IBA A LA ESCUELA. Pasaba frío. La maestra encendía la estufa, que no llegaba a calentar el local. Echaba en la chapa cáscaras de naranja, que despedían olor de confituras quemadas cuando se empezaban a tostar. Ella estaba en los primeros bancos del lado del gran ventanal, por el que entraba la plateada luz del día de invierno. Las manos las tenía llenas de sabañones, coloradas hasta el amoratamiento. Le picaban los dedos y se rascaba con furia. Oía la voz de la maestra:
—Ernesta, no te rasques. Te voy a tener que poner guantes.
—No me arrasco, señorita.
Enfrente, colgado de la pared, brillaba el mapa de España. La pizarra tenía reflejos de coleóptero. Si miraba muy intensamente a la pizarra, llegaba a marearse. La maestra pensaba: «Esta chica no come bien. Alimentación insuficiente». La miraba de reojo. Ernesta se distraía con cualquier cosa. Quería pensar hondo sobre las cosas que la distraían: una mancha de tinta, los reflejos de la pizarra, el pájaro momentáneo en el alféizar de la ventana.
Sobre todo, hacía frío. El frío penetraba en ella, que sentía su hurgo debajo de la piel; luego se le escapaba en una tiritona repentina. En seguida comenzaba a llenarse de nuevo del frío. Pasaba tanto frío que, cuando salía a orinar, por muchas ganas que tuviese no orinaba. La orina era una reserva de calor dentro del cuerpo. En el patio se le iba el frío jugando a la soga: «Una y dos, ca; una y dos, fé; una y dos, ca-fé. La vecina - que hay enfrente - como no tiene - qué hacer - pasa el día - en la ventana - mirando si va a llover. Una y dos, ca; una y dos, fé…»
La escuela era una planta baja, húmeda y destartalada. Los bancos estaban fabricados toscamente y sentarse en ellos constituía un martirio. Muchos tenían las patas hechas con los palos de los carteles de señales de la carretera y todavía conservaban la pintura a franjas rojas y blancas. Las niñas y los niños se sentaban distribuidos por bancos, en los primeros las niñas, tras ellas los niños. La maestra era joven; joven y triste. Se quejaba del hígado.
—Me he estropeado el hígado en este pueblo haciendo un régimen de comidas absurdo. Huevos y tocino todos los días por no variar. Estoy la mayoría del tiempo mareada. Cuando me levanto y me miro las manos, me parece que sale humo de ellas. En fin…
En el patio de la escuela, una especie de corralón, llevaban una dudosa vida vegetal cinco arbolillos. Las heladas terribles del invierno y el calor de fragua del verano acababan con ellos. Dos estaban ya secos, pero la maestra no quiso arrancarlos, confiando en que reverdecerían con la primavera. Los niños sabían que era inútil, ya se lo dijeron:
—Señorita, estos árboles están más secos que el arroyo en el verano.
La maestra sonrió:
—Hay que esperar a que llegue la primavera.
El padre de Ernesta trabaja a jornal. En casa tiene dos cerdos, unos conejos, algunas gallinas. La vida es dura para él y su familia. El padre y la madre de Ernesta son jóvenes; sin embargo, tienen aspecto de viejos. Ernesta, cuando llega de la escuela, habla con su madre, que le prepara una merienda compuesta de pan y chicho. El chicho es carne o tocino seco en pequeña cantidad. A veces la merienda varía y sobre el pan extiende Ernesta una cucharada de miel, color de ladrillo, dura y espesa. En el tiempo de las nueces, pan y nueces. En el de las moras, pan sólo, porque las moras se encarga ella de cogerlas en los zarzales de los ribazos de los caminos.
El padre de Ernesta trabaja a jornal en las diferentes casas ricas del pueblo, como muchos otros campesinos. Por su cuenta cultiva lo que él llama un pañuelín de tierra, tras la casa, que riega y labra con mucho mimo y que suele dar, si las heladas no acaban con ello antes, puerros, cebollas, berzas, ajos… Ernesta suele ayudar a su padre a regar. Le divierte regar, lanzar los cubos de agua en la pileta, quitarle el tapón del fondo y dejar que el agua corra por los surcos hasta las presillas de tierra, que de un azadonazo desaparecen o aparecen, cuando hay necesidad de que el agua corra en otra dirección o en otro surco.
La alta Castilla es tierra de legumbres. En el invierno, sentadas la madre y la hija junto a la cocina de fogón bajo, en la que unas matucas dan una llama lánguida, separan las lentejas buenas de las malas antes de echarlas en el puchero. La madre pregunta a la hija por lo que ha aprendido en la escuela. Cree que todos los días ha de llegar con un nuevo descubrimiento que, comentado con el marido cuando regrese de trabajar, los han de hacer felices por unos momentos.
—Así que hoy habéis aprendido Geografía; la tierra, vamos… —Ernesta repite mal que bien lo que ha oído a la maestra. La madre se asombra—. Debe de saber mucho la señorita, ¿verdad? No entiendo por qué se queda en este pueblo con lo feo y lo aburrido que es.
Ernesta tampoco lo comprende. Si ella fuera la señorita haría mucho tiempo que se hubiera marchado.
—Cuando se queda es porque le gusta, creo yo —dice Ernesta.
El padre de Ernesta se llama Paulino, pero en el pueblo no le llaman Paulino a secas, sino Paulino el de Borregón, porque el abuelo de Ernesta se comió una vez, por apuesta, un borrego asado, sin probar una gota de líquido y acompañado por dos hogazas de pan. Eran otros tiempos. Las malas cosechas seguidas pusieron la pequeña hacienda de la familia en las manos de un señor que ni siquiera vivía en el pueblo y que prestaba ínfimas cantidades a los campesinos siempre que le escribieran en un papel que las tierras pasaban a su propiedad en el caso de no devolverle el dinero en un plazo que, lo sabía Paulino, no era muy largo. Con las malas cosechas había aumentado el dinero de los ricos y el hambre de los pobres. Paulino se encogía de hombros para explicar:
—Tiene que ser así. En el mal tiempo el pez grande se alimenta de los peces chicos, pero los peces chicos no se alimentan de nada. Es eso que llaman una ley de la vida.
Era su suprema argumentación.
Durante las elecciones de febrero, el pueblo se revolvió. Varios campesinos quisieron ir a darle una paliza al prestamista, que vivía en un pueblo más grande, apenas a cuatro leguas de distancia. El prestamista se llamaba don Alfonso y era un hombre de unos cincuenta años, viudo, con unas hijas muy guapas, que esperaba trocar alguna vez por un título, porque pensaba casarlas con algún noble arruinado, y que tenía un hijo estudiando para cura. Los cálculos de don Alfonso eran casi ensoñaciones: las chicas llevarían una muy saneada dote al matrimonio, siempre que algún caballero de sangre azul se prestase a echarle un remiendo a su rota y deshilachada hacienda. El hijo llegaría a obispo, si las cosas no se torcían.
Los campesinos fueron a dar una paliza a don Alfonso —«me llamo don Alfonso, como el mismísimo rey»— y la Guardia Civil se encargó de sacudirles el polvo del camino. Don Alfonso era un hombre que todo lo había hecho por vía legal.
—Yo siempre por la vía legal, para que no digan. El que quiera peces, que se moje el trasero. No voy yo a estar prestando a todos estos desagradecidos para que encima me vengan con reclamaciones.
Muchos opinaban que don Alfonso tenía razón y que la famosa vía legal, la del orden, es la que cuenta en las cosas de la vida. Los que no opinaban así eran los desposeídos, los sin fortuna, la gente de poco más o menos y los maleantes habituales.
En la clasificación maleantes habituales comprendía don Alfonso a todo hijo de vecino que tuviera con él alguna cuenta que saldar. Cuentas que eran muy pocas en razón de que don Alfonso era un águila para negociar con los campesinos. De todas formas, don Alfonso, a pesar de que la paliza la recibieron los que iban a dársela, se llevó un buen susto y comprendió que en su pueblo y en los de los alrededores era un hombre odiado.
Don Alfonso jugaba a las cartas con el cura, el farmacéutico y un pelanas que hacía reír a los tres y que medio oficiaba de bufón. El médico no era amigo de tertulias y el maestro no se acercaba a la de don Alfonso. El maestro, según frase de don Alfonso, era un tío rojo y muerto de hambre que quería quedarse con el dinero de los que tenían algo y por eso andaba siempre vociferando y amotinando a los campesinos. Al maestro le tenía prometido don Alfonso algo muy bueno, algo que le escarmentaría para toda la vida.
—Pero ¿ése qué se ha creído que es: el amo del pueblo? Aquí los únicos que podemos mandar somos la gente de orden y a ése se le van a volver de aquí en adelante los dedos huéspedes del susto que le voy a dar.
El farmacéutico le daba jabón:
—No sea usted duro con él, don Alfonso; es muy joven y ya se le pasará el sarampión. Si sigue en el pueblo, antes de tres años lo tiene usted sentado con nosotros jugando a las cartas. Se lo digo yo, ya lo verá.
Don Alfonso hacía un ruido extraño con la boca, apretaba los labios y parecía querer hozar en lo futuro:
—No sé, no sé si ése va a entrar por el aro.
Después de las elecciones don Alfonso se marchó a la ciudad. El padre de Ernesta lo comentaba con sus amigos:
—Tiene miedo, y el que tiene miedo es porque ha hecho alguna mala acción gorda. Por ahí ha debido de hacer algo más de lo que nos pensamos. Es peor que el mal ladrón.
Los campesinos enumeraban las malas acciones gordas de las que tenían conocimiento:
—En la familia de Fernández, al que llaman «El moro», dicen que se llevó hasta los arados; que si fueron deudas de juego del padre; que este don Alfonso tuvo que pagar; que si él fue el que compró los pagarés. ¡Quién sabe esas cosas!… Pues mira que aquí en el pueblo ha hecho también de las suyas. Ahora tiene más tierra a su nombre, arrendada a cuatro desgraciados que las que tenemos, los que tenemos un poco, reunidas.
El padre de Ernesta no se preocupaba por la política; tenía un especial escepticismo sobre todo lo que oliese a política:
—No hay que romperse la cabeza —decía— para saber a quien ha de votar uno. Los que vengan detrás lo harán siempre un poco peor que los que están, que lo hacen muy mal. Nosotros lo único que podemos desear es que los que gobiernen duren mucho, que se inflen bien, pero que no cedan el paso a los que van detrás, porque así nunca acaba el engorde y siempre vamos a estar echando pienso. Son guarros que nunca se matan. Comen en la pocilga hasta hartarse y luego se van a tumbar a la sombra mientras un hermano, peludo, negro o chato de grasa, ocupa su puesto y comienza a comer. —Y terminaba—: ¿Para qué vamos a votar nosotros; para decidir el orden de la comida? A mí lo mismo me da que coman primero los rubios y que lo hagan después los morenos, que al revés.
En primavera, Ernesta y sus compañeras salían al campo con la maestra. Recogían plantas y flores y las pegaban en cuadernos usados. La maestra las obligaba a cantar, mientras jugaban, canciones que ella les enseñaba. Ernesta le cantaba luego las canciones a su asombrada madre.
—Chica, ¡qué canciones tan bonitas os enseña la señorita!
—Dicen que son de este pueblo y de los otros de los alrededores, pero que se han perdido.
El padre se la quedaba mirando:
—Se han perdido en estos pueblos tantas cosas…
El verano se echó sobre los campos con una gravitación de tormentas. Algunos cultivos quedaron arrasados. Las mieses, después de una tormenta, quedaban pegadas a la tierra como si fueran cabellos de un cráneo gigante. Ernesta prohijó unos pollos de codorniz, que le había traído su padre del campo. Vivieron pocos días por más que los cuidó. Los campesinos cuando se encontraban al atardecer en la plaza del pueblo, hablaban del desastre de las cosechas. No les importaba que no fueran suyas. Al contrario, lo sentían como si fueran suyas. Ellos eran del campo y en el campo ponían sus escasas esperanzas. De las tierras que habían sido suyas hablaban con lástima. Les dolía la contemplación del desastre. Alguno aventuró: «A nosotros ¿qué nos puede importar que se pierda la cosecha o que cada espiga tenga, en vez de trigo, oro?». Sonó como una blasfemia. La tierra podía ser de los propietarios ricos, la cosecha hubiera servido para aumentar la riqueza de los propietarios, pero la tierra dando la cosecha era una hermana, una hermana esclava que daba lo que le pedían casi por nada o por el sudor de sus hermanos los labradores. No. No se podía decir que a los campesinos les diera igual que se ganara o se perdiera la cosecha. No. No había que medirlo por el rasero económico, calculando que los pobres saldrían perjudicados por la pérdida de la cosecha. Desde luego saldrían perjudicados y la vida se haría más miserable todavía, pero había una última razón, una razón infinitamente más poderosa, que ninguno sabía explicar, pero que todos, hasta el blasfemo despechado, sentían en lo íntimo.
Cuando el padre de Ernesta contemplaba los campos, se acongojaba. Llegaba a casa con una profunda desmoralización. Había olvidado todo excepto que la cosecha, en la que se ponían esperanzas en balde, esperanzas atávicas, esperanzas, sobre la nada, se había perdido.
—Se salvará bien poco. Algo que haya quedado a cubierto en algún quitasol de un cerrillo. Eso si se salva.
Ernesta oía a su padre hablar y sentía miedo. Hablaba del fin del mundo, del palpable y verídico fin del mundo. Cada uno mide su fin por su horizonte y de este mismo fin torna a resucitar los más de los años.
Don Alfonso, en cuanto se corrió la noticia, volvió al pueblo a enterarse de la magnitud del desastre. Dijeron que lloró y los campesinos lo comprendieron. Lloró acaso por el dinero perdido, pero los campesinos hubieran llorado igual aún pensando en otras cosas. Luego don Alfonso retornó a la ciudad.
En la trilla, el trigo recogido apenas daba un poco de grano entre la paja. Todos los chiquillos estaban en las eras. Jugar en los montones de paja, llevar el botijo a los mayores, tostados de sol, con la garganta áspera de polvo, era uno de sus oficios. También ayudaban a cortar las cuerdas de los haces con un cuchillito de cocina desgastado. Las cuerdas las sostenían por el nudo en una mano dejándolas sueltas. Las manos de los niños parecía que apretaban muñecas de crenchas cogidas con bigudíes y que sostenían largas colas de caballo que se agitaban divertidamente cuando las movían. Los chicos lo pasaban bien en las eras. Merendaban bajo el sol, reían, jugaban. Visitaban constantemente a sus madres para que les extrajeran pinchos de los cardos y de las malas yerbas que se mezclaban con la paja. Con las grandes horcas se perseguían entre gritos. Se quejaban, reñían. Eran felices sobre la paja en la que construían desfiladeros, toboganes; con la que celebraban batallas, hasta que una niña o un niño de los más pequeños se iba llorando hacia su madre. Entonces había una delicada y estupefacta contemplación y después un largo carrete de disculpas.
Estaba la paja amontonada y acabada la trilla. Los campesinos bebían con lentitud en los porrones de vino. Las mulas yugadas comían aletargadas moviendo las orejas, golpeándose los cuartos traseros con las colas, parpadeando de luz y de moscas pequeñas y furiosas alimentadas de secreciones oculares. El sol maduraba los arándanos en los espinos y los niños recogían sus pobres cosechas de agrios frutos. Una víbora, al límite de las eras, en el pedregal, se ocultaba rápidamente al ruido de una carreta. Las hormigas aprovechaban los granos de las eras y los conducían por sus caminillos, donde la circulación era titubeante, como si la ceguera las obligase a caminar reconociéndose y reconociendo el camino. La cigüeña volaba sobre las charcas que se habían formado en el arroyo sin corriente, a la caza de ranas o de culebras de agua. El pueblo pardo de casas bajas, entre las que destacaban tres o cuatro algo más altas, quedaba a un cuarto de hora de camino de las eras.
El padre de Ernesta bebió un largo trago. En el pitorro del porrón, el vino blanco espumeaba. Se pasó la mano por los labios.
—Esto se ha acabado. A esperar otro año.
El porrón iba de una mano a otra. Alguién extendió el brazo en toda su longitud. El vino hacía un arco brillante, áureo.
—Está el aire muy cargado. Como nos pille una tormenta antes de que el trigo esté en los graneros, nos va a dar trabajo. Aunque pongamos lonas, no solucionamos nada. El trigo coge humedad y se muse luego.
La tarde estaba en calma. Sin embargo, el delicado olfato de los campesinos para las cosas del campo, distinguía el olor de la tormenta lejana.
—Igual se va para otro sitio —dijo Paulino—; nunca se sabe.
Las mujeres, con las horcas al hombro y las cestas al brazo, caminaban hacia el pueblo. Los chicos pequeños las acompañaban. Los mayores estaban distribuidos entre los arándanos y la caza de un pájaro herido en un alto matorral. Gritaban:
—Es una cría de marica. Tiene un ala rota.
Sobre el matorral caían piedras y terrones. Estos se deshacían al golpear en una rama fuerte y se oía durante unos segundos el siseo de la tierra cayendo entre las hojas.
Cuando todos volvieron al pueblo se extrañaron del nerviosismo reinante. El alcalde los llamó a la plaza. Les habló. Les dijo que había estallado la revolución en África, que un grupo de españoles…, que había que defender a Dios, que en Madrid se estaban quemando las iglesias. La maestra estaba a la izquierda del alcalde, muy tiesa y muy triste. El cura, a la derecha, asentía con la cabeza. Los campesinos oyeron las palabras del alcalde en silencio. Luego se fueron a sus casas.
La madre de Ernesta le preguntó a su marido:
—¿Tú crees que va a pasar algo malo?
Paulino tardó en contestar. Se frotó las manos, se frotó con los callos de las palmas el dorso de las manos. Era algo que le producía placer. Dijo:
—Donde hay política no puede pasar nada bueno. Ya veremos.
Al día siguiente era domingo. Hacia mediodía pasaron por el pueblo cinco camiones con hombres de camisa azul celeste y pantalones de soldado. Algunos llevaban fusiles. Cantaban y daban vivas. Los niños salieron a la carretera y los aplaudieron. Tras el paso de los camiones, quedó una espesa nube de polvo. Los niños siguieron aplaudiendo y se volvieron hacia la plaza gritando, golpeándose. La madre de Ernesta le preguntó a su marido:
—¿Quienes eran ésos, Paulino?
—Han dicho que si son los de Albiñana y que van para la capital.
La mujer quedó un momento pensando.
—¿Os llevarán a vosotros?
—Creo que irá el que quiera. A no ser… Pero no, irá el que quiera.
El alcalde andaba con boina colorada por el pueblo. Preguntaba a los vecinos:
—Tú, Laurentino, ¿te vienes para Burgos?
—¿Y qué hago yo con la mujer y los chicos? ¿Quién les da de comer?
—Entonces no cuento contigo.
—No, señor alcalde; yo lo siento, pero no estoy para andar metido con los jóvenes en estos pasos.
Pasaba el alcalde a otro:
—Y tú ¿qué dices?
El campesino se acobardaba:
—Yo lo que usted diga.
—Pues anda, vete para casa y prepárate. Lleva una manta. Paulino, cuando le llegó el turno, le contestó que no, que no podía ir, que las obligaciones las tenía en el pueblo. El alcalde agrió el gesto y comentó:
—Aquí parece que hay mucha mala voluntad. Andaos con cuidado. No os digo más.
Dos o tres hombres le fueron a consultar a Paulino:
—Tú, que siempre has sido prudente ¿qué hacemos nosotros, dinos? Porque don Alfonso sabe que fuimos a darle una paliza y como venga se puede terciar algo malo.
Paulino pensaba. Los hombres guardaban silencio, esperando.
—Yo que vosotros… no sé. Don Alfonso no lo puede tener en cuenta. Vosotros le queríais sacudir por otras razones. No sé. No quiero decir nada. Si me equivoco, malo. Hay que confiar en que las cosas no se pondrán muy duras. Yo, me quedaría, pero ya os digo que no sé.
Los hombres se miraron. Uno de ellos explicó:
—Es que nosotros también hemos votado, y ellos lo saben…
Paulino hizo un gesto:
—No sé, no sé.
Ernesta estaba con la madre.
—Madre, ¿viste a los soldados? Ha dicho el hijo de la señora Segunda que hoy pasarán más. Yo voy a estar avisada, porque no me lo quiero perder. Los que han pasado ¿has visto qué camisas llevaban? Ahora pasarán con otros uniformes. Lo han dicho. ¿No te crees?
—Claro que sí, Ernesta. —La madre revolvía con un palo un caldero que estaba puesto a la lumbre—: Hay que echarles a los churros la comida. ¿Has puesto forraje a los conejos?
—Ahora voy. ¿Tú crees que pasarán más soldados, o que será mentira?
—No lo sé, hija mía. Seguramente pasarán más soldados, pero yo no lo sé.
En la cuadra se respiraba un aroma acre y, sin embargo, agradable. Las telarañas colgaban empolvadas de las vigas del techo. A Ernesta le gustaba arrancarlas con un palo, luego lo hacía girar hasta que se enroscaban totalmente, y lo llevaba a la cocina para quemar la telaraña. El ruidillo que hacía al quemarse la llenaba de contento. Cuando era más pequeña, la madre la amenazaba:
—Un día va a salir la abuela de las arañas y te va a picar, entonces verás lo que es bueno.
Ernesta se quedaba un momento suspensa de temor y al fin sonreía entre incrédula y miedosa:
—Sólo arranco las telas viejas, las que ya no les sirven para nada.
En la cuadra corría espléndidas aventuras Ernesta. Había subido más de una vez al pajar vacío, de madera abrillantada por la paja depositada allí durante años. En el pajar, por donde se abohardillaba el tejado, había huecos en la pared. Huecos que aprovechaban los pájaros para construir sus nidos. Ernesta y otros niños introducían las manos en los huecos y sacaban las crías de los pajarillos. A veces las crías todavía no habían nacido. Entonces sacaban los huevos con mucho cuidado y los contemplaban en las manos. Los volvían a dejar donde estaban. Se lo contaban a su madre.
—Hay un nido que tiene tres huevos.
—Bueno, pues no los toques porque como la madre se dé cuenta los aburre y entonces no habrá este año pajarillos.
Ernesta prometía no hurgar más en los nidos, pero la tentación era superior a sus fuerzas. Cualquier día iba donde su madre con la noticia.
—Los pajarillos ya han salido. Son muy feos.
—Déjalos, Ernesta, que si no voy a tener que darte unos azotes.
El misterio de la cuadra radicaba en los ratones. Descubrir un nido de ratones era cien veces más importante que descubrir un nuevo nido de pájaros. Los ratoncillos parecían burbujas de pelo y a Ernesta le emocionaba contemplarlos en sus cómodos nidos. No decía nada, porque la madre hubiera ido inmediatamente al nido y hubiera matado a los ratones. Entre las amigas lo comentaban:
—Ya tengo otro nido de ratones. Voy a coger el más chiquitín y lo voy a guardar en una caja hasta que crezca.
Alguna vez habían llevado ratones a la escuela. Cuando se enteró la maestra, les costó un castigo.
—Los ratones —dijo— no sirven más que para transmitir enfermedades. Así que ya estáis tirando esas porquerías rápidamente y que no me vuelva a enterar que jugáis con esos bichos.
Ernesta entró en la cuadra ayudando a su madre a llevar el pesado caldero. Olía bien. El vapor le abrasaba las manos. La madre se deshacía en advertencias:
—Ten cuidado, Ernesta, no te vayas a escaldar. No andes tan de prisa, que me vas a hacer tirarlo todo.
Los cerdos gruñían, avisados por el olfato de la comida cercana. Entraron en la cochiquera y casi no les dejaron verter el contenido del caldero en el tronco ahuecado que hacía de comedero.
—Échalos para atrás a estas fieras.
Las manos de Ernesta golpeaban los flancos de los cerdos. Salieron. Ernesta se quedó un gran rato viéndolos comer. Los gruñidos de satisfacción se mezclaban con las ventosidades de los animales. Ernesta pensaba que si su carne no fuera tan rica, sería asqueroso tener en casa unos animales tan repugnantes. Cuando volvió a la cocina, se encontró con su padre.
Paulino mostraba preocupación. Ernesta jugaba entre sus piernas.
—Padre, si sales algún día de caza me tienes que llevar. Quiero un pollo de perdiz. Arreglarás la jaula y lo tendremos ahí todo el invierno.
La luz del mediodía se filtraba por las persianas verdes, de rejillas, acebrando el pavimento. Paulino respiró profundamente:
—Don Alfonso ha llegado. Ha cogido a cuatro vecinos y se los ha llevado a su pueblo. Ha dicho que ahora les iba a dar su merecido.
La mujer se volvió a mirarle. Ernesta estaba callada. El padre la empujó suavemente:
—¿Quieres irte a jugar un rato? En la plaza están tus amigas; las he visto saltando a la soga.
Ernesta salió por la puerta remoloneando. Asomaba la cabeza. El padre repitió:
—Anda, vete y vuelve luego. Te contaré una cosa que le ha ocurrido a Crispín el botero.
Desapareció la cabeza de la niña y oyeron el golpe de la puerta de la calle. Silencio.
—Se los ha llevado. Yo soy un poco el culpable de que se los haya llevado. Yo les dije, porque confiaba…
—Tú no tienes la culpa, Paulino, tú no tienes la culpa.
—Es que yo les dije que no pasaría nada, que no iba a ser tan mal hombre como para darles un disgusto. Yo creía que lo pasado, pasado.
La mujer se estiró el delantalillo:
—Voy a ver lo que dicen las mujeres. ¿A quiénes se han llevado?
Como en un suspiro, Paulino fue enumerándolos. Quedó solo.
—¿Dónde vas, madre? —dijo Ernesta. La madre le hizo un gesto. Ernesta jugaba con las demás niñas en la plaza. En el pilón, el delgado chorro del agua caía continuamente. Las chicas iban al pilón de vez en cuando, se mojaban las manos y luego se las pasaban por el pelo. «¡Qué calor, qué calor!».
Se componían con coquetería. El juego seguía: «Una y dos ca, una y dos fé; una y dos ca-fé. / La vecina / de allí enfrente / como no tiene / que hacer…»
Las mujeres, en grupos, comentaban el incidente.
—Ese don Alfonso es capaz de meterlos en la cárcel. Con él no se puede andar con bromas. La cantidad de sangre negra que debe de tener el tal don Alfonso.
Una de las mujeres dijo en voz baja:
—No será lo peor que los metan en la cárcel o que les muelan las costillas. No será lo peor.
Se extendió un silencio. Las palabras de la mujer hacían eco en todas las mentes: «No será lo peor, no será lo peor».
La madre de Ernesta entró en la casa de uno de los que se habían llevado. La mujer lloraba. La madre de Ernesta pretendió consolarla:
—No te preocupes, mujer, verás como no pasa nada. Ese don Alfonso es un mal bicho, pero no se va a atrever. Te lo aseguro. No quiere más que darles un buen susto.
La mujer se quejaba entre los lloros:
—Primero nos quitó todo y ahora se lleva hasta a los hombres. Dios lo maldiga: Mucha misa y mucho andar con los curas, pero es un canalla, un asesino. Dios lo maldiga.
Don Alfonso, en su pueblo, daba órdenes respecto a los cuatro campesinos. Primero los había interrogado con mucha sorna.
—¿De modo —había dicho— que tú justamente con estos otros me pensabas haber calentado las costillas, infeliz? —El campesino agachaba la cabeza y no contestaba nada. Don Alfonso tenía un montón de papeles entre sus manos—. Contesta, animal. Os debía romper a todos las espaldas.
El montón de papeles fue partido por las manos nerviosas de don Alfonso. Un escalofrío de sadismo le hacía temblar. Los despidió. Decidió después:
—Les dais cuatro palos y que se larguen; me han pillado de buena, ¡qué se le va a hacer!
Los campesinos regresaron a su pueblo contentos y humillados. Creían que habían salvado el pellejo y esto les llenaba de contento. Por otra parte, los palos que les dieron y el saberse insignificantes frente a la fuerza de don Alfonso, los había humillado.
—Si no nos hubiéramos metido en nada, seguro que…
Uno de los cuatro tenía el gesto agrio:
—… seguro que te hubieran dado un premio por bueno. Este don Alfonso es un canalla que algún día me las pagará. No sé vosotros, pero yo lo juro que éste me las paga.
Al anochecer llegaron al pueblo. En cuanto Paulino se enteró estuvo a verlos. Fue una conversación extraña. Apenas hablaron. Al día siguiente desapareció del pueblo un hombre. Durante toda la guerra nada se supo de él. Volvió de repente; nadie le preguntó nada. Un día se lo llevaron los guardias.
Durante el verano la vida de Ernesta transcurrió feliz. Se le iba el tiempo jugando en la plaza, en los alrededores del pueblo, en el pajar de pulimentadas tablas de tarima, en el almiar alto, desde el que los chicos se tiraban dando vueltas. Ernesta, al cabo de la jornada le hacía recuento a su madre de todas sus aventuras:
—Hoy hemos estado en el arroyo, hemos cogido una rana tan grande como un gato pequeño.
—No seas exagerada, mujer, ya habrá sido de esas ranas de San Valentín, que no abultan lo que la yema de un dedo. —La madre se divertía con las aventuras de Ernesta.
—Te aseguro que era muy grande. ¡Tú sabes lo que nos ha costado cogerla! Menos mal que venía con nosotros Pruden y se ha atrevido a cogerla con la mano. Daba un asco… —Ernesta se frotaba las manos con repugnancia. Seguía—: Mañana iremos a coger un conejo que se ha metido en una cueva de la tapia grande.
—Claro, allí os va a estar esperando.
La niña dudaba:
—Tú crees que ésa no era su cueva y que se habrá marchado…
—Seguro.
A finales de septiembre cayeron algunas tormentas que hicieron crecer el arroyo. El agua estaba templada. El sol pesaba con su último calor fuerte de principios de otoño. Ernesta y sus amigas se iban al arroyo a chapotear con los pies descalzos. Las riñas de la madre eran inútiles. Todos los chiquillos del pueblo, de espaldas a los acontecimientos que preocupaban el ánimo de los mayores, estaban en el arroyo. El día de San Miguel fueron las fiestas del pueblo, pero no se celebraron. El cura, después de la misa, habló a los campesinos y les dijo que no eran tiempos de distracciones paganas los que corrían. Por otra parte, nadie hubiera tenido humor para divertirse con las fiestas. Había ya muchos mozos en el frente. Alguno había muerto.
* * *
La espera está hecha de una vaga sensación de desamparo, vaga como una figura tras el cristal sucio de una ventana. De desasosiego, en el que los nervios recorren el cuerpo como una columna de insectos. De miedo, en el que se descubren misteriosas zonas oscuras dentro de la órbita de los ojos. Desamparo, desasosiego y miedo, son en las mujeres del castillo, de donde la palabra, aun la iracunda, con estela de calma se ha alejado, las tres ondas concéntricas en las que a veces se extiende, o a veces se resume hasta casi desaparecer, para volver a nacer, el silencio. Las mujeres guardan silencio. Sonsoles se levanta y sale al patio. Se acerca al Cuerpo de Guardia. Ni siquiera pregunta a Ruipérez. Le mira a la cara y vuelve a ocupar su lugar entre las otras, en la casa.
Las pequeñas cosas en las que se fijan las miradas no distraen el pensamiento. El vaso con su mezcla, color de madera limpia, del agua y el vinagre azucarados, detiene la errabunda marcha de la mirada de María Ruiz. Mecánicamente sus manos se afianzan en él. Bebe sin ganas. Deposita el vaso en la mesa, donde un círculo de humedad brilla apagadamente. La mano derecha de Ernesta recorre el camino del brazo de la butaca una y otra vez. Felisa tiene desde hace un rato la sonrisa en los labios y no sonríe por nada; es parte de su naturaleza la sonrisa. Se ha agachado a recoger un hilo o un alfiler. Carmen cierra los ojos y los vuelve a abrir. Siempre se fija en el cuadro colgado de la pared; un cromo barato. Sonsoles contempla la falleba de la ventana, que hace un ligero ruido cuando el vientecillo empuja los bastidores.
De pronto Ernesta ha preguntado algo. María inquiere.
—¿Qué dices, Ernesta?
—La hora. ¿Qué hora es?
—Pronto. Las seis y media, o tal vez algo menos. No sé.
Abajo, en la acequia, los niños están sentados. El más pequeño juega con una varita. Hace extraños dibujos en el suelo. Está como ensimismado en sus dibujos mientras los otros planean algo que está fuera de sus cálculos. Quieren ir a fumar ajén, unos palos porosos y secos que cortan de una planta trepadora que crece en la muralla por el lado del pueblo. Ya lo han decidido. Van corriendo. El chico pequeño se queda atrás. Desea todavía acabar uno de los dibujos, pero no quiere quedarse solo. Va detrás de ellos, llamándolos.
El perro explora, husmea, persigue a una gallina cansadamente hasta que el ave bate las alas y cacarea furiosamente. El perro encuentra un trozo de pan sucio que olisquea, con el que se entretiene. Se acerca a la puerta de entrada. Pedro chasca.
—Fuera de aquí.
El perro se vuelve con los cuartos traseros bajos, mirando temerosamente los negros botos de Pedro.
Las nubes de tormenta han avanzado hasta verterse hacia el sur de la llanada. El sol, todavía alto y cegador, contrasta su morado negruzco. Pedro observa el cielo. «No habrá tormenta. Al sur la tormenta se remansará en su viaje y lo que esté sin recoger, si es fuerte como amenaza, se perderá». La tormenta lleva en sus flancos, como custodiándola, un viento cálido que aumenta ahora y que luego irá decreciendo suavemente hasta desaparecer. El viento es como un pez piloto de la tormenta, la circuye, avisa su llegada y su marcha.
Pedro suda. Siente las cejas húmedas. La piel de la frente tirante. Creo que se le canaliza el sudor por la columna vertebral. Piensa que ha de quedarse frío inmediatamente porque ha sido el viento cálido, bochornoso, el que le ha hecho trasudar. Daría algo por beberse un vaso de agua. Al final, donde él no alcanza a ver, está el pozo. Y en el torreón grande, donde el tiempo ha hecho poca mella, el depósito de agua, cuyo escape se regula con un grifo que da un agua deliciosamente fresca.
—María, ¿crees que sería conveniente avisar al párroco? —ha dicho de pronto Sonsoles.
María la mira duramente. En su mirada hay odio. Pensaba en aquel momento que nada había pasado. El silencio la ayudaba. En el silencio se había dejado transportar por la imaginación a otro mundo de calma, de serenidad, donde no estaba, ni entrevista, la realidad amarga.
—No creo que sea necesario en estos momentos. Además llamarle cuando nos enteremos no cuesta demasiado tiempo, como quien dice; está ahí, a unos pasos.
Está a unos pasos. Las palabras han despertado en Ernesta un nuevo miedo. Está a unos pasos. ¿Quién? He aquí que aparece el cura preparándose para rezar por Guillermo. El luto bajo el sol. Todas las mujeres de luto alrededor de ella, de Ernesta. Está asustada, cada vez más asustada.
—María, estarán al llegar.
—No te preocupes, Ernesta; ya nos avisarán.
—María, casi estoy deseando que lleguen.
—También nosotras. Ten calma.
Le hubiera descansado llamarla por tercera, cuarta o quinta vez; hablar con María o con todas. La han despertado del silencio, la han despertado a la congoja que necesita el calor de la compañía, el calor de la palabra. Está desvelada del silencio, y por eso intenta por tercera vez hablar con la que puede transmitirle mejor consuelo.
—María, acompáñame a ver lo que pasa.
—No hay nada que ver.
—Acompáñame.
Se levantan las dos y salen al patio. Ernesta se vuelve de pronto a María y la abraza.
—Es que no lo puedo resistir.
—¿Resistir? —los ojos de María se fijan en la muralla y parece que su mirada ahonda en ella, la penetra—. ¿Resistir?
—María, vosotras sois más fuertes.
—Sí, Ernesta, pero ten tranquilidad. A Guillermo seguramente no le ha pasado nada. Ha podido ser a la otra pareja. A Cecilio o a Baldomero…
Hace una pausa María Ruiz. Coge por la cintura a Ernesta.
—Anda, vamos adentro.
* * *
Por la cuesta suben el párroco y el alcalde del pueblo. Pedro calcula los pasos que les separan de él. Doscientos, doscientos cincuenta pasos. El alcalde alza la mano en un saludo. Se paran. El cura hace con las manos pantalla sobre los ojos.
«No tardarán mucho en llegar los compañeros. Estos dos no hubieran subido si no supiesen el fin próximo. Dentro de poco los compañeros aparecerán entre las casas últimas del pueblo, irán subiendo. ¿Vendrán con él? ¿Vendrán solamente los tres? Vendrán con él, vendrán los cuatro».
El cura lleva las manos a la espalda. Se han detenido otra vez. El cura ha apoyado una de sus manos en la rodilla derecha y se ha subido a un montículo. Se vuelven de espaldas al castillo. Miran hacia el pueblo. «Desde ese lugar ¿verán acaso a los compañeros? No, deben de estar hablando de otra cosa. Ya se acercan».
El cura y el alcalde saludan al guardia.
—¿No hay noticias? —inquiere el cura.
—Ninguna por ahora, don Antonio.
—¿Están enteradas las mujeres?
—Sí, ya lo saben todas.
Ruipérez sale del Cuerpo de Guardia.
—¿Cómo están ustedes?
—¿Las mujeres —pregunta el cura— están en alguna casa?
—Sí, don Antonio. Ahora llamaré a la mía.
Don Antonio da grandes chupadas a su cigarrillo.
—Mira que ha sido desgracia. Esto no ha ocurrido nunca.
Pedro mueve la cabeza a un lado y a otro.
—Ocurre muchas veces. Las ferias traen esto. Lo que pasa es que como por aquí la gente es tranquila… Pero ocurre y cuando ocurre, pues ya lo ve usted.
El alcalde coge el cigarrillo con toda la mano. La palma forma una cuna en la que el humo descansa un momento y luego se escapa. El alcalde mira la mano que sostiene el cigarrillo, mira al suelo, mira al horizonte.
—Cuando yo era joven andaba echado al campo uno que le decían «Tresviejas» porque había robado a tres mujeres de mucha edad y a una de ellas le había dado un cascotazo en la cabeza que la volvió loca. Este «Tresviejas» tenía mala condición y era cobarde. A un gitano que contó un algo de él, le pinchó la bestia que llevaba a la feria y lo arruinó. Pues a «Tresviejas», con todo lo cobarde que era, la Benemérita se vio y se deseó para echarle el guante. El tío se defendía a pedradas, a mordiscos y con una cuchilla grande de castrador. Le tuvieron que tumbar de un balazo. El cabo, al ver que no podían con él, le dijo al compañero: «Aparta que a éste se le van a acabar los humos». «Tresviejas» se murió bajo el sol, en un ribazo, cagándose en todo. En el campo la gente reacciona siempre mal; no se puede decir éste es cobarde o éste es medio marica y se va a entregar. Donde menos se espera uno, allá está un tío dispuesto a jugársela como los buenos. En el campo no se puede andar en contemplaciones con la gente…
El alcalde calló un instante; en seguida reafirmó lo dicho.
—Parece que a la gente se le sube el sol a la cabeza y se vuelve medio loca. Así es. ¡Quién sabe lo que habrá pasado hoy! Yo creo que de todo lo que ocurre por esta tierra, el sol es más culpable que nadie. A uno le da un calenturón de sol y ya lo tienen ustedes haciendo lo que no debe hacer. ¿Se acuerdan, hará dos años, cuando al chico de la que llaman «La Hurona» le pegó a aquel leonés la pinchada? Pues aquel día andaba el chico trastornado de sol. Yo le vi en las eras y no se estaba quieto, le buscaba la boca a todos. Menos mal que no le hacían caso. La pagó el más infeliz, por no conocerle y tomarle en serio. Cuando uno está asolado lo mejor es dejarle hasta que se le pase. Bien va solo. Que se le pase, ya se dará cuenta.
El monólogo del alcalde se perdió en una advertencia del párroco.
—Bueno, vamos a ver las mujeres, a ver qué tal andan de ánimos.
El alcalde dio una última chupada al cigarrillo. El párroco ya lo había tirado. Entrar fumando en una casa donde el dolor se ha refugiado, es casi una falta de respeto, así lo entendían ambos. Formaban una extraña procesión. Primero el párroco, detrás Ruipérez, el último el alcalde, que quería entablar conversación con el guardia.
—Aquel «Tresviejas» era hijo de un hombre que había tenido fortuna. Estaba acostumbrado a gastar mucho dinero. En cuanto le faltó, se lo buscó por malos medios. Luego acabó como ya le he dicho. Hay que ver las vueltas que da el mundo.
—Muchas, señor alcalde, muchas.
Entraron los tres en la casa, Ruipérez los anunció.
—El señor cura y el alcalde, que vienen a haceros un rato de compañía.
Las mujeres se levantaron al verlos entrar.
—Sentarse, hijas mías —dijo el cura—. No moverse, por Dios. Estáis bien como estáis.
Sonsoles, obsequiosa, le brindó un asiento.
—Siéntese usted aquí. El rinconcillo es más fresco; junto a la puerta le da el calorazo.
—No preocuparse por mí. En cualquier sitio estoy bien, hijas mías.
Ruipérez se despidió.
—Me voy, porque hay que estar atento… En cualquier momento pueden comunicar.
—Vaya con Dios.
El párroco sacó del interior de su sotana un reloj.
—Las siete menos cuarto. El tiempo pasa pronto.
Hablaba el alcalde con María Ruiz.
—Nunca se debe pensar que las cosas ocurren a la buena de Dios. Yo les estaba contando antes al señor cura y a Ruipérez lo que ocurrió hace algunos años con uno al que llamaban «Tresviejas» y también lo del hijo de «La Hurona». Ustedes, cuando lo de «Tresviejas», serían todavía unas chiquillas. Fue muy sonado aquello.
María Ruiz no le escuchaba. Conocía al alcalde y sabía que cuando tocaba un tema no lo abandonaba hasta que todos los oyentes se saturaban de él. Pensaba en otra cosa y hacía frecuentes movimientos de cabeza, como afirmando lo que decía el alcalde. Sonsoles atendía al párroco.
—La desgracia —dijo el cura—, vamos, lo que entendemos los humanos por desgracia, no suele ser tal. Los caminos del Señor son misteriosos. Dios escribe derecho con renglones torcidos. La pequeñez de la mente humana es incapaz de considerar dónde comienza lo que llamamos desgracia y dónde principia la verdadera felicidad. Aquel hombre que muera cumpliendo con su deber, aquel que lo ha sacrificado todo a su deber, aquél se salvará. Esto es lo importante. Lo demás… que unos años más en este mundo, en este valle de lágrimas… No. Lo importante es salvarse y se puede tener por seguro que el mejor medio de salvarse es cumplir siempre con el deber. Todos en el mundo tenemos un deber que cumplir. Todos. Desde el más rico al más pobre, desde el que parece más miserable al que parece más en las alturas.
El alcalde había callado y todos escuchaban ya al párroco. Sonsoles propuso que se rezase un Rosario. El párroco sacó un rosario de cuentas gordas de una cartera que parecía una petaca.
—Cuando quieran, hijas mías.
—Empiece, padre —contestó Sonsoles.
Ernesta lloraba tenuemente. María Ruiz cambió su asiento con Carmen y sujetó por los hombros a Ernesta. El párroco principió a rezar el Rosario.
* * *
Guillermo Arenas se había preparado para la vida en el colegio de Valdemoro. Al salir de él, fue destinado a Andalucía. Cambió el número del fusil y cambió la vida. Le restaba un dejo del colegio, que fue perdiendo por los caminos y los campos. Se acostumbró a entenderse por el gesto con el compañero que caminaba paralelo al otro lado del camino. Contestaba con monosílabos a las preguntas que se le hacían. Se acostumbró a la sed; al sol inclemente; a la sombra, considerada como una felicidad; al fusil formando parte de su esqueleto, doliéndole en las espaldas, húmedas de sudor; a la contemplación de las estrellas, con las que ya había trabado conocimiento en las noches de guardia. Fue apropiándose, absorbiendo, los hechos del campo: la alta águila; el milano veloz; el lagarto espión que sobre una piedra achicharrada observa el camino y rápidamente se oculta entre las piedras de un matojo; la lechuza silbante del atardecer; la estrella primera, que parecía una escamita del sol recién sumergido tras el horizonte. Entendió los murmullos. Se sintió capaz de contradecir al compañero en las afirmaciones espontáneas de la marcha; «eso es un gallo de monte, aunque parezca otra cosa, y eso un nido de avispón que en esta época tiene miel negra».
Guillermo Arenas olió la tierra florecida de la primavera; pisó el alacrán de los canchales; vio las flores blancas de las barreras; arrancó la hojilla del olivo para salivar la boca reseca; orinó los hormigueros en el alto de la meadilla, apenas salido al campo por la mañana temprano; se humedeció con el pañuelo la nuca en la fuente de los muleteros, donde el gran pilón tenía gusarapas y tritones de crestas moradas y bocas como de viejas desdentadas. Guillermo pisó con sus botas la avena y el trigo de los linderos de las fincas por donde se deslizaban, perfilándolas, los caminillos, los senderos, los atajos que acortaban la distancia entre dos pueblos. Sentado en los ribazos en las horas de mucho calor, recontaba los pueblos por sus torres, altas y blancas en la lejanía, juntamente con su compañero. El caminante de silueta inconfundible que ve el viajero de la carretera general, que saluda el hombre del camino, que sale o vuelve de las labores del campo, el que prefiere no encontrar el hombre de los atajos, que teme, aun sin culpa alguna.
Guillermo Arenas no había estado en la guerra. Cuando la guerra era un muchacho que pasaba su tiempo entre la escuela y las pedreas de los chicos de su barrio con los del barrio vecino. Él era fuerte y había llegado a ser lugarteniente de «El Jabalí», el jefe del barrio, un muchacho de ojos estrábicos, pequeño, retorcido, que se llamaba a sí mismo «El Jabalí» y que gozaba de una puntería sorprendente. «El Jabalí» llevaba siempre un palo largo con un clavo colocado en la punta, un clavo muy grande, con el que amenazaba a los prisioneros, cuando se hacían prisioneros, de las peleas entre los barrios.
Fue a Valdemoro como huérfano de Guardia Civil y allí continuó hasta que acabó y lo destinaron.
Ernesta vivió en el pueblo hasta ocho años después de haber acabado la guerra. No marchaban bien los asuntos y se tuvo que colocar de sirvienta en el pueblo cercano en casa de una familia rica. Estaba muy triste el día que se despidió. Era la primera vez que Ernesta salía de casa, del pueblo, de los queridos alrededores, donde habían transcurrido todos aquellos años. El padre estaba enfermo, apenas salía al campo a trabajar. La madre le había preparado una maleta de cartón en la que iban mezcladas ropas y alimentos.
—Cuida la ropa —le dijo— y administra lo que te he puesto de comer en la maleta. En esas casas nunca se sabe si te van a matar de hambre o te van a cebar. Lo mejor es que andes con tiento y administres lo que llevas. Si pasas mucha hambre lo dejas, y te vuelves; ya veremos cómo nos arreglamos. No tengas miedo, te vuelves y asunto acabado. —Se lo hizo prometer.
Lloró al despedirse. El carretero que estaba esperándola se inquietaba ante la larga despedida.
—Que no va a ser para tanto, mujer; que otras también van a servir y cuando vuelven han engordado y tienen hasta tristeza por haber vuelto. Que hay que ver mundo y espabilarse. Pues está la vida como para hacer dengues. —Ernesta se secó las últimas lágrimas y subió al carro. El carretero le había preparado un asiento con unos serones—. Siéntate ahí, que irás mejor. —Luego se puso a silbar.
La madre estuvo plantada en medio de la plaza hasta que vio desaparecer el carro entre las casas, buscando la carretera. Paulino se hallaba emocionado.
—Tú, mujer, ¿crees que hemos hecho bien mandándola a servir?
La mujer se metió en la casa.
—Claro, hombre. Aquello es más grande y más rico; puede que encuentre algún mozo que le vaya bien. Aquí no hay más que mucha hambre y para morirse de asco y de hambre, siempre le quedará tiempo.
Paulino inclinó la cabeza, meditabundo.
Fue un camino de melancolía. El carretero le hablaba continuamente y ella contestaba casi sin ganas a las preguntas que le hacía. El lento andar de las mulas le daba ocasión de ir valorando el alejamiento. El carretero silbaba. Confesó que silbaba porque era mejor que cantar y menos cansado.
—Silbando se pasa el camino antes. Yo lo aprendí de mi patrón. Por ahí la gente cree que para el camino, para matar el tiempo, lo mejor es cantar. Pues no. Es difícil encontrar alguien que vaya por el camino cantando. En cambio, silbar lo hacemos todos. El pastor silba para matar el tiempo en el campo. El que va pidiendo cuando no le oyen, silba. Los guardias silban así, como para su camisa, para que nadie los oiga. Los carreteros silbamos. Es una buena compañía. ¿No te parece?
Ernesta sonrió. El carretero seguía su monólogo:
—Hay algunos que saben imitar a los pájaros. Yo conocí a uno que no necesitaba cimbel cuando iba de caza. Se lo hacía él todo. Claro que aquél era una cosa nunca vista; murió cuando la guerra de unas fiebres; fue amigo mío. —Añoraba el tiempo pasado—: ¡Qué tiempos! ¡La de veces que entre aquél y yo habremos bebido media damajuana los dos solitos! Tu padre le conoció, que te cuente él. Era zamorano, de un pueblo que le llaman Cubo de Vino, que da los mejores bebedores de Castilla y León. Aquél sí que era…
Valoraba el alejamiento. Ya no se veía la alberca. Ya no se veía el nogal grande en cuya copa los chicos construyeron una vez una cabaña. Ya no se veía la casa, de fachada azul, donde estaba la taberna. Tras el carro estaba, allá al final de la carretera polvorienta, el pueblo. El carretero hablaba y hablaba. Rechinaban los ejes. Chascaba la lengua del carretero para animar a las mulas. Una cuerda colgante dejaba tras el carro un surco serpenteante, como del paso de una culebra. Y Ernesta veía acercarse el otro pueblo. Primero la torre de la iglesia hacia la cual iba recto el camino. Luego los tejados rojos, rosados, pardos. La línea de chopos recortada en el azul, trazando el curso del arroyo medio seco, como todos los de Castilla en el verano.
Sin darse cuenta apretaba el asa de la maleta colocada junto a sus piernas. Pensó en lo que sería aquella casa donde iba a comenzar una nueva vida. Tendría que trabajar mucho. No se asustaba. Trabajar no importa. ¿Le darían de comer? Comer era una obsesión. Ella nunca comía mucho. Pero la madre le había advertido: «Si pasas hambre, te vuelves». Se imaginó maltratada por las gentes de la casa. Se compadeció a sí misma. El carretero volvió un momento la cabeza y la encontró a punto de llorar. Se echó a reír.
—Mujer, si pareces una criatura. ¡Que no te van a comer! Siempre, cuando se sale de la casa, le entra a uno miedo. Si yo te contara… Cuando fui soldado, el servicio no era como ahora, era mucho más duro. A mí me mandaron a Levante. Cuando me enteré de para donde íbamos, me entró una congoja que, fíjate, soy hombre y no me avergüenzo, me pasé lo menos dos noches llorando. Y eso que me había salvado de ir a África, No sé lo que me pasaba. Si me dicen que me llevan a África, pues no lo hubiera pasado peor. Era el salir de casa. Yo estaba llevando un carro, como ahora, y del mismo sitio al mismo sitio que ahora. Había visto algo más de mundo que los otros, pues nada, estaba apabullado. El salir de casa cansa y asusta hasta que te acostumbras. Si ahora me dicen, viejo y todo, que si quiero marchar a América porque allá atan los perros con longanizas, pues igual lío los bártulos, licencio a la familia y me largo. ¿Por qué no? Ya verás en cuanto llegues y tomes confianza con ellos, que son buena gente; se te pasa la tristeza en menos que canta un gallo.
Entraban en el pueblo. El carretero saludaba a los vecinos. Estos le gastaban bromas:
—¿Qué traes de valor, buena pieza? ¿Qué has pescado en el camino?
El carretero inflaba el pecho:
—Mirad, mirad lo que traigo.
Ernesta estaba asustada ante las miradas y los comentarios en voz baja de los hombres. De pronto el carretero dijo:
—Bájate, que aquí es. —La ayudó a bajar la maleta—. Te deben de estar esperando.
Ernesta ante el portal abierto y vacío no sabía qué actitud tomar. Tímidamente pidió permiso para pasar. Una voz de mujer le respondió desde dentro:
—Adelante quien sea.
Ernesta hizo un esfuerzo cogiendo la maleta y entró. Después de la luminosidad del camino, no acertaba a precisar los objetos en la penumbra del portal. Tropezó con un arca.
—¿Por dónde?
Una mujer salió secándose los brazos con el delantal.
—Pasa, pasa aquí a la cocina. Tú eres la que vienes a vivir con nosotros, ¿verdad? —La voz se ahogó en la garganta de Ernesta. Respondió con un «sí» casi suspirado. La mujer tenía una voz alegre. Los ojos de Ernesta se fueron acostumbrando a la oscuridad de la cocina—. No abro por las moscas. En seguida se llena esto de esas malditas. Siéntate, mujer, y descansa, que la caminata ha sido grande.
—Vine en un carro.
—No importa. El camino cansa lo mismo y el carro cansa más que el camino.
En la cocina había una gran mesa cubierta con un hule blanco. Sobre un platillo, una jarra de agua.
—Querrás refrescarte, ¿no es verdad? —La mujer le sirvió agua de la jarra. Estaba muy fresca. Empezó a hablar en seguida de las cosas que tenía que hacer. Explicó quién era ella—. Los he visto nacer a todos. Llevo en esta casa más de treinta años. Me llaman la señora María. Así me puedes llamar tú. Vas a ir a vivir al último piso. Ahora, en el verano, es un poco caliente durante el día, pero como tú durante el día no vas a estar metida en la habitación, te da igual. En cambio, en el invierno es el sitio más caliente de toda la casa, porque las habitaciones del primer piso son más grandes que un portegado y las del segundo no se usan nunca, a no ser que vengan de la ciudad invitados. ¿Sabes servir la mesa? Bueno; si no, ya aprenderás. Eso se aprende pronto. Además, aquí no se anda con demasiados refinamientos. La señora se llama doña Paula y los chicos… bueno, los chicos ya los irás conociendo. Te tienes que levantar a las siete, mientras haga calor; luego un poco más tarde. Tienes que ir a misa. ¿Tú vas a misa? Me lo imagino; no sé por qué te hago esas preguntas; claro que vas. Bueno, pues hay que ir a misa y luego preparar el desayuno; ya te enseñaré yo. Esta casa —afirmó orgullosamente— cuando yo era joven no necesitaba más que de mí, y eso que la señora estaba criando. Cuando más alguna mocita que me echaba una mano.
Hizo una pausa la señora María. Ernesta estaba enterándose de que prácticamente la que mandaba en la casa era ella y no la verdadera dueña. Era una criada vieja, y una criada vieja en Castilla acaba por ser tan de la familia como los que la forman. Todos los asuntos concernientes a la casa parecían estar en sus manos, porque en seguida le comunicó a Ernesta:
—Cuando tú necesites algo me lo dices. Tú no tienes por qué decírselo a otra persona; me lo dices a mí, que para eso estoy yo aquí. —Se engalló un momento—: Tú eres todavía muy joven para tener dinero, así que se lo mandaremos a tu madre. Como ella sabe lo que tú cobras, pues arreglado. Ahora esto no quita para que si tú quieres alguna vez comprar algo me lo digas —reafirmó—, me lo digas a mí, naturalmente, y entonces yo te doy lo que tú quieras y cuando llegue el mes se lo digo a tu madre y en paz.
Ernesta estaba escuchando, sentada casi de perfil y en el borde de la silla. La mujer continuaba hablando. Le dijo muchas cosas sobre el quehacer cotidiano, doméstico. Fue suave hasta la ternura y dura hasta la amenaza. En la cabeza de Ernesta todo daba vueltas. Ya no le quedaba tiempo de pensar en su pueblo recién abandonado. Subió a la habitación acompañada de la señora María y pudo comprobar que lo que le había anunciado del calor no era una exageración.
La habitación era un horno y tenía un acre olor que molestaba al olfato.
—Aquí vivirás con la otra compañera, que se llama Brígida. Brígida es una buena chica, aunque algo sucia; a ver si tú la metes en cintura. Suele dejar todo tirado y siempre estoy peleando con ella por eso. Confío en que tú no serás como ella. De todas formas, antes del invierno es muy posible que se vaya a su casa, porque allí la necesitan para el trabajo.
Ernesta dejó la maleta, cambió los zapatos que llevaba puestos, nuevos y además únicos en su ajuar, por unas alpargatas, y bajó a la cocina. Antes cerró la maleta cuidadosamente, con la llave colgada de una cadenita, junto a una medalla, en su cuello.
La dueña de la casa llegó al atardecer, cuando el sol se estaba poniendo. Era una mujer muy flaca, de pecho hundido, con las mejillas descarnadas, que parecía estar enferma. La señora María al lado de ella, tal vez por el abultamiento de las sayas múltiples que llevaba, parecía ser la imagen contrapuesta, la mujer ya vieja, pero fuerte, que ha sido capaz de dar cuatro hijos al mundo —cuatro eran los hijos de doña Paula— y que ha trabajado toda su vida sin merma de su vigor. Doña Paula nada más entrar en la casa, —Ernesta vio que había descendido de una tartana— se derrumbó sobre el primer asiento que encontró.
—Estoy muerta, María. Ya les había dicho yo a los chicos que no me llevasen, que iba a volver tronzada, pero como son unos caprichosos y venga de «Anda, mamá, anda, vamos hasta Landaverde»; pues no he sabido resistir.
—Ya les voy a dar yo a ésos —dijo la señora María—. Si me hubiera usted hecho caso, ahora estaría tan pimpante en su habitación, fresca y descansada.
Doña Paula se dejaba mimar por la señora María.
—Tienes toda la razón; no vuelvo a salir de casa en todo el verano.
—Pero ¿a quién se le ocurre sacarla a usted con el calorazo que ha hecho? Buena van a llevar esos bandidos.
Ernesta estaba parada en la puerta de la cocina, esperando que la señora María la presentase. La señora María se volvió un momento hacia ella.
—Tráete un vaso de agua bien fresca para la señora.
Luego le dijo a doña Paula:
—Es la nueva chica, parece formalita y educada. Ya veremos.
Los hijos de doña Paula entraron dando voces en el portal.
—No seas quejica, mamá, que no es para tanto. Si en toda la tarde no te has movido… Si has estado sentada en la silla en un sitio fresco sin que nadie te molestase.
La madre se quejaba:
—Es que a mi edad se cansa una de todo. No sabéis lo cansada que estoy. No puedo salir de casa; en cuanto salgo valgo menos que una perra chica.
En la casa el trabajo era duro. Brígida, la compañera, era una muchacha casi inútil, que se pasaba el día yendo de un lado a otro sin hacer nada positivo. La señora María la reñía constantemente. A la noche, cuando se acostaban, le gustaba contar a Ernesta las pequeñas cosas que le habían sucedido durante el día, entonando la voz como si fueran cosas muy importantes. Ernesta se dormía y todavía ella seguía hablando hasta que se daba cuenta. Entonces apagaba la luz y antes de dormirse suspiraba continua y profundamente. Al principio Ernesta la escuchaba en sus comentarios sobre las labores cotidianas; luego ya no le hizo caso.
Los hijos de doña Paula estudiaban y vivían en la ciudad, excepto el mayor, que se pasaba todo el año en el pueblo. El mayor se llamaba Ponciano y había quedado mutilado de una pierna en la guerra. Andaba siempre como amargado y trataba mal a Brígida y a Ernesta. Brígida decía que le tenía más miedo que a un nublado. Ernesta le fue conociendo el genio y se enteró por la señora María de la causa de su amargura. La señora María le explicó:
—A Ponciano, que es al que yo más quiero, le dejó la novia plantado. La quería a rabiar. Menuda arpía debía de ser ella. En la guerra se casó con un italiano y ahora vive en una ciudad que llaman Nápoles. Entre que le dejó la novia y que perdió la pierna, el hombre se ha amargado. Yo creo que ha cogido asco a las mujeres. Es que las hay…
Ernesta se enterneció y procuró servirle lo mejor posible, en adelante.
En el otoño se marchó Brígida a su casa, y tres de los hijos de doña Paula a la ciudad. Ponciano se quedó. Arrastraba su pierna artificial por la habitación, dando vueltas y más vueltas antes de acostarse. Ernesta le oía cuando subía la escalera hacia su cuarto después de haber terminado las últimas labores de la noche. Tumbada en su cama, pensaba en el señorito Ponciano. Cada día le parecía mejor. Cada día detestaba más a la novia que le dejó plantado, y trataba de imaginársela. La señora María le había dicho que era una mujer muy guapa. Tuvo ocasión de comprobarlo; una mañana en la que, estando haciendo la habitación del señorito, encontró el cajón de la mesilla de noche abierto. Nunca había tenido la curiosidad de mirar en él. Fue una casualidad. Descubrió la fotografía de una mujer, pero casi no la distinguió. Estaba llena de manchones de tinta y de plumadas fuertes y como dadas con rabia. Pensó que aquélla era la novia del señorito y a la tarde le contó a la señora María el descubrimiento. La señora María se puso repentinamente seria:
—¿Estás segura —le preguntó— de que la fotografía era la de una mujer muy morena, guapetona, que tenía una dedicatoria en un ángulo?
Ernesta se desconcertó:
—Creo que sí. No la pude ver bien porque estaba toda la fotografía llena de tachones. No me atreví a cogerla para verla mejor. Pero creo que sí, que era como usted dice.
La señora María le ordenó:
—Mañana te fijas bien y me lo dices. Yo no quiero ni entrar en la habitación porque él… él es muy escamón, y yo no quiero. Ese hombre se va a volver loco. Tú mañana te fijas bien, ¿eh, Ernesta?
Al día siguiente Ernesta abrió el cajón de la mesilla y revolvió cuidadosamente entre las cosas allí almacenadas. La fotografía no estaba. A la hora de comer el señorito Ponciano llegó del campo inexplicablemente contento.
A Guillermo Arenas lo trasladaron. El traslado le contrarió. Se encontraba a gusto en el pueblo. Le mandaban a Castilla. Se despidió de la gente que conocía, de una muchacha con la que había salido alguna vez, de los compañeros, y al tren. En el vagón de tercera recuperó el humor hablando con los demás viajeros, campesinos y tratantes de viaje corto en el Correo a los pueblos o a las ferias de los alrededores. Un gitano viejo, vestido de azul marino, con un pañuelo blanco cayéndole del cuello como una serpiente, le ofreció vino de una botella con tapón de caña.
—Beba usted, señor guardia, por su salud y por la mía, que no me tropiece con usted oficialmente.
Era un cumplido. Guillermo aceptó la invitación y dio en contar cosas de gitanos.
—Detuvimos una vez a uno que se llamaba Valentín Zafra, que debía de ser de Badajoz…
Interrumpió el gitano:
—¿Quién, un hombrachón de unos cuarenta años, tratante era su oficio, muy hablador, muy alegre, que para todos tenía una buena palabra?
—Pues sí, algo parecido. Era alto, dijo que se dedicaba a la trata de ganado y hablaba continuamente.
—Ese, señor guardia —dijo el gitano—, es medio sobrino mío. De los Zafra de Badajoz. Todo un hombre de bien. Eso es, todo un hombre de bien.
La conversación era alegre. Fueron bajando los campesinos y los tratantes. El tren avanzaba lentamente. Hacía un calor húmedo en el interior del vagón, que pegaba las espaldas a las tablas del respaldo del asiento. Pasó el mediodía. El cuerpo lo sentía Guillermo como una sucia burbuja que de improviso fuera a reventar. El vagón olía a barniz y a resina y a corral. El tiempo pasaba lentamente. Miraba al campo por las junturas de la rejilla quitasol. Y pensaba. Pensaba en el pueblo donde le habían destinado. Un pueblo de Castilla del Norte, seguramente frío en invierno, como el polo, y caluroso en verano, como el mismo infierno. Y además de todo esto, más pequeño, más pueblo que el que acababa de dejar. Estaba arreglado. En cuanto pudiera lograr un traslado para Andalucía, no lo dudaría ni un instante.
El tren marcaba en dos tonos el ritmo de la marcha, acercándose a Despeñaperros.
Estaban bajando cubas de un camión. Desde el balcón corrido del primer piso de la casa, Ernesta veía realizar la operación. Un plano inclinado formado por dos o tres tablones y una soga gruesa eran los elementos que tres hombres, entendiéndose por medio de gritos casi guturales, manejaban en la descarga de las cubas. El hombre que sostenía la soga desde el camión, saltaba al suelo cuando ya había descendido una cuba y la empujaban, rodando, sus dos compañeros hasta la entrada del almacén; entonces cogía un puñado de polvo y se frotaba con él las manos recalentadas y enrojecidas por la labor. Ernesta imaginaba el placer que debía de sentir el hombre al frotarse las manos con el polvo fresco de la plaza. El polvo con el que los niños, en las mañanas de primavera, cercano el verano, antes de que el sol caliente la tierra, juegan, gustando de echarlo de una a otra mano en un riego suave y refrescante.
Desde el balcón vio pasar por primera vez a Guillermo Arenas recién llegado al pueblo y que, con un compañero, salía de servicio al campo. Ernesta lo siguió distraídamente con la mirada. Volvió la cabeza hacia los hombres que descargaban las cubas del camión, hasta que la voz de la señora María la arrancó de la contemplación.
La llegada de un guardia nuevo, de un forastero, de alguien que fuera a estar en el pueblo algún tiempo, constituía siempre un acontecimiento. Las mujeres y los hombres hablaban exagerando o precisando las noticias que se tenían del que acababa de llegar. Si era un guardia, se corrían inmediatamente rumores sobre la tierra de donde provenía.
—Si es extremeño (no querían significar únicamente que hubiera nacido en Extremadura, sino que de ella viniera), malo —decía algún campesino—; nos va a querer meter en varas y va a haber disgustos.
—Si es de ciudad nos va a amolar con papeles y pijadas —comentaba alguien que tenía su negocio en la carretera, es decir, en el transporte de cereales o de animales, sin demasiados requisitos de guías de la delegación correspondiente. Comenzaban por localizar la tierra en la que había nacido o servido y acababan las mujeres, si era joven y no estaba casado, por localizarlo sentimentalmente. Ernesta, sin querer, sin preocuparse por nada, llegó a enterarse de parte de la vida de Guillermo Arenas y de los proyectos para el futuro del mismo. Le dijeron que el guardia Arenas tenía muchas ganas de casarse. Ernesta no dio ninguna importancia a la noticia.
Las viejas suelen comentar las bodas, los noviazgos, los nacimientos y las defunciones con respecto a una determinada fecha del año. Fecha que suele ser la de la fiesta del Patrón o Patrona del pueblo. Dicen: «Murió Fulano poco después de la Virgen. O tales se hicieron novios por la fiesta de la Virgen. O se casaron domingos antes de la Virgen». Las fiestas del pueblo sirven de referencia para situar los acontecimientos importantes de la vida. En las fiestas, la vida cobra dinamismo, toma un ritmo nuevo, rápido, lo que fue languideciente observación o reticente estrategia. Ernesta y Guillermo ya habían hablado y se habían mirado cautelosa y misteriosamente durante el invierno y la primavera. Los encuentros ocurrían como de casualidad. La señora María estaba sobre aviso y ejercitaba una labor docente, consubstancial a su modo de ser, con Ernesta.
—Mira, muchacha, tú todavía eres muy joven. Deja que pase el tiempo, deja al tiempo que corra para que aprendas más, para que entiendas a distinguir y no te dé la ventolera por el primer hombre que te mira como mujer.
Ernesta callaba y en su habitación, ya sola, pensaba en Guillermo, con una fe ingenua e inquebrantable en que tenía que suceder algo a lo que temía, pero que le parecía hermoso. Los encuentros con Guillermo continuaban siendo, en apariencia, casuales y seguían revestidos de la misma sorpresa de las primeras conversaciones, de los primeros escarceos de diálogo, que al principio torpe pero intuitivamente, situaban a ambos en zonas de mutuo contento.
Llegaron las fiestas de los principios del estío. Las hogueras de San Juan estaban prendidas en la plaza del pueblo desde el atardecer. La señora María, después de cenar, le había dicho a Ernesta que podía salir, si quería, a la plaza, con cuidado de no regresar tan tarde que al día siguiente fuera para ella un como día prieto de sueño, casi sonámbulo; ya que no se podía ni se debía ni se permitía abandonar las labores de la casa en una fiesta en la que el trabajo se multiplicaba importantemente.
Saltaban los mozos y las mozas, emparejados, las hogueras en las que se quemaban junto a las ramas, de las que se habían provisto en los bardales los piroentusiastas, los objetos más extrañamente caídos en desuso. Un mozo arrojó a las llamas un lavabo de madera astillada cuya palangana servía, hacía mucho tiempo, en un corral para que bebieran las gallinas. Otro echó en la hoguera dos escobas viejas. La gente en la plaza celebraba los hallazgos de objetos viejos y quemables, con risas. Ernesta estuvo un momento contemplando, escuchando y olfateando las llamas, la algarabía y el humo, hasta que se le acercó Guillermo.
El viejo rito de la gaseosa como supremo lujo en la noche de San Juan se llevó a cabo.
—¿Qué quieres que tomemos? —preguntó Guillermo.
E inmediatamente, con el rechazo tácito para los licores o para el vino dulce que una mujer de campo tiene en los supuestos comienzos de un noviazgo, Ernesta contestó:
—Nada. —Hasta ver que él insistía. Y luego, ante la insistencia, porque el juego aun desconociéndolo, se aprendía espontáneamente—: Bueno, pues una gaseosa.
Una gaseosa que en el hombre del campo despierta algo como un respeto por la mujer que la toma.
En la noche de San Juan, Ernesta y Guillermo fueron felices. Rieron todo lo que buenamente pudieron: los calzones quemados del mozo heroico delante de las mujeres, que salta como un diablo por encima de las llamas insistentemente; el miedo del retrasado mental, ya de edad, al que las mozas cruelmente impulsan hacia la hoguera entre risas, mientras él llora no se sabe si de miedo o del humo de las ramas verdes. Rieron y acabaron tomando a última hora otra gaseosa Ernesta, y una copa de anís vertida en agua Guillermo, porque los hombres en las fiestas, como en cualquier manifestación de la vida, se tienen que distinguir con algo fuerte.
Para finales del verano, todo el pueblo sabía que Ernesta y Guillermo eran novios, aunque Ernesta lo negara al que se lo preguntara, al contrario de Guillermo que, sin contestar positivamente, otorgaba callando, con un vago gesto y una vivaracha alegría en los ojos. Doña Paula, por sugestión de la señora María, llamó un día a Ernesta:
—Me he enterado de que tienes novio. ¿La cosa es formal?
Ernesta se puso colorada.
—Pero, mujer, eso es normal; no tienes por qué ponerte colorada. Contesta.
Ernesta odiaba en aquel momento a la señora María, la vieja, la bruja, que había ido con el cuento. Articuló apenas:
—Sí, señora.
—Muy bien. De modo que pensáis casaros.
—Sí, señora.
—Pues tienes que ir preparándolo todo. En casa te ayudaremos en lo que podamos.
La entrevista fue reproducida a Guillermo por Ernesta aquella misma noche. Guillermo lo celebró muy contento.
Los padres de Ernesta, cuando se enteraron de que se iba a casar su hija con un guardia, se llenaron de gozo. «Es un buen partido —pensó Paulino—; un guardia no tiene que estar sometido al trabajo a jornal, tiene un sueldo y de él puede vivir muy bien. Nuestra hija ha tenido suerte».
El asunto se tomó con calma porque no era cosa de que la hija fuera al matrimonio apenas con lo puesto. La madre de Ernesta hacía esfuerzos económicos para poder comprar a su hija las cosas que juzgaba había de necesitar. Lo comentaba con algunas vecinas:
—Sí, se va a casar con un guardia. Él tiene mucho porvenir. Estamos muy contentos, no podíamos haber encontrado nada mejor. Ernesta es muy dispuesta y sabrá llevar bien la casa.
Los compañeros de Guillermo le gastaban bromas que él aceptaba sonriente:
—Pero, hombre, como te casas tan joven, ya vas a ver lo que es bueno. Lo que haces no es recomendable, a no ser que tengas muchas ganas de tener mujer. Te van a ascender a cabo por héroe. Casarse en estos tiempos no lo hacen más que los muy ricos o los que tienen más narices que el difunto Espartero.
Dos meses antes de la boda, doña Paula comunicó a Ernesta que podía irse a su casa a trabajar, aunque no por eso dejaría de percibir el sueldo que le correspondía. Ernesta se volvió muy contenta para su pueblo. Volvió en el carro que la había traído hacía dos años y durante todo el camino habló con el carretero. El carretero tenía pocas ganas de hablar; decía que en el vientre se le revolvía, dándole picotazos, un nidal de avispas.
—Estoy como enfermo y se me ha ido el humor y las ganas de silbar. Si esto sigue así y no se me cura con la manzanilla, tendré que ir a ver al médico.
Ernesta le recomendó que dejara de beber en las cantidades que tenía fama de hacerlo.
—Si dejo de beber, y ya estoy viejo para cambiar, me muero como un pajarito. El vino limpia los intestinos de todos los humores malos.
Ernesta seguía recomendándole métodos para que le desapareciesen los dolores. El carretero la miró un instante al entrar en el pueblo.
—¡La de vueltas que da el mundo! Hace dos años la triste eras tú, criatura, y ahora soy yo el que está alicaído y desmadejado. La de vueltas que da el mundo, ¿eh?
Ernesta bajó de un salto frente a la puerta de la casa de sus padres.
* * *
En la guardia relevó Ruipérez a Pedro Sánchez. El sol estaba ya descendiendo. La tormenta, lejana. La sombra de la muralla se extendía como una mancha violeta. Chirriando volaban las golondrinas en escalas violentas, tan pronto rozando la tierra como ascendiendo hacia el cielo, hasta que parecían perder fuerza y se lanzaban de nuevo sobre la tierra. Del suelo se levantaba un calor pegajoso.
Ruipérez miró a la lejanía, por la que rodaba la tormenta.
—Si hubiera llovido haría fresco.
Pedro se echó el fusil a la espalda. No deseaba hablar.
—Están rezando con el cura —advirtió Ruipérez.
—Bien.
Pedro caminó hacia el Cuerpo de Guardia.
Las gallinas titubeaban antes de entrar en el corral, donde se fraguaba la oscuridad primera. Los pasos de Pedro sonaban duramente en el silencio del patio.
—Antes que se ponga el sol estarán aquí —repitió el párroco.
—No sé cómo pueden tardar tanto. No les debió de pillar muy lejos lo que sucedió. Acaso es que esté herido y tienen dificultades para traerlo. De todas formas, algo se tenía que saber.
El alcalde encendió un cigarrillo, hecho calmosamente, con torpeza campesina.
—Abra las ventanas, mujer; ya ha pasado el calor fuerte —dijo el cura.
Sonsoles abrió las ventanas.
Carmen pensaba en sus hermanas, en Madrid, en la vida sin sobresaltos, en la tranquilidad de volver a casa y encontrar todo como lo dejó. Una de las hermanas se había casado, la mediana. La otra se había divertido. No, no era un mala mujer. Se había divertido y había hecho bien. Ella lo aprobaba. A la vida hay que sacarle lo poco que tiene. No se le puede tachar a nadie de que haga lo que le parezca, aunque nosotros lo juzguemos como malo. Allá cada uno. Los que han sacado algo eso llevan ganado y total ella ¿qué había sacado? Muy poco y si ahora… no lo quería ni pensar. Mejor pensar en otra cosa. Pensar por ejemplo, en la miseria de las mujeres que la rodeaban. Evadirse y dedicarse a valorar lo que había sido la vida de las demás. Allí estaba María, que tenía, que creía tener más inteligencia y estaba mejor preparada que cualquiera otra para la vida. ¿Y qué? Lo mismo que Ernesta, que no era nadie, que no había sido nada, que apenas pensaba y que seguiría siendo nadie hasta que se muriera. Nadie, como todas. Nadie: la mujer de un guardia. Nadie; una pobre mujer esperando allí a que le trajeran al marido muerto, tirado en unas angarillas, para que se diera cuenta de que no era nadie o menos que nadie.
Sentía una rabia acongojada por todo lo que estaba sucediendo. Le molestaba la cara de Sonsoles fija en cualquier movimiento de las manos del cura, moviéndose al unísono de las manos. Y ¿quién era allí más feliz que otra? Ninguna. Sonsoles estaba descansada como Felisa, porque sus maridos no estaban en el campo. Pero, por lo demás… ¡valiente vida! Hubiera arrojado todo por la ventana, hubiera dejado todo. No, su hermana mayor no se había equivocado. Puede que alguna vez se sintiera triste. Pero ¿quién no se siente triste alguna vez? Pues sí que ése era un consuelo para las mujeres que hacen las cosas como Dios manda.
—Sería mejor que los chicos, en el caso de que ellos se presentaran de improviso, estuvieran aquí dentro y no jugando por los alrededores.
—Sería, desde luego, mejor, Felisa —dijo el párroco.
María Ruiz sentía que el cerebro se le vaciaba. No podía pensar en nada. Oía las palabras que se decían, vagamente como disueltas en el sueño. Sin embargo, se fijaba en sus manos, en las arrugas de sus manos, en los poros de la piel de sus manos. Los nudillos. Y los moscardones que tienen la piel como arrugada, exactamente como los nudillos de las manos de una persona. Y la piel de las ingles, que es como la de la unión de los dedos. Y las venas que se retuercen, que parecen sarmientos o alambres.
El alcalde estaba intranquilo y expulsaba el humo del cigarrillo con fuerza. El humo hacía remolinos, formaba trombas, se deshacía seguido por su mirada hacia la ventana.
—Lo recordaré toda mi vida. Fue durante la guerra. Llegaron al pueblo, al atardecer, unas patrullas de milicianos de Madrid. Nosotros sabíamos que los nacionales estaban cerca. Los milicianos iban a pasar la noche tan tranquilos. No habían dado las diez de la noche cuando entraron los otros por la punta del pueblo.
El alcalde hizo un silencio. Expulsó humo hacia la ventana.
—Fue la peor noche de mi vida. Los vecinos no sabíamos qué hacer. En el Ayuntamiento se refugiaron unos cuantos milicianos y se enzarzaron a tiros. Al día siguiente los enterramos a todos, menos a unos cuantos que se rindieron y que se llevaron para la retaguardia. Fue, como digo, la peor noche de mi vida.
Hablaba el alcalde y las palabras se perdían sin que nadie fuera capaz de prestarle atención.
Ernesta se levantó de pronto.
—Ya están aquí —gritó—. Ya están aquí.
Todos se levantaron. María Ruiz salió al patio. El patio estaba en silencio. Miró hacia el Cuerpo de Guardia. La cabeza de Pedro Sánchez se inclinaba sobre la mesa. Entró en la casa. Ernesta estaba llorando.
—Calmadla. Son los nervios. No ha llegado todavía nadie.
Ernesta parecía poseída de un ataque de nervios. Se fue calmando poco a poco. Carmen hablaba de los nervios de algunas mujeres.
—Hay mujeres que no se pueden dominar. Yo misma, no sé, a veces quisiera saltar, marcharme. Hay cosas que son superiores a la naturaleza.
María consolaba a Ernesta.
—No ha sido nada, mujer. Ya vendrán. Nos has sobresaltado.
Ernesta suspiraba fuertemente.
Felisa insistió en llamar a los chicos.
—Debería llamarlos. Voy a ir a avisarlos.
—Espera un poco —dijo María—. Yo iré contigo y tal vez les podamos decir lo que pasa, con cuidado para que no les coja de sopetón y…
El párroco añadió:
—Es conveniente que estén preparados. Si ustedes me necesitan…
—No, es mejor que se lo digamos nosotras. Se asustarán menos.
Estaban todos los chicos sentados al pie de la muralla mirando al pueblo. El mayor de los hijos de Felisa contaba algo que todos escuchaban con gran atención. Hacía un rato que habían terminado de fumar ajén y todavía escupían sin cesar. Uno de ellos afirmó que para quitar el olor del humo de ajén lo mejor era mascar hojas, aunque la lengua se pusiera verde y supieran amargas. Vieron desde lejos acercarse a las dos mujeres y se pusieron todos de pie.
—¿Qué hacéis aquí tan juntos? ¿Qué estáis planeando?
Hablaba Felisa. Los chicos temían algo que no sabían precisar. Nunca se les había ido a buscar. Siempre se les llamaba a grandes voces desde la puerta del castillo.
—No hacíamos nada. Estábamos contando cosas.
—Buenas cosas contarás tú, calamidad —siguió Felisa. Luego cambió el tono—: Tenéis que veniros al castillo. Andando, vamos para casa.
María se acercó al mayor de los hijos de Felisa y lo apartó del grupo. Felisa caminaba despacio, rodeada de los chicos.
—¿A que habéis venido a fumar?… Ya verás cuando se enteren vuestros padres.
—No, no hemos fumado…
—Bueno, eso ya lo veremos. Y tú, que tienes todos los morros verdes —se fijó en el pequeño—, ¿has comido hierba? Buena cuadrilla de sinvergüenzas estáis hechos todos.
María Ruiz no acertaba a hilar mentalmente las palabras que debían servir de explicación de lo ocurrido al hijo mayor de Felisa. Sentía tensa la atención del niño, esperando las palabras reveladoras.
—Tú, que eres el mayor, eres el que tienes que responder mejor. Tú ya sabes que a veces ocurren en la vida cosas imprevistas, cosas que ninguno de nosotros desea, pero que ocurren y para las cuales no hay remedio. Cuando ocurre algo así, hay que hacerse cargo, hay que reaccionar como una persona mayor. —María guardó silencio—. Ya estás hecho un hombre. No eres como los pequeños, que se asustan por todo. Hoy es un mal día para los que vivimos en el castillo. Han matado a uno… No se sabe a quién. Han matado a uno de los que han salido al campo. Entiendes, ¿verdad? Sabemos que lo traerán luego. Tú lo que tienes que hacer es estar con los demás chicos cuando lo traigan y procurar que no se asusten. Os estáis en mi casa o bien en casa de tu madre hablando.
En los ojos del chico había aparecido tras un instante de inquietud una veladura de preocupación. Estaba muy serio. Se responsabilizaba de los demás chicos.
—No se preocupe. Estaremos en casa hablando.
—Bueno, pues esto es lo que te quería decir. Tu madre te lo explicará más tarde. Procura que no armen mucho ruido; que hablen, pero sin gritar.
El cielo por oriente tomaba un color azul argentífero, con un leve matiz de oscuridad lejana. Descendía el sol hacia poniente. En el campo había una mansedumbre soñolienta. Los olivares brillaban como plata vieja, oscuros y blancos. La misma oscuridad y blancura de las golondrinas en rápido vuelo. La misma de las murallas a contrasol, blancas las piedras en la sombra.
Entraron en el castillo. Ruipérez miró profundamente a su hijo mayor al pasar junto a él. No le dijo nada. El chico se sintió reconfortado con la mirada de su padre. Le dijo a María:
—Nos vamos entonces a la casa ahora mismo.
—Sí, podéis ir.
El párroco se levantó en la habitación y se dirigió al patio, luego al Cuerpo de Guardia. Se sentó junto a Pedro Sánchez.
—Convenía tal vez que usted llamase a la Comandancia.
—Hasta que no tengamos noticias claras o se presenten aquí, no hay por qué hacerlo. Ellos ya saben parte de lo ocurrido, quiero decir que saben lo mismo que nosotros.
El párroco reparó en el papel amarillo colocado sobre la mesa. Pedro le explicó:
—El traslado del cabo. Nos hemos pasado todo el año suspirando por un traslado y, ya ve usted, trasladan al que lleva menos tiempo aquí.
—Son cosas del servicio, ¿no?
—Sí, son cosas del servicio.
Del servicio, de las cosas del servicio, meditaba Ruipérez en la guardia, con la mirada hundida en la tierra junto al sendero de las hormigas. Del servicio, de las cosas del servicio, meditaba Ruipérez, mientras el fusil y el hombre formaban una larga sombra en el umbral de la puerta del castillo. Del servicio, de las cosas del servicio, tomaban sus primeras lecciones los chicos del castillo de labios del hijo mayor de Felisa.