LA CALLE SE DESLIZABA en suave pendiente hacia la ribera del Manzanares. Las casas no estaban alineadas; formaban rinconadas y patinillos en las aceras, donde se abrían tiendas y tabernas. La altura de las casas era variable; junto a alguna alta, de fábrica nueva, se recogían las de uno o dos pisos, y las tejavanas que servían para guardar carros o eran empleadas como almacenes. Las aceras eran a veces muy estrechas, a veces demasiado anchas, en comparación con la calzada. Sorteando coches y carros, los chicos jugaban en medio de la calzada y las niñas buscaban el amparo de las aceras para trazar con yeso los cuadros de la mariquita o del juego de la teja. Desde primera hora de la mañana hasta las diez de la noche, la calle estaba llena de gente, de voces, de ruido, de olores diferentes de las casas de comidas con las puertas abiertas, de una alegría jaranera de patio de vecindad.
Carmen vivía con sus padres y hermanas en una casa de tres pisos. Vivían en un interior. El patio de la casa se abría sobre el tejado de un almacén de frutas y en el verano tenían echadas las persianas, siempre, por las moscas gordas, pesadas, repugnantes, que subían del almacén. Al almacén le llamaban el cementerio de los tomates. Todas las mañanas los carros de los basureros se llevaban una gran cantidad de estos frutos, en estado casi de licuefacción, en grandes cubas, que tapaban con trozos de arpilleras.
La madre de Carmen solía hacer chistes: «Con la cantidad de tomates que se llevan estos tíos, los cerdos que crían deben de agarrar unas cagaleras espantosas. O a lo mejor los emplean para hacer conservas y nos dan el pego en las tiendas, con los tomates del cementerio». El olor del almacén en el verano era tan penetrante, que sofocaba. En cuanto el padre llegaba del trabajo y se aseaba, se marchaba rápidamente a la taberna de Fisio, que estaba en los bajos de la casa, o mandaba cerrar todas las ventanas, aunque hubiera que sudar la gota gorda.
Las hermanas de Carmen trabajaban. La mayor en una fábrica de botones, la otra de chica de recados con una modista. Carmen las admiraba. ¡Sabían tantas cosas! Al regreso del trabajo, si no tenían que salir con cualquier disculpa, se quedaban contando chismes a la madre. Esta, cuando el chisme era subido de color, solía decir, como pura fórmula, a Carmen: «Niña, baja un rato a jugar a la calle». O: «Vete a ver a tu amiguita del segundo». Naturalmente, Carmen no se marchaba y se quedaba escuchando, sin comprender demasiado, pero sabiendo que aquello que decían era algo importante y misterioso que le producía un escalofrío por todo el cuerpo, que le gustaba.
Pocas veces solía llegar bebido el padre de Carmen. Era un hombre que resistía mucho y su mujer estaba muy orgullosa de ello. A las amigas de la vecindad se lo hacía notar: «Mi Santiago es todo un hombre. Resiste lo que deben resistir los hombres, bebiendo y…» Las vecinas se reían la mar con la madre de Carmen. Así lo decía alguna: «Con este demonio de la Pepa nos reímos la mar; lo que digo, la mar». Y era verdad. Tenía sus golpes hechos, sus timos, sus muletillas, pero a veces le brotaba la gracia un poco chocarrera y entonces las vecinas se reían la mar y la tierra en una pieza.
La madre de Carmen tenía sus ideas sobre los oficios de las mujeres. Los dividía en oficios para mujeres propiamente dichas, oficios para perdidas y oficios para marimachos. Las fábricas, a pesar de que tenía la hija mayor en una de ellas, no eran sitios adecuados para mujeres; allí sólo debían trabajar las marimachos. Las mujeres debían trabajar, si lo necesitaban, en el taller de una modista, en una peluquería, en una perfumería, o algo así. Después, lo que quedaba era para las que habían perdido todo lo que tenían que perder. Por ejemplo: ¿qué más daba ser tanguista que ser señorita masajista a domicilio? Las vecinas estaban conformes con lo que decía la madre de Carmen y los oficios de las mujeres no eran materia que levantase polémicas.
No había apreturas económicas en casa de Carmen. El padre ganaba bastante en su oficio —era dorador— y a veces hacía chapucillas por fuera, apropiándose galanamente de los panes de oro, cuya vigilancia era difícil, en el taller donde trabajaba. Carmen, cuando su padre trabajaba en casa, sobre la mesa del comedorcito, le miraba con aire estupefacto. Era muy delicado el señor Santiago en sus trabajos particulares. No se le perdía ni una «miajita» de pan de oro.
—Ni una miajita he desaprovechado. Estoy satisfecho.
Guardaba el cuchillo, las piedras de ágata, la almohadilla y se iba a beber vino, no sin antes precisar:
—Esta cornucopia ha quedado que parece de oro cobrizo.
Las chapucillas le subían al señor Santiago desde el Rastro y sus aledaños.
Carmen fue primeramente a un colegio modesto y después recibió clases de una señorita aún más modesta que el colegio donde había aprendido a leer y a escribir. La madre, en un rapto de megalomanía, quiso que Carmen aprendiera francés.
—Si aprendes francés —dijo—, todas las puertas se te abrirán en este mundo. Una mujer que sabe francés se puede colocar donde quiera y luego si tiene suerte, establecerse por su cuenta.
La madre, cuando dijo esto, soñaba con una gran peluquería para su hija. Una peluquería en la que Carmen sólo tuviese el trabajo de ver trabajar a sus empleadas y de recibir a las señoronas que aparecían por allí a que les rizasen el pelo, les hiciesen unos tufos o la permanente a la última. El porvenir se le presentaba a Carmen perfectamente claro. «En cuanto tengas dos años más entras en casa de la Asun —una vecina peluquera— para que te vayas entrenando».
Unos Carnavales Carmen tuvo un disgusto serio. Tenía once años y estaba bastante desarrollada. Se le ocurrió disfrazarse y en unión de unas amigas andar por la calle haciendo tonterías. A la madre le entusiasmó la idea y la disfrazó, a conciencia, de mujer mayor. Carmen añadió al indumento dos postizos de trapos, que fueron los causantes del disgusto. El disgusto lo tuvo con un señor que iba disfrazado también y que esperaba a río revuelto. No pasó nada, pero Carmen aprendió una lección que no se le olvidaría en la vida. Llegó a casa llorando y a las preguntas de la madre no respondía más que entre hipos ruidosos:
—Un señor, mamá, un señor que me ha confundido.
Cuando se enteró el señor Santiago, el disgusto aumentó. Llamó idiota a su mujer, a la hija y a las hermanas, que acababan de llegar de un baile justamente para cenar y pensaban marcharse de nuevo. No dejó salir a nadie. Cerró la puerta de la calle con llave y se fue a la cama. Las hermanas de Carmen esperaron un tiempo prudencial y se escaparon. El señor Santiago dormía a pierna suelta, su mujer velaba y Carmen seguía todavía suspirando profunda y ruidosamente.
Carmen entró en la peluquería a principios del año treinta y cinco. Tenía trece años y había crecido todo lo que tenía que crecer, según su madre. La recomendación fue muy simple. Un día se encontraron en la calle la madre de Carmen y Asun la peluquera. La madre dijo:
—Te voy a enviar a mi chiquilla para ver si puedes sacar algo de ella. ¿Qué te parece?
Asun le respondió:
—Me parece de perlas. Precisamente ahora necesitaba yo una chiquilla así para que nos ayudase, porque Feli se va a casar y nos deja, y entre mi hermana y yo no podemos atenderlo todo. Tu chica nos vendrá muy bien para las cosas pequeñas. Además, te advierto que en esto en seguida se pone al tanto. ¿Cuándo me la mandas?
—Tú dirás —dijo la madre de Carmen.
—Pues que venga el lunes próximo; así empieza la semana. Yo no le puedo dar mucho ahora, pero si ella es lista, en unos meses puede pasar de ayudanta a aprendiza y entonces…
—La cantidad de puestos que tenéis en ese negocio, Asun; ni que fuera un Ministerio: aprendiza, ayudanta… ¿Tú qué eres?… Lo menos capitán general, ¿no?
—Yo soy la jefa —respondió la peluquera.
—Bueno, bueno, te la envío para que aprenda, no para que la mareéis sin ton ni son.
—Descuida, Pepa.
Se despidieron.
La nueva vida en la peluquería la llenó de regocijo. Mientras Asun y su hermana trabajaban, ella atendía los pedidos de cosas que le hacían y escuchaba las conversaciones de la clientela, que no era muy escogida, pero resultaba divertida. Asun peinaba a una sola mujer de dudosa reputación.
—Yo prefiero cerrar antes de convertir la peluquería en una casa de fulanas —decía.
Pero aquella mujer de dudosa reputación no era una cualquiera. Se decía que un señor muy señor la tenía retirada, en una pensión de la calle del Mesón de Paredes. Era callada y no se tomaba muchas confianzas con las peluqueras. Carmen, cuando la veía entrar, la miraba temerosamente mientras saludaba. La mujer le decía siempre lo mismo:
—Ya estás hecha una mujer, Carmen; ya va a haber que darte Él usía.
A Carmen le recorría el cuerpo una corriente fría.
La peluquería era el mentidero de la calle. A la peluquería llegaban, llevados por las vecinas, todos los chismes de la calle. De la peluquería salían transformadas y desorbitadas noticias que habían sufrido la corrosiva acción de la charla de las clientes. Carmen se enviciaba en las conversaciones que escuchaba. Si su madre la hubiese sacado de la peluquería, le hubiera dado un grave disgusto. Se enteraba paulatinamente de todos los sucesos y casos importantes del barrio. Sabía ya quién tenía un marido que se entendía con una vecina, o una hija que no andaba derecha, o un hijo que se dedicaba a la lucrativa profesión de afanar carteras en los tranvías o en el «metro». A la noche lo comentaba con su madre:
—Mamá, ¿a que no sabes de qué me he enterado hoy? —Y sin dejarle responder, comenzaba la narración—: Que la Benita, la hija de la pescadera, ha dejado plantado a su novio… Sí, aquel larguirucho que andaba tan acaramelado con ella; bueno, pues le ha dejado… ¿qué te parece?… ¿Y a quién crees que le está haciendo la ratonera, pasando una y otra vez delante de su puesto? A Romero, el de la pescadería de abajo. Ha dicho mi jefa que pretenderá unir los dos negocios para que no haya competencia. —Y seguía contando—: Han cogido a Valentín Sánchez, a ese que llaman el Franela. Dicen que la policía andaba desde hace mucho tiempo detrás de él, pero como es un tío muy listo, no le podían probar nada, hasta que le han echado el guante en el momento en que se escapaba de un tranvía con la cartera de un señor.
La madre la escuchaba gustosa. Solía ocurrir que a las primeras noticias de Carmen la madre le dijese:
—Pero eso ya lo sé —o, por el contrario, que prestase más atención y le requiriese impaciente—: Cuenta, cuenta…
Las hermanas de Carmen calculaban posibilidades con los chicos de la calle, ayudadas por su madre.
—Por ése no te dejes acompañar, que no va con buenas intenciones. Para divertirse, hija, sirven todos; para maridos sirven muy pocos. Conque ¡ojo al Cristo!…
Carmen también opinaba:
—A mí me parece que ése se ha arreglado con la Lucía por lo que dicen en la pelu… Ten cuidado con él; tiene peor fama que Luis Candelas.
El otoño del treinta y cinco fue muy alegre. Carmen encontró los primeros chicos que se empeñaban en acompañarla a casa dando antes una vuelta hasta la plaza de la Cebada y queriéndola invitar, hechos unos hombrecitos, a «infantiles de vermut». La madre se enteró de esto por la misma razón que se enteraba Carmen de todas las cosas de la gente de su calle. La vida estaba lanzada al exterior. La intimidad apenas existía. Todo el mundo vivía volcado en la calle; había un deseo de ver, de ser visto, de enterarse, de que se enteraran. A la madre le fueron con el cuento en seguida: «A tu chica dicen que la han visto por los bares de la plaza de la Cebada, acompañada de unos mocosos». A la noche, en cuanto llamó a la puerta, la madre la cogió de un brazo y la hizo pasar a la cocina:
—De modo que haciendo oposiciones a golfa, ¿eh? Mira, Carmen, por esta vez pase, pero como me vuelva a enterar yo, y sabes que me enteraré en cuanto lo repitas, que te vas de bureo a los bares de la plaza con unos amiguitos, se te cae el pelo. Dejas el trabajo y no vuelves a pisar la calle en lo que te queda de vida. De modo que enterada, ¿no?
Quiso reaccionar Carmen:
—Pero, mamá, si voy con el hijo de la… Si nos tomamos unos vermuts y nos venimos para casa inmediatamente…
—Pues ni vermuts ni hijo de la Mercedes ni nada. De la pelu te vienes derecha a casa o arde Troya.
El señor Santiago llegó muy triste un día. Había tenido un altercado, en el taller, con el dueño. El altercado había comenzado con unas palabras del dueño:
—Oiga usted, Santiago, no meta tanto oro en la labor, porque no es necesario. Me he dado cuenta de que estas últimas semanas gasta usted panes como si yo tuviera una mina en el almacén.
Al señor Santiago le temblaron las manos cuando cogió con la delicada pinceleta el pan de oro para aplicarlo en la mancha almagre del bol.
—Don Fernando, gasto el que tengo que gastar. —Le entró una rabia sorda—. ¿O es que cree usted que me lo llevo?
El dueño agravó el rostro. Al señor Santiago le faltaron momentáneamente las fuerzas. No se atrevió a mirarle a la cara.
—Yo no creo nada, Santiago; nada, a pesar de lo que me dicen por ahí. Lo único que le digo es que no emplee tanto oro. ¿Me ha entendido?
El señor Santiago siguió trabajando.
—Sí, don Fernando, le he entendido.
El dueño se marchó a la oficina. El señor Santiago le vio a través del mamparo de cristales sentarse en su mesa y comenzar a escribir sobre los grandes libros de contabilidad. Pensó en el que había ido con el cuento al dueño. El que le había ido con el cuento seguramente tenía también cosas que ocultar, porque en el taller todo el mundo se llevaba lo que podía, desde las virolas de las brochas hasta los botes de esmalte. Pasó revista mentalmente a los obreros que trabajaban con él. Iba pasando los nombres y añadiendo hasta la filiación política del compañero, «Fulano no ha podido ser; es de mi sindicato. Fulano tampoco; todo lo que se le puede quitar al burgués le parece bien. Fulano, éste… —se quedó un instante meditando— éste que se traga los santos ha podido ser; en cuanto me entere me va a oír». El nombre se le fijó obstinadamente en la cabeza. «Sí, éste es el que ha tenido que ser. Menudo perro está hecho. Mucho andar con los curas a vueltas a todas horas y luego es capaz de denunciar a un compañero sin más ni más, simplemente por darle coba al burgués».
El señor Santiago llegó triste y no quiso explicarle a su mujer la causa de su tristeza. Tenía que terminar una chapuza para una tienda del Rastro, pero no se puso a trabajar. Se sentó un momento e inmediatamente se lanzó a la calle.
—¿Adónde vas, Santiago? —preguntó su mujer.
La respuesta fue un portazo.
Carmen se dejaba aconsejar por su madre.
—Tú no debes relacionarte ahora con ninguno de estos perdis del barrio. Tú tienes que picar más alto. Claro, todavía no ha llegado el momento, pero un empleado con porvenir es lo que te conviene. Hay que saberse guardar. Todas las mujeres se tienen que recoger. Recogerse a tiempo es lo acertado, es la clave. —Usaba el verbo recoger en el sentido matrimonial de buscar refugio en un hombre, porque las cosas de este mundo estaban dispuestas así según decía—. Anda ahí y que trabajen ellos. Tú a las cosas de la casa. Una mujer no debe trabajar fuera de su casa cuando se ha casado, porque fuera acechan malos vientos y si no se quiere faltar al hombre que se quiere, lo mejor es no ponerse en situación de hacerlo.
Las elecciones del año 1936 fueron movidas en el barrio. A un vecino de la casa le abrieron la cabeza en un bar, de un botellazo, por manifestarse en términos no muy escogidos sobre la política de las izquierdas, justamente en el bar donde el señor Santiago y sus amigos se reunían a hablar de la vida, de la política y sus problemas. Lo llevaron a casa, entre el señor Santiago y dos amigos, después de haberlo pasado por la Casa de Socorro, con la cabeza envuelta en vendas y el cuerpo desmadejado.
—Ha sido un accidente por irse de la lengua —precisó el señor Santiago—. En los tiempos que corren lo mejor es no irse de la mui, dejarla quieta en remojo, aunque sea de vinagre. Hay que aguantar, porque en cuanto uno se manifiesta en público le atizan por donde menos se espera. A éste le han dado una buena lección, que no va a olvidar en su vida.
El señor Santiago y sus amigos no cumplían las más elementales reglas de salvaguardia personal, porque se pasaban los atardeceres en la taberna o en el bar, discutiendo fervorosamente programas políticos y posibles conveniencias para la clase obrera.
—Nosotros tenemos que estar contra los burgueses, porque es de ley que estemos contra los que nos explotan. Si yo sé el oficio tan bien como mi burgués, no sé por qué va a ser él el amo y yo el esclavo que le ayuda a engordar y a comprarle a su señora lo que tenga por gusto. Naturalmente que él ha heredado todo de su padre, que si no lo hubiese heredado estaría ahora como nosotros aquí, discutiendo los pros y los contras del derecho de heredar. Eso de heredar era una cosa que se debía suprimir.
Había un guasón en la taberna que les tomaba el pelo a todos con sus frases:
—Señor Santiago, y si uno hereda de su papá en vez de una buena renta, una buena sífilis, ¿qué dice usted: que se suprima el derecho de heredar?
Se reían todos; el señor Santiago se molestaba:
—Eso es otra cosa, amigo. Porque en este país todo tiene muy mala organización. Al que tiene sífilis, en cualquier país civilizado le prohíben tener hijos y se acabó.
Continuaba el guasón:
—¿Y qué hacen?, ¿los capan?
Muchachos conocidos de Carmen repartían candidaturas por la calle. Se voceaban infinidad de periódicos y de hojas volanderas. Alguien, de vez en cuando, hacía un discurso a la puerta de una taberna. Los oyentes eran pocos en número y siempre había en el grupo alguien que desbarataba con sus bromas las argumentaciones del presunto orador. Entonces era cuando intervenían los amigos:
—No seas así, hombre, que esta vez va en serio, que no es para que te traigas esas coñas, que ya está bien de cachondeo. O uno más exaltado la emprendía con el bromista:
—Cállate, so mandria, que de tipos como tú, saboteadores y esquiroles, se valen las derechas para seguir repartiendo leña y haciendo lo que les da la gana con la clase obrera.
El bromista se callaba si veía que las cosas se ponían feas, o disimuladamente tomaba la calle por sí se perdía alguna guantada y la recibía él. Se decían entre injurias y vayas, cuando había en el grupo algún tipo así:
—Se está rifando una bofetada y algún cabrón lleva todas las papeletas.
Carmen en cuanto dejaba la peluquería se iba a casa. La madre le había recomendado:
—Estos días es preferible que vengas pronto. Los ánimos están muy cargados y no vaya a ser que, sin comerlo ni beberlo, te ocurra algo por la calle. Ayer, sin ir más lejos hubo tiros en la Puerta del Sol y ya ves, le tocó la china a una pobre mujer que vendía lotería, que seguramente la política le importaba tan poco como a ti o como a mí.
En la peluquería se hablaba de política, pero de una manera especial. Interesaban las anécdotas, los chismes, los sucesos que se producían. Carmen atendía sin perder palabra, luego hacía comentarios con su madre y hermanas. Asun preguntaba a las clientes:
—¿Y qué se cuenta? ¿Está muy revuelto el ambiente? —Siempre se las daba de nuevas.
La cliente le respondía:
—Se dice que si van a atentar contra el presidente los de… porque es un cagueta y no ha metido en varas a los curas y a toda su morralla.
—Pues sí que vamos listos con esta gente. Unos tienen miedo y los otros tienen más.
Intervenía otra, que estaba metida casi enteramente dentro del secador:
—Nanay. Si supierais la que armaron ayer en un bar de la Gran Vía unos señoritos y las que les dieron unos taxistas, no hablaríais así.
De todo lo que se comentaba se deducía que lo que necesitaba el país era mucha leña, buenas anécdotas, chismes teñidos de un leve tinte de pornografía y que, cuando llegase el momento, cada uno hiciera lo que le diese la gana.
Asun se mostraba partidiaria del amor libre, aunque organizado.
—A mí eso de que te echen la bendición y estés atada al mismo carro toda la vida, no me convence. A mí me parece mucho mejor, si quieres a un hombre, irte a vivir con él sin más historias. ¿Que le dejas de querer? Te vas con otro al que quieras, y así sucesivamente.
La que constantemente sacaba la cabeza del secador le contestaba:
—Pero así, Asun, te vas a pasar queriendo tíos toda la vida, como una furcia. Eso no es solución.
Respondía la peluquera:
—Pero todo con orden. No así como así.
—Que te crees tú eso. Para lo que tú dices, es mejor lo que le tengo oído a una amiga: los melones y los hombres, a cata. Te quedas con el que sabe bien, y no hay discusiones. Eso y no otra cosa es lo normal.
Carmen estaba aprendiendo mucho. La peluquería era una buena escuela de madrileñismo. Se le tornaba el lenguaje barroco en el empleo de las imágenes cuando deseaba explicar algo que salía de los puros moldes de la conversación. La madre atendía a esta transformación de la hija, con cierto orgullo y algún temor. Una amiga le había comunicado:
—Tu chica tiene gracia. Cuenta unas cosas…
Pasaron las elecciones. Llegó la primavera. Había alegría en las calles, pero un soterrado sentimiento de espera cambiaba la alegría, que parecía no ser tan completa como otros años. Carmen a pesar de los consejos de la madre, se dejaba acompañar por mocitos del barrio, que le decían cosas fuertes disimuladas en una jerga entre poética y barata, que a ella le gustaba. Naturalmente, tenía una amiga, una acompañante, que no era tan guapa como ella, y que hacía las veces de ángel custodio con su persona. Si alguno de aquellos muchachos se ponía pelma con su palabrería, era la amiga la encargada de decirle con la cara muy seria:
—Deja ya eso, que te vas de caña. Deja a la Carmen en paz, que no sabéis decir más que guarradas.
A Carmen le encantaba aquella protección de la amiga fea, que a ella le evitaba la tensión de la respuesta y a la otra le hacía ser más avispada en las contestaciones. Era un juego simple y repetido entre las chicas de su calle. Las guapas se acompañaban de las feas. Las guapas tomaban un aire impertinente de princesas que descienden a hablar con sus servidores, y las feas seguían el juego defendiéndolas con su sola presencia, cuando no con sus palabras.
Carmen vivía lunáticamente su adolescencia. Con las medias y el jersey de trencilla muy ajustado, tomó un aire de mujer mayor al andar, que a veces hacía volver la cabeza a los hombres que pasaban junto a ella. Oía comentarios que la llenaban de gozo: «Cuando esta chiquilla sea mayor, va a traer del queque a más de un importante». La vigilancia de la madre era suave. En cuanto llegaba a casa la repasaba con la mirada, como queriendo descubrir algo que no había ocurrido, pero que podía ocurrir cualquier día. Las recomendaciones no eran tampoco muchas: «Que no vayas al cine tanto, que te vas a quedar ciega de tanto estar en la oscuridad. Se te llena la cabeza de polillas y cualquier día nos das un disgusto». Lo de «cualquier día» no se cumplió.
Dejó a la amiga fea y se dedicó a salir asiduamente con un muchacho del barrio. El muchacho tenía buena pinta y parecía, a pesar de sus pocos años, muy formal. Trabajaba en una papelería y presumía de saber el negocio a la perfección. «Si yo tuviera unos cuartos —decía—, me hacía en seguida con una tiendecilla en un barrio ole y me inflaba de oro. Porque esto del papel, Carmen, deja muchos billetes, aunque te parezca mentira».
Avanzaba mayo. En un gran solar cercano a la ribera del Manzanares habían instalado algunas barracas de feria. Barracas pequeñas de tiro al blanco con carabina y arco. Barracas que eran la avanzadilla de las verbenas y que todavía, en los días oscuros, tenían un vago aire de suburbios de la feria, distanciadas entre sí, despintadas, sin el acompañamiento de la música estridente de los tiovivos.
Bajaban Carmen y su acompañante hasta las barracas. Disparaban con las carabinas. Celebraban los blancos con risas. Luego ascendían hasta su casa haciendo de vez en cuando una parada en un bar, a tomar un vermut y una ración de patatas. El chico iba a su lado vigilante y orgulloso. Se volvía a mirar fijamente a los que se quedaban contemplando el paso de la pareja:
—¿Qué pasa? —galleaba—. ¿Es que no ha visto usted una mujer?
—Bueno, hombre, bueno.
Los que se quedaban mirando eran hombres ya entrados en años, sin ganas de broncas, con la mente llena de malos pensamientos. Una vez un tipo se pasó siguiéndolos toda la tarde del domingo. El chico se fue hacia él y le dijo:
—¿Qué quiere usted? Nos viene siguiendo desde hace tres horas. Como le vuelva a ver detrás de nosotros…
El otro le calló. Era policía. Un policía que se sabía aprovechar de su condición de policía y que con bastante frecuencia, hacía chantaje a las parejas jóvenes. Carmen y el chico apresuraron el paso.
Carmen contó el incidente en su casa. El señor Santiago se puso hecho una furia.
—Hasta la autoridad está corrompida. Ese sinvergüenza, ese… lo que quería es otra cosa. Ya puedes andar con cuidado, Carmen, y cuando te ocurra otra cosa igual me lo dices, a ver si yo le pesco y la cosa acaba en la Comisaría con el guarro y el mal nacido ese.
La madre de Carmen se asustó:
—En mis tiempos no ocurría esto. Ya podía ser una mujer de bandera la que anduviera sola por la calle, y no una chiquilla como tú, que la gente no se metía con nadie. Eso sí, te decían algún piropo de pasada, pero en cuanto tú ponías la cara larga, ni hablar; te dejaban tan tranquila.
Con las primeras verbenas, la tensión en los barrios populares aumentó. En la calle, le abrieron de nuevo la cabeza al vecino, que se pasaba, en sus apreciaciones políticas, de listo. Decía el señor Santiago que no comprendía cómo a un hombre tan cauto y tan trabajador como lo era el vecino, se le ocurrían las cosas que se le ocurrían.
—Y no escarmienta, Pepa, y no escarmienta. La gente está toda igual. Con los nervios tirantes. Por cualquier cosilla arman la que arman. Como siga esto así, va haber que dejar de verse con los amigos, porque un buen día el de la cabeza rota soy yo, un suponer, y entonces me zullo en la madre de todos los políticos y politiquillos del mundo. La vida está muy revuelta.
La vida estaba muy revuelta. En los periódicos venían todos los días noticias terribles. El señor Santiago se impresionaba cada vez que se enteraba de un nuevo atraco, de una nueva huelga, de una nueva rociada de tiros en la calle tal o en la calle cual. La madre de Carmen notaba algo raro en el ambiente y se lo comunicaba a su hija:
—Cuanto menos andéis por la calle, mejor. Hay por el mundo una serie de bárbaros sueltos que confunden la política con el hacer lo que les da la gana, y hay que estar sobre aviso. Está Madrid como si hubieran soltado a todos los presos que cumplen por haber matado a sus padres o por violar hasta las piedras de las aceras.
Carmen contaba en su casa que Asun, la peluquera, era socialista.
—Hoy lo ha dicho bien claro: «Yo soy socialista, y cuando se arme saldré a la calle a ayudar a los míos». Una que estaba allí le ha dicho: «Bueno, Agustina de Embajadores, a ver si es pronto el día que te vemos a ti sólita en la Puerta del Sol, tirando con un cañón contra los de Asalto». Y ¿qué te crees que le ha contestado Asun? «Pues ya me verás, chica, ya me verás y te vas a asustar porque hay que estar ciega para no ver que se está preparando la gorda».
Carmen seguía repartiendo felizmente el tiempo entre el chico que la acompañaba y la peluquería. Los domingos, con otros amigos, se iban a la Dehesa de la Villa a practicar el camping. Lo decía el acompañante: «Lo mejor un domingo es hacer un poco de camping. Luego, a última hora, un bailoteo y a casa, porque como te quedes en Madrid seguro que te llevas el gran susto en uno de los bailes, como para nosotros, porque siempre hay alguien encargado de armar un tomate».
El calor del mes de julio sacaba de sus casas, por la noche, a todos los vecinos de la calle. Se formaban tertulias que duraban hasta las dos de la mañana y en algunos balcones había gentes tendidas sobre colchones, aspirando el frescor de la noche.
Las tertulias se formaban normalmente con grupos de hombres y mujeres, que se separaban. Las mujeres se sentaban en sillas bajas, a charlar interminablemente, abultando los chismes del barrio. Los hombres, sentados en los bordillos de las aceras, los más jóvenes, y los mayores de edad en alguna silla sacada de una taberna, bebían vino y hablaban de política. A veces se interrumpían las conversaciones de todos y crecía una morbosa expectación cuando se oía la campana del coche de los bomberos, que se precipitaba por alguna de las calles paralelas, hacia el lugar del incendio. Se abrían los comentarios: «Habrá sido en los almacenes de madera de la ribera, o en las casas de junto al mercado, o éstos van hacia la estación acortando por aquí, porque son del parque de…»
Carmen, hecha una mujer, se cogía del brazo de su acompañante y se dejaba besar en el oscuro de las esquinas, antes de llegar a casa. La madre tenía siempre la misma reprimenda en los labios:
—Como vuelvas a venir otro día tan tarde, no entras.
Y la disculpa era también la de todos los días:
—¿Qué quieres, que me aburra oyendo a tus amigas contar cosas que ya me sé de memoria? Además mis hermanas vienen más tarde que yo y no les dices nada.
—Tus hermanas ya son mayorcitas, guapa —ironizaba la madre— y se saben cuidar.
Cuando Carmen oyó a su padre que los militares se habían sublevado en África, no le dio ninguna importancia. Ya estaba bien acostumbrada a la tensión de la gente mayor comentando las andanzas políticas de la nación. Durante el día acudió a su trabajo de la peluquería; al anochecer, salió cogida del brazo, a una distancia prudencial de su casa, de su acompañante de siempre. Fueron hasta la calle Mayor, donde entraron en un bar a tomarse unas cervezas. La madre estuvo esperando un gran rato su vuelta. Cuando llegó le dijo:
—Vaya disgusto que me has dado, Carmen. ¿Es que no tienes oídos, es que no te has enterado? Tu padre está como loco. En Usera ha habido tiros para parar un tren de mercancías.
Carmen se fue a la cama tan tranquila, quejándose del calor.
* * *
La sombra de la muralla ofrecía un grato refugio al perro jadeante. Allí estaba tumbado, con el vientre pegado a la tierra, parpadeando de sueño, la lengua roja y salivada colgando de las abiertas fauces. Se desprendía un hilo de baba y el perro cerraba automáticamente las mandíbulas en un vano deseo de atrapar el hilo. Volvía el parpadeo, que por unos momentos cesaba. Las moscas zumbaban en torno de su cabeza, que él movía cachuzada.
Acababan de hacer el relevo. Pedro volvía al Cuerpo de Guardia, avanzando con la cabeza baja. Le tiraba el tricornio de la piel de la frente, pero no se lo quería quitar hasta llegar al cuarto. Entonces la liberación del tricornio le produciría mayor placer.
Dejó el tricornio sobre la mesa y se estuvo un rato contemplándolo. Su imagen se reflejaba en el hule borrosamente. Extendió las manos y lo apartó. Pensó que era como un gato negro y furioso que le clavara mientras estaba al sol las uñas, irremediablemente colocado sobre su cabeza. Se soltó las cartucheras y respiró hondo. Se estaban cumpliendo las leyes de la guerra. Estaba pendiente su atención de la negrura del teléfono. De un momento a otro sonaría con la comunicación esperada. Se sabría por fin, con exactitud lo que había ocurrido. Sonsoles le hablaba desde el otro lado de la ventana que daba al patio.
—Pedro, María ya está enterada.
—Bien. ¿Cómo lo ha tomado?
—No sé. Ha dicho que ella se encargará de comunicárselo a Carmen y a Ernesta. ¿No sabéis todavía nada?
—Todavía nada.
—María se ha encerrado en su casa. Ahora voy a acercarme. No dejes de llamarme en cuanto sepáis algo.
Pedro volvió la cabeza.
—Ya te avisaré.
Sonsoles fue hacia la casa de María. Entró.
—María, María.
La voz de María era dura.
—Pasa. Estoy aquí, en el dormitorio.
Al principio no la supo distinguir más que como una gran mancha negra sobre el albor de la sobrecama.
—¿Te encuentras mal?
—No. Estoy bien.
—He hablado con Pedro. No saben todavía nada.
—Es mejor. Si una se enterara así, de repente, sería como para volverse loca.
—¿No crees que es mejor saber toda la verdad de una vez? Por lo menos descansaríamos de esta tensión.
María comenzó a hablar muy despacio, como recordando, como si Sonsoles no estuviera en la habitación escuchándola.
—Esperábamos el traslado. Si nos hubiesen concedido el traslado hubiéramos tenido ocasión de comenzar en algún sitio de nuevo. Baldomero y yo hemos estado hablando del traslado durante estos dos últimos años casi cotidianamente. Podía haber llegado antes, podía haber llegado con la esperanza…
Sonsoles no la entendía.
—Pero, María, ¿qué dices? Hasta que se sepa la verdad no debes desanimarte.
—Es como si le hubieran matado a él. Si aparece, habrá resucitado.
Sonsoles pretendía infundirle ánimos.
—No, María, no. Estate tranquila, sosiégate, ya verás…
—Ya veré… sí, seguramente ya veré…
María se incorporó en la cama.
—Voy a levantarme. Hay que decirle a Carmen lo sucedido.
—Sí, hay que decírselo, pero debes esperar a estar más calmada.
Volvía María a hablar como si recordase.
—Bonita historia le voy a contar. Bonita historia, después de haberme pasado los años contando en este… —hizo una pausa—… salvaje… Sí, salvaje y absurdo lugar. ¡Quién nos habrá mandado aquí! Ha debido de ser la mala suerte, que anda detrás de nosotros y de la que no nos podemos despegar.
Se levantó María. Fue hacia el espejo. Tenía los ojos más hundidos, las ojeras más marcadas. En el espejo se había oscurecido el azul.
—Parezco un cadáver —musitó María—, un cadáver que enseñara los dientes. —Hizo el ademán—. Estoy rabiosa, Sonsoles, contra mí, contra ti, contra todo.
Sonsoles no sabía qué contestar. Estaba asustada.
—Éste va a ser el principio de la locura. Todo el tiempo que ha transcurrido aquí, me parecía el principio de la locura, pero ahora va de verdad.
Sonsoles deseaba marcharse. Si hubiese estado acompañada de Felisa quizás, entre las dos, hubieran logrado calmar a María. María estaba febril. Hablaba con un inusitado reposo. A Sonsoles le parecía que la voz de María llegaba desde muy lejos, que eran los pensamientos tal vez que no se encarnaban en la voz y que ella, misteriosamente, era capaz de escuchar. María la miró fijamente.
—Conocí a una mujer poco después de la guerra; decían que estaba loca. Le habían matado el marido el último día. Fueron unos soldados que estaban disparando contra una pared en un pueblo. Él era sargento. Les iba a decir que dejaran de disparar. Nunca llegó a decirles nada. Rebotó la bala o ¡quién sabe! Cuando se lo dijeron a su mujer… —María cerró los ojos para recordar—. Cuando se lo dijeron y le advirtieron que había sido de la forma que digo, la mujer… ¿Tú sabes lo que le puede ocurrir a una mujer a la que matan el marido de una forma estúpida, cuando ya se ha hecho la paz, cuando todo ha terminado?
Sonsoles la miraba pasarse las manos por el rostro frente al espejo.
—No, María.
—Debió de ser algo terrible. Todo está en paz. La gente acude a una feria a divertirse. Seguramente están vendiendo bebidas en los tenderetes. Ellos pasan. Los saludan y les abren camino respetuosamente. No, respetuosamente no. Les tienen miedo, un miedo que disimulan con muy buenos saludos. En algún sitio pretenden invitarlos. ¿Lo has visto alguna vez, Sonsoles? Sí, los quieren invitar. No aceptan. Siguen por medio de la feria. Hacen una breve parada. ¿Conoces esas paradas vigilantes? Las gentes los miran. Temen que se vayan a meter con ellos, los temen. Acaso alguno, más cobarde que los demás, procura escurrir el bulto. Yo los he visto. Luego preguntan: «¿Y ése por qué se ha ido?». «No sabemos». Nadie sabe nada. Vuelven a caminar. Hasta el otro extremo de la feria. Entre el ganado se alzan voces. Caminan rápidamente hasta allí. Tal vez hay un herido. Voces: «Ha sido fulano o mengano». ¿Y qué? Los guardias se ponen a buscarlo por todos los sitios. Les llegan noticias confusas: Ha salido del pueblo, se ha largado al campo. Allá van los guardias. Luego…
Sonsoles estaba como hipnotizada. Se frotaba las manos nerviosamente sin dejar de mirar a María. María continuó:
—Luego salen al campo. Hace calor, mucho calor. Han acertado con el camino. Alguien marcha delante de ellos. Va armado. Han encontrado un hombre que les certifica que un tipo pasó corriendo hace muy poco tiempo, tan poco tiempo, que en cuanto suban al cerro lo podrán ver. Y suben al cerro y no ven a nadie. Entonces ¿tú sabes lo que hacen? Descuelgan los fusiles. Suenan los cerrojos y echan a andar muy lentamente. También tienen miedo. Los puede estar esperando donde menos se piensen. Miran a los olivos. Si estuviera detrás de un olivo, seguramente no les daría tiempo ni a encararse el fusil. Dispararía antes que ellos. Dispararía y ya sería tarde, tan tarde para alguno que ya no tendría remedio. Pero ellos siguen hasta que el disparo suena. Suena, Sonsoles, y ya no hay remedio.
María miraba al espejo fijamente. Calló. Sonsoles esperaba sus palabras. María abrió las contraventanas. Un alud de sol inundó la habitación. Se quedó mirando al patio. Luego dijo:
—¿Vamos?
—Vamos.
Las dos mujeres salieron al sol. Caminaron un poco hasta la casa de Carmen. Antes de traspasar el umbral oyeron voces.
—Está también Ernesta —advirtió Sonsoles—. ¿Qué hacemos?
—Esperaremos.
—Vamos a mi casa. Llamaré a Felisa.
—No, no la llames; ya tiene bastantes cosas de que preocuparse. Déjala tranquila.
Pedro veía a las mujeres andar por el patio. Pensaba en el tejido de preocupaciones que se estaba formando en el castillo. Pensaba que María y Sonsoles tenían un deber que cumplir mucho más penoso que el de ellos mismos, los hombres, en la espera de las noticias definitivas. Ese deber que regularizaba la vida profesional de todos ellos y de sus mujeres. Ese deber que, opinaba, a veces era tan inútil que costaba cumplirlo. Pero precisamente de ese tener que cumplirlo —¡ah aquella palabra, que se clavaba como una lanza!— nacía su propia virtud y la de sus compañeros. Nadie se separaba del deber; todos estaban atados al deber. ¿Qué era eso? Muchas veces pensaba que no era más que una carga que habían depositado en sus hombros gentes con más autoridad que ellos, más importantes que ellos, pero no gentes que hubieran sufrido tanto como ellos. Sin embargo, ellos estaban en el mundo con el único fin de cumplir con su deber.
Las mujeres se pararon delante de la puerta de la casa de Sonsoles. Pedro imaginó que él también entraba por aquella puerta y que llegaba hasta la cocina, donde se descalzaba, porque ya era de noche, y podía echarse un rato sobre la cama hasta que llegara Sonsoles y le dijera: «Quita de ahí, hombre, quítate el uniforme y no te estés ahí contemplando las musarañas. Tienes que aprovechar el sueño que mañana sales al campo».
Carmen y Ernesta hablaban de trivialidades. Ernesta quería hacerse una bata como la de Carmen.
—Tú la cortas y yo la coso. ¿Te parece?
—Tienes que tener cuidado de rematarla bien, porque estas cosas de mucho trote se estropean en seguida por las costuras…
Después de la bata, Carmen hablaba de cómo estarían, con el verano las calles de Madrid de gentes bien vestidas.
—Ahora ya nadie se va a San Sebastián. Está carísimo. Ahora hasta las mejores familias veranean en la sierra. Total, a dos pasos de Madrid. Pueden ir a hacer sus compras a Madrid y volverse tranquilamente en la misma mañana. ¡Cómo estarán los cafés de la Gran Vía por la noche! Las terrazas llenas. Además, que Madrid, Ernesta, con el buen tiempo, es un paraíso.
—A mí me gustaría ir alguna vez. Si Guillermo lograra que lo trasladaran allí… pero claro, eso debe de ser muy difícil.
Carmen alzaba la vista, nostálgica.
—Sí, eso es muy difícil. Lo estamos intentando nosotros desde no sé cuánto tiempo y que si quieres. Parece que se han dicho: ésos se tienen que quedar ahí hasta que se mueran.
La vida en el castillo, durante las horas de la tarde se desarrollaba con un ritmo lento y fugaz al mismo tiempo. Los comentarios se encendían en los anocheceres. Parecía que nunca terminaría de pasar el tiempo y, sin embargo, llegaba la noche sin que se percatasen de la marcha de las horas. Las horas del castillo, que eran inaprehensibles por su misma monotonía, que pasados los años seguramente no se podrían recordar más que como una gran mancha gris, surcada de conversaciones, de los trabajos de la casa. Imposible fijar en el tiempo un día u otro. Todos iguales, todos monótonos. En el invierno, con la misma pesadez debido al cielo oscuro, denso, sin movimiento. En el verano, con la misma pesadez de cielo alto, azul, quieto. Solamente en el otoño y en la primavera los días variaban con las nubes movilizadas por los vientos en el cielo. Y la vida en el castillo abandonaba su ritmo un momento, para volver en seguida a él, fabricando una ilusión de algo nuevo que nunca se sabía precisar.
Ruipérez, en la guardia, miraba hacia el horizonte, cubierto todo él de una ligera capa de nubes. La tarde se hacía bochornosa. Las piedras de las murallas, al sol, estaban ardientes. Bastaba posar una mano sobre ellas para localizar, en su misma esencia, la tormenta amenazante. Las piedras achicharradas, que poseen al contacto de la mano una suave, brillante y húmeda sensación de ingle. Ruipérez, en la guardia, miraba al horizonte desde el que, pensaba, se irían acercando, al compás de la formación de la tormenta, los compañeros que estaban en el campo. Los cuatro compañeros, de los que uno estaba muerto y al que traerían tumbado sobre unas parihuelas o una tabla. Deseaba que el tiempo transcurriese veloz. La guardia se le hacía interminable.
María había decidido llamar a Carmen.
—Cuanto antes lo sepa, va a ser mejor para todas. Por lo menos no tendremos que andar con este misterio, que a todas nos desasosiega y que tenemos necesidad y obligación de desvelar.
—¿La llamo? —preguntó Sonsoles.
—Sí, llámala.
* * *
Asun cerró la peluquería durante tres días seguidos. No le bastaban las noticias que llegaban y los comentarios que se suscitaban en torno a ellas. Quería verlo todo, estar en el centro de todo. Se fue hasta el Cuartel de la Montaña para ver lo que había por allí. Las amigas, cuando de vuelta lo contó, la admiraban profundamente:
—Pero ¿no te entró mieditis, Asun, con la que dicen que se ha armado allí?
Contestó:
—Ni me entró mieditis ni nada. ¿Os creéis que a mí unos tiros me vuelven histérica? Ya le dije a un miliciano que andaba por allí escondiéndose: «Si yo fuera hombre, a estas horas iba a estar como tú estás agazapado por las esquinas».
—¿Y qué te dijo? Porque ésos le sueltan un tiro a su padre por un quítame allá esas pajas.
—¿Qué me dijo? Pues, chicas, nada; ¿qué me iba a decir?
Y si me dice algo, se come la pistola, el fusil y la tapia del cuartel. Pues vaya…
Entró la madre de Carmen a preguntar por la peluquera. Se enteró de las aventuras de Asun. Comentó:
—Vamos, Asun, que Cascorro a tu lado es una hermanita de la caridad, ¿no?
El papel de Asun subió mucho en la calle. Las vecinas, en sus comentarios, desorbitaban los hechos. Decían:
—Pues cuentan y no acaban de ella. Dicen que cogió un fusil de un tío que estaba despanzurrado por allí y que comenzó a tirar como si tal cosa.
—Se necesita valor —comentaba otra—, porque a mí sólo ver una arma me entra un cosquilleo por las piernas como el que le entraba al Gallo cuando veía un toro negro. Las armas son para los hombres. Las mujeres no necesitamos más armas que las cacerolas y las sartenes.
La madre de Carmen recomendaba a su hija:
—Me parece que lo mejor va a ser que dejes la peluquería, porque si no, esa loca te va a envenenar. Se le ha metido la chifladura de la heroicidad en la chinostra y cualquier día le da por organizar un batallón de mujeres para irse a la sierra a pegar tiros. Está más chalada que el niño de las sales, que se mareaba en cuanto tomaba gaseosa. No te gila, la Asun…
Carmen dejó de ir a la peluquería donde ya ni se trabajaba ni se hacía otra cosa que discutir sobre la revolución. Se alegró. No le gustaba el cariz que iban tomando los asuntos de Asun.
A los pocos días, la calle entera se conmovió. Asun paseaba vestida con un mono, con un gran pistolón en la cintura, colgada del brazo de un miliciano joven. El comentario de la madre de Carmen fue: «Ya te lo decía yo, Carmen. Esta Asun, con tanto sentirse heroína, se va a complicar la vida. En cuanto le dé por hacer el general Weyler, nos fastidia a todas; da por seguro que nos moviliza y se nombra jefe de la calle y tenemos que empezar a saludarla militarmente, y a decirle a sus órdenes».
Carmen salía poco de casa. Sus hermanas seguían trabajando. El señor Santiago acudía puntualmente al taller. Apenas se veía con sus amigos en la taberna. Su mujer solía decirle:
—Anda, Santiago, hombre, baja un rato a echar una parrafada con los amigos. ¿No ves que aquí no pintas nada? Anda, no seas aburrido, vete a ver lo que hay por ahí. Distráete, hombre, distráete, que pareces un momia.
El señor Santiago, cuando bajaba a la taberna, lo hacía de mala gana. No se atrevía a hablar con los amigos de lo que estaba pasando. Todo lo más aventuraba un comentario o alguna noticia que oía:
—Pero ¿dónde vamos a ir a parar? Me parece que esta vez acabamos todos en el río.
Los amigos discutían las noticias como energúmenos. Habían perdido el tono mesurado con que hablaban antes. Ahora gritaban por cualquier cosa, y un día dos de ellos llegaron a insultarse. El señor Santiago quiso poner paz y no le hicieron caso. Le dijeron:
—Tú métete en tus cosas y déjanos en paz.
El señor Santiago se quedó asustado. ¿Dejarlos en paz cuando estaban riñendo a grandes voces y amenazándose peligrosamente?
—Tú lo que eres y te lo digo para que todo el mundo lo sepa así; como te lo digo: un cochino carca.
—Y tú —le respondía el otro— un ladrón que no ha hecho más que robar toda su vida. Y para que se enteren, yo de eso que tú dices no tengo ni un pelo, lo único que soy es una persona honrada.
Intervenía el tabernero:
—Si no os conociera a los dos, estoy por decir que habíais perdido el juicio. Ni éste es un carca, porque éste es de los míos, ni tú un ladrón. De modo que haced las paces.
Pero las paces duraban bien poco. Al día siguiente se enzarzaban otros dos, o los mismos. El señor Santiago decidió terminantemente no bajar a la taberna.
Carmen pasó el resto del verano ayudando a su madre en unas labores que le habían encargado. Algún día iba al cine, acompañada de la madre o con alguna de sus hermanas. Con el calor del verano, fumando el público en el salón de proyecciones, la atmósfera era casi irrespirable. En los anfiteatros se hacían gracias groseras que la madre definía en voz baja a su hija:
—Ya ves lo que traen éstos: groserías, cerdadas y cosas impropias de personas. Menuda gente; en cuanto ha faltado el palo, ya ves: hacen lo que quieren.
La madre de Carmen gustaba de la gracia, de la libertad y de que cada uno viviera a su modo, pero no podía soportar las cochinadas que, aprovechando la oscuridad, hacía y decía la gente.
Al principio del otoño, el señor Santiago dejó de trabajar en el taller. El dueño había cerrado por falta de labor. Los obreros le amenazaron con dar parte al sindicato. El dueño se encogió de hombros. Dijo que a él le daba igual, que ya no tenía dinero y que no había labor. Casi todos los clientes del taller pertenecían a las clases altas, que eran los que hacían los encargos fuertes, lo mismo que la labor seria corría por cuenta de los conventos. Realmente, en el taller no se hacía pintura industrial. Se hacía pintura decorativa, dorados, grabación en cristal y otros trabajos que no alcanzaban la mayoría de los demás talleres de Madrid. Con la guerra se acabaron los trabajos finos. Los obreros dieron parte al sindicato y se quedaron con la industria. El dueño y su familia desaparecieron. Los obreros cerraron poco después, porque no encontraban trabajo que hacer. Para entonces el señor Santiago andaba ganándose la vida con sus amigos del Rastro, que estaban de enhorabuena por la cantidad de negocios que se les ofrecían. Hacían la vista gorda y no se querían enterar de donde provenían tantos objetos de precio como llegaban a sus manos.
Cuando, a pesar de los nuevos negocios en que andaba metido el señor Santiago, las cosas se pusieron mal, decidieron que la familia se marchara a un pueblo de la provincia de Albacete donde tenían una tía. La decisión se llevó a efecto en la primera quincena de noviembre. La guerra estaba a las puertas dé la casa. La calle casi desembocaba en el frente. Alguna bala perdida había llegado a los tejados de las casas cercanas. El señor Santiago dijo una noche:
—No hay más remedio que irse hasta que pase todo esto. Tú, Pepa, te vas con las chicas. Ya os avisaré cuando podáis venir, suponiendo que antes no acabe todo esto.
Carmen y sus hermanas se fueron al pueblo acompañadas de la madre. La tía del pueblo no las recibió muy bien. Era una vieja, tía del señor Santiago, que vivía sola y que poseía una casita en las afueras, rodeada de un huerto al que solía salir a hacer que trabajaba todos los atardeceres. Carmen, sus hermanas y su madre no se sentían a gusto. Estuvieron casi un mes en el pueblo. Al mes se volvieron para Madrid.
En Madrid la vida había empeorado. Faltaban los artículos de primera necesidad. El señor Santiago estaba enfermo. No quiso avisar a su familia por no alarmarla. Le cuidaba una vecina. El señor Santiago no se quejaba de nada. Enflaquecía y tenía fiebre alta. Llamaron al médico. La opinión de éste fue que tenía una fuerte infección intestinal. No podía trabajar en una temporada, ya que la enfermedad lo desgastaría mucho. La madre de Carmen y las hermanas celebraron consejo. Luego se lo comunicaron a Carmen: «Tú te quedas con tu padre, nosotras vamos por ahí a ver si se encuentra algo, porque sino vamos a tener que comer piedras de la calle». Carmen protestó, pero las cosas se hicieron como habían dispuesto las mayores de la casa.
Carmen se pasaba el día de la cocina a la cama del enfermo. Sentía repulsión por las labores que se veía obligada a hacer. Cuando llegaban de trabajar la madre y las hermanas, la ayudaban. La madre entraba en la habitación de su marido y preguntaba:
—¿Qué cómo está el hombre?
El hombre respondía con vago gesto, con una palabra casi balbucida. Carmen afirmaba:
—No le baja la fiebre ni a la de tres.
La madre se quedaba un momento pensativa mirando a su marido. Luego fingía alegría:
—Vamos, hombre, que estás hecho un vago, que lo que tú quieres es pasarte la vida en la cama. ¡So manta! Animo, hombre, que en seguida te pones bueno y sales a llevarte a las chavalas de la calle.
El señor Santiago bajaba los párpados. Carmen decía:
—Dejadle, dejadle que descanse.
Se reunían todas en la cocina. La madre hablaba del estado de su marido:
—Me parece que ese medicucho no le ha acertado. Debe de tener algo más que una infección intestinal. Nunca lo he visto tan pachucho como ahora. No ha sido fuerte y ha pasado sus cosas, pero como ahora nunca le he visto. Me acuerdo cuando pasó la pulmonía. No me quité de la cabeza de la cama en una semana. Vosotras dos —señaló a las mayores— erais muy pequeñas y ésta todavía no estaba encargada. Creí que la que se ponía enferma era yo. Menos mal que pasó todo. Pero ahora…
Carmen adelgazó mientras duró la enfermedad de su padre. El señor Santiago, como dijo después, las había pasado moradas, pero salió adelante. Dijo:
—He salido de ésta con los pelos en la gatera, pero se conoce que todavía hago falta en el mundo, porque si no ya estaría en el cementerio con mi chaleco de madera, intentando hacer reverdecer algún cardo.
Carmen y el señor Santiago jugaban a las cartas interminables partidas. Cuando Carmen se cansaba, su padre hacía solitarios. Lo decía con una gran alegría infantil:
—Carmen, Carmen, me ha salido el de la serie; ven a verlo.
La hija le embromaba:
—Si serás tunante… ¿A que has hecho trampas? Hacerse trampas a sí mismo es un doble engaño.
Si el día estaba bueno, salían a dar un paseo por la calle. Las vecinas le saludaban:
—¡Vaya con el señor Santiago, que no quiere morirse! ¡Olé los hombres de verdad, que todavía están para muchas!
El lenguaje era crudo, a veces agrio, pero siempre lleno de simpatía.
Durante los bombardeos se resguardaban en un refugio que habían hecho por allí cerca y que la gente del barrio llamaba la Catedral.
—Si vas a la Catedral, ten cuidado con los sacos terreros, porque con el estrépito de las bombas se derrumban y te pueden pillar debajo. Ir a ese refugio es peor que ir al frente.
En una de las casas cercanas a la que vivían, cayó una tarde un obús. No pasó nada pero toda la calle se movilizó. Fue una desbandada, impulsada por un miedo pánico, que emocionó el barrio. El obús había entrado por la pared medianera, atravesando tres habitaciones sin estallar. Fueron a recogerlo los soldados de una brigada que estaba especializada en este servicio.
El muchacho que acompañaba a Carmen, se dejó ver un día por el barrio. Carmen le saludó muy fríamente cuando se encontró con él, a pesar de que había bajado a la calle para verle, avisada por una vecina. El chico iba vestido de miliciano. Le anunció que se marchaba al frente.
Carmen quedó estupefacta.
—Bueno, te vas al frente, pero hasta ahora, ¿se puede saber dónde has estado metido?
El otro le respondió ahuecando la voz y achulando el gesto:
—Si te lo cuento, niña, te desmayas. He recorrido medio mundo y estoy de vuelta. ¿Es que no te basta?… Y dejemos estas cosas; te invito esta noche al cine para celebrarlo.
Carmen dudó:
—¿Al cine? No, chico, al cine te vas tú solito si quieres, pero la hija de la señora Pepa se queda en casita jugando a que los dedos se le hacen huéspedes.
El muchacho se cortó. Lo había dado todo por hecho; humilló el rostro:
—Bueno, no es para ponerse así. Si no quieres venir, no vengas. No creas que voy a insistir más. Y ¿ahora me aceptas un vermut donde tú elijas, princesa?
Carmen se enfadó:
—Mira, menos guasas, porque… Pero ¡qué te has creído tú! Me estás confundiendo.
El muchacho se cansaba:
—Tengamos la fiesta en paz. Que tú no quieres venir y te las das de aristócrata en Biarritz… pues ándale; otras querrán venir. De modo, chata, que hasta siempre.
Carmen subió la escalera llorando. Las hermanas querían consolarla:
—Pero ¿qué te ha pasado? Cuenta, mujer. Deja de llorar, que vas a inundar la casa.
Carmen repetía:
—Yo he tenido la culpa, yo y sólo yo. Lo hubiera ahogado de la rabia que me ha dado. Es que es un chulo.
Intervino la madre:
—¿Quién es un chulo, hija mía, y de qué has tenido tú la culpa?
Los problemas de las cuatro mujeres eran distintos de los del señor Santiago. Los problemas de las cuatro mujeres, en aquello que nada tenía que ver con la vida de la casa, se examinaban y resolvían en la cocina, mientras el señor Santiago leía periódicos atrasados, porque, según afirmaba, no le agradaba enterarse de las cosas que estaban sucediendo en España. Las tres hermanas se relataban minuciosamente encuentros con hombres que podían valorarse como futuros novios. La madre arbitraba. Siempre, a última hora, ponía apostillas a lo que se había dicho:
—Me parece que mientras esto dure no debéis pensar en el matrimonio.
Y la respuesta inmediata de cualquiera de sus hijas:
—Vete a decírselo a Fulana, que ya está casada y cansada de estar casada.
La madre explicaba:
—¿Es que no entendéis que casarse así no es casarse ni medio casarse ni nada? Esos casamientos son inservibles. No hay más que una forma, la fetén, y ahora no se puede; de modo que a esperar tiempos mejores. Bien está que lo vayáis pensando, pero nada de apresuramientos.
El señor Santiago había dejado de fumar. Cuando sentía deseos de fumar, sacaba del bolsillo un puñado de simientes de girasol y lentamente las iba descascarillando y llevándoselas a la boca.
—Me estoy convirtiendo en un chaval. Tiene gracia que a mi edad esté dale que dale a las pipas de girasol…
Carmen charlaba con su padre cogiéndole de vez en cuando unas cuantas simientes y comiéndolas con mucha calma. Se habían acostumbrado a las pequeñas detonaciones y crujidos de las cáscaras, como música de fondo de la conversación. A Carmen le parecía que la conversación se hacía más íntima cuando era acompañada de las simientes de girasol.
Llegaron un día dos hombres a buscar al señor Santiago. Entraron muy ufanos en la casa cuando Carmen les franqueó la entrada.
—Tú eres Santiago Fernández el dorador; pues te vienes con nosotros, que tienes trabajo para hacer. Te andamos buscando por todo Madrid.
El compañero del que hablaba aclaró:
—Por todo Madrid, no, pero nos has dado la mañana. Hemos tenido que andar más que el tranvía de Atocha. Hemos ido a buscarte al Rastro, donde nos habían dicho que trabajabas. Menos mal que nos han dado bien la dirección de tu casa.
El señor Santiago, algo asustado, salió con los dos hombres. Ya en la calle, uno de ellos le ofreció:
—¿Qué si nos tomamos antes un chato?
El señor Santiago dijo:
—¿Todavía hay vino? Porque lo que venden por aquí es agua y vinagre.
Los hombres se rieron.
—No, hombre, peleón no. Un fino andaluz, que es lo bueno. Ya verás.
A la entrada de la calle estaba parado un coche. Montaron en él. El señor Santiago iba encogidito, tenía miedo. Sabía demasiadas cosas para no tener miedo. Tenía miedo al coche y a los individuos que charlaban sobre asuntos de mujeres. El chófer, a veces, los interrumpía:
—La juerga de ayer debió de ser monstruosa, ¿no? El jefe se ha levantado hoy con una resaca fenomenal; todo le ha parecido mal, tan mal que ha mandado a la Lola a la mierda en cuanto ha cruzado con ella dos palabras.
El trabajo del señor Santiago consistía en restaurar unas cornucopias muy retorcidas a las que faltaban unos adornos.
—Para esto necesito un tallista. Sobre todo, para esa que parece más estropeada.
—Pues búscalo; se os pagará a base de bien.
Le dieron unos billetes y se volvió para casa. Caminaba despacio, reconociendo las calles. Le parecía que estaba descubriendo un Madrid nuevo. En las tabernas había bullicio de gente, pero cuando se paraba a mirar a alguien a la cara, veía que algo preocupaba, que bajo la piel del rostro o en el hondón de la mirada había preocupación.
Carmen le estaba esperando:
—De verdad, papá, ¿qué te querían ésos?
—Un trabajillo que me ha salido y que no nos vendrá mal.
—¿De verdad que es eso?
—De verdad, hija.
—Me habían asustado.
—También a mí. —El señor Santiago sacó del bolsillo los billetes que le habían dado y los extendió sobre la mesa—. Me han dado esto. Se ve que les cuesta poco ganarlo.
Carmen no hizo comentarios. Cogió el dinero, lo ordenó y lo depositó en el florero sin flores de en medio de la mesa, dentro del cual había un tubo de goma, un metro de sastre y unos ovillos de lana vieja.
La madre de Carmen había encontrado un trabajo no bien remunerado, pero que le valía para hacerse con alimentos, en una institución para guardar niños que había en Ventas. El trabajo comenzaba a las ocho de la mañana y terminaba a las ocho de la tarde. No aparecía por su casa hasta cerca de las nueve de la noche. Las hermanas volvían a la hora de comer, pero se marchaban en seguida. Decían que las reclamaba el trabajo, que entraban muy pronto a trabajar, pero Carmen sabía que no era verdad todo lo que ellas contaban. Sabía que sus hermanas, antes de ir a trabajar, se iban a un café de la calle de Toledo y se estaban allí formando tertulia con unos jóvenes empleados en oficinas militares. A la mayor de las hermanas le hacían frecuentes regalos, que ocultaba cuidadosamente a los ojos de su madre. A pesar de todo, la señora Pepa se enteró. En la casa era imposible que pasase algo inadvertido a su vigilancia.
—De modo —preguntó a Carmen— que tus hermanas, en cuanto comen, se dan el zuri. Ya las voy a arreglar yo a ésas. No paran en casa un momento y cuando a una mujer le tira la calle, malo o peor; ya lo sabré.
Carmen pasaba las mañanas sola en la casa. Preparaba la comida de su padre y hermanas. Algunos días, el señor Santiago no llegaba a comer. Solía avisar que el trabajo le impedía ir a casa hasta tarde. Se presentaba muy contento a las diez o a las once de la noche. Llevaba media docena de huevos en un capazo, a veces carne ya preparada, alguna botella de vino.
—Me lo da el patrón. Ha comprado unas tallas antiguas y se las estoy restaurando; yo me he metido a hacer de todo y no me sale mal. Él está contento; esto es lo importante, que esté contento. Menudo Briján debe de ser Él gachó. En esa casa no falta de nada, vive como un duque.
El señor Santiago estaba tan entusiasmado, que propuso a su mujer que dejara de trabajar. La señora Pepa no aceptó.
—Cualquier día se te acaba el trabajo y entonces ¿qué? Cada día que pasa se está poniendo peor esto de encontrar un trabajo al que se le pueda sacar para vivir. Así que como para dejar yo este puesto, que aunque no me dieran un céntimo, me compensaba.
El señor Santiago derrochaba alegría en la calle. Derrochaba alegría. Volvía a bajar a la taberna a pasar el rato con las antiguas amistades. Sacaba de la chaqueta una lata de sardinas y unos panecillos y merendaba con sus amigos.
—Santiago, ¿es que te han hecho gobernador?
—Sí, sí, gobernador; he encontrado una mina de trabajo y la estoy sacando el jugo.
Cada vez tenía más amigos en su mesa y tuvo que dejar de sacar la lata de sardinas y los panecillos, porque ya no llegaban ni para un diente. El tabernero se solía incorporar también a las pequeñas meriendas del señor Santiago poniendo algo de lo suyo: unas guindillas en vinagre o unos pepinillos que les sabían a gloria.
Al señor Santiago le llenaba de alegría ver como de pronto, por el milagro de las sardinas y los panecillos, conquistaba de nuevo a sus conocidos. Hasta que tuvo que retirar la merienda por demasiada afluencia de contertulios, lo que él decía valía como el oro.
—Diga usted que sí, Santiago, que en lo que dice tiene muchísima razón.
—El señor Santiago tiene toda la razón y un servidor está con él.
Todos estaban con él. La astucia madrileña trabajaba al señor Santiago en su punto débil: el orden. El hombre solía decir:
—Lo principal es el orden y el concierto en una nación. Una nación que sepa guardar el orden y el concierto es una nación que va para adelante —contemplaba amorosamente las sardinas que iban desapareciendo—. Si no, es una nación retrógrada, siempre lo he dicho.
El tabernero le advirtió que tenía demasiados entusiastas de sus teorías. Fue entonces cuando desaparecieron las meriendas, que volvieron a aparecer en los interiores de la taberna, ya en escogido grupo.
Carmen advertía a sus hermanas en la cocina, inmediatamente después de comer:
—Mamá está enterada de todas vuestras andanzas. Me parece que vais a tener con ella una buena.
La mayor de las hermanas se indignaba y gritaba, aunque en el fondo tenía miedo:
—Pues estaría bueno. ¡Tiene unas cosas! ¿Qué querrá: que nos pasemos la vida metidas en casa como si estuviéramos en un convento? La vida hay que vivirla; para cuatro días que una va a vivir, no se va a privar de lo que a una le apetezca.
Carmen callaba, no deseaba discutir. Las hermanas se apoyaban entre ellas, dándose mutuas razones inconsistentes:
—Querría, ¡qué sé yo!, que nos viniéramos aquí nada más dejar de trabajar para contemplarla a ella. Pues pensamos hacer lo que nos dé la gana, eso, lo que nos dé la gana, y si se enfada va a tener dos trabajos; el de enfadarse y el de desenfadarse. Que lo tome de dos veces.
Carmen terminó:
—Bueno, yo os he advertido; ahora haced lo que os dé la gana. A mí no me va ni me viene.
La hermana mayor se enrabietó:
—Ya no faltaba más que esto, que te tuviéramos que consultar a ti lo que tenemos que hacer. Pues estaría bueno. Tú dándonos clase de lo que debemos hacer. ¡Vaya con la niña!… —Carmen acabó por dejarlas solas en la cocina. Poco después oyó un portazo.
A veces le parecía a Carmen que su padre chocheaba. Se le ocurrían cosas extrañas. Se pasaba los atardeceres, si no bajaba a la taberna, arreglando un reloj despertador viejo, que hacía mucho tiempo que estaba arrinconado en un armario.
—Yo creo —decía— que este reloj, que siempre marchó bien, se puede arreglar para que se quede como recién comprado. —Las piezas del reloj, desarmado casi totalmente, las guardaba el señor Santiago en una caja de zapatos. Lo montaba y desmontaba sin lograr que funcionara nunca—. Me he dejado esta ruedecita; en cuanto sepa dónde hay que ponerla, ya está esto en marcha. Va a quedar como nuevo.
Y volvía otra vez a desmontarlo por completo y a volverlo a montar. Estuvo intentando arreglar el reloj durante muchos días, hasta que de pronto lo dejó.
Visitó de nuevo, con asiduidad, la taberna. Luego se hizo con una gramática francesa y quiso aprender francés.
—Me han dicho que estudiando un poco cada día, se puede aprender francés en un año. Yo conozco a uno que ha aprendido francés y que ha encontrado una buena colocación por saber la lengua.
—Bueno, papá, pero ¿no te cansarás en seguida?
El señor Santiago se cansaba a los pocos días.
Carmen se lo contó a su madre.
—Papá va a quedar en loco. ¿Qué crees que hace ahora? Arregla juguetes, dice que eso sirve para mucho, que van a levantar una fábrica de juguetes en no sé qué sitio y que al que sepa arreglar juguetes lo emplearán con un sueldo estupendo.
—No te preocupes, hija; déjale que haga lo que quiera. Es que la guerra le ha trastornado los nervios. En cuanto se pase, ya verás cómo le desaparecen las manías. Esto no es más que los nervios, que se le han desatado y que los tiene que tranquilizar dedicándose a esas tonterías.
Carmen asentía a lo que decía su madre:
—Sí, será cosa de la guerra. Hoy todo el mundo tiene su chaladura.
A Asun la mataron en el frente un día que había ido a levantar la moral de la tropa. Se había hecho discurseadora y solía visitar el frente de vez en cuando. Por la calle corrió un escalofrío de emoción.
—Han matado a Asun; dicen que le sorprendió un ataque y que tuvo que hacerse cargo de una ametralladora. Se quedó sólita. Sí que tenía redaños la tal Asun.
La madre de Carmen comentaba tristemente:
—Así tenía que acabar. Se le había metido en la cabeza lo de ser heroína del pueblo, y claro, le ha tocado la china. Esto estaba visto. Un día u otro tenía que suceder.
Carmen estaba muy impresionada. Por la tarde, en la cocina, estuvo llorando.
El entierro de Asun fue una manifestación política. Hubo discursos, el féretro fue envuelto en una bandera. En torno del féretro caminaban jóvenes de uniforme en silencio, marcando el paso. No hubo mujer en toda la calle que no derramara algunas lágrimas al paso del cortejo. La hermana de Asun salió varias veces al balcón dando gritos y llorando hasta que la retiraron definitivamente. Asun pasó a ser en los comentarios de la calle un ser fabuloso del que se contaban historias maravillosas. Las mujeres presumían de haberla conocido mucho, muchísimo; todas habían sido amigas del alma. «Yo la conocí, fui su amiga. Era una mujer de mucho brío. Una mujer como un hombre, pero sin dejar de ser mujer, ¿eh?».
El día que se enfrentaron las dos hijas mayores y la madre, se enteró toda la vecindad. El señor Santiago se acercó a la cocina:
—¿Qué pasa? ¿A qué vienen esas voces?
La señora Pepa le despidió.
—No es nada para ti. Vete abajo. Son cosas de mujeres.
Carmen asistía al altercado. En algún momento parecía ser ella la culpable de lo que estaba ocurriendo. Las hermanas la culpaban de que la madre se hubiera enterado. Le decían que era ella la que había ido con los cuentos. Carmen se quiso marchar, pero la madre la obligó a quedarse:
—Conviene que tú también te vayas enterando. No creas que solamente hablo para tus hermanas, hablo para todas, porque las tres sois iguales. —Se desató en insultos—. Y, claro, yo me entero por una buena amiga, porque yo estaba en la higuera, mientras vosotras, aprovechando la ocasión, estáis haciendo una vida de golfas —recalcaba—, sí, de golfas… —La hermana mayor pretendía explicarle lo que ocurría. La señora Pepa no atendía a lo que se le decía—. Yo en la higuera. Muy bonito, muy bonito. Y vosotras con unos tíos que sólo sabe Dios lo que habrían planeado. Dejándoos ver por los cafés y metiéndoos en juerga. Yo descornándome a trabajar y vosotras…
Acabaron llorando todas. Carmen se marchó de la cocina y bajó a la calle. El aire, todavía frío, de la primavera le golpeaba en el rostro. Lejos se oían las apagadas detonaciones del frente, espaciadas y monótonas. De vez en cuando, la gente se paraba a escuchar una explosión más fuerte. Surgía el comentario:
—Ha debido de ser uno del quince y medio.
Los chiquillos mostraban su sabiduría en la distinción de las detonaciones del frente. Habían cambiado sus inclinaciones respecto de los ruidos. Antes de la guerra discutían sobre los ruidos de los motores:
—Es un Chevrolet, es un Citroen, un Renault.
Ahora decían:
—Es un quince y medio, un siete y medio, un ruso, un antiaéreo alemán.
Echó a andar hacia la plaza de la Cebada. Le dolían los muslos. Cuando estaba muy nerviosa, siempre le dolían los muslos. No podía contener los nervios. La discusión la había excitado mucho. No había dicho una sola palabra, pero le hubiera gustado gritar y desahogarse. Le cansaban las cosas de su madre, las tonterías de sus hermanas. Además, ya conocía el final de las breves tragedias familiares: lágrimas, lágrimas de todas, abrazos y actos de contrición. Por otra parte, la madre se ablandaba y empezaba a juzgar bien lo que antes juzgaba mal. Eran muy difíciles de entender las reacciones de su madre y de sus hermanas.
Volvía de la plaza de la Cebada. El señor Santiago estaba despidiéndose de unos amigos a la puerta de un bar. Se acercó. Lo cogió del brazo.
—Vamos, papá. Hace frío; vámonos para casa, que ya se ha pasado el tormentón.
El señor Santiago preguntaba:
—¿Qué ha pasado? Dime qué ha pasado.
—¡Qué va a pasar! Que las tres tienen una boca para llevarlas de charlatanas. Todo ha acabado en agua de borrajas.
El padre y la hija caminaban despacio. El señor Santiago iba muy contento de que su hija lo llevase del brazo:
—Adiós, Sierra.
El conocido volvió la cabeza:
—Adiós, Santiago —y piropeó a los dos—: Vaya; ¡qué bien acompañado vas!
—Es mi hija —gritó, mientras Carmen tiraba de su brazo.
Al señor Santiago le hubiera gustado presentarla y escuchar a aquel hombre proclamar la belleza de Carmen. Entendía que aquella belleza, de la cual era él el creador, le correspondía totalmente, y por eso quería mostrarla a todo el mundo. El señor Santiago se estiraba al caminar. Pensaba en la entrada en su calle.
Entraron en la calle. De pronto les sorprendió el sonido de las sirenas. Sonaban sirenas por todas partes. Pasó una moto haciendo la llamada de alarma con gran fuerza. El señor Santiago y su hija apresuraron el paso, después corrieron. Se metieron en la «catedral».
En la «catedral» estaban todos los habitantes de la calle. Estaban también la señora Pepa y sus dos hijas mayores. A la señora Pepa se le había pasado ya el mal humor:
—¿De dónde venís, perdidos? —preguntó en broma.
Carmen estaba seria. El señor Santiago se deshizo en una larga explicación.
Cuando pasó la alarma, comenzaron a salir lentamente del refugio. En la calle las mujeres hacían comentarios sobre los lugares donde habían caído las bombas. El señor Santiago, a la cabeza de su familia, comenzó a subir la escalera de su casa. Carmen se quedó la última, echó una mirada a la calle y entró en la oscuridad del portal.
* * *
Habían llamado a Carmen. Felisa había sido la encargada de llamarla. María hablaba con Sonsoles.
—Ahora mi madre vive con una de mis hermanas. A ella le hubiera gustado venirse a vivir conmigo; siempre nos hemos entendido bien. Era imposible traerla aquí. Está demasiado vieja para meterla en este sitio. Ella es una mujer de ciudad. Aquí no se acostumbraría.
Entró Felisa, acompañada de Carmen.
—¿Qué me queréis con tanto misterio? —preguntó Carmen.
Se sentó, haciendo rebullir la bata. Se hizo un silencio. Carmen se inquietó.
—Bueno, María, a ti nunca te faltan las palabras; desembucha ya.
María se levantó y se fue hacia la ventana. Abrió las contraventanas. Entró la luz. Una mosca gorda zumbaba sobre el cristal. María la golpeó con el visillo. La mosca aumentó su zumbido. Le hubiera gustado aplastarla, pero le repugnaba hacerlo. Imaginaba la mancha asquerosa sobre el cristal y los últimos aleteos. Tuvo una instantánea sensación de náuseas.
—Carmen, en el campo —dudó—, en el campo han matado un hombre. Han matado a uno del castillo, uno de aquí.
Carmen no parecía entender. María volvió la cabeza.
—Sí, Carmen, han matado a uno de los nuestros. Lo mismo ha podido ser a mi marido que al de Ernesta, que al tuyo, que al cabo…
María se calló. Nadie hablaba. De pronto, Carmen comenzó a decir:
—¿Que han matado a uno de los nuestros, que han matado uno de los nuestros?
—Ha sido en el campo —contestó María—. No se sabe a quién.
Carmen estaba como estupefacta. Tenía las manos apretadas sobre las rodillas. Repetía:
—¿Que han matado a uno de los nuestros?
Sonsoles y Felisa la observaban alarmadas. María volvió a repetir:
—Sí, ha sido en el campo. Le han matado en el campo.
Se extendió un nuevo silencio. Carmen empezó a sollozar. Primero muy suavemente, después más fuerte. Los sollozos iban aumentando de intensidad. Le caían las lágrimas, pero no se llevaba las manos al rostro, las tenía atenazadas sobre las rodillas. María se acercó y le pasó las manos por los hombros.
—Vamos, Carmen —dijo suavemente.
Carmen se levantó sin dejar de sollozar. La empujaban hacia no sabían qué sitio. María deseaba abandonar la casa donde le habían dado la noticia. Inconscientemente sentía que la alejaba de la pena, del dolor, que había que buscar un nuevo lugar donde explicar lo que ya estaba explicado.
—Vamos, Carmen.
María, en el umbral de la puerta, contemplaba el patio.
—Vamos, Carmen. Anda, vamos.
Carmen lloraba ruidosamente. Fueron hacia su casa. Sonsoles y Felisa iban detrás, sin decir palabra. Ernesta salió al patio.
—¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?
María se volvió hacia las dos mujeres.
—Llevaos a Ernesta hasta tu casa, Felisa. Lleváosla.
Antes de que María volviera la cabeza de nuevo, Carmen se había abrazado a Ernesta.
—Lo han matado, Ernesta, lo han matado. Ha sido a él.
Ernesta no comprendía.
María insistió:
—Llevaos a Ernesta y explicárselo.
Después se dirigió a Ernesta.
—Vete con Felisa y Sonsoles. Ellas te lo explicarán.
Se deshizo el abrazo. Desde la ventana, en silencio, Pedro contemplaba a las mujeres. Iba a decir algo, pero no se atrevió. Pensó que ellas lo entendían mejor, que su intervención hubiera sido desafortunada, tal vez causante de un ataque nervioso de todas.
Ernesta no se quería despegar de Carmen. Estaba también llorando. María se volvió de nuevo a las mujeres.
—Pues estamos arregladas. Andad, llevaos a Ernesta.
Cuando Sonsoles y Felisa la cogieron de los brazos, Ernesta aumentó su llanto. María logró llevar a Carmen a su casa. Intentaba calmarla.
—Mira, Carmen, no ha tenido por qué ser tu marido. Lo mismo ha podido ser el de Ernesta, o el mío, o el cabo. Cálmate, mujer. En seguida se sabrá; pero, hasta entonces, por favor, cálmate.
Carmen se abrazaba frenéticamente a María, que le acariciaba la cabeza.
—Anda, cálmate, Carmen, que ya verás como no ha sido al tuyo, que ya verás como a Cecilio no le ha pasado nada.
Carmen no hablaba. María la requería insistentemente para que recuperase la tranquilidad:
—Cállate ahora, por Dios, que van a venir los chicos y entonces no sé lo que va a ser esto.
Produjo efecto. Casi de inmediato Carmen cesó en su llanto, aunque suspiraba ruidosa y profundamente:
—¿Tú crees —titubeó— que a Cecilio no le ha pasado nada?
—Sí, mujer; a Cecilio seguramente no le ha pasado nada. Estas noticias dudosas solamente sirven para alarmar, pero había que decíroslo, era necesario decíroslo. Hay que conservar la calma, Carmen; por lo menos así podemos consolar a la que le haya tocado.
Carmen movía la cabeza escuchando las palabras de María, asintiendo como una chiquilla.
—¿Estás mejor, Carmen?
—Sí, ya estoy mejor.
—Pues mira, ahora te dejo un instante sola para ir a ver lo que le han dicho a Ernesta, no sea que ésas le hayan asustado demasiado y como es todavía una criatura…
—Como tú quieras, María.
María salió al patio. Pensó que lo mejor que podía ocurrir en el castillo… Apartó el pensamiento. El cabo no estaba casado, pero ella no tenía derecho a pensar, ni siquiera a pensar, que el muerto fuera el cabo. Por otra parte, lo deseaba. Caminó hacia la casa de Felisa. La llamó Pedro.
—¿Qué, Pedro?
—Estáis todas enteradas, ¿verdad?
—Sí, todas.
Pedro hizo un ademán vago.
—Tenía que ocurrir cuando menos se pensaba. La vida…
—Sí, la vida, pero a la que le falte el marido, la vida…
Pedro agachó la cabeza y contempló la negra carpeta de hule.
—Quería decir que nos podía haber tocado a cualquiera. Lo mismo a los que han salido al campo que a Ruipérez o a mí. Nunca se sabe lo que va a ocurrir.
—Es verdad, pero a la que le falte el marido…
—Sí.
—Voy a ver cómo lo ha cogido Ernesta.
María se enterneció.
—Es demasiado joven para hacerse cargo, ¿comprendes, Pedro?
—Sí, es todavía una chiquilla.
María se despegó de la ventana, al otro lado de la cual estaba de pie, junto a la mesa, Pedro.
—Ya os avisaremos en cuanto tengamos noticias —gritó Pedro.
Luego se ajustó las cartucheras, tomó el tricornio y salió hacia la puerta donde estaba de guardia Ruipérez. Le dijo al llegar:
—Ya están todas enteradas. Ahora, a esperar.
Ruipérez miraba como distraído la lontananza.
—¿Cuándo aparecerán?
—¡Quién sabe!
El perro del castillo, balanceando los cuartos traseros, salió por la puerta. Cacareaba una gallina. Los niños seguían en sus juegos junto a la acequia. En el horizonte había aparecido una nube negra. La miraron los dos guardias.
—Si no vienen pronto, les va a sorprender la tormenta.
Soplaba a ráfagas un ligero vientecillo.
—Se está anunciando. Este viento no engaña.
Ernesta había dejado de llorar. María, al entrar, se sorprendió.
—¿Ya lo sabes, Ernesta?
Ernesta se abrazó a ella.
—¡Qué desgracia, María, qué desgracia!
—Dentro de poco se aclarará todo.
Guardaron silencio. Deseaban hablar de otra cosa que no fuera la muerte del hombre en el campo. María dijo:
—Si el traslado que tenemos solicitado hubiese llegado, posiblemente a estas horas estábamos lejos, en la ciudad o en un pueblo grande…
Calló. Pensó que era egoísta hablar del traslado y de aquella posible felicidad en caso de que hubiera sido concedida.
—A los chicos, ni palabra —dijo.
Hablaba por llenar el silencio angustioso que sucedía a cada palabra suya. Ya estaban todas advertidas de que no había que decir nada a los chicos.
—Iré a ver a Carmen —añadió después.
Ernesta se brindó a acompañarla.
Felisa y Sonsoles se quedaron en la casa. María y Ernesta se acercaron a Carmen. Estaba sentada en el mismo sitio donde la había dejado María.
—Me ha dicho Pedro —habló María— que se sabrá en seguida.
Por la entreabierta ventana el airecillo se colaba, moviendo los visillos.
—Llegarán antes de que comience la tormenta.
No sabían de qué hablar. De vez en cuando se le derramaban unas lágrimas a Carmen, que las enjugaba rápidamente, como temiendo que la vieran llorar. Se sentía débil frente a las dos mujeres que se sobreponían a la noticia. María quería distraerlas. Fallaba en su manera habitual de contar las cosas. No encontraba fuerzas dentro de sí misma para empezar briosamente una historia que les hiciese a las otras dos olvidar por un momento lo que sabían y tenían fijamente hincado en la mente.
—Una tormenta en la sierra es algo pavoroso. Las nubes se arremolinan como si fueran a golpear las montañas. Parece que se vuelven rabiosas. Una tormenta en la sierra no es como en el llano. Las nubes saltan, brincan de un lado a otro. Me acuerdo que, estando yo en el pueblo donde tenía la escuela, nos sorprendió una tormenta a mi madre y a mí, en descampado. Teníamos miedo a meternos bajo los árboles por los rayos. Teníamos miedo a correr, porque dicen que el rayo se va a los que corren. No sabíamos qué hacer.
Ernesta interrumpió:
—En la torre de mí pueblo cayó una vez un rayo y dejó la veleta como si la hubieran metido en la fragua. Cuando los mozos la bajaron, la fuimos a ver todos los vecinos. Estaba hecha un rebujón de hierro.
Volvió el silencio.
Ernesta principió a hablar de otra tormenta, que en un verano, siendo muy niña, la asustó mucho.
—Estaba lloviendo a cántaros y de pronto, entre los claros del agua, los rayos. Los hombres tuvieron que salir a apagar un incendio en unos pajares. No lo lograron; se consumió todo. Si hubierais visto a los hombres cómo estaban, mojados y chamuscados… Algunos tenían la cara negra y los pelos quemados. Junto al pajar se quemaron, además, muchos sacos de trigo de la cosecha.
María no escuchaba a Ernesta. Estaba pensando en el cabo. Quería no desearlo; sin embargo, le parecía que la suerte solamente estaba ya en que fuera el cabo el muerto. Le penetraba como una ligera música la voz de Ernesta contando las consecuencias de la tormenta.
—Todo estaba quemado…
«Es imposible que no se sepa nada de las dos parejas. Puede también que la noticia no sea del todo acertada», pensaba María.
La voz de Ernesta:
—Mi madre estuvo preparando ropas con otras mujeres…
El pensamiento de María: «El cabo Santos es soltero. Un soltero no es como un hombre casado, el que se debe a otra persona, haciendo que muera también, con su muerte, parte de esa otra persona…»
—Luego que se echó la noche y no se veía más que al resplandor del fuego…
María agitó la cabeza, como queriendo sacudirse los pensamientos.
—¿Qué te pasa, María? —dijo Ernesta.
—Nada, nada, sigue con tu historia.
* * *
Las hojas de las acacias; su neblinoso verde, iluminado bajo el cielo, alto y claro, de Madrid. Banderas, canciones, camiones abarrotados de gentes que dan vivas y mueras. La calle es un hervidero.
Pasan dos días.
Carmen está en la casa, hablando con su madre. La señora Pepa, sentada en una sillita baja, cose, mientras en el fogón una olla de agua, de fondo abollado, tiembla ruidosa y monótonamente. El señor Santiago ha salido. Las hermanas han salido. A través de la ventana que da al patio, se oyen los trinos de un jilguero enjaulado. Alguien canta en la labor de tender la ropa. Chirrían las poleíllas del tendero. Una vecina lava en el fregadero furiosamente sobre la taja. El patio es un aljibe de calma.
Los pequeños objetos de la cocina; el tosco aparador, azul celeste; el hierro negro de hurgar en la lumbre, de retirar o colocar las arandelas del fogón; las rodillas colgadas en la barra dorada, gastadas del uso; los ajos y las cebollas en los cacharros de barro, junto a los cuales hay un tarro blanco lleno de pimiento colorado, un tarro amarillo con sal gorda, un tarro azul con harina. Los objetos de la cocina se sienten en la contemplación como seres animados que traducen una extraña alegría y que la dispensan. Encalman la vida de las dos mujeres que hablan, alegran los ojos en fugitiva e inesperada visión.
Carmen habla con su madre. La señora Pepa, puntada tras puntada, va precisando los planes del porvenir.
—Carmen —dice—, debes volver, en cuanto pasen unos días, a buscar trabajo. Naturalmente, en una peluquería. Ahora que ya ha acabado todo, la gente volverá a recuperar el gusto. En un par de años te pones en el oficio a la última; luego será cosa de ir pensando en que te establezcas por tu cuenta. Si te casas, tampoco te vendrá mal, podrás ayudar a tu marido. La vida se ha de poner dura. Siempre ocurre después de las guerras. —Carmen calla; la madre adivina—: No ha de ser difícil, mujer; de todas formas no ibas a volver con la Asun, aunque viviera y no la encerraran, porque con la Asun no ibas a salir nunca de ser una peluquera de barrio. Tú necesitas ampliar horizontes, aprender bien el oficio. Para una mujer, te lo tengo repetido muchas veces, no creo que haya oficio que le vaya mejor. Fíjate, podrías poner un letrero, de los que se iluminan por la noche, con letras muy grandes: CARMEN, PELUQUERIA DE SEÑORAS. Yo me acercaría al anochecer. Te llevaría las cuentas. Es necesario que alguien te lleve las cuentas y nadie más indicado para hacerlo que tu madre. ¿Qué te parece?
—No me parece mal, pero yo no sé si para aprender otra vez lo que en estos años he olvidado; soy ya un poco mayor.
—¡Qué vas a ser! A tu edad, aunque no supieras nada, estás en situación de emprender cualquier cosa. Si yo tuviera tus años, me iban a echar a mí un galgo. Para vivir hay que trabajar y una mujer necesita tener oficio con el que defenderse. Ya verás ahora cuántas señoritingas de esas que no tenían dinero, pero que iban viviendo, se ponen a trabajar. ¡Qué han de hacer! Hay que trabajar, hay que trabajar mucho para poder vivir, y lo has de ver…
Llamaron a la puerta.
El señor Santiago volvía muy contento. Había hablado con su antiguo patrón. Desde luego, en cuanto pasaran unos días comenzaba el trabajo. Le había dado las señas de algún compañero, de otros no. De otros había dicho: «A ése no le quiero ver ni en pintura por aquí. Si se lo encuentra, no le diga nada. Avise a fulano y a fulano: ésos son buenos oficiales». El señor Santiago manifestó que había que celebrarlo. Carmen bajó a comprar dos botellas de vino y un cuarto de quilo de mortadela. La mortadela le costó encontrarla.
En la calle de Goya, en una peluquería elegante, habían colocado un anuncio reclamando oficialas. Carmen llegó en busca de trabajo. La recibió una señora alta y rubia que declaró que era la dueña. A Carmen le parecía, más que una peluquera, una artista de cine. Había visto algunas películas donde las dueñas de las casas de modas tenían el aspecto de aquella señora. Se imaginó que aquella señora no trabajaría, que estaría en la peluquería para supervisar la labor de las oficialas, para recibir a las clientes. La señora la miró de arriba abajo. La hizo girar. Asentía, mientras tanto, con la cabeza. Sí, le parecía bien, le parecía muy bien. ¿Y dónde había trabajado hasta entonces? ¿Informes? No, informes ¿para qué? No era necesario, tenía buena planta y se presentaba como peluquera. Ya se vería.
—Desde mañana vente a trabajar.
La trataba de tú. A Carmen le molestaba la mirada insistente de la señora.
—Déjame tu dirección. Mañana, con que vengas a las nueve y media, está bien. Del dinero ya hablaremos, según lo que te desenvuelvas.
Carmen salió de la peluquería, que estaba en un piso bajo. Echó a andar despacio; fue paseando rumbo a su barrio.
Cuando llegó a su casa, la madre le anunció que había habido una visita.
—Tú ya no le recordarás. Es un muchacho de aquí, de la calle, algo emparentado con tu padre. Ha venido vestido de sargento. Se ha llevado a tus hermanas a darles un garbeo por ahí. Es un buen muchacho.
Carmen se entristeció. Pensó que, en tanto ella buscaba trabajo, las hermanas, ¡las hermanas qué suerte tenían!, las hermanas… Bueno, las hermanas eran mujeres muy listas y sabían sacarle jugo a la vida y divertirse cuando llegaba la ocasión.
Carmen explicó a su madre cómo era la peluquería de la calle de Goya y la señora que la regentaba.
—Es una mujer muy guapa, alta, rubia, ya algo mayor. Parece como si hubiera sido artista o algo así. Viste muy elegantemente. La casa está muy bien puesta. De dinero no hemos hablado. Mañana o pasado mañana me dirá lo que voy a ganar. Yo creo que le he caído bien.
La madre dijo que se cercioraría:
—Mira, niña, con estas cosas de la guerra la gente se ha vuelto mala; hay que aprender a desconfiar de todo el mundo. Ya me daré yo por allá una vuelta, no sea que bajo el negocio de la peluquería haya alguna cosa sucia. Nunca se sabe lo que se oculta debajo de una buena capa, pero hay que estar ojo avizor.
Las hermanas volvieron con el sargento bastante tarde. Le presentaron a Carmen. No quiso ser simpática. Se sentía herida o tal vez menospreciada. Guardó silencio durante todo el tiempo. El sargento cenó en la casa. Las hermanas le preguntaban cosas de la guerra. El sargento contaba, al principio con entusiasmo, luego mecánicamente. De vez en cuando miraba a Carmen.
Carmen pretextó una disculpa y se fue a la cama. Poco después, desde la cama, oyó como el sargento se despedía de la familia. Carmen durmió tranquilamente. Al día siguiente se presentó en la peluquería. Tenía el temor de haber olvidado lo que había aprendido con Asun. Eran cerca de tres años de abandono. Se regocijó al ver que tomaba en seguida contacto con el oficio. Posiblemente, lo pensó luego, le salían las cosas tan bien porque no pensaba demasiado en ellas. Mientras estaba pendiente, con otra muchacha que acababa de conocer, de la cabeza de una señora, quiso recordar al sargento. Quería localizarlo en algún lugar de su memoria. No era imposible que le recordase de antes de la guerra, porque aquella cara, aquella voz, aquella manera de contar, le eran absolutamente familiares.
A la hora de comer, el sargento estaba en la casa. El hombre había llevado algunos paquetes con alimentos. Le había dicho la señora Pepa:
—Pero ¿por qué te molestas? —Y le había mirado fijamente mientras esperaba la respuesta—. No lo vuelvas a hacer. Parece que vienes a cumplir. No, no traigas más cosas.
La mirada seguía fija. El sargento apenas contestó. La madre disimuladamente le estuvo espiando durante toda la comida. Vio cómo las miradas del sargento se desviaban siempre hacia Carmen, que guardaba silencio. Carmen pensaba en su nombre y se hacía reflexionar: «Desde luego no es un nombre bonito. Llamarse Cecilio no es muy bonito. Otro nombre acompañaría mejor a la figura. Un hombre así, tan fuerte, tan guapo, podía llamarse de otra manera».
Después de comer, el señor Santiago dijo que tenía que ir a darse una vuelta por el taller, porque aunque todavía no había comenzado el trabajo en serio, se estaba organizando aquello y era necesaria su presencia. Le hizo un guiño al sargento:
—Tú te vienes, ¿no? Podemos ir a tomar café por ahí.
La madre de Carmen saltó automáticamente:
—Tú, Santiago, ¡tienes unas cosas! ¿Dónde le vas a llevar? Aquí se está mejor que en cualquier otro sitio. Además, tú le vas a aburrir con tus cosas. La juventud prefiere la juventud. ¿No es verdad, Cecilio? Que se quede y luego, si quiere, que se marche o salga a dar una vuelta con éstas. —Hizo una pausa—: Por más que Carmen se tiene que ir a trabajar y si él quiere se puede ir dando una vuelta acompañándola, ¿eh?
Carmen enrojeció, pero no sabía por qué. El sargento estaba un poco turbado. Dijo:
—Bueno, bueno, claro que la acompañaré…
Cecilio y Carmen salieron juntos. Al principio hablaron de cosas que en aquel momento se les antojaban triviales: la guerra, las necesidades que la acompañaron, la pérdida de algunas amistades… Cecilio hablaba de su porvenir:
—No me voy a quedar en el Ejército; voy a pasar a la Guardia Civil. Como soy sargento provisional en el Ejército, no tengo porvenir, se me pasarían los años sin ascender. Voy a la Guardia Civil. Cuando termine el curso que hay que hacer, ya estaré en disposición de…
Carmen insistió:
—¿En disposición de qué?
—Pues casarme, por ejemplo, o qué sé yo.
Llegaron frente a la peluquería. Estuvieron dudando si despedirse de inmediato o agotar unos minutos más charlando. Cecilio miró hacia el fondo de la calle, luego a los ojos de Carmen.
—¿A qué hora sales de aquí?
—Sobre las ocho, más o menos.
—Sobre las ocho, si no te molestas, Carmen, vendré a buscarte. ¿Te parece?
Carmen se sonrió:
—Como tú quieras.
Los días que Cecilio tenía guardia o vigilancia, Carmen estaba inquieta. En la peluquería se distraía. La dueña la corregía:
—No pienses tanto en el sargento, mujer, que vas a quemar a cualquier cliente el cogote. Estáte más en la labor. Si hoy no viene, ya vendrá mañana. Te ha dado muy fuerte el enamoramiento. Hay que tomarlo con tranquilidad.
La señora Pepa observaba a su hija:
—¿Qué tal marchan tus cosas?
—Muy bien, mamá.
—¡Vaya! Él es muy formal; otro mejor no vas a encontrar en tu vida.
Las hermanas llevaban una existencia disparatada. Disparatada, dijo un día el señor Santiago. Se pasaban el día en la calle. Llegaban a casa muy tarde, siempre acompañadas por distintos hombres. La señora Pepa afirmó que las pensaba llamar a capítulo muy seriamente. El marido la apoyó. Carmen vivía su noviazgo sin darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor.
La señora Pepa llamó a capítulo a las hermanas mayores:
—Esto se ha acabado. Si queréis seguir llevando esa vida de perdidas, os marcháis de casa y todo terminado. Ya sois mayorcitas para saber lo que tenéis que hacer, y ya estoy yo lo suficientemente entrada en años para andar todo el día como un guardia detrás de vosotras. Desde hoy mismo las cosas cambian en esta casa. La que quiera vivir aquí, no quiero insistir más, pero ya sabe lo que tiene que hacer.
Al principio las dos hermanas pretendieron engatusar a su madre con palabras empalagosas. La encontraron irreductible. La mayor se encolerizó:
—Pues claro que me voy. Tú lo has dicho. Ya soy mayor para hacer lo que me dé la gana, y no voy a estar atada a tus faldas porque tú seas una antigua que no comprende la vida de ahora. Naturalmente, pues estaría bueno…
La madre se entristeció:
—Vete cuando quieras. Vete con la idea de que aquí no vas a entrar más, te pase lo que te pase.
La otra hermana estaba dispuesta a claudicar:
—No es para que os pongáis así. Os pueden los nervios. En cuanto empezáis a discutir se acabó todo; inmediatamente os vais por los cerros de Ubeda…
La señora Pepa apenas se podía contener. Hubiera deseado dar una buena paliza a sus hijas, pero no lo intentaba en previsión de que iban a empeorar las cosas. La hermana mayor tomó otra vez el hilo de la discusión:
—Me voy. Esto ya no se puede resistir más. No intentéis impedírmelo, porque he dicho que me voy.
La señora Pepa se derrumbó sobre una silla.
—Haz lo que quieras.
El señor Santiago se enteró cuando regresó del trabajo. La señora Pepa estaba llorando en la cocina. Fue la hija mediana la que le advirtió:
—Mamá está llorando como una Magdalena. Se ha pasado toda la tarde deshecha en lágrimas. Julia se ha ido. Ha dicho que quiere hacer, de aquí en adelante, lo que le dé la gana y que se marchaba.
El señor Santiago no sabía cómo reaccionar. Fue a la cocina, habló con su mujer. No logró sacar nada en limpio. Se dirigió, malhumorado, a su hija:
—Bueno, a ver tú, Paloma, si me dices algo de lo que ha pasado y dónde se puede ir a buscar a esa idiota.
—Yo lo que te puedo decir es que estoy segura de que volverá.
—Bueno, eso es para discutirlo más adelante. Ahora se trata de saber dónde se ha ido…
Paloma se quedó un momento pensando:
—Puede que… Si tú quieres, te acompaño.
—No, dime dónde ha ido. Tú te quedas en casa acompañando a tu madre. Ya estoy harto de tanto jaleo.
El señor Santiago se lanzó a la calle. Estuvo durante dos horas recorriendo bares y cafés en los que Paloma le había indicado que pudiera encontrarse Julia. La busca fue infructuosa. Cuando volvió a su casa, cansado y preocupado, le recibieron las cuatro mujeres. Sí, allí estaba la señora Pepa rodeada de sus tres hijas. Al señor Santiago le entró un escalofrío por el vientre, pasó delante de ellas sin decir nada y pidió la cena. Luego confesó a sus amigos que se le habían revuelto las tripas y que estuvo a punto de hacer una barbaridad.
Terminó:
—En los asuntos de las mujeres no tenemos por qué intervenir los hombres. No hay Dios que las entienda. Tan pronto se están tirando la vajilla a la cabeza, como se lo han perdonado todo y se andan besuqueando. Yo, con esta aventura, acabo. Por mí que se hagan tanguistas las cuatro, empezando por su madre. Ni una palabra; que hagan lo que quieran, que siempre me parecerá mal, pero procuraré callármelo.
Cecilio había dejado de ser sargento. Estaba en unos cursos en un pueblo de los alrededores de Madrid. Los domingos comía con la familia del señor Santiago y luego salía a pasear con Carmen. Al atardecer se metían en algún cine, o se iban a los merenderos de Ventas, según el día que hiciera. Ya eran novios formales, novios de los que se preocupan las vecinas de la casa y preguntan a la madre de la chica:
—¿Y para cuándo es la boda? Si se dan prisa te van a hacer abuela antes de que cumplas los cincuenta.
La madre de Carmen contestaba:
—Será pronto, pero mucha prisa se tienen que dar para que me pillen con sólo los cincuenta; yo estoy ya hecha una camastrona que no sirve ni para levantar un papel del suelo.
En el otoño fijaron la boda. No hubo mucha discusión. La señora Pepa dio diferentes fechas de alto valor en los fastos familiares. Primero dijo que convenía que se casasen como ella lo había hecho: en la primavera. A la pareja le pareció retrasar demasiado el acontecimiento. La señora Pepa insistió:
—Entonces a finales del invierno, hacia el día del cumpleaños de tu padre.
Tampoco satisfizo el tiempo. Por fin se acordó que los que tenían que decidirlo eran ellos. Se casarían inmediatamente después de Reyes. Todos se conformaron. La señora Pepa puso algunos impedimentos de tipo doméstico.
—El equipo no se puede preparar en dos meses.
Cecilio explicó:
—Pues nos casamos sin equipo. ¡Qué más da!
Se casaron. Poco después era destinado a un pueblo de Andalucía el guardia Cecilio Jiménez. El día que la señora Pepa, en unión de toda la familia, fue a despedir al matrimonio a la estación, lloró desconsoladamente y se deshizo en consejos. Poco tiempo más tarde la señora Pepa se enteró de que a la dueña de la peluquería le habían cerrado el establecimiento, porque bajo honestas apariencias había montado un tinglado terrible en el que andaban mezcladas gentes de ambos sexos de muchas campanillas. La señora Pepa reflexionó sobre el asunto: «Me lo debía de haber supuesto. La vida tiene estas cosas. Donde menos se piensa, allá es donde salta…» Donde menos se piensa, justamente, pero su hija estaba a salvo lavando la ropa en el arroyo de un pueblo de la sierra de Aracena.
* * *
Por la cuesta del cerro del castillo subía lentamente el cartero del pueblo. Pedro lo veía subir. Abajo, la fila de un metálico verde, de los chopos, se recortaba en el azul agrio. Calculaba cuándo estaría la cabeza del cartero a la altura de las últimas ramas afiladas, ahusadas, de los árboles. En el camino, el cartero evitaba las zonas donde el polvo se había amontonado y en el que se hundían las alpargatas. Buscaba el terreno duro. Avanzaba lentamente.
Pedro conocía bien al cartero. Sabía que era un hombre de apariencia hosca, pero buena persona. Le gustaba protestar por todo. Si hacía calor, porque hacía calor; si frío, porque frío. Era un hombre del camino. Tenía que ir a buscar la correspondencia al pueblo cercano, luego repartirla. Así todos los días desde hacía veinte años, y sin derecho a jubilación. Siempre andaba diciendo que le habían contado, que él lo sabía de buena fuente, que antes de que él dejase por la edad de ser cartero, les iban a conceder el derecho de jubilación. Buena jubilación. Ellos no eran empleados de Correos. Ellos eran unos cualesquiera que se habían pasado la vida dando el callo; total, para nada.
Pedro se imaginaba lo que el cartero iría hablando. El cartero siempre hablaba, cuando iba solo por el camino, con una voz muy discreta. Si le preguntaban por qué lo hacía, contestaba invariablemente: «Es para entenderme mejor. He cogido esta costumbre y ya no voy a variar. A mi edad no hay quien cambie. Aparte de que el camino, cuando se va hablando, se hace mucho más corto. Una legua de charla con uno mismo no parece una legua, parece un paseo».
Pedro imaginaba lo que se iría diciendo: «Este camino, pero ¡cuándo, Dios, van a arreglar este camino! La maldita pierna… —Luego le diría a la pierna—: Como sigas así, sin querer obedecer a tu amo, cualquier día te corto y se acabó». Al fin se enternecería con su pierna, lo mismo que con un animal: «Por más que tú ya has trabajado bastante en esta vida. Tú me has llevado con tu compañera donde os he pedido. No me puedo quejar de vosotras, pero haz un esfuerzo, que ya nos falta poco».
El cartero se plantó delante del guardia.
—¿Qué tal va esa pierna, señor Pedruzo?
—¡La condenada! Uno ya está viejo. Eso es lo que pasa. Buenas piernas tenía yo de mozo, pero ahora… ahora me balda el moverme. Debería quedarme en casa, dejándome de zarandajas.
—¿Y quién iba a repartir el correo, hombre?
El guardia volvió a sonreír.
—¿Que quién iba a repartir el correo? ¿Y a mí qué me importa? Para lo que me pagan, harían mejor prohibiendo que se escribieran cartas y se mandasen periódicos a este pueblo.
El guardia volvió a sonreír.
—¿Y qué trae usted para nosotros?
—Un telegrama postal, o como se llame. Debe de ser de la Comandancia.
—Pase a dárselo a mi compañero y si quiere refrescar…
—¿Refrescar? —dijo poniendo gesto de extrañeza—. No, no bebo ni agua, ni nada, hasta después de que se ponga el sol. Beber con este calor es malo para la salud, lo tengo bien comprobado. Yo no bebo nunca durante el día. El sol y el agua están reñidos y con el vino también Lorenzo anda a la greña. Hay que beber cuando refresca. ¡Ah, eso sí! Un traguete después que se ha puesto el sol no me lo quita ni el médico.
Pasó el cartero al castillo. A Pedro no le importaba la comunicación que traía. Pensaba que era una de las muchas instrucciones que se recibían al cabo del mes. Las cosas importantes se las comunicaban primero por teléfono. El teléfono era el cordón umbilical con el mundo. Los comunicados postales eran vainas para atarearlos más, para fastidiarlos más.
Ruipérez hablaba con el viejo de cosas sin trascendencia. Despegó el papel, cerrado por los bordes. El viejo se sentó, soplando, en una silla.
—Bueno, hombre, bueno. ¿Qué les dicen en ese papel si se puede saber?
El guardia no había comenzado aún a leerlo. Seguía hablando el cartero.
—¿Se sabe algo de lo ocurrido esta mañana? Ya supongo que no, pero podían saber ustedes algo. Sí ha sido o no ha sido verdad. Porque vaya usted a saber, acaso no ha sido más que miedo del que lo contó, que ha oído unos tiros y se ha inventado el resto.
El viejo tenía los ojos legañosos y enrojecidos. En la sombra de la habitación los abría mucho y parpadeaba constantemente. Ruipérez leyó el papel y se levantó de forma precipitada. Salió a la calle. El cartero lo vio, por la ventana, acercarse a la puerta del castillo. Estuvo contemplando a los dos guardias. Parecía que se hallaban muy excitados. El viejo tenía la pierna izquierda extendida y la golpeaba cariñosamente con las palmas de las manos.
—Ya estarás tranquila. Hoy me has dado el día. En cuanto lleguemos a casa, te tumbo sobre unos sacos para que no te quejes. Y mañana, que sea lo que Dios quiera. —El viejo se levantó haciendo un esfuerzo—. Nos vamos para casita, que aquí no pintamos nada. Un paso para empezar. Vamos ya. —Pasó por delante de los guardias—. Señores, yo me largo. —Ya no pensaba en el papel, eran cosas importantes que no se las iban a comunicar a él y, por lo tanto, le habían dejado de interesar; solamente tenía curiosidad por lo que estaba a su alcance—. Que lo que dicen no sea verdad, señores. Me voy para abajo.
Los guardias lo vieron marchar cuesta abajo. Cuando estaba a una distancia en la que sus voces no podían ser oídas, el viejo se volvió para hacerles una seña con la mano, pero ellos estaban de nuevo metidos en conversación, sin preocuparse de lo que les rodeaba.
—Encima esto, Pedro. Al cabo lo largan para otro sitio. Si te digo… Debemos de tener mala suerte. Venga a hacer instancias y no conseguimos nada, y al cabo, que es el que menos tiempo lleva aquí, lo largan.
—Bueno, quién sabe si éste es el principio del relevo de todos.
—Vas listo. De aquí no nos mueve ni el fin del mundo que se adelantase. Aquí nos quedamos hasta que San Juan baje el dedo. Te lo digo yo.
—De esto, ni comentario. Cuando estemos enterados de lo que ha pasado, bien; pero, por ahora, ni comentario porque como se enteren las mujeres, las vamos a tener que oír.
—Si no puede ser, cuando uno ve que se hacen estas cosas le dan ganas de echarlo todo a rodar y mandar el servicio a hacer puñetas.
Ya estaba el viejo más abajo que las puntas de los chopos. El cielo, por poniente, estaba madurando en un cárdeno color que se hacía negro en su raíz. El viento levantaba la pajilla de los caminos y una como espuma de polvo. El tamo, en las eras, formaba ondas. El cartero se perdió entre las primeras casas. Pedro quedó solo.
En el Cuerpo de Guardia, Ruipérez daba vueltas entre sus manos al comunicado. No se hacía a la idea de que el cabo había logrado el traslado mientras él y los demás compañeros se habían pasado el tiempo solicitándolo y recibiendo siempre respuestas negativas.
El papel, de un amarillo terroso, quedó sobre la negra carpeta de hule, que abierta, mostraba en su interior el mapa de España con las comunicaciones destacadas en negro sobre la feria de colores de las provincias. Ruipérez se apoyó en el alféizar de la ventana y se estuvo un largo rato contemplando las gallinas, que se movían de un lado a otro, buscando su comida en la tierra.
Estaban las cinco mujeres reunidas. Hablaban poco. De vez en cuando suspiraba Carmen y las miradas de todas convergían sobre ella.
—Noto que la tormenta se aproxima —dijo Felisa.
La conversación estaba hecha de retazos. Después de cada frase, se extendía el silencio. De pronto, a Ernesta se le saltaron algunas lágrimas.
—Cálmate, Ernesta, por Dios.
Otra voz pedía una explicación a Felisa.
—¿En qué notas que la tormenta se acerca?
—En el olor que da. Da un olor como el de la electricidad.
—La electricidad no huele.
—Sí huele.
Cambiaban.
—Y los chicos ¿dónde se habrán metido?
—No te preocupes; estarán jugando en la acequia o al pie de la muralla.
Ernesta se levantó.
—¿Dónde vas?
Volvió a sentarse.
Sonó un reloj despertador.
—Son las seis —dijo Felisa—. Voy a pararlo. Lo coloco a las seis para que se levante Regino por la mañana.
Silencio. En el silencio gravitaba el vuelo de un moscón.
—Tengo que comprar una paleta nueva para las moscas. Los chicos me la han destrozado.
La voz de Ruipérez resonó en el patio del castillo llamando a su mujer. Felisa se levantó. Desde la puerta contestó a la llamada:
—¿Qué quieres?
Las cuatro mujeres estaban pendientes de las palabras de Ruipérez. En la expectación, Ernesta volvió a llorar.
—Ernesta, cálmate, chiquilla.
Arreció el llanto al sentirse acariciada por el diminutivo.
—Ernesta, cállate —casi gritó Carmen.
Ruipérez contestaba a su mujer.
—Tráeme una jarra de agua; échale una gota de vinagre.
—Ahora voy.
Felisa maniobraba en la cocina.
María estaba pensando. Volvía el oscuro pensamiento a dar vueltas en su cerebro como un torbellino.
Alguien comentó:
—El bochorno este ahoga.
—¿Queréis alguna agua con un poco de vinagre? —brindó Felisa—. Esperad un momento que ahora voy a llevarle esto a mi… (no quiso decir marido), a Regino.
Sonsoles, con las manos cruzadas sobre el regazo y la cabeza agachada, meditaba.
—¿En qué piensas, Sonsoles? —preguntó Carmen—. Di algo, mujer. No te quedes como si la que tuviera el marido en el campo fueras tú.
—No pensaba nada, Carmen, no pensaba…
Felisa acababa de entrar.
—¿Queréis agua con un poco de vinagre y azúcar? Es muy refrescante.
María dijo:
—Bueno.