la frota con aguarrás. La cocina diminuta. La alcoba del jergón para los dos niños mayores y la cuna para el pequeño. El desvencijado sillón de mimbre en el pasillo.
Sebastián camina.
En medio de la plazoleta desierta, el poste de la conducción eléctrica se alza, con un tejido de cables por corona. La tierra de la plazoleta es dura. Hay un edificio a medio construir. En la plazoleta existe un garaje, con un portalón, que se cierra con una trampa metálica alabeada. Apoyado en una de las jambas del portalón está un mecánico. Al fondo del garaje la luz entra por una gran claraboya. Sebastián se acerca. La oficina del garaje es una especie de cajón, sucio de polvo, con cubiertas de ruedas sobre el techo. Hacen ruido las moscas gordas, negras, torpes, que no desaparecen ni en el invierno. Cuyos cadáveres se ven en los bordes de los bastidores de las ventanas de la oficina.
El mecánico fuma un cigarrillo mientras se limpia las manos, sucias de grasa, en un cotón hilachado. Tras él está desmontada la caja de una camioneta, colocada sobre el foso oscuro de las reparaciones. Sebastián saludó:
—¿Me haría usted el favor de decir —dijo— si sabe de algún camión que salga esta tarde para Cogolludo?
—Para Cogolludo, para Cogolludo… ¿Un camión de qué? Tiene usted un autobús por la mañana, me parece. Algún camión irá, pero yo no sé. Espere, espere.
—Pagando lo que sea.
—No sé si le querrán llevar. Depende.
El mecánico hacía memoria.
—Hay uno que hace un viaje hasta cerca. Si a usted le conviene… Lo malo es que hoy es feria y habrá muchos igual que usted. Si usted se da prisa, ahora estará comiendo. Ha estado aquí esta mañana. Si él no tiene compromiso lo llevará. Suele cobrar algo. Él para en Casa del Burro. Mire usted…
El mecánico hizo una pausa.
—Usted va hasta la plaza. Usted sabe dónde está la cárcel de los militares. Bueno, usted tira a la derecha por una calleja y luego a la izquierda. Bueno. Allí pregunta por Casa del Burro.
Se rió.
—No le vaya a llamar usted Burro. Aquí le llamamos así, pero se llama Federico. Seguramente que le lleva. Tiene usted que preguntar al Burro si está Argensola. Y habla usted con él.
—Gracias.
—No hay de qué.
El mecánico tenía deseo de estar acompañado. Añadió:
—Tiene usted tiempo. Argensola no saldrá hasta el atardecer. Ese Burro que yo le digo es un punto de cuidado. Un día salió detrás de uno con un cuchillo, a clavarle porque le había llamado Burro. En cambio, vino aquí un asturiano muy gracioso que se apostó a que le llamaba burro y no se enfadaba.
El mecánico le ofreció la petaca a Sebastián.
—No fumo.
—El asturiano entró con unos amigos del Burro en el bar. Pidieron de comer. El Burro les sirvió el vino. «Me han dicho éstos que usted es tocayo mío». «¿Se llama usted Federico?». «No, es que en mi pueblo me llaman a mí el pollín, ¿sabe?». El Burro no tuvo más remedio que reírse. Ahora, que lo mismo le da el repente y le pega un botellazo allí mismo, porque él es así.
Sebastián se secó el sudor de la frente.
—Esta calor…
—Hoy se forma tormenta. Al atardecer, seguro que se forma tormenta.
Estuvieron unos instantes en silencio. Sebastián dijo:
—Bueno, pues muchas gracias y que siga bien.
—No hay de qué, hombre, estamos para ayudarnos.
Sebastián cruzó la plazuela, pasando junto al poste de conducción eléctrica, alta cucaña de muerte. Sebastián caminó hacia la plaza en busca de la casa de Federico el Burro.
Bajo los soportales de la plaza entorna los párpados el vago que sestea de pie; tropieza el hastial, que tiene hecho el andar al terrón; llama la mujeruca vestida de negro, tan poquita cosa, a su hombrín para que se asombre de la baratura de unos zapatos para el nieto; cloquea el tacón la joven lagarta de los tenientes; cansa el discurso el comerciante que hace el negocio de Santiago; discute el jayán de la moto con dos amigos, pegado a su máquina, rodeado de la chavalería, sobre la velocidad en la carretera de Madrid; posa su mirada lánguida el dependiente de tejidos y novedades, que las trae locas, en el capricho, porque es un capricho de mocita, que pasea con su papá, el teniente coronel. Hoy se come tarde. Hoy el preso canta el rancho extraordinario y duerme la gran siesta, tras de fumarse un petardo en el retrete, en el frescor de la sala de soldados. Los oficiales que han delinquido olvidan la pena en el juego de las cartas, en la fresca cerveza, en el recuento memorístico de las escalillas.
La pata de la cigüeña marca la hora con el sol. La cigüeña castañetea el pico. La risa de los grajos corre por los terrados, cae por las vertientes de los tejados, se entrelaza y confunde en torno de las torres.
Campesinos que fuman puros andan en los derredores de los autobuses. Campesinos que no fuman acarician los astiles y contemplan el acero brillante de las herramientas compradas. El cura de un pueblo a treinta kilómetros de Alcalá se echa la teja al cogote y se pasa un pañuelo muy blanco por la frente. El cura se cuece en la candela del sol como en el infierno se churruscan los condenados a la mirada del príncipe Lucifer, que es toda de fuego verde. Los campesinos y el cura esperan la hora del autobús.
Sebastián pregunta por la Casa del Burro.
—No soy de aquí.
—No sé. Pregunte usted a la de los periódicos.
Sebastián pregunta a la mujer de los periódicos y encuentra el buen camino hacia la difícil y célebre Casa del Burro.
Federico el Burro muestra los brazos poderosos con la camisa remangada. Federico tiene la piel blanca, femenina. El tatuaje de una moza en cueros y el lío serpentino de las trompas del distintivo de infantería se van haciendo borrosos con el tiempo en los brazos del dueño de la casa de comidas. Bajo el embuchado de la camisa, las roscas de grasa de la barriga. El pantalón en la pretina le marca una uve de tripón. La papada merece un ombligo.
—Óigame. Argensola el chófer ¿está por aquí?
—Ha salido. Ahora vuelve.
—¿Tardará mucho?
—¡Quia! No ha comido todavía.
—Le voy a esperar.
—¿Va usted a comer?
—No, le voy a esperar.
—Siéntese ahí.
Federico ordena. Federico ha nacido para mandar. La mujer de Federico también ha nacido para mandar. Han distribuido de tácito acuerdo los terrenos de su mando. El comedor, el pan, el vino, los cubiertos y los cobros están bajo la alta jurisdicción de Federico. La cocina, la compra y el servicio, bajo el mando directo, irreprochable y justo de la mujer de Federico. En el lecho conyugal nadie manda.
—Quiere que le lleve, ¿no?
—Quería, si podía ser, que me llevase a Cogolludo, o que me dejara cerca.
—No pondrá inconveniente. Hoy va de vacío.
Federico se sirve un vaso de vino con limón.
—Con este calor los que estamos algo gordos sufrimos mucho. Y luego el trabajo.
Terminó de beber.
—Es que hay que ver la cantidad de personal que se descuelga en una feria. Y eso que este año no ha estado muy animada.
Se le acercó una de las sirvientas.
—La señora dice que mande usted a por fruta, que se ha acabado.
—Que mande ella.
En el rumor del comedor se distinguían los gritos de las sirvientas: «Una de carne». «Dos cocidos»…
Una de las sirvientas le hizo la cuenta a Federico.
—Tres de ensalada. Tres de carne. Seis de pan. Tres plátanos. Dos botellas de vino. Son los de Peral.
—Bueno.
Federico comenzó a hacer la cuenta con dificultad. Sumó varias veces.
Argensola entró sudando. Federico le anunció:
—Aquí te quieren ver.
Sebastián se acercó.
—Buenos días. Me ha dicho el del garaje de la plazuela que usted iba para Cogolludo, que si no llegaba, en caso de llevarme, me dejaría cerca. Venía a preguntárselo.
—Hoy no llego a Cogolludo.
—Ya, pero si me deja cerca…
—Hombre, cerca… Le puedo dejar a usted a unos diez kilómetros. Yo voy a cargar allí.
—No me importa.
—Tiene usted que ir en la caja del camión. Echado. No quiero ahora disgustos. Hoy estarán muy duros los de carretera. Si le conviene…
—Me conviene.
—Estese usted a las seis y cuarto en el surtidor de la salida de la carretera. Tengo que coger gasolina. A las seis y cuarto; si no, me largo. No puedo esperar.
Sebastián hizo un ademán de sacar dinero y dijo:
—¿Quiere usted que le pague ahora?
—Ya hablaremos.
Sebastián se despidió.
—Hasta las seis y cuarto.
De la plaza sale el último autobús. Hasta las seis no hay coches. El comercio sigue abierto. Las terrazas de los cafés están vacías. La cigüeña revuela alta.
El hortera ordena las piezas de tela. El vago se ha largado. El limpiabotas medita sentado en su caja, con las espaldas pegadas a uno de los pilares de los soportales. Toma un café apresurado el zascandil secretario del ayuntamiento de un pueblo lejano. El sol está sobre la plaza devorando la energía militar del sargento de vigilancia, que siente la tirilla del cuello sudada y sucia y habla a un soldado, imprecisamente, de una ordenanza.
Sebastián cruza la plaza y se pierde en las callejas.
La casa de los tíos de Sebastián es ancha, poco profunda. Un frutal, seco del coco y del pulgón, extiende sus ramas tras la cancilla. En la blanca pared está pintado un jabeque negro, a carbón, por mano infantil. Las ventanas, entornadas. La puerta, abierta. Sebastián duda. Sebastián piensa.
Tras la cancilla ha muerto el árbol. Tras la cancilla ha muerto la familia. Pero es necesario enfrentarse con ellos. Acusar con la presencia, no con la palabra. Preguntar por la madre. Tratarlos con la indiferencia de lo desconocido. Decir solamente: «¿Mi madre estará todavía en Cogolludo?». Y desafiar: «Voy a verla. No necesitáis decirme más. Gracias». Y hasta desearles suerte: «Que sigáis vendiendo mulas, haciendo negocios; que tengáis la suerte que yo no he tenido».
Sebastián abre la cancilla. Ladra un perrillo. Sebastián cruza el umbral. Ahora da una voz.
—¿Se puede pasar?
Siente un murmullo. Avanza. Aparece Gabriel.
—¿Tú aquí? Vete.
—¿Tan mal me queréis?… Espérate, que vengo a saludar a tu padre.
Pasa al patio, seguido por su primo.
—Buenas tardes. Buen día para todos —dice Sebastián.
El tío le mira fijamente.
—¿Qué quieres, Sebastián? ¿A qué has venido?
—No quiero nada, solamente preguntar.
—Ya te lo dijo Gabriel; aquí, nada. Se ha acabado.
—¿Qué se ha acabado?
—Sebastián, tú lo sabes. No quiero cuentas con los guardias. Vete de Alcalá. No diremos nada, pero vete.
Sebastián los contempla a todos. A su tío Manuel, jucó, largo, tieso. A su tía Sacramento, a la que llamaban la Valenciana; a sus primos, Román y Gabriel. A toda la corte pobre de la familia rica. Los conocía a todos: Justo, Bernardo el mozo, Gloria, Clara, que había sido madrina de su hermana Micaela…
—Ya me iré, tío. Si el garlocho fuera acero, no le hiriera el parné, ¿eh? Ya me iré. He venido a preguntar.
—¿Quieres dinero?
—No quiero nada. He venido a preguntar.
Manuel inclinó la cabeza.
—Sebastián —dijo—, tú ya sabes que tu madre aquí tendrá siempre lo que necesite.
—Es tu obligación. Es tu hermana.
—Tendrá lo que necesite, pero contigo no quiero…
—Ya. No te preocupes. Tampoco mi padre te hacía gracia.
—Eso fue otra cosa. Si somos familia, es contra mí…
—Siempre lo has demostrado.
—Tu padre. No viene a cuenta que hablemos de tu padre; eso es muy largo.
—Tengo tiempo, mucho tiempo todavía.
Manuel tenía la mirada de víbora rabiosa. Abrió las manos. Echó a las mujeres.
—Sebastián, no me enredes. Sebastián, que ya te avisé con Gabriel. Sebastián, que me puede dar el lechón y me voy ahora mismo donde el teniente de la Guardia Civil y se te acabó el chive que te manejas.
Las mujeres tardaban en desaparecer por la puerta del patio. Manuel les gritó:
—Fuera, que son cosas de hombres. ¡Fuera todas!
Sacramento arrastraba las piernas con varices empujando a Gloria y a Clara.
—Irse, irse. La Virgen nos ampare. Irse, irse. Dejar a los hombres.
Román y Gabriel estaban de pie pegados a la pared. Justo rastreaba el humo del cigarrillo por el muslo, con la cabeza agachada. Sentado junto a él estaba Bernardo. Manuel hizo una pausa.
—Andad ya, Bernardo, y tú, Justo, ir a ojear las bestias.
Quedaron los cuatro. Manuel tenía las mejillas cortadas de dos arrugas profundas, la boca como si recientemente le hubiera dado el amargo; la nariz, rapaz.
—Sentaos. Tú, Román. Tú, Gabriel. Siéntate, Sebastián.
—Estoy bien de pie.
—Tú, Sebastián, te las has dado siempre de bravote, como tu padre. Las vas a pagar, ya ves. Ahora te reniega tu sangre. Ahora…
—Mi sangre que no es mi sangre.
—La sangre de nosotros, la que te dio tu madre. Ahora las vas a pagar…
En la habitación de junto al patio se desató un llanto de mujeres. Manuel gritó:
—¡Callarse ya!
Sebastián entendía la reacción de las mujeres. Sabía que estaban dispuestas a gritar y a desesperarse cuando sobreviniera la violencia. Procuraría conservar la serenidad. Las mujeres alborotarían enloquecidamente, pero serían también las primeras en recuperar la tranquilidad. Oía el llanto apagado, de ser cansado que ante cualquier miedo se aflige, de su tía Sacramento.
Román y Gabriel miraban a su padre. Manuel se puso en pie.
—Sebastián, lárgate. No vayas a ver a tu madre. No te la mereces. No vayas a verla.
Sebastián estaba sereno.
—Ahora me voy. Había venido a preguntar si ella seguiría en Cogolludo. Me queda ya poco tiempo para hacer lo que tengo que hacer.
—No vayas, Sebastián. Yo te doy dinero para que no vayas.
Sebastián tenía una arruga de amargura en los labios.
—Iré. Que tengáis suerte como hasta ahora. Cuídala, tío.
El llanto de las mujeres creció. Luego salieron al patio. Sacramento se abrazó a Sebastián. Manuel ordenó a Román y a Gabriel que las llevaran dentro de la casa.
—Vete ya, Sebastián. Bastante daño has hecho.
Sebastián volvió las espaldas y salió.
Manuel se derrumbó sobre la silla posando una mirada acuosa y hastiada de perro guardián por el suelo del patio. Gabriel salió a los alcances de Sebastián. Caminaron unos pasos juntos.
—Sebastián, Sebastián, escucha.
—Déjame ya.
Gabriel se paró.
—Sebastián, que tengas suerte.
Sebastián pensaba en el miedo. La gran mancha negra del miedo, la noche del miedo que llega hasta el corazón, que hace que las personas abandonen los cauces de su sangre.
A las cuatro canta la cigarra la nana amarilla, que es como el crepitar de la hoguera del sol. A las cuatro se despluma el gallo bajo las alas, quemado del piojillo rabiado de calor. A las cuatro la mula parda tiene una momentánea rebeldía con el carretero y tira de las varas con una fuerza de máquina loca y quisiera arrancarse el sifué y necesita tres trallazos para acompasarse. A las cuatro la carretera es una línea de piedra hojaldre que la apisonadora machaca. A las cuatro la urraca descansa para la aventura de la fresca. Donde la mosca zumba, está atenta la araña. Donde el polvo reposa, traza su suave estela el pececillo de pared. Donde duerme el amo, duerme el can, siesta profunda y sueño malo. Y peca la moza de sueño turbio y peca el vago con un crimen de dinero, de mucho dinero, para cultivar el descanso.
El árbol libra una sombra en la que Sebastián reposa. Frente a él está el campo, dormido, ancho, grave; solamente movilidad de insectos. Sebastián arranca la yerbecilla que ayuda a pensar. Juguetea con ella entre los dedos.
—Buenas tardes. Me has quitado el sitio, amigo.
Ante Sebastián está el faquir de la feria. Todavía con su pantalón verde, abombachado. Trae la maleta en una mano, y doblada sobre el brazo la chaquetilla negra. En la otra mano, media botella de vino y un envoltorio de papel de periódico manchado de grasa.
—Ya le había echado el ojo a este sitio.
Sebastián se apartó un poco.
—Ya es hora de comer, ¿no crees? Las cuatro y media. He trabajado hasta que no ha quedado nadie.
Deshizo el envoltorio y mostró un pan con unos pimientos fritos y un trozo de carne dentro. Sebastián los miró con hambre. No había comido.
El faquir le ofreció a Sebastián:
—¿Quieres un poco?
Sebastián respondió:
—Dame un poco, sólo un poco.
El faquir tenía ya la boca llena, le caían grasa y migas por los labios. Habló dificultosamente:
—¿Qué, no has comido?
—No.
Le pasó la botella de vino. Comentó:
—Toda la mañana para diecisiete pesetas. Y el material hay que descontarlo, que también cuesta. Mañana me dejo caer por un pueblo que yo sé. Ahí sí que sacaré.
—Los pueblos grandes son malos para esto, ¿no?
—Figúrate. Se las saben todas. Cuando yo trabajaba en el Circo Azul, hasta que enfermé y perdí mi puesto de ayudante del faquir, donde más negocio se hacía era en los pueblos alejados de las carreteras importantes. ¿Qué te parece?
—No sé, no conozco ese negocio. Solamente he ido alguna vez al circo.
—Pues yo no sé lo que hubiera dado por continuar de artista de circo. Puede que hasta hubiera llegado a tener número propio. La vida, amigo…
Sebastián terminó el trozo que le había dado el faquir.
—¿Para qué pueblo dices que vas a ir?
—¿Es que quieres venirte?
—No, yo tengo que ir a sitio fijo.
—¡Ah!
—Voy a ver a mi madre.
—¿Está enferma?
—No.
—Simplemente que vas a ver a tu madre. Yo a la mía no la he visto desde hace tres años. Como siempre anda uno revolucionado con el dinero… Sin dinero no quiero ir a verla.
El faquir terminó de comer. Se repartieron el vino que quedaba en la botella.
—Yo soy de Alicante —dijo el faquir—. De mi pueblo ha salido mucha gente de circo. ¿Tú conoces…? Bueno, los habrás visto trabajar alguna vez, pero no te acordarás.
Hizo una pausa.
—Allí, desde pequeños procurábamos imitar a la gente de circo. Yo quería ser saltador, pero con el hambre que se pasó en la guerra por la zona de mi pueblo se me aflojaron los huesos y no pude saltar más.
Sebastián se sentía confidencial.
—A mí también me ha gustado mucho andar suelto. Quise ser torero. Ya ves; ahora, nada.
—No hay que perder la esperanza. Si yo tuviera la suerte de encontrarme alguna vez con un empresario, le demostraría que lo que hacen otros puedo hacerlo yo. Claro que lo fundamental es tener aparatos y trajes. No voy a salir a la pista con este pantalón.
Sebastián miró hacia el campo. Al fondo se veía una mancha blanca de nubes.
—Mira. Eso es el principio. Hoy habrá tormenta.
—Al que le pille en el campo…
El faquir se obsesionaba con la suerte.
—Todo es que te vea un empresario. Entonces has hecho la suerte para toda la vida. Yo aprendí a comer con truco con mi jefe, yo en mi profesión me las sé todas.
De pronto Sebastián sintió pena de aquel hombre que le había dado su comida, que gozaba de libertad, que podía arrastrar su miseria por toda España sin peligro.
—¿Y no te encuentras solo? ¿A veces no te da como un murriazo de soledad?
—Nada. Feliz.
—Pero ¿no te gustaría quedarte en algún sitio, trabajar, qué sé yo, hasta casarte?
—¡Quedarme en un sitio para toda la vida! ¡Casarme! No, hombre. Así soy feliz. Si me quedara en algún sitio me moriría en seguida. Yo necesito andar. Conocer gente. Yo hablo con todo el mundo. Si me casara, perdería todo. No, yo estoy hecho para andar por ahí, por el mundo.
Sebastián cortó de nuevo la yerbecilla de los pensamientos.
—¿Tú no sientes algo como un vacío, a veces?
—Nada.
—¿No te tiran las mujeres? ¿Me vas a decir que ni eso te hace…?
—Es pecado. Procuro no cometer pecados.
Sebastián tenía un gesto de asombro en la cara.
—Entonces ¿tú eres muy religioso?
—Hombre, no soy un santo.
Aumentaba el bochorno. Las nubes blancas se extendían por el campo.
El faquir tenía los codos apoyados en la maleta, estaba echado en el suelo. Mostraba su débil pecho de gallito flaco. Canturreaba. Sebastián pensaba que aquel hombre que en la feria parecía tener la mirada triste, tenía la mirada alegre; que aquel hombre que daba pena y angustia era un hombre que se creía feliz.
—Yo vivo de milagro —dijo el faquir—. De un milagro de verdad.
Sebastián contemplaba los mal calzados pies del faquir, sus piernas alambrinas en los bolsones de tela del pantalón.
—A mí me salvó de morirme la fe. Recé mucho para poder salvarme, y me salvé. Hay que tener fe en este mundo para salir de los malos pasos. Hay que decirle a Dios, eso sí, con mucha humildad, que a uno le salve —Sebastián temía interrumpirle—. Yo nunca me he quedado sin comer —dijo el faquir—. Habré comido poco, pero he comido; por otra parte, yo no necesito mucho. Como poco. Si como mucho, el estómago se me resiente por las cosas del oficio. Eso sí, hay que comer mucha miga de pan. Yo, antes de salir a trabajar, como mucha miga de pan. Luego bebo un traguito de agua. Se forma una masa en el estómago que preserva las paredes. Una vez me perforé el estómago. Me asistió un médico muy famoso en el hospital de Madrid. Yo entonces trabajaba en la calle. Ya no nos dejan.
Sebastián le preguntó:
—¿Fue entonces el milagro?
—No. Ahí me echaron un cable del cielo. Me dijeron: «Agárrate bien, Roque, y arriba». No, lo del milagro fue otra cosa. No te la puedo contar. Es un secreto que tengo con los santos.
El faquir se incorporó.
—Te voy a enseñar —dijo—. Te voy a enseñar un libro que llevo siempre conmigo. Verás.
El faquir abrió su maleta. En la maleta llevaba unos platos, unas bombillas, dos camisas, la una caqui, la otra blanca, peine, jabón, trebejos de afeitar, una piel de gato, una baraja, una pecera y una faja de falsa seda de color verde.
Explicó:
—A veces leo el porvenir. Lo leo en las cartas y en la bola. Pongo la bola al revés y empiezo a decir cosas. Lo que he oído a mi patrón del circo. Nunca falla. La gente se va contenta. Procuro decirles cosas agradables. Naturalmente, si están de luto les sondeo a ver quién se les ha muerto y digo buenas cosas del difunto.
Del fondo de la maleta sacó un librito con las tapas gastadas por el uso.
—Esto es lo que te quería enseñar. Esto lo leo yo todos los días. Son vidas de santos. No hay nada tan bonito ni distraído como las vidas de los santos. Me lo regaló una señora en el hospital, cuando lo de la perforación.
El faquir comenzó a leer a Sebastián el librito. Sebastián escuchaba atentamente.
—Es muy bonito, ¿verdad? —preguntó el faquir.
Sebastián asintió con la cabeza.
—Hay la vida de un santo que es una vida que a mí me hubiera gustado llevar. Un santo que se fue a misionar a tierras lejanas.
En la voz del faquir había un trino de nostalgia.
—Murió mártir. Ahora, que murió cuando había visto todo. Dio la vuelta al mundo. Una vida maravillosa. Yo a veces me pongo a soñar con que soy algo así y voy a la China, al África, al Perú. ¡Me da una cosa en el corazón! Claro que para eso se necesita mucho mérito, que me digo: Roque, tú debieras haber sido algo así, algo muy grande, algo que hiciera que escribieran sobre ti.
El faquir se quedó con los ojos fijos en el campo. Luego escupió.
—No puede ser. Hay que contentarse con lo que uno es. Pero viajar…
Sebastián insinuó:
—Tendrías que morir mártir…
—Eso es lo de menos.
El faquir guardó el libro, envolviéndolo en la faja de falsa seda.
—Esta faja me la pongo como turbante para leer el porvenir.
Cerró la maleta. Puso los codos sobre ella y respiró hondo. El pecho se le infló y se le marcó el esternón, casi en quilla como el de las aves del cielo.
—Viajar. ¿Tú te das cuenta? Irse lejos de aquí. ¿Tú lo piensas?
Sebastián lo pensaba. Dijo:
—No, ¿para qué? Lo mismo da estar aquí que en cualquier otro lado.
—¡Qué va, hombre! ¿Tú has visto el mar?
—No.
—Pues si alguna vez ves el mar, entonces te darás cuenta. Cuando uno ve el mar, ya le entra la gana de marchar a algún lado.
El faquir cerró los ojos. Sebastián le imitó. Estuvieron un rato sin hablar. El faquir rompió el silencio.
—Una de las cosas mejores que le pueden suceder al hombre es no tener dinero.
Sebastián preguntó irónicamente:
—¿Tú crees eso?
—Hombre, digo dinero, que no sea el de vivir. Dinero sobrante. El dinero sobrante es mal compañero. Solamente sirve para buscarle quebraderos a uno, digo yo.
—¿Tú has tenido alguna vez dinero sobrante?
—Nunca. Cuando me ha sobrado algo se lo he enviado a mi madre. A ella no le hace mucha falta, así como para comer, pero algo le ayudará. Yo siempre pienso que lo que le sobra a uno, pues para otro. Por lo menos debiera ser así. Lo que pasa que la gente no se entiende. Ahora el mundo está muy revuelto, demasiado. Todo el mundo va a ver lo que saca.
—Es natural, hay que comer.
—No digo para comer.
El faquir se incorporó, quedando con las piernas cruzadas.
—¿Qué hora será?
Sebastián miró el reloj.
—Las cinco y media.
—Todavía me queda un rato. Tengo que encontrar a alguien que me lleve.
—¿Hacia dónde? Yo marcharé para Cogolludo en un camión.
—Ya conozco ese pueblo. No voy tan lejos. Voy por esa carretera, pero luego tengo que coger un camino y andar una legua.
—Puedo hacer que te lleven como a mí. Puedes venirte conmigo. Hacemos el viaje juntos donde tú vayas y luego yo continúo adelante.
El faquir preguntó:
—¿Tú crees que nos cobrarán algo?
—Sí, pero no te preocupes. Yo tengo algún dinero y creo que habrá bastante.
El faquir se asombró.
—¿No has comido y tienes dinero?
—Lo guardaba para el viaje.
—¡Ah!
El faquir se puso en pie.
—Espera un minuto, amigo. Bueno, ¿cómo te llamas, puesto que vamos a viajar juntos?
—Sebastián.
—Espera un minuto, Sebastián. Guárdame la maleta —dijo el faquir.
El faquir corrió con la media botella vacía hacia las casas. Se le doblaban las piernas y parecía zambo. Sebastián puso inconscientemente la mano sobre la maleta. Pensó en aquel hombrecillo desnutrido y alegre, soñador y religioso. En otra ocasión, estaba seguro que se hubiera reído de él, que posiblemente hubiera sido cruel con él. Pero aquel hombrecillo de piernas que apenas eran capaces de sostenerle, de pecho débil, de cabeza ahusada y mejillas chupadas, aquel hombrecillo tenía algo que ninguna gente de la que había conocido, excepto el señor Cabeda, tenía; aquel hombrecillo era valiente, daba la cara al mundo, sobre todas las cosas. Pensó Sebastián en su falta de valor, en su miedo a la vida y a la muerte. Miedo a la vida cuando era libre, miedo a la muerte ahora que la sentía acercarse, lentamente, desde la lejanía.
El faquir llegó saltando y bamboleándose en los saltos.
—Sebastián, es necesario que comas. No te puedes quedar sin comer.
Traía un bocadillo de sardinas y media botella de vino.
—Ahora —dijo el faquir— me das un poco y te comes el resto del bocadillo. Así comemos lo mismo.
Sebastián cerró los ojos. Un turbión de pensamientos se le revolvían en la cabeza. Dijo:
—Como tú quieras, Roque.
Comieron el bocadillo y bebieron el vino. Sebastián miró el reloj.
—Son las seis menos cinco. Podemos irnos ya hacia el camión.
Roque y Sebastián caminaron juntos. Al pasar junto a las casas, entró un momento Roque a devolver el casco de la botella en una taberna.
—Bueno, ya podemos partir —dijo Roque—, ya nada nos dejamos en Alcalá y a nadie debemos.
Sebastián pensaba que él sí dejaba algo en Alcalá, que él sí debía a alguien en Alcalá.
—Ahora la carretera —continuó Roque—. La carretera, que es lo que más me gusta. El viaje es lo que me divierte. Me pongo triste cuando llego al sitio al que voy.
Sebastián pensaba que él también se dejaba ganar por la tristeza cuando llegaba a las metas de su camino. Tristeza en Madrid, tristeza en Alcalá, en Cogolludo…
—Y después —dijo Roque—, cada uno por su camino. Y que Dios nos dé suerte y que nos volvamos a encontrar.
Sebastián pensaba que, aunque Dios repartiera suerte, poca le iba a tocar a él. Que nunca, seguramente, se volverían a encontrar.
—Por aquí —dijo Sebastián—. Me ha dicho que tenía que estar en el surtidor a las seis y cuarto.
—¿No dirá que no?
—Nos llevará a los dos. No te preocupes.
El sol se ocultaba entre nubes blancas, avanzadilla de la tormenta. Pasaron por las calles de casas de una sola planta. Las nubes eran como una esponja que, apretada, dejase escapar vapor. Las moscas se levantaban del suelo, revolando al paso de los transeúntes. Las moscas tenían una pesadez mineral. Los excitados nervios de los pródromos de la tormenta se hacían sentir en las discusiones apagadas de las casas. Cuando lloviera, la araña correría la pared, la risa el labio. Cuando lloviera, las miradas se lavarían de ira, las palabras de la acritud del tiempo.
—Como iremos en la caja del camión, nos mojaremos —dijo Sebastián.
—Siempre habrá un saco o estará el toldo recogido. Yo he viajado mucho en camión. En las tabernas me hacía amigo de los camioneros. Me comía un vaso delante de ellos, luego me llevaban. Si parábamos en algún sitio, me decían que hiciera una demostración. Viaje hubo en que me comí cuatro vasos.
Roque celebraba el recuerdo, riéndose. Añadió:
—A la gente le gusta ver fenómenos. Yo te puedo decir que los artistas que más éxito tenían en el circo donde yo estuve eran los enanos, los contorsionistas y nosotros, mi patrón y yo. Claro es que no llevábamos fieras. Las fieras gustan porque el público espera que se coman al domador. El público es así. ¡Qué gente!
Argensola estaba violento. Hablaba a grandes voces al del surtidor. Sebastián se acercó.
—Ya estamos aquí.
—Déjeme ahora en paz.
Sebastián se apartó. Roque le preguntó:
—Se enfadó, ¿no?
—Sí, está enfadado, pero ya se calmará. Se calmará en seguida, verás.
Argensola se fue hacia la cabina del camión. Llamó a Sebastián:
—Le voy a llevar, ¿entiende usted?, pero ya le digo, no asome la cabeza por nada del mundo. Usted se me tumba en la caja del camión y listo.
—Oiga, Argensola, el caso es…
—Acostumbro a cobrar seis duros.
—Bueno, pero yo quería ver si podía venir un amigo conmigo.
—¿Un amigo?
—Sí. Va más cerca; él le dirá. Yo le doy a usted diez duros y conformes. ¿Le parece?
—¿Y adónde va?
Sebastián le hizo una indicación a Roque. Roque explicó a Argensola dónde quería que le dejase.
—Ya le pegaré yo en la ventanilla para que pare.
—Bueno. Suban.
Sebastián, antes de subir al camión, le alargó los diez duros. Argensola los cogió sin mirarlos. Sebastián y Roque subieron al camión. Argensola estuvo todavía un rato discutiendo con el del surtidor.
La caja del camión era alta. Roque y Sebastián se tumbaron.
—Le diste diez duros, ¿verdad?
—Sí.
—Una parte es mía.
—No. No he pagado yo. Ha pagado un amigo. Era dinero de un amigo, que si te hubiese conocido habría dado con mucho gusto ese dinero para que te llevara el del camión.
—Yo tengo algún dinero. Puedo pagarte.
—Ya te digo que no.
El camión se puso en marcha. Sebastián y Roque se sentaron.
—Cuando empiece a llover —dijo Roque—, no vamos a poder taparnos con nada.
—No te preocupes.
El aire de la marcha hacía un remolino en la caja del camión. Se pegaron a la cabina. Hablaban a gritos.
—Donde tú vas, Roque, ¿estará muy apartado?
—A una hora de camino.
Callaron. Sebastián se balanceaba al ritmo de la marcha, las rodillas cogidas con las manos. Roque golpeaba las rodillas entre sí y cambiaba de postura a cada momento.
La ira de Argensola le hacía conducir a gran velocidad. Cuando llevaban media hora de marcha se detuvo el camión. Argensola les dio una voz:
—Bajen ustedes. Vamos a refrescar.
Sebastián y Roque saltaron del camión.
—Les invito a un vaso —dijo Argensola—. En seguida marchamos.
La velocidad había descansado a Argensola. Entraron en una casa de campo solitaria.
—Verán qué vino tiene aquí el patrón. Cosa buena.
Un campesino, después de saludarlos, los sirvió. Roque estaba contento.
—Le apuesto a usted —dijo a Argensola— a que le doy un mordisco a ese vaso.
—¡Qué sé yo!
—No le apuesto nada. Pero si usted paga el vaso le doy un mordisco.
Sebastián intervino:
—No, Roque, déjate de demostraciones.
Argensola estaba ya de buen humor.
—Déjele usted. Si se quiere comer un vaso, yo se lo pago. ¿Cuánto vale, patrón?
El dueño de la casa dijo el precio. Argensola animó a Roque:
—Ande, cómaselo.
Roque se bebió primero el vino. Después dio un mordisco. Sebastián sintió dentera. Roque escupió el cristal. Argensola se reía a grandes carcajadas.
—No sabía yo que transportaba monstruos de la naturaleza.
Argensola lo siguió celebrando hasta que subió a la cabina. Roque le decía a Sebastián:
—¿Lo ves? Le hice reír. ¿Lo ves? Le divirtió. Ya está más contento.
Asomaron la cabeza, para mirarle, por la ventanilla de la cabina. Argensola iba silbando. Roque estaba satisfecho.
Roque alzó la cabeza. Oteó el paisaje. Anunció:
—Ya vamos llegando.
Poco después golpeó en la cabina. Argensola volvió la cabeza. Roque gritó que parara. Argensola no pudo entender otra cosa que la mímica expresiva de Roque. Detuvo el camión y Roque saltó afuera. Sebastián le dio la maleta. Roque fue a despedirse donde Argensola. No tuvo tiempo de dar la mano a Sebastián. El camión arrancó y los dos se hicieron signos con las manos. Sebastián gritó:
—Adiós, Roque, adiós.
El ruido del camión ahogó la despedida. Roque se quedó en medio de la carretera agitando sus brazos, agitando un abrazo. Roque se perdió en una revuelta y el camión comenzó a subir una cuesta. En el cielo había ya nubes negras. Algún chopo aislado mecía las ramas al soplo del viento leve que pilota las tormentas. Poco más tarde comenzaban a caer gruesas gotas. Cuando se empañó el cristal del parabrisas, Argensola golpeó en la ventanilla e hizo señas a Sebastián de que iba a parar para que pasase a la cabina.
—Su amigo el come-vasos —dijo Argensola— es un tipo muy raro.
—Uno que come vasos es siempre raro.
—Lo digo por cómo iba vestido. Si no viene con usted, no monta aunque me hubiera dado él solo diez duros. ¡Qué sé yo! A mí su apariencia me hubiera hecho pensar en un majareta perdido. Fíjese que le da por pegarme un tiro o por sacudirme una puñalada.
—Es incapaz de hacer daño a nadie.
—Ya, si no lo niego; pero la pinta de loco esa no se la quita nadie y de un tío con pinta de loco no es difícil pensar que esté loco.
La pata de insecto del limpiacristales penduleaba suavemente. La tormenta arreciaba. Una masa de agua cubrió la visión al conductor.
—Va a ser mejor pararse un poco. Echamos un cigarrillo y luego continuamos.
Se empañaron los cristales de las ventanillas. Argensola fumaba cigarrillos negros, liados. Le había ofrecido a Sebastián, que aceptó:
—Ésta se veía venir. Hacía hoy mucho calor en Alcalá. La gente que vaya con bestias por la carretera ya puede andar con cuidado. Y su amigo se estará poniendo bueno. En Casa del Burro, donde me fue usted a buscar esta mañana, ha habido hoy una bronca de olé. El calor; con el calor se excitan los nervios y acaba mal la cosa. Hasta la policía ha aparecido por allí y fíjese que es un sitio tranquilo, de los que rara vez se puede decir que si tal o que si cual. Pues el Burro le ha sacudido a un amigo, porque se le ha quejado de la carne que le habían servido y por no sé qué. Ha sido ya tarde. Ya había comido yo y me había ido a tomar café.
—El calor da mal ánimo.
—Y tanto.
Argensola volvió a poner el camión en marcha.
Al cuarto de hora avisó a Sebastián.
—Mire usted, yo me meto ahora por un desvío. Está lloviendo mucho y no le voy a dejar en medio del campo. Le llevo hasta el pueblo donde yo voy y mañana va a Cogolludo…
—No, es que tengo que estar esta noche allá. La tormenta se pasará pronto.
—Pero se va a poner usted como un Cristo, hombre.
—No, déjeme donde usted se desvía. Yo me bajo y ya encontraré algún sitio donde guarecerme hasta que se pase el nublado.
—Como usted quiera.
—Hay que tirar por el camino adelante, ¿verdad?
—Apenas dos horas de camino, pero el pueblo lo ve en seguida. No hay pierde.
Sebastián consultó su reloj. Ya era tarde. Argensola le explicó:
—En cuanto bajemos esta cuesta, lo dejo a usted. Yo voy para la izquierda.
—Bueno.
Sebastián bajó del camión. Corrió hacia unos árboles. Al sur brillaban nubes amarillentas; nubes de color de pan y de rastrojo. La lluvia se hacía fina, se iba cerniendo al paso de la tormenta, que avanzaba su volumen de ira hacia el norte. La tormenta pasaba veloz e iba ganando el campo una claridad, una serenidad de halo. Sebastián abandonó el pobre refugio de los chopos y, con el rostro mojado, con el paso ágil, comenzó a caminar.
Los charcos de la carretera espejeaban, ondeaban de las últimas gotas. Olía la tierra. Volaba en garabato la avispilla. Los pájaros de alto vuelo negreaban en el cielo. El viento solano daba su bocanada cálida y húmeda de la tormenta, desde la amarillez remota. Sebastián pensaba en Roque el faquir, en el señor Cabeda. Podía haber sido gran amigo de los dos si la vida… Pero no, la vida era el camino que llevaba ahora a Cogolludo, después a cualquier parte. Su vida cumplía una etapa más en Cogolludo, junto a la madre. Y recordó a Lupe. A Lupe, a la que hubiera presentado a sus amigos Roque y Cabeda. «Bueno, Roque, te voy a presentar (tendría que haberle dicho) a mi mujer. Bueno, Roque, ésta es mi mujer», y seguramente el señor Cabeda se habría sonreído pensando: «Pero es su mujer y ¿qué más da?».
Veía Cogolludo en un alto, con tapias o murallas derribadas, confundidas con los ribazos. Las ruinas de una casa incendiada o de un castillo antiguo. La cola de color oscuro de la tormenta agitándose sobre el pueblo. El reflejo metálico de la cúpula de una torre de iglesia. Las áreas de yeso, grises, casi negras. Veía Cogolludo y apresuró el paso.
Al bajar la cuesta, alcanzó a un recuero con tres burros, cargados de serones de tierra. Anduvo a su compás.
—¿Va a Cogolludo?
—Si no se tercia otra tormenta, llegaré a Cogolludo. Apunta el regañón y puede que vuelva la que se ha ido. Éstos son malos vientos, lo mismo el que sopla que el regañón.
—Llegaremos antes de que estalle, ¿no lo cree usted?
—Puede. Eso lo sabe Dios. Mal paso no llevamos.
Sebastián volvió la cabeza. Hacia el sur, el cielo tomaba un color verdusco y rojo en estratos.
—No parece que vaya a haber otra.
—No mire usted atrás. Adelante es donde hay que mirar. El jaleo vendrá del noroeste. Ya lo verá usted.
Sebastián vio, inmóvil sobre Cogolludo, la oscura cola del tormentón.
—Ahora la retaguardia va a ir delante —dijo el recuero— y nos va a amolar bien. Más abajo está el molino viejo del regato y nos podremos guardar hasta que pase si le da por pasar, porque la tormenta tiene su capricho y corre de loca, o se queda de prestado, y hasta que se vacía no se mueve.
Los burrillos caminaban uno tras otro, marcando las herraduras en un rastro de cadena.
—¿Usted es de Cogolludo?
—Lo soy.
—¿Usted sabe dónde viven los gitanos?
—Según cuáles. Unos viven en la entrada del pueblo por esta parte, los otros detrás de la iglesia, en la bajada de un cerro.
—Gracias.
El recuero preguntó:
—¿Tiene usted familia en Cogolludo?
—Mi madre.
—Claro, viene usted a verla. ¿De lejos?
—Sí, de bastante lejos, de por Toledo.
—¡Vaya! Pues ya ha caminado usted. ¿No habrá venido en el coche de San Fernando, unos ratos a pie, otros andando? No, no tiene usted traza de haber venido a pie.
—Me ha dejado un camión en el cruce de ahí atrás.
—¿Argensola?
—Sí.
—Ése viene mucho por aquí. Ya le conozco.
Caminaron en silencio. Comenzó a llover tenuemente. El recuero dijo:
—¿Ve usted? El regañón. En cuanto sale ese viento se trae la tormenta para acá. El regañón es un buen mozo, con mala uva dentro, pero buen mozo. A veces se le pasa en seguida el genio, otras está sopla que sopla hasta que se cansa. El regañón con el único que no puede es con el viento de la sierra; ése le ajusta las cuentas a todos. Pero el viento de la sierra en el verano no sopla; se mete en los valles a dormir. Es que se cansa de estar todo el invierno revolviéndolo todo. Por aquí decimos que el viento serrano, buena cosecha y buen verano; que el solano, quema las mies y la mano; que el regañón, regaña y le hace el son.
Llovía fuerte. El recuero se puso por la cabeza un saco en forma de capucha. Le dejó otro a Sebastián.
—Al molino ya vamos a llegar. Pero no sea que antes nos pongamos ensopados. Cúbrase, cúbrase.
Sebastián sentía los pantalones mojados, pegados a las piernas. El recuero se tomaba la tormenta con tranquilidad.
—¡La de veces —dijo— que me ha sucedido a mí esto en mi vida! Y ahí en el llano, donde uno no se puede guardar en ningún sitio. Si te paras, malo; si continúas, peor. De todas formas te has de mojar. Enfermedad, nieve y tormenta, paciencia. La paciencia es lo mejor.
El molino viejo eran cuatro paredes y un techo sin tejas, junto a un regatillo, a las riberas del cual crecían los chopos. El molino viejo no tenía puertas y las ventanas estaban rellenas de piedras. El suelo estaba cubierto de excrementos de ovejas y de caballerías. En un rincón, cuatro piedras ennegrecidas y las paredes hollinadas señalaban el sitio del hogar para el hombre de paso, para el vagabundo; afilador gallego, pobre castellano; emigrante andaluz camino del norte, murciano de mal trabajo y de peor año; buhonero de poca fortuna, leñador de capital al salto del real y del pan. En otro rincón, paja molida al sueño e inscripción sobre una isla de encalado: R. A. 1947. Ésta es mala tierra. U. H. P. Alfonso Martínez pasó por aquí, con su Maruja. ¡Viva el mundo!
—Éste no es mal refugio —dijo el recuero—. Ahora, que llueva.
Desde el umbral contemplaban los dos la tormenta. La tronada estaba encima de Cogolludo.
—Ha habido suerte; si no, estamos nadando. Los gitanos de detrás de la iglesia lo estarán pasando mal, porque aquéllos viven en una cueva. Se les inundará. Ya ocurrió otro año.
Al paso de la recua entraron por la carretera que llevaba a la plaza del pueblo.
—Ahí cerca —dijo el recuero— viven los gitanos. Pregunte usted.
El viento regañón corría suavemente a apagarse en el llano. El viento regañón enredaba su crin en los tejados. El viento regañón jugueteaba alegre tras su victoria.