CUATRO Y MEDIA DE LA TARDE

RECORDABA LA CASA. La primera casa de su infancia tenía una galería de cristales que daba al patio del cuartel. Desde la galería se alcanzaba a ver el relevo del centinela. La llamaban las hermanas mayores:

—María, ven a ver el relevo.

María preguntaba a su padre:

—Papá, ¿qué se dicen los soldados cuando tienen el fusil en alto? —Le hubiera gustado sorprender el secreto de los soldados transmitiéndose la consigna.

Las hermanas mayores hacían cábalas:

—Será que se cuentan cosas, María, de algún misterio que tienen que guardar y que sólo saben el coronel, papá y ellos.

María preguntaba insistentemente a su padre:

—Papá, ¿qué se dicen?

El padre le respondía:

—Te lo digo todos los días; es la consigna: que no pase nadie por aquí o por allá.

María no quedaba conforme:

—No, será otra cosa que no me quieres decir.

El padre de María Ruiz era oficial. Entonces vivían en los pabellones para oficiales. Apenas salían de casa: daban a veces una vuelta, acompañadas por el asistente, por un paseo que en la ciudad llamaban del Cuarto de Hora. El paseo tenía aquel nombre raro que ninguna de las hermanas de María se explicaba. Era un paseo con dos cuarteles y un parque de Artillería, a espaldas de la estación del ferrocarril, en las afueras de la ciudad. Para llegar a la ciudad el camino más corto era el del ferrocarril, pero el padre lo tenía prohibido. «Que os lleven por el túnel, no sea que un día al cruzar las vías ocurra cualquier desgracia. Una máquina en maniobras, un vagón suelto… Además, podéis meter el pie entre las vías si cambian las agujas y luego no lo podréis sacar. Una vez a una señora le pilló un cambio de agujas y le cogió el pie; tuvo que dejar el zapato allí, si no, la hubiera atropellado el tren».

María tenía miedo a los raíles del tren. Se imaginaba que en cualquier momento podían cambiar y juntarse y atraparla y tenerla horas y horas cogida hasta que llegase un tren y le pasara por encima. Cuando pensaba así, le temblaban las piernas. Un tren, con el peso que tiene, no deja ni rastro del que atropelle.

Los hijos de un capitán pusieron una vez una moneda de cobre en un raíl y pasó el tren, planchándola como un papel. La moneda se la enseñaron a todos los niños de los pabellones. María también la vio.

La casa era grande, muy grande: la recordaba perfectamente. Olía mal. Un olor como a retrete y a rata. Las ratas eran su obsesión. Las había visto quemar vivas por los soldados en el patio. Decían que la cocina del cuartel estaba llena de ratas. Temía cuando iba al retrete que una rata subiera por el desagüe y la mordiera. En el retrete procuraba estar el menor tiempo posible. Deseaba que alguien estuviera al otro lado de la puerta, por ejemplo la sirvienta, por sí subía la rata y la mordía.

La casa tenía habitaciones que daban miedo sólo de pensar en ellas. Había un cuarto sin luz donde se guardaban dos jergones y un arcón. Las hermanas la encerraron una vez allí. Fue solamente cuestión de minutos, pero salió aterrorizada. Tan aterrorizada, que se pasó la tarde llorando y cuando volvió el padre del café, la madre le contó lo que habían hecho con ella y las hermanas se fueron a la cama sin cenar.

La otra casa era muy pequeña, dentro de la ciudad, en un tercer piso. Desde el mirador se veía pasar la gente. Le gustaba ver pasar la gente. Tenía ya trece años. El padre se había retirado y trabajaba en una fábrica, donde llevaba la contabilidad. Desde el mirador vio María como un día de primavera se hizo una gran manifestación, con una bandera tricolor al frente. El padre llegó apresuradamente a la casa y les ordenó que se quitaran del mirador.

—Puede que haya tiros —dijo—, y es peligroso asomarse, porque suelen tirar contra las ventanas.

María estuvo leyendo toda la tarde una novela de sus hermanas. Una novela que para ella era todavía fruta prohibida y que cuando la pedía se le negaba automáticamente: «Eres muy pequeña para leer estas cosas». Las hermanas ordenaban los libros de una forma que siempre se daban cuenta si ella cogía alguno.

La lectura de las primeras novelas de la biblioteca de las hermanas coincidió con el segundo curso del Instituto. El padre le había anunciado que, en su momento, dejaría el Instituto y seguiría la carrera del Magisterio.

—De aquí en adelante es necesario que tenga todo el mundo una carrera —dijo el padre—; la vida se va a poner muy difícil. El progreso de los pueblos se mide por su índice de cultura. Ya veréis como os sirve de algo lo que estudiéis ahora.

La mayor de las hermanas, que tenía un novio en relaciones formales, contestó:

—Lo importante es que nos casemos, ¿no te parece?

Solamente las dos pequeñas estudiaban. La hermana mayor era poco inteligente y no pensaba más que en casarse. La que le seguía quería ser monja.

—Monja —recalcaba— de los pobres; no de esas que se pasan la vida sin hacer nada.

Las dos pequeñas iban a ser maestras.

Los chicos del Instituto perseguían a María y sus amigas. María no era guapa. Tenía las piernas muy largas y el tipo algo desgarbado. Los chicos del Instituto no reparaban en nada. Les hacían el amor de una forma primitiva, a pedradas, persiguiéndolas por el parque, desbaratando sus juegos, pero no provocaban la repulsa de ellas, sino su agradecimiento más sincero. Porque a ellas les gustaban aquellas persecuciones, y aquellos pellizcos, y aquellas muestras bárbaras cuando luchaban ante ellas solamente para medir sus fuerzas.

María contaba historias a sus compañeras, les relataba películas que había visto o que le contaban sus hermanas. Lo hacía tan bien, que mientras narraba tenía pendientes de sus palabras a las compañeras. Elaboró sus primeras calumnias. Calumnias de adolescente. María tenía un pecho diminuto, casi imperceptible. Una de las compañeras, de poca estatura, regordeta, tenía el pecho muy desarrollado. María advirtió con mucho secreto a sus amigas:

—Fulana se mete trapos; no se lo digáis a nadie.

La vida en el Instituto era fácil y alegre. Las clases, de matrícula abundante, no obligaban a estudiar mucho. Los alumnos oficiales aprobaban sin dificultad. Pero entre los alumnos existían también sus categorías. Los de los colegios de religiosas hacían una vida aparte. Iban en fila al Instituto y se marchaban formados. Apenas cruzaban palabra con ellos. María y sus amigas odiaban profundamente a los alumnos de los colegios religiosos, que dejaban cartas dedicadas en los pupitres donde se sentaban las chicas de los colegios de religiosas. María decía:

—Son una colección de afeminados.

Del Instituto pasó María a la Normal de Maestras. La forma de estudiar era distinta. Socialmente estaba muy considerada por sus compañeras por el hecho de que llegara del Instituto. En seguida tuvo amigas.

Por aquel tiempo se casó la hermana mayor. Poco después la segunda se fue monja a las Hermanitas de los Pobres. Quedaban en la familia las dos hermanas pequeñas y los padres. La madre era una mujer gris, seca, alta, que decía a María:

—Tú vas a ser como yo, alta y delgada.

Y María sintió por vez primera que no le gustaría ser como su madre.

Cuando acabó la carrera, tenía diecisiete años cumplidos. Empezó a preparar unas oposiciones. El padre estuvo durante una temporada quejándose de dolores en el estómago. Tuvo que dejar la fábrica. La vida para la familia comenzó a hacerse difícil. El retiro del padre era casi insignificante. La vida había encarecido mucho desde el tiempo en que se retiró. La hermana de María logró una escuela en interinidad. A María le hablaron de otra, pero de momento no la aceptó.

Aceptó al cabo de algunos meses. Dejó las oposiciones y se fue a ocupar la escuela en la sierra. El padre estaba cada día más enfermo, soñando con un restablecimiento milagroso. La madre y las hijas fueron advertidas por el médico: «Cáncer; lo mismo puede vivir diez años que morir mañana. Para esto la ciencia —recalcaba la palabra crecida en panacea— es impotente. Sólo un milagro…»

María no se acostumbraba a la escuela. Le molestaban los chiquillos de miradas tristes, de cuerpos desnutridos, de resistencia heroica al aprendizaje de las primeras letras. El pueblo no le era hostil y, sin embargo, no encontraba en él el aprecio, la consideración que ella se había imaginado. «Un pueblo de la sierra —se lo advirtieron— no es como uno de la llanada; no te hagas muchas ilusiones». Y no se hacía ilusiones ya. No era un trabajo duro, pero era una vida dura. En cuanto terminaba en la escuela, se refugiaba en su casa, a charlar con la huéspeda, que le contaba interminables relatos de los malos de la montaña. Los malos de la montaña, que son esos mozos que tienen inclinación a la muerte y que asesinan por capricho, hasta que un día la Guardia Civil los tumba a ellos, en una quebrada, en la revuelta de un atajo, en la cañada por la que en el tiempo de cambio de pastos, bajan o suben las ovejas, en la vaguada, en la umbría. Esos malos de montaña, que a veces cumplen justicieramente también, como en el caso…

El caso lo contaba la dueña de la casa con todos los detalles:

—Aquí ocurrió, no hace aún muchos años que, teniendo el pueblo un monte en mancomunidad, vendió el Concejo la mitad a un marqués que tenía una finca colindante. Finca que no le servía más que para criar jara y para que se refugiase una miaja de caza entre ella. Pues como iba diciendo, vendieron la mitad del monte, porque pensaban roturar la otra mitad. Y un día —aquí la narración tomaba un aire sibilino—, un día fueron dos del pueblo a trabajar la parte que les había tocado en las suertes del apeo.

»Iban calmos, hablando de sus cosas, cuando se toparon con uno de los guardas del marqués. «¿Dónde vais?», les dice. «Pues vamos a trabajar lo que es nuestro». «Pues no lo trabajáis, porque ha dicho el marqués que nadie toque el monte, que viene en el contrato». Pues que si viene que si no viene, los del pueblo que querían ir a trabajar lo que era suyo y el guarda que no les quería dejar trabajar. El guarda tenía muy mala sangre y le llamaban «El Negro», porque tenía la piel como oscura, decían que si de alguna enfermedad que le habían pegado en la capital. «El Negro» echa mano de la carabina y pim pam, golpe por aquí, golpe por allá, los muele a los dos del pueblo. A uno que le dicen Eutiquio le rompió un hueso, por aquí —se señalaba la cintura— y lo dejó baldado, y al otro, si no corre, lo mata, porque «El Negro» le decía: «Alto, alto, que te tumbo, hijo de la tal y la cual». Les dio una paliza y todavía les mentaba la madre y lo más sagrado. No había pasado una semana, en la que todos los hombres del pueblo decían que habían de matar a «El Negro», y en esto que se presenta el marqués. Bueno, pues van a hablar con él el señor cura y el alcalde. Al señor cura lo recibió, pero al alcalde, que era un pobre viejo, le dijo que se quedara fuera, que no tenía nada que hablar con él. Luego nos lo contó todo el señor cura, que tenía muy buena palabra.

María fijaba la atención en las manos de la huéspeda, que accionaba torpemente mientras relataba. Eran unas manos gordezuelas, coloradas del agua helada de las coladas. Seguía la narración:

—El señor cura entra en la habitación donde estaba el marqués, y… ¡hija mía!, lo encuentra en pernetas, con un pantalón como si fuera un calzoncillo, tomando el sol pegado a la ventana. ¿Tú crees que ésa es forma de recibir a las personas, más si son sacerdotes…? El señor cura dijo que él no le quería calumniar, pero que el marqués le resultaba amujerado, ¿entiendes?, que era muy raro lo mismo que sus amigos, que andaban por allá también en pernetas y con pañuelos a la cabeza. El marqués ni se levantó, ya lo dijo el señor cura: ¡Cómo iba a levantarse por un pobre cura de pueblo! Pues ni se levantó. El señor cura, sin que el otro le dijera nada, se sentó y empezó a decirle que si no sabía lo que había pasado y que si «El Negro» no era buena persona y que si no dejaba roturar el medio monte iba a arruinar al pueblo, porque estaban dispuestos a meterse en pleito porque necesitaban el monte, y que si en el contrato de venta no decía que no se podía roturar. En fin, que el marqués le dejó hablar y cuando terminó el señor cura, le fue contestando a todo en orden. Primero le dijo que lo sabía todo y que Ramón (Ramón era «El Negro»), tenía sus órdenes de no dejar roturar el monte porque le iban a estropear la caza y él no iba a salir perjudicado en su caza, y que si el pueblo quería llevar el caso a la Audiencia, pues que lo llevaran que ya verían cómo lo perdían, porque a él le importaba muy poco arruinar al pueblo y, además, ya lo había hecho con otros en sus fincas de por Toledo. El señor cura estaba callado hasta que no pudo más y le dice: «Usted será todo lo marqués que quiera y podrá comprar a la Justicia, pero de aquí de la sierra sale a veces algún mozo de los que nosotros llamamos malos de montaña, y tenga usted cuidado no se le vaya a tropezar y antes de que usted le venga diciendo cosas se eche la escopeta a la cara y se le vaya tanto orgullo y tanta mala intención al infierno». Sí, hija, estuvo muy bien el señor cura y, además, le dijo que no todas las penas se pagaban en la otra vida, sino que en ésta podía venirle una mala racha y encontrarse más pobre que nosotros y con más vicios que el mismo Lucifer, que ya vería entonces lo que era bueno…

María Ruiz gustaba de la historia tanto, que le preguntaba a la huéspeda, conminándola para que abreviase y llegara al desenlace:

—¿Y los del pueblo, cuando contó el señor cura la entrevista con el marqués, no salieron a prenderle fuego a la casa, con todos los mujericas dentro?

La dueña no le contestaba y proseguía el relato sin adelantar el desenlace.

—El marqués miró al señor cura muy fijo y le dijo: «Haga usted el favor de salir de esta casa y deme gracias de que no lo tomo en cuenta ni quiero plantear cuestiones de éstas en el Obispado». El señor cura contaba luego que cuando le oyó hablar así le subió como un sofoco a la cabeza y que estuvo a punto de hacer una barbaridad. El tal marqués, como es alguien en Madrid, pues tiene agarraderas por todas partes, mientras que el pueblo pues no tiene a nadie y siempre le toca perder. El marqués se marchó en seguida con todos sus amigos. No estuvo ni cinco días y miento si digo que hacía tres años que no venía, porque acaso eran cuatro y casi cinco que faltaba. Fíjate tú, ¿para qué le servirá la finca, aparte de para amolar al pueblo, a ese caballero?

»Pues a poco de marcharse el marqués, bajaron al pueblo «El Negro» y otro guarda que le decían «El Gallego», y también «El Manso», cosa que le molestaba como si le mentaran la madre. Le decían «El Manso» porque hablaba así como muy fino y sin levantar la voz, pero daba siempre la cornada cuando más descuidado estaba el que hablaba con él. Bajaron a provocar. Se metieron en la taberna y, mientras bebían, decían en voz alta que a ver quién era el que tenía o no tenía y tal y cual; a ver si se atrevía a ir al monte a trabajar la tierra. Los que estaban en la taberna estaban callados. «El Negro» debía de tener aquel día el demonio en el cuerpo, porque siguió cansando a la gente, hasta que uno salió y se fue a avisar al resto del pueblo, y sobre todo a los mozos, porque en la taberna en aquellos momentos no había más que viejos. «El Negro» estaba diciendo lo que iba a hacer con el que pillara trabajando en el monte cuando entraron los hermanos de Eutiquio, y se pusieron a su lado. «El Negro» no se dio por aludido, siguió hablando y hablando. Ya había mucho personal en la taberna y afuera había más. De pronto llegaron el señor cura y el alcalde. El señor cura se acercó a «El Negro» y le dijo que se marchara del pueblo, que estaba insultando el pueblo y que allí no pintaba nada. El tío mala sangre le contestó que haría lo que le diera la gana, que no había hombres en el pueblo para él y que si lo echaban ya se encargaría la Guardia Civil de pedir explicaciones al alcalde y a los vecinos del Concejo. Después le hizo un gesto a «El Manso» y salieron de la taberna.

»No habían dado dos pasos fuera cuando el personal se empezó a apretar haciéndoles corro. «Abrid sitio, tales», dice «El Negro», apuntando con la carabina. Los mozos de ese lado se abren un poco. «El Manso» se sale del corro y se va camino adelante hasta la altura de la fuentecilla, pero a «El Negro» que no le dejan salir. De pronto suena un tiro, después otro. Y ya de todo; se llevan a uno de los hermanos de Eutiquio con un plomazo en la pierna y hay otro que tiene la cara sangrando, pero de «El Negro» no queda nada. Cuando llega la Guardia Civil el cabo se vomita al ver lo que quedaba de «El Negro». Pues como no hay más remedio, todos para adelante. Luego dieron la libertad bajo fianza. Y venga de hacerles preguntas: «¿Quién mató a “El Negro”?». «¡Quién va a ser!; el pueblo». Y así siempre. El señor cura nos dijo que como en Fuenteovejuna. El pueblo y el pueblo y el pueblo. Pues no consiguieron sacar nada. Y además que había sido verdad, porque a «El Negro» lo mató el pueblo.

La huéspeda hizo una larga pausa. Después dijo:

—Pero, señorita, la estoy aburriendo, le he contado otra cosa de lo que le iba a contar.

Se levantaba de su sillita pegada a la cocina baja, de gran campana en el exterior blanco amarillenta, en el interior negra en churretones. Del pequeño montón de leña escogía las más adecuadas y luego las apilaba en el hogar.

—Ahora le hago la cena, y a dormir.

María Ruiz asentía con la cabeza.

El viento se colaba por el agujero de la chimenea y revolvía entre las llamas. El cazo, con la leche de nata espesa y sucia de cenizas, se movía suavemente. A María Ruiz le llegaba el sueño y cerraba los ojos hasta que el crepitar de una rama, el aullido del viento, seguido de un escalofrío de su cuerpo, la despertaba. El mismo programa se repetía casi todos los anocheceres. El tiempo era malo en la sierra, y María Ruiz no podía salir por los alrededores del pueblo como había imaginado, a ver correr los regatos saltarines que bajaban de la montaña y recorrían los prados del valle, a contemplar el alto vuelo de las águilas, o los movimientos violentos de las nubes rodando de las cimas.

Antes de que llegaran las vacaciones de Semana Santa, María recibió una carta de su madre en la que le advertía su necesaria presencia en la ciudad. El padre estaba cada día peor y se temía un desenlace funesto. Textualmente decía lo del desenlace funesto y a María aquella frase escrita por su madre la sentía como un amargor inexplicable en la boca y como un escalofrío en la piel. Le dijo al alcalde que su padre se estaba muriendo y que se iba a ir a la ciudad. El alcalde la despidió muy amablemente y la hizo acompañar de un vecino hasta el pueblo de donde partía el autobús. Hasta aquel pueblo el camino era largo y molesto. Un camino encharcado, lleno de baches y barro, abierto en algunos trozos sobre la nieve endurecida, suda, helada. Reptante por las vertientes de las montañas. Con despeñaderos a un lado. Y en el fondo de los valles las corrientes de agua, que se represaban ante un caserón que era un molino, y más abajo, a medida que iba avanzando, los breves embalses que se irían transformando en grandes pantanos de la Compañía de conducción de agua potable para la ciudad.

El día de la partida salió María temprano del pueblo. Había una ligera neblina muy húmeda, que la hacía tiritar. El mozo que la acompañaba no pasaba de los dieciocho años, poco más o menos la edad de María. Era un mozo alto, fuerte, rubio, de ojos intensamente azules, que iba vestido con el traje de pana que todos acostumbraban a llevar en el pueblo y un jersey blanco de lana cardada e hilada por las mujeres de su casa.

El mozo le hablaba tímidamente al principio; luego, cuando ella lo asediaba a preguntas sobre las cosas que veían —nombres de las montañas, nombres de las plantas, nombres de los árboles que formaban masas negruzcas en las vertientes—, el mozo le contestaba rápidamente y le daba toda clase de detalles. La montaña, ¿cómo se llamaba la montaña que asomaba su pico por encima de todas en la lejanía? La montaña se llamaba el pico de la Mujer Muerta, porque por allí había pasado una mujer hacía no se sabía cuántos años, que la vieron los pastores, y a la que se encontraron helada antes de llegar al pueblo. Desde la próxima vuelta del camino, podría ver dónde se la encontraron. Ahora crecían allí los pinos, que también se había ordenado plantar hacía no sé cuántos años.

Hablaba de un incendio del verano que provocaron unos desconocidos y de cómo la Guardia Civil interrogó a todos los vecinos de cinco pueblos alrededor y no logró sacar nada en limpio, porque los desconocidos desaparecieron sin dejar rastro, lo mismo que suele ocurrir con las raposas que van a tener crías, que se las ve, pero nadie sabe dónde se meten y aunque se las siga con perros es difícil cogerlas.

El mozo llevaba la maletilla de María sin dejar transparentar ningún esfuerzo. Le tocó el turno de preguntar a él.

—Y usted, señorita, ¿de qué pueblo es?

—No soy de un pueblo. He nacido en una ciudad de Castilla. Siempre he vivido en la capital.

—¿Y qué tal se vive en la ciudad? Porque yo no he estado nunca. Una vez estuve a punto de ir con mi padre a la ciudad, pero a última hora me dejaron en casa. Cuando me llamen para las quintas tendré que ir. Dicen que al que le toca a África lo amuelan, señorita, porque allí casi siempre hay guerra. Mi padre me ha contado cosas de un tío mío que le tocó servir en África. Menuda la que pasó. Estuvo mucho tiempo luchando contra los moros hasta que le dieron unas fiebres por beber agua de los charcos y poco faltó para que lo enterraran. Cuando vino al pueblo sabía muchas cosas, porque el andar por el mundo enseña mucho, pero estaba que se transparentaba, todo amarillo y delgado, delgado. Parecía la misma muerte. En seguida se puso bueno aquí y después se fue a trabajar en la ciudad, donde le había encontrado un puesto, yo no sé de qué, un amigo que se había echado en África. Algunas veces escribe y dice que se podía ir a trabajar con él algún sobrino, porque él no es casado, aunque un día le oí a mi madre que era como si lo fuese, lo que pasa es que no se casó por la Iglesia. —Terminó el mozo—: Si yo tengo suerte en el servicio, puede que cuando acabe encuentre algo y no tenga que volverme para el pueblo. Mi padre dice que lo peor es trabajar el campo, porque en la ciudad hay jornadas que se marcan y uno acaba de trabajar y no tiene que trabajar más, aunque todavía sea día, claro, hasta la mañana siguiente. Eso es vivir, ¿no le parece?

María Ruiz salvó un charco. Dijo:

—La ciudad no es buena para los que os habéis criado en el campo. Aquí respiráis bien, coméis mejor que los obreros de la ciudad y lleváis una vida más sana. En la ciudad la vida está muy cara y es necesario ganar mucho dinero para mantenerse. No hagas caso de lo que cuenten. Es preferible estar en los montes con las ovejas que estar picando en las calles o de peón en las obras, suponiendo que encuentres un puesto de esa clase. No hagas caso.

El mozo movió la cabeza dudando.

—Entonces ¿usted cree que la vida aquí es mejor? Pues aquí uno se aburre lo suyo. En la ciudad hay cine. Uno sale del trabajo y se puede ir al cine, por ejemplo, y se está allí divirtiéndose hasta que se acaba.

El camino no se les hizo largo. María se entretenía con la charla del mozo. El mozo se entretenía con las aclaraciones de María. El mozo dijo de pronto:

—Y usted, señorita, ¿conoce a la Teresa? La tiene que conocer; es una mocilla que no abulta lo de un garbanzo, pero más fina, más fina que el mismo oro, pues ésa es mi novia. Vamos, le quiero decir que nos hablamos desde cuando teníamos catorce años. Le he dicho que en cuanto vuelva del servicio me caso con ella. Ya está todo arreglado. Su madre ha dicho que sí y en cuanto a mi madre está deseando que sea pronto, porque la mujer es muy necesaria, ¿no le parece?

Se veían las primeras casas del pueblo donde paraba el autobús. Casas que no eran como las del pueblo donde María estaba de maestra; cuatro paredes con techos de pizarra la mayoría de ellas. A María, cuando dejó el pueblo y miró desde la carretera alta el paisaje, le pareció que, allá en el fondo del valle, había un revoltijo de fichas de dominó puestas al revés. El pueblo donde paraba el autobús era otra cosa: todas las casas tenían los tejados de teja. Estaba ya cerca de la carretera general, aunque el autobús salía más tarde a la carretera asfaltada, no sabía por qué pueblo, después de haber recorrido por las carreteras de tierra y grava, estrechas y bordeadas de precipicios, varios de los ocultos pueblos de la sierra.

Al entrar en el pueblo comenzó a llover. Llovía tenue y persistentemente. En la plaza frente al Ayuntamiento estaba parado el autobús. Un viejo autobús pintado de amarillo, con el capot sujeto por unas correas, en cuya baca se almacenaban cestos, sacos y algún cordero atado por las patas, mientras los viajeros, en el interior, llevaban sobre sus rodillas cajas de zapatos de las que sobresalían por aberturas hechas toscamente, cabezas de gallinas cacareantes y de gallos adormilados. El cobrador del autobús, subido en la baca, ordenaba las mercancías. Desde abajo le gritaban encargos que tenía que hacer en la ciudad.

—Satur —decía una vieja—, no me olvide las medicinas que le he encargado.

—Que no se me olvidan, mujer —contestaba.

—Apúntalo, Satur.

—No se preocupe, que tengo buena memoria.

—Bueno, bueno —decía la vieja y parecía quedarse conforme, pero al poco rato volvía a hacerle recomendaciones.

María se sentó junto a una ventanilla. El mozo estuvo esperando hasta que arrancó el autobús. La saludó con la mano e inmediatamente volvió la espalda, buscando el camino del pueblo. Junto a María se sentó un campesino de bastante edad que parecía conocerle de siempre porque le dijo:

—Usted es la maestra nueva que ha venido a la Alfilla, ¿verdad?

—No, señor.

—Perdone, me ha entendido usted mal. Nosotros le llamamos la Alfilla, lo que pasa es que el Gobierno le ha cambiado el nombre. ¿Y qué tal la tratan a usted en ese pueblo? —Se echó a reír—. Es que en ese pueblo tienen fama de ser muy brutos. Usted extrañará el sitio, ¿verdad? Son buena gente. Yo conozco a la gente de ese pueblo y son buenos; lo que pasa es que los tienen fichados porque dicen que son muy rebeldes, pero no crea usted, no hay tal cosa; es que les han hecho muchas injusticias.

María Ruiz entró en conversación. El campesino le era simpático. Hablaba de todo: del tiempo, del campo, de las personas, de política, del confort de las pensiones de la ciudad. Dudaba María de que las pensiones, las pocas pensiones de la ciudad, fueran confortables. El campesino le explicaba:

—Tenía que haber visto y padecido usted las de hace unos años. Creo que no cambiaban las sábanas más que de Santiago a Santiago, como quien dice: una vez al año. Todo estaba sucio de mugre; ahora, eso sí, daban mejor de comer; menos cosillas de adorno y comida más fuerte. Pero hemos ganado en confort. Yo, que tengo que ir mucho a la ciudad por mi oficio, que es el de tratante, se lo digo a usted. Tal vez sea que me voy haciendo viejo y que se me cansan los huesos de sostenerme, pero para mí una buena cama tiene más importancia que una buena comida; casi le diré que me alimenta más.

El olor del escape del coche inundaba el autobús en las paradas. Se pegaba a la ropa, dejaba en la garganta un picor molesto y producía náuseas en algunas mujeres, que se mareaban aparatosamente. De vez en cuando, dentro del autobús se escuchaba la voz de una mujer que le gritaba al cobrador:

—Satur, dile al chófer que pare, que mi nieta tiene que hacer una necesidad.

El chófer paraba el autobús y abuela y nieta se iban a hacer sus necesidades. Se oía la voz del conductor que bromeaba:

—Abuela, en vez de ponerse tras el coche se debían poner ustedes delante; igual me daba por ponerlo en marcha y tenía que salir usted corriendo.

Se reían todos. La vieja se sentaba en su sitio comentando:

—Este Obdulio es más malo que la sarna, ¡qué cosas tiene! María se reía de las cosas que se decían en el coche. El campesino le aclaraba:

—Es que todos los que vamos aquí nos conocemos. Aquí viaja uno como en familia. Ya verá usted si en el próximo pueblo monta un amigo mío de mi oficio, que es más guasón que el Cuco. ¿Usted no ha conocido al Cuco? ¿No? Pues diga usted que no ha conocido a nadie. ¿Y ni siquiera le ha oído usted nombrar? Pero, hija mía, ¿en qué mundo vive usted? Pues el Cuco es el molinero del molino que nosotros llamamos de los ratones, porque siempre nos da la harina mermada y le echa la culpa a los ratones. Pues el Cuco, como le iba diciendo, es alguien muy importante. Tan importante que dicen que una vez se fue a Madrid y lo recibió el rey. El tío se lo había apostado con unos amigos a que el rey le recibía y no sabemos cómo se las arregló, pero le recibió. Los amigos no se lo querían creer, pero él les enseñó un trozo de periódico donde venía con su nombre y apellido y el mote. Sí, señorita, al Cuco lo recibió el rey. Es algo muy grande ese Cuco, lo que pasa es que ya está viejo y no parece que tenga muchas ganas de broma. Dice que se va a morir y que ya no le divierte tanto la cosa como cuando era joven y tenía la vida entera por delante. Si le oye un filósofo, seguro que se asombra con sus dichos.

Al llegar a la ciudad, María Ruiz estaba saturada de historias y de anécdotas y un poco mareada por el viaje. El campesino se despidió muy amablemente de ella, diciéndole que si volvía pronto al pueblo pudiera ser que tuvieran la ocasión de efectuar el viaje juntos. María, con la maleta de la mano, se encaminó hacia su casa. La ciudad, con su rumor, su movimiento, su matemática ordenación de los árboles en los alcorques, su aroma de primavera, era para ella la reanudación de lo imaginado en el pueblo hecho realidad. No obstante, como un montoncito de fichas de dominó puestas al revés, el pueblo de la sierra allá abajo, en un valle sombrío, donde la niebla se reposaba y todo se hacía vagaroso; no obstante, el pueblo de la sierra surgía en el recordar inmediato como un refugio, acaso como el refugio temido para un futuro cercano.

Cuando llegó a la casa, la portera, que contemplaba la calle apoyada en una de las hojas de la puerta, la saludó gravemente.

* * *

El cubo de agua que había echado sobre la tierra reseca del patio del castillo, junto a la puerta de su casa, se evaporaba rápidamente. Tuvo la sensación de que se hacía más pesado el aire, de que se respiraba peor. Sobre la tierra húmeda, el vuelo de una avispa, amarilla y negra, sol y sombra, detenía su atención. Se posaba un instante, se alzaba en vuelo. Hubiera deseado aplastarla, pero el calor, la modorra de estar en la sombra contemplando la zona iluminada y requemada del sol, le impedían cualquier movimiento. Pensaba con desgana. El vapor del agua vertida le entraba por las narices y se le reposaba en el cerebro con una neblina entorpecedora.

Pensaba que para la soledad del castillo le hubiera gustado tener un hijo de quien preocuparse. Un hijo solamente, como Carmen o como Sonsoles. Hablar con las demás mujeres del hijo, de las preocupaciones que acarrean los hijos. Pero ella estaba sola. Eran ella y Baldomero. Se pasó las manos por el vientre. No le habían gustado nunca los chiquillos, pero el hijo propio era algo necesario para toda mujer. La avispa se coló dentro del portal, dio una vuelta y volvió a salir a la humedad ya casi imperceptible, como mancha, de la tierra recién mojada. Luego María se levantó y fue a la cocina. Llenó un vaso de agua hasta los bordes. Bebió un poco. Desde el asiento arrojó el agua por la puerta hasta la tierra. La avispa fue a reconocer la nueva mancha de humedad.

María decidió trabajar en algo. Se encontraba sin fuerzas. Siguió sentada hasta que el cuerpo de Ernesta taponó por un momento la luminosa entrada.

—María —preguntó—, ¿estás ahí?

—Sí, hija, pasa.

Volvió María a sentirse cegada por la luz. En el arco de hierro del pozo, la cuerda se balanceaba tenuemente, pendiente de la rueda. Reposó allí la mirada.

—¡Qué calor! En el único sitio que se debe de estar a gusto es en Él —pozo. Debieran construir un pasadizo hasta el pozo, y abrir allí una ventana. Estaríamos muy cómodas, ¿eh, Ernesta?

—Mejor estaríamos si tuviéramos un río cerca. Te sentabas bajo un árbol y a ver pasar el agua. En mi pueblo…

—Sigue pensando en tu pueblo, a ver si te refrescas. ¡Qué cosas tienes! Y en San Sebastián también se tiene que estar muy bien, ¿no te parece?

Las dos mujeres callaron. Hablar las cansaba. A cualquiera de las dos les hubiera gustado que se contase algo para escucharlo medio adormilada, como si las palabras fueran una música dulce, acompañadora, que arrancaba la fatiga de los cuerpos. María seguía pensando en el pozo. Dijo:

—Pues no creas que lo que te he dicho es tan disparatado. Seguramente en este castillo, como en tantos otros, hay algún pasadizo fresco que lleva al pozo o a la acequia; todo es cuestión de encontrarlo. Claro que estará medio cegado por la tierra, o por las piedras desprendidas de tantos siglos, pero lo habrá. Yo he visto fotografías de algunas casas de los moros, que tienen una habitación junto al pozo con una especie de mirador. Los moros ricos no se han privado nunca de nada, son muy sibaritas.

María Ruiz esbozó una sonrisa. Sabía que sus palabras iban a llenar de inquietud momentáneamente a Ernesta. «Ernesta —pensaba—, que es la pura ingenuidad, que es como una niña pequeña a la que todo lo que le cuente la va a llenar de extrañeza y la hará suscitar preguntas».

Ernesta se quedó cavilosa.

—Oye, María, ¿has visto a Sonsoles y a Felisa con cuántos misterios andan? ¿No te has fijado?

—Claro, mujer, pero son cosas de ellas. Vete a saber lo que se traen entre manos.

Las voces de los chicos irrumpieron en el patio del castillo, aniquilando su calma. Luego vieron a los chiquillos correr de un lado a otro. Los mayores asomándose al pozo, uno de ellos arrastrando un sapo gordo atado a una cuerda por una pata. El sapo, hecho una masa informe de barro.

—Sacad agua para volverlo a la vida —gritaban.

Uno de los mayores comenzó a hacer funcionar la polea. Los comentarios llegaban claros a los oídos de María y Ernesta.

—Si le echas agua, Tonio, revivirá. Los sapos tienen siete vidas como los gatos… Le hacemos revivir y le matamos a pedradas. Que no te escupa, porque si te escupe te envenena y si te mea te quedas calvo… Echadle agua, echadle agua.

María Ruiz los contemplaba curiosa. Ernesta comentaba:

—Si alguna vez tengo hijos, prefiero que sean chicas. Creo que, además, es más fácil que sean chicas, ¿verdad?

—No lo sé.

—Las chicas pueden ayudar en la casa y dan menos guerra. Los chicos son unos salvajes.

—Pues fíjate: aquí, en el castillo, todos son chicos. En mi casa, en cambio, fuimos cuatro chicas. Cuatro chicas, que se dice pronto. De las cuatro tres nos hemos casado; la otra se fue monja y creo que fue la que acertó. Vivirá más tranquila y mejor, porque eso que dicen que no se puede prescindir de los hombres, es una mentira. Yo podría estarme sin hombre toda la vida.

Ernesta confesó ingenuamente:

—Yo no, tal vez sea porque le quiero mucho a Guillermo.

María se sonrió y dijo acremente:

—¿No será por otras razones, Ernesta?

Ernesta negó con la cabeza. María continuó:

—Los hijos no sé qué falta hacen. Tú siempre estás pensando en ellos. Yo vivo mucho mejor sin hijos. No quiero pensar lo que sería el estar aquí con un chiquillo. Ésta no es vida adecuada para los chicos. Además…

María seguía mirando a los chicos, que vertían el cubo de agua encima del sapo. Guardó silencio. Uno de los chiquillos hizo girar sobre las cabezas de todos el sapo despatarrado y lo lanzó violentamente contra la muralla. Las voces y los gritos se sucedían… «Lo has espanzurrado, Tonio… ha estallado… ¡Aaaa! Todavía no ha muerto». Los chiquillos formaban corro en torno al sapo, que pretendía alejarse de sus atormentadores. Tonio pedía a grandes gritos que le trajeran más agua. Los pequeños, obedientes, se dedicaban a buscar algún bote de conservas vacío. Decidieron, por fin, acabar con la vida del sapo a pedradas. Lo machacaron con un ladrillo. María apareció en la puerta y les gritó:

—Llevaos ese animalucho de ahí en seguida. Lleváoslo de prisa. —Entró de nuevo en la casa. Dijo—: No lo puedo resistir. ¡Qué mal criados están! ¿Para eso deseas tú tener un hijo, para que se convierta en un salvaje como ésos?

—¿Y qué van a hacer los pobres si no tienen otro medio de divertirse?

María Ruiz se serenó.

—Desde luego, es verdad; no tienen otra forma de divertirse.

María Ruiz se retorció las manos.

—¡A veces creo que este calor le saca a una de sus quicios!

—Con este sol parece que una está adormecida y de pronto los nervios…

—Sí, son los nervios; hay cosas que no se pueden resistir y no sabes por qué. Hay que echarle la culpa a los nervios.

Apoyada en el barandado de la galería, Carmen llamaba a su hijo. La voz de Carmen llegaba clara y alta a los oídos de María y Ernesta.

—Seguro que le ha molestado —dijo María— que les haya llamado la atención a los chiquillos. Esta Carmen se vuelve cada día más rara. Se ha apartado de todas y ya apenas cruza la palabra con nosotras. La última vez que hablamos me dijo no sé cuántas insubstancialidades. A estas alturas, fíjate; con la idea de marcharse cualquier día definitivamente a Madrid. Dice que como esto continúe deja el marido y se van con el chico; que esto ya no lo puede resistir más.

Carmen seguía llamando a su hijo. La voz del niño respondía monótonamente, sin dejar de atender al juego de sus compañeros:

—Ya voy, mamá; espérate, que ya voy.

—Que vengas, te he dicho que vengas. —Y Carmen le amenazaba—. Si no vienes, vas a ver tú cuando llegue tu padre.

María continuaba hablando.

—Se queja de bien poco. Ya supongo que Madrid tirará mucho, pero ella va cuando le da la gana. Lo malo es que las vacaciones que se toma, siempre le sientan mal. De Madrid viene de peor genio que antes de marcharse. No sé qué le dan, pero el mal genio se le transparenta en todo lo que dice, aun cuando pretende ser amable.

—Es que vivir en Madrid —comentó Ernesta— debe de ser algo bueno, sobre todo para ella, que ha nacido allí. ¿Te acuerdas cuando contaba las cosas que hacían ella y sus amigas? Lo debían de pasar muy bien. Yo, una vez estuve a punto de ir a Madrid, pero no pudo ser por fin. Estaba entonces sirviendo en casa de unos señores de cerca de mi pueblo. Me lo habían prometido.

—En Madrid se necesita mucho dinero para vivir. Si a mí me saliese alguna vez una interinidad y a Baldomero le concedieran de una vez el traslado, entonces ¡quién sabe!, sería cosa de pensarlo. Pero, por ahora, no hay ni que soñar con Madrid. Yo hace lo menos seis años que no he pisado las calles de Madrid.

—¿Tú has leído los periódicos? En seis años ha debido de cambiar mucho. Todos los días están construyendo casas.

—Y las que tendrán que construir. La guerra, porque Madríd fue frente, acabó con calles enteras. Si por lo menos nos trasladaran a un pueblo de las cercanías, pero aquí, a doscientos kilómetros, ¿quién va a ir? Lo demás, yo me marchaba un día con Carmen o contigo, si te animabas, a darme una vuelta.

La conversación de las dos mujeres se perdía por los proyectos de una visita, deseada en aquellos momentos furiosamente, a Madrid. En la galería hablaba Carmen con su hijo. Los demás chiquillos se habían marchado del patio, arrastrando el lamentable despojo del sapo machacado. Pensaban enterrarlo y continuar así el juego comenzado con la caza del animalillo. El chico de Carmen se desprendió de ella, previa la ceremonia habitual de dejarse sonar las narices. Bajó la escalera dando saltos, acompañado de las voces de su madre. Carmen, cuando lo vio desaparecer, se sentó en el sillón de paja.

Felisa estaba asustada. Quería dudar de la verdad del hecho. Pensaba en la imposibilidad de la muerte de uno de los hombres del castillo en el campo. Había momentos en que todo le parecía como una historia vieja recién contada, que la atormentaba, que había sucedido, pero que nada tenía que ver con la vida tranquila del castillo. Sí, aquello era como una sombra derramada de pronto sobre el patio claro, una sombra gelatinosa que iba comiendo terreno a la luz y entraba en las casas por las rendijas de la puerta, lenta y constantemente. La sombra se filtraba por los techos o caía, caía como una miel negra, sobre las cabezas de los habitantes del castillo, cegándolos, ahogándolos. Tenía otros momentos en que el hecho era una angustia de otro tipo; se le presentaba con todos los perfiles destacados de la realidad. No podía dudar. Los hombres lo sabían; lo sabían ella y Sonsoles. Tenía la obligación de comunicárselo a las demás. ¿Cómo se podía decir que un hombre había muerto, que a un hombre le habían dado un balazo y que la sangre se le escapaba como una sombra densa, en coagulación, inundando la tierra?

Una bala que pesa lo que una piedrecilla, que en el corazón sería solamente como el hueso de una fruta, allí dentro, madurando aquel fruto rojo o tal vez negro ya. Estaba asustada. Hubiera querido hablar de nuevo con su marido. Decirle que no lo creía, que posiblemente había una confusión y que solamente era una herida en el pecho de un hombre, sin otra importancia que verlo llegar un poco derrotado, sin fuerzas, pero vivo. Vivo aún. Vivo a pesar de todo. Vivo contra la balas y las palabras y el tiempo. Vivo, vivo, diciendo sencillamente que no había sido nada, algo sin importancia.

Pasaba de la sombra a la luz, se balanceaba entre lo que imaginaba y quería creer, y lo que le habían comunicado como realidad y no quería creer. De repente podía entrar Sonsoles diciéndole: «Se acabó, no ha pasado nada. Ha sido una noticia confundida. La desgracia… La desgracia (era la palabra), la desgracia no ha entrado en el castillo. Aquí no ha pasado nada». Pero ¿estaba pasando algo? No. Había oído las voces de Carmen y de María llamando o corrigiendo a los chiquillos como sí nada hubiera pasado. No estaba pasando nada. Y, sin embargo, ella no había encontrado fuerzas para salir al patio y decirles a sus chicos: «Dejad de jugar, no me preguntéis por qué, ha ocurrido algo terrible; una desgracia». Los chiquillos se la hubieran quedado mirando con los ojos muy abiertos. ¡Qué sabían ellos! Pero los hombres del castillo y Sonsoles y ella sabían. La desgracia que había sobrevenido se estaba derramando sobre el castillo, deslizándose a través de las rendijas de las puertas, cayendo del techo pesadamente. Notaba el peso de la sombra y sabía que este peso no era sólo para ella.

Felisa se echó a llorar.

* * *

El regato saltaba, por el camino en cuesta, sobrándose de su cauce. En el esquinazo de la última casa del pueblo se ocultaba, discurriendo por un tunelcillo. Volvía a aparecer. La ribera derecha era un ribazo, cubierto de la yerba y las chiribitas de la primavera. La ribera izquierda no tenía perfil. El agua un poco turbia de los deshielos, alborotada, espumeante, saltaba por las piedras. A María le gustaba echar un palito en el agua y seguirlo hasta la última casa del pueblo. Le preguntaban a veces las vecinas desde los portales: «¿Qué hace usted, señorita?», y María se avergonzaba. Pensaba que estaba mal que la maestra se divirtiera como las alumnas echando palitos en el agua y siguiéndolos por los regatos.

Las piedras del fondo estaban pulimentadas, resbaladizas. Se agachaba, con las mangas del jersey subidas, a acariciar las piedras. La primavera en la sierra eran esas piedras duras y suaves del fondo de los regatos; la yerba y las chiribitas, que olían a tierra penetrantemente, hasta dar dolor de cabeza; el agua, que brincaba y se salía de los cauces, que formaba pocillos y diminutas cascadas violentas. Y arriba el azul del cielo, con rápidas nubes blancas.

La primavera del año 1936, María era feliz en la sierra. Esperaba la llegada de su madre. Se acercaban las vacaciones, pero no pensaba pasarlas en la ciudad. Había hecho muchas amistades; le habían contado muchas historias. Llevaba más de un año en el pueblo y los chiquillos en la escuela la querían. Una vez la habían hecho llorar los mozos de las clases nocturnas. La cosa ya no la recordaba. O sí. Sí, la recordaba, pero prefería no tenerla en cuenta. Tuvo que ir el alcalde a poner orden.

Desde aquel día el alcalde se mostró paternal con ella. La invitaba a comer todos los domingos. Cuando la mujer del alcalde servía el café, se contaban historias. Ya las sabía todas. Las contaban por ella. Eran siempre las mismas, pero con diferentes cronologías. La misma historia solía suceder apenas hacía un invierno, o muchos años atrás, cuando el pueblo era más grande y las viñas se cultivaban en bancales, hasta que apareció la filoxera.

María esperaba a su madre. Ésta pasaba temporadas con las hijas, excepto en el invierno, que no se movía de la ciudad por temor al frío. Lo decía María a veces, al anochecer, cuando hablaba con la dueña de la casa donde se hospedaba: «Mi madre estará ahora pegada al radiador de la calefacción haciendo punto». Y se quedaba un rato en silencio, sin que la huéspeda la interrumpiese en su nostálgico recordar. Luego movía la cabeza y preguntaba por la cena o por cualquier cosa.

La madre estuvo inquieta los primeros días. Comenzó a decir que no podía dormir por la altura del pueblo. «Dormir en un sitio tan alto a las que sufrimos del corazón, nos es imposible». Después fueron las sábanas, que le raspaban la piel. «Son como lija», afirmó. La comida tampoco le sentaba bien. «Cocinan con mucha grasa». Se fue acostumbrando.

Después de almorzar daban un paseo. Daban un pequeño paseo, porque las cuestas la mataban. «Este pueblo es un tobogán, hija mía, si una se tirase rodando, llegaba hasta casa sin tener que dar un paso. ¡Qué barbaridad!» Los guijarros de los caminos le deshacían los pies, según decía.

—Si una se queda en la habitación, se congela; si una está en la cocina, se ahúma; si una sale a pasear, se destroza los pies, Pero ¿en qué sitio vives, hija?

María se reía.

—No es para tanto, no es para tanto, mamá.

En el pueblo se sabía poco de lo que ocurría en la ciudad. El alcalde afirmaba a los vecinos que por fin los campesinos tendrían todos sus derechos. Eran las mismas palabras que dos meses antes habían dicho unos hombres que llegaron al pueblo exhibiendo un permiso de la Guardia Civil y que pegaron carteles por las paredes de las casas, en las tapias y hasta en los árboles. También quisieron poner uno de sus carteles en la pared de la iglesia, pero el señor cura se lo prohibió, y al alcalde y al pueblo les pareció bien la prohibición.

—En la casa del Señor no se hace política —dijo el señor cura, de pie en el pórtico— y no hay nadie que me plante ahí un cartel. Ustedes digan lo que tienen que decir y todos tan conformes.

Los hombres no se enfadaron. Hablaron en la plaza; y todo el pueblo los escuchó. Dijeron que había llegado la hora de los campesinos y que tenían que votar porque era su deber como españoles. Luego se marcharon.

Quedaron los carteles, que la lluvia y el viento se encargó de ir desgarrando y ensuciando hasta que solamente fueron piltrafas en las casas, en las tapias y en los árboles. Se reunió el Ayuntamiento e hicieron una votación. El señor cura dijo que él no votaba, porque los del pueblo ya sabían que estaba con ellos y apoyar a mangantes que los traicionarían no le daba la gana. A todos les pareció que el cura hacía bien. Ellos votaron.

Ahora el alcalde decía que las cosas, aunque no iban bien por la ciudad, cambiarían y los campesinos encontrarían, por fin, el apoyo que necesitaban. Algunas veces, cuando hablaba con la madre de María, solía decírselo:

—Yo creo, doña Patro, que el que votásemos nos va a servir de mucho para el futuro. Habrá menos injusticias que antes, ¿no le parece?

Y doña Patro le respondía:

—Mire usted, señor Francisco, lo que me parece es que nada de eso sirve para nada. Ya lo verán ustedes como los engañan. Ya lo verán. Ahora yo no estoy por ninguno, pero creo que antes, en tiempos de Don Alfonso, los españoles vivíamos mejor. Cada uno se contentaba con lo que tenía y no andaba a la greña con los otros para quedarse con la mejor tajada.

El alcalde movía la cabeza:

—No es mi opinión, no es mi opinión. Antes los señoritos hacían lo que les daba la gana. Si yo le contara a usted…

Y doña Patro seguía:

—El mal no está todo en la política, sino en la gente que quiere vivir, si tiene poco, como el que tiene mucho; el que tiene mucho, como el que tiene más. De esta forma, si no hay resignación cristiana con lo que uno tiene, pues nadie puede vivir.

El alcalde precisaba:

—Doña Patro, todo el mundo tiene derecho a vivir bien. ¿Por qué razón un señor que no ha trabajado en su vida, simplemente porque ha nacido de una señora encopetada, con cuentas corrientes, va a vivir mejor que yo, que trabajo como un esclavo negro?

Doña Patro terminaba:

—No nos podemos poner de acuerdo; usted tiene un sentido de la vida muy distinto al mío.

El alcalde se sonreía:

—Sí, sí; un sentido de la vida…

Por las cañadas de la sierra pasaban los rebaños trashumantes. De los rebaños y los pastores trashumantes había un tejido de historias, de leyendas, de canciones que el alcalde repetía a María. Las cañadas eran las calles mayores de la sierra, las grandes vías interprovinciales, que por siglos habían servido de comunicaciones ganaderas y guerreras.

—Al mozo que conozca bien los atajos de la sierra ya le pueden echar un galgo; no hay quien lo cace. Un mozo que aquí le hizo una cosa fea a una muchacha, anduvo diez años huido por la montaña, con los hermanos de la chica a la huella, y escapó tan campante. Esto de la sierra es más difícil que un laberinto. Los hermanos de la chica acabaron cansándose, los aburrió. Ésta es una buena tierra para guerrilleros. —El alcalde, cuando decía estas cosas, se quedaba meditando después o acaso soñando con hazañas prodigiosas en los desfiladeros. Rememoraba su guerra de África—: A mí me hicieron servir en África. En cuanto nos metíamos los de infantería en la montaña nos breaban los moránganos. Claro, ellos sabían el terreno que pisaban, porque era su tierra y nosotros avanzábamos como borregos, y luego teníamos que retroceder como exhalaciones si no queríamos dejar el pellejo entre las chumberas. —Terminaba el alcalde—: Para pelear no hay como pelear en el terreno de uno; se saben los pasos que se deben dar y los que no hay que andar. Se cansa uno menos y vale más. Un hombre en su tierra vale tres fuera de la suya.

María le decía:

—¿Y por qué me cuenta usted eso? ¿Es que cree que alguna vez va a haber guerra por aquí, con lo tranquilo que es el pueblo?

—¡Quién sabe, señorita! Como las cosas vayan mal… Si hay revolución, como dicen que va a haberla, igual nos lían y tenemos que andar por donde no queremos.

María y su madre, a medida que la estación avanzaba, se encontraban más a gusto en el pueblo. En los húmedos prados la yerba había crecido. Entre el manso y, en la distancia, esponjoso, verde, los fogonazos de las amapolas en el día alto y azul, aquerenciaban las miradas. Los prados elevados no tenían amapolas, la yerba era más corta, blanqueaban las margaritas. Luego, más en la altura, raleaba el verde, desaparecían las margaritas, y las flores amarillas y breves de los arbustos destacaban sobre las manchas de piedras grises, donde principiaban los canchales. Las cimas, según las horas del día, eran blancas, alimonadas, sangrientas, moradas, grises y azuladas de acero.

En la sierra crecía el dulce rumor de los arroyos y una como música de fructificación que nacía de la misma tierra, de los pueblos y llegaba hasta el cielo, descendiendo luego como una lluvia sedante. Las voces de las gentes eran como fuentes y los pájaros sostenían en una dilatada escala sus trinos.

Jugaban en la plaza los niños y los perros, en confusa mezcolanza. Ladridos y gritos. Desde la ventana, doña Patro los veía y comentaba con su hija la falta de asepsia, de cuidado, que presidía toda aquella algarabía y fraternización.

—Perros y niños como si fueran hermanos. Aquí, a los chiquillos les tiene que entrar hasta el muermo. Y las madres, tan felices. Menos mal que Dios vela por todos y cada niño de ésos debe de tener un Angel de la Guarda grande como un castillo, porque sino el cementerio se iba a quedar chiquito para tanta criatura. Pero ¿qué te digo?, si los mayores son como ellos, o peor que ellos que todavía no lo sé.

Le respondía la hija:

—Pues, mamá, hay menos enfermedades que en cualquier otro sitio. Serán sucios, pero el aire es limpio y parece que en cuanto salen a la calle les friega de todas las impurezas. ¿No has notado al levantarte si has salido a la ventana aún sin asearte, que en cuanto te da un soplo de este aire ya estás como lavada?

Las vacaciones se adelantaron. A finales de junio María entregó las llaves de la escuela al alcalde. Doña Patro tuvo noticia de que en la ciudad había habido una gran huelga. Doña Patro deseaba volver a la ciudad, pero prudentemente anunció a su hija:

—María, vamos a quedarnos otros quince días aquí, hasta que se pase el trepe que han armado en la ciudad con todos estos jaleos de la política, que no sirve más que para envenenar los ánimos. Así nos evitamos estar disgustadas y nos quitamos de las espaldas el calor de la primera quincena de julio. Porque habrá que ver qué calor hará allí.

A María no le pareció mal la decisión de su madre: contaba con el sosiego de quince días para leer y pasear sin tenerse que preocupar de la escuela. Se sentía alegre. Hacía el diez comenzaron en el pueblo los preparativos de las fiestas.

El pueblo celebraba sus fiestas el día de la Virgen del Carmen. Eran muy sencillas y las gentes se divertían mucho. En la plaza colgaban cadenetas y farolillos japoneses, que siempre acababan quemándose, porque al anochecer se levantaba el vientecillo de la sierra, como una brisa marina, pero en masculino; un vientecillo menos dulce, más corto y duro, algo así como la mano de un zagal si la brisa fuese la mano de una dama. El vientecillo del anochecer balanceaba de tal forma los farolillos y las cadenetas, que las velas de los primeros acababan por dar fuego al papel y las cadenetas se desgarraban, Cuando la plaza se quedaba toda oscura, excepto donde la luz de los portales de las casas ponía una mancha amarilla, el señor cura que estaba sentado a la puerta de la casa del alcalde, bebiéndose un buen vaso de resoli con agua fresca, le pegaba con el codo al alcalde y le decía por lo bajo:

—Creo que esto está finiquitando. Ya viene a ser la hora de que se acabe el baile y dejen ésos de tocar, ¿no le parece? Así evitamos lo que siempre hay que evitar, que es la tentación.

El alcalde se reía:

—Como usted diga, como usted diga. Usted es quien manda, aunque ya sabe usted que la tentación para los jóvenes se presenta donde quiera.

El señor cura, sin inmutarse, conociendo perfectamente al alcalde, lo repetía:

—Bueno, pero evitamos la tentación. Luego allá cada uno. Nuestro deber es evitar la tentación.

La tentación en la plaza oscura acechaba a los jóvenes, que se apretujaban en los pasodobles sabiendo que no se los veía. En las manchas amarillas de los portales no bailaba nadie. Se iban hacia el pórtico de la iglesia, donde no había luz, y se agolpaban allí.

De vez en cuando se oía una voz de mujer que llamaba a su hija:

—Virtudes (o Encarnación, o Julia), ven un momento.

Y luego, como un cuchicheo entre la madre y la hija:

—A ver si somos formales, porque como me entere de algo malo, te rompo las costillas.

La muchacha se disculpaba:

—Pero, madre, si no pasa nada, si estoy bailando con el Francisco… Ahora que, si usted quiere, lo dejo, aunque para una vez que tiene ocasión una de divertirse. Además…

Y la madre, que advertía:

—Lo que tú quieras, hija, pero, con el Francisco o sin él, que no me entere yo de nada malo, que te muelo las costillas. Y podéis, además, bailar más aquí, al claror, y no aborregaros todos allí, que parece os vais a sobar.

La muchacha traía a su mozo hasta el claror y seguían bailando hasta que paulatina y silenciosamente se iban otra vez a lo oscuro.

De pronto el alcalde daba unas palmadas y gritaba:

—Se ha acabado, que es muy tarde y mañana tenemos que madrugar. —Se extendía un sordo murmullo de fastidio. El alcalde se sonreía y luego se ponía serio—. He dicho que no hay más que hablar, por hoy se acabó el baile en la plaza.

Las madres no tenían tiempo de llamar a sus hijas. Cogidos del brazo y cantando se desparramaban en grupos los mozos y las mozas hacia los prados. A alguna retrasada le gritaba la madre:

—Tú no vas.

Y ella se disculpaba fingiendo rabieta:

—Madre, si han ido todas. Si van a beber agua del manantialillo, que dicen que trae suerte…

—Pues tú bebes agua en casa —afirmaba la madre.

El padre echaba un capote:

—Déjala, mujer, que vaya a beber agua o vino, pero que vuelva en seguida, porque si no está aquí en seguida se acuerda para toda su vida de estas fiestas.

El señor alcalde, el señor cura y otros notables seguían bebiendo resoli con agua fresca y contando las cosas que pasaron hacía muchos años, un invierno de malas nieves, que se llevó adelante a medio pueblo y dejó las familias en cuadro.

—¿Se acuerda usted?

—¡Cómo no me he de acordar!

Comenzaron los preparativos de las fiestas. El programa se reducía en lo religioso a un triduo a la Virgen y una misa con mucha pompa el día de la fiesta. En lo pagano —pagano dijo el señor cura ahondando en la palabra un domingo, desde el púlpito, como si aquella palabra significase para el pueblo algo más que cohetes y baile— mucho tiento; porque un par de días terribles acechaban como dos fieras en una y otra punta del pueblo, al norte y al sur, e iban a devorar más almas y a dar más quehacer a Belcebú que las fiestas de Nerón, el vicioso, el asesino, el secretario del demonio.

En lo pagano matarían algún cabrito y con los cabritos y las truchas, amén del vino y el resoli, la fiesta iba a ser sonada. Cohetes al anochecer y baile. Si se encontraban globos para soltarlos a mediodía en la plaza, ante el asombro de chicos y grandes, tanto mejor. Estos globos eran perseguidos sañudamente por montes y valles hasta ver dónde caían. A la tarde, los niños mostraban sus trofeos. Trozos de papel de los globos. Los globos encendían comentarios entre los más civilizados hombres del pueblo.

—Como vea navegar un globo de éstos —decía uno—, el tío Marrón, que no baja al pueblo nunca por el verano, y que se ha pasado la vida en el monte con el ganado, se va a llevar un susto tremendo.

Y exageraban:

—Igual cree que es el fin del mundo, porque como los globos tienen esa forma como de hombres.

Se reían gustosamente imaginando el susto del tío Marrón o el de los zagalillos que en el monte eran ya como ovejitas, tenían reacciones de ovejitas y amores con las ovejitas.

María ayudó al señor cura, con otras mujeres del pueblo, a decorar la iglesia. Tenía destacadas en los prados a todas las niñas de la escuela para que recogieran flores. Se las traían en apretados ramilletes y ella las ordenaba por colores y longitudes. Las que tenían el tallo muy largo a los búcaros grandes; las de tallo corto, a los búcaros pequeños. Las niñas más listas también la ayudaban:

—Señorita, estas tres tienen el rabo largo, ¿las pongo aquí?

—Sí, monina.

—¿Y estas otras?

—Esas otras allá. Ahora idos y traedme un poquito de follaje.

A los niños de la escuela los había mandado por matojos. Volvieron con matojos y espinos, con arañazos y desgarrones. A alguno le tuvo que sacar con una aguja un pincho del pulpejo de un dedo. Los niños tenían voluntad de ayudar, pero ayudaron poco. Acabó mandándolos a jugar porque en seguida se percató de su inutilidad. Doña Patro, cuando todo estuvo arreglado, inspeccionó la iglesia y encontró muchas faltas: dio algunos retoques a un lado y a otro, y ya lo encontró todo mucho mejor.

La víspera de la Virgen del Carmen se gastaron cerca de cuarenta duros en cohetes. Fue un derroche de chispas por el suelo. Doña Patro se tapaba los oídos y gritaba a su hija:

—Son unos auténticos salvajes. Esto es lo que llamaba tu padre correr la pólvora. Esto sólo lo hacen los moros, no gentes civilizadas.

Los mozos del pueblo no tuvieron en cuenta la delicada sensibilidad de doña Patro y quemaron hasta el último cohete del cupo de la víspera de la Virgen.

Los mozos cogían delicadamente los cohetes entre los torpes dedos pulgar e índice de la mano izquierda, les acercaban un cigarrillo encendido a la mecha y el cohete salía silbando como un culebrón. Daban gritos: «Ajaí, que se rompe el cielo. Que le quema el culo a San Pedro. Ajaí, que revienta la luna».

Y de aquel que estallaba cercano, habiéndose elevado poco y se doblaba en una cascada de chispas: «Éste es un cohete capao. Mucha labia y poca flauta…»

La víspera hubo algunos mozos que entre los cohetes y el vino se exaltaron de tal modo que acabaron peleándose.

—Lo de todo los años —dijo el alcalde—, lo de todos los años.

El señor cura le tuvo que dar una torta a un mozo que blasfemó en su presencia y que estaba muy borracho.

—Para que aprendas a tratar a Dios Nuestro Señor como a un padre y no como a un marrano.

El mozo se quedó como de piedra. El señor cura siguió reprendiéndole:

—Que sois unos bárbaros que merecíais ir todos a lo más profundo del infierno, que tenéis mucha boca y por la boca se pierde el pez y cualquier animal; que parece que estáis hechos para andar entre la misma porquería de tanto hacerlo en tal y en cual; que mañana te quiero ver en el confesonario arrepintiéndote de lo que has dicho.

En cuanto el señor cura volvió la espalda, el mozo soltó otra blasfemia y le dijo a un amigo suyo que a él no le ponía la mano encima ni Dios.

Por la mañana, en la iglesia, hubo una gran función religiosa. Las mujeres del pueblo cantaron muy bien una Salve. El señor cura comió con el alcalde, con doña Patro, con María y con otros vecinos notables. El alcalde, a los postres, anunció:

—Me estoy temiendo que la celebración de Nuestra Señora acabe como el famoso rosario de la aurora, porque he oído a la gente joven, aunque a mí nada me han dicho, que van a venir los mozos de Languerón a enseñar a bailar a las mozas de aquí, que lo han prometido; como a los de aquí lo único que les falta para divertirse es tener una buena pelea, pues me lo estoy temiendo…

El señor cura confiaba en su gran sentido de la oratoria y en sus fuertes puños:

—No tema, hombre; en cuanto vea usted algún conato de bronca me avisa, que los voy a poner buenos a los unos y a los otros.

Doña Patro comentaba:

—Sería terrible que llegara hasta aquí la revolución.

El señor cura la oyó:

—¡Qué revolución ni qué ocho cuartos, doña Patro; a los mozos los meto yo en el redil en cuanto levanten la voz!

Doña Patro le respondió un tanto ofendida:

—Perdóneme que disienta de usted. La revolución está en puertas y si usted es hombre avisado, no sé…

—¡Cómo que no sé! —saltó el cura.

Doña Patro, sin inmutarse, dijo:

—Yo que usted no me metería en sus líos. ¿Usted no sabe, padre, que han quemado las iglesias en la ciudad?

—Naturalmente que lo sé, doña Patro. Leo los periódicos como todo el mundo, pero ¿sabe usted por qué es eso? —No esperó la respuesta—: Porque, en la ciudad, nosotros los curas lo hemos hecho a veces muy mal. Ya me iban a venir a quemarme la iglesia; pues ¡no faltaba más!, ¿para qué estoy yo aquí entonces? A mí no me queman la iglesia, señora, ni los de Madrid que caigan por aquí. ¡Estaría bueno! —El señor cura le dio un sorbo ruidoso a su copa de anís—. Ni los de Madrid, le digo yo a usted que me queman la iglesia, ¿verdad, señor alcalde?

El alcalde se sonó las narices:

—Claro, claro.

María salió a la plaza en el momento en que llegaban un puñado de mozos de Languerón. Eran pocos. Escuchó el comentario de un mozo del pueblo:

—Estos son los mansos, los del despiste; ya veremos a la hora de las bofetadas cuántos aparecen.

Los mozos de Languerón traían su vino. Grandes botas de vino de las que bebían con ostentación. A veces se la ofrecían a los mozos del pueblo.

—Bebed, que esto es vino. Hay que celebrar la fiesta bien y en paz.

Algunos se conocían por los nombres:

—Tú, Juan, bebe, hombre, bebe que esto no es agua de manantial. ¿Te acuerdas de la que agarramos en la fiesta de nuestro pueblo? ¡Arriba la bota!

Los mozos de Languerón comenzaron a hacer apuestas. Era el viejo truco. María, desde el portal en que se había recluido temerosamente, observaba el espectáculo. «Te juego a ti, a que no levantas a éste con los dientes agarrándole por el cinturón. Te juego a que corriendo de espaldas te gano una carrera de diez vueltas a la plaza. Te juego a… Te juego a…»

Los mozos del pueblo tenían preocupación. No aceptaban las apuestas; aceptaban sólo por cumplir, según advertían, el vino que se les ofrecía. Los mozos del pueblo no invitaban a nada. El que la noche anterior se había emborrachado como un loco a última hora, después que el cura le había dado la bofetada por blasfemar, estaba que se caía. Dos veces quisieron llevárselo a casa las mujeres de su familia; las dos se desasió de sus brazos y salió al medio de la plaza a trompicones. Le avisaron al señor alcalde.

El señor alcalde se lo dijo al cura. El señor cura bebió lo que quedaba de la copa de anís y bajó. Se fue hacia el mozo:

—Oye, Doroteo —le dijo—, no están los ánimos para que vengas ahora con mandangas. Vete a casa y te echas, y cuando se te pase, bajas. ¿Me oyes?

El mozo no oía nada. Le contestó con una blasfemia. El señor cura estaba iracundo; no obstante, se sabía contener.

—Anda, vete a casa y ya hablaremos.

El mozo se le revolvió:

—Con usted no sé qué c… tengo que hablar. —Se soltó del brazo del cura y se fue al centro de la plaza, a cantar una canción pornográfica y bellaca.

Bajó el alcalde y llamó a unos mozos:

—A ése me lo acostáis en seguidita; no quiero peleas. ¿Me entendéis? Me lo acostáis en seguidita.

María no se había movido del portal. Cuando el alcalde la vio, la empujó escalera arriba.

—No es ahora sitio para una mujer.

Los mozos se llevaron a Doroteo hacia su casa. Los de Languerón seguían haciendo apuestas.

El señor cura estaba caviloso. Doña Patro hablaba de la ciudad con la mujer del alcalde:

—Como le digo, han ocurrido cosas terribles. El otro día me han escrito contándome lo que hicieron esos salvajes. Usted no se puede figurar. A una imagen le cortaron el cuello. Claro es que llegaron los guardias y les dieron su merecido. Mataron a tres. Se debió de armar casi una guerra.

Nadie la escuchaba. El señor cura seguía caviloso. El alcalde hablaba de la que se podía armar.

—Hoy vamos a tener que andar con tiento, con mucho tiento. Como éstos saquen a relucir su mal café, se va a armar la de San Quintín. ¿Quién les habrá metido en la cabeza la idea de venir a incordiar?

Doña Patro estaba atenta a las palabras del alcalde; le interrumpió:

—¡Quién va a ser, señor alcalde, sino los anarquistas, los que usted defiende!

El señor alcalde se encocoró:

—Y ¿quién le ha dicho a usted, señora, que yo defiendo a los anarquistas?

Iba a contestarle doña Patro, pero se le adelantó María:

—Cállate, mamá, que la cosa no va de bromas.

El señor cura se sirvió otra copa de anís y se quedó mirando la gota que se derramaba hacia el mantel.

Al atardecer llegaron más mozos de Languerón. Venían cantando. A poco comenzó el baile. Lo había ordenado el alcalde; «Hay que darles sensación de normalidad —para entonces ya había destacado a un mozo hasta la Casa Cuartel de la Guardia Civil del pueblo cercano—; hay que darles sensación de normalidad y de que aquí no puede pasar nada». En la plaza, los mozos de los dos pueblos se contemplaban y hacían comentarios en voz baja.

—Está ese que llaman «El Fraile» —dijo uno de Languerón—, que repartiendo estopa es un molino de viento.

—¿Has visto que ha venido con ellos el c… de Luisillo, que tiene la peor entraña del mundo? —preguntó uno de los mozos del pueblo a otro.

Medían las fuerzas. Las mozas no querían salir a bailar, pero salieron. Los novios les hacían recomendaciones.

—Si te preguntan si quieres bailar, les dices que tienes toda la noche ocupada conmigo.

Alguno, más tímido, decía:

—Si te dicen de bailar, bailas; pero sin arrimarte, porque en cuanto te arrimes me voy para el hijo de su madre y le saco los mismísimos entresijos; de modo que ya lo sabes.

Los de Languerón se limitaban a ver bailar. No se decidían. Bebían su vino aparte y se pasaban la bota apenas sin decir palabra. María había querido bajar a la plaza a bailar con las demás mozas. El señor alcalde se lo había prohibido.

—Mire usted —le dijo—, éstas son cosas nuestras en las que usted, que es una forastera, no tiene por qué meterse. Nosotros les sabemos llevar el humor y usted no va a ser capaz; de modo que lo mejor es que no baile.

María no le contestó nada.

El mozo Doroteo apareció en la plaza. Estaba en mangas de camisa y con la bragueta desabrochada. Antes de que le pudieran detener se había acercado a los de Languerón.

—Me cago en la madre que os parió. —Los mozos se miraron estupefactos.

Doroteo se reafirmó:

—A todos.

Ya estaban hablando unos del pueblo con los de Languerón:

—No le hagáis caso; está borracho, no sabe lo que se dice.

Doroteo luchaba con dos que se lo querían llevar mientras gritaba:

—Me cago en vuestra madre, hijos de cien leches.

Los de Languerón no tenían tanto aguante; además, ¿para qué habían ido al pueblo sino para armarla?

Se abalanzaron sobre los mozos que sostenían a Doroteo. Los mozos lo quisieron defender. Fueron los primeros puñetazos. Después, todos comenzaron a gritar como poseídos: «Las garrotas, las garrotas, traed las garrotas». No se sabe de dónde salieron. El señor cura y el alcalde se echaron a la calle. Se movían los farolillos japoneses y el aire serrano comenzaba a soplar. Doroteo estaba en el suelo, pisoteado pero sin un golpe. Repetía incansable: «Hijos de cien leches». Logró retirarse hacía la fuente. Las mujeres chillaban ya, animaban a los del pueblo: «Dadles su merecido a esa gentuza, dadles leña de la buena». De pronto en medio de la pelea, incongruentemente, sin que se supiera por qué, acaso arrancando el grito de la misma sensación de la pelea, alguien voceó un viva político. La confusión creció. Al señor cura le habían dado un palo en el hombro, con mucha fuerza, y estaba sentado, pálido como la cera, en una silla metida en un portal. Sonaron dos tiros. Nuevos gritos: «La Guardia Civil, la Guardia Civil».

María vio a los guardias civiles cargar de nuevo sus fusiles y disparar al aire. Corrían los mozos cuesta abajo, los de Languerón y los del pueblo confundidos. De vez en cuando se oía alguna voz. Alguien gritó un muera a la Guardia Civil. El señor cura se levantó de la silla y salió al encuentro de la pareja. Saludaron los guardias:

—¿Qué ha pasado aquí?

El señor cura disculpó:

—Están los ánimos muy exaltados; la cosa comenzó con Doroteo, que estaba borracho, pero hubiera principiado de cualquier manera porque los de Languerón venían a repartir leña.

Los de Languerón volvieron a su pueblo. La Guardia Civil no quiso hacer ninguna detención. Se marcharon pronto, tan pronto que la noche se quedó cortada, y aún los farolillos japoneses seguían alumbrando en la plaza. El señor cura se retiró a descansar. Las gentes del pueblo, sin ganas de dormir, angustiadas y nerviosas por lo que había ocurrido, comentaban los incidentes en las casas.

—El bruto de Doroteo tuvo la culpa; si no llega a irse para ellos, hubiera dado tiempo a acercarse a la Guardia Civil y no hubiera habido leña.

El alcalde estaba con los codos apoyados encima de la mesa, abstraído, haciendo que escuchaba a doña Patro. Doña Patro le decía a su hija:

—¿Has oído, María, has oído? La política en todo. No sé qué va a ser de España, pero alguna gorda se está preparando.

El alcalde alzó los ojos del hule, blanco y azul, que cubría la mesa, y dijo:

—Sí, doña Patro, tiene usted razón; alguna gorda se está preparando, alguna gorda…

El domingo por la tarde, cuando el señor cura jugaba con el alcalde y otros amigos al julepe, un mozo entró corriendo en la casa y casi se derrumbó sobre la mesa de juego.

—Señor cura, revolución, la revolución.

El cura se echó para atrás en su asiento:

—¿Qué dices, alma de Dios? ¿Qué pasa?

El mozo jadeaba:

—Lo que digo; es la revolución. Doroteo viene con unos tipos muy raros por la carretera. Traen fusiles. Los he visto yo. Se lo juro. Con estos ojos. Los he visto yo. También algunos de Languerón vienen para acá.

El señor cura no lo quería creer.

—No puede ser. Tú has bebido una copa de más. No puede ser. ¿Qué hace la Guardia Civil?

El mozo le aclaró:

—Uno de ellos trae un tricornio puesto.

Estaban todos de pie. El cura, muy pálido, se frotaba las manos irresoluto, no decidiéndose del todo a creer la noticia. Al alcalde le farfullaba algo ininteligible. Los naipes yacían extendidos por la mesa. Sobre la mesa, sobre los naipes, el sol del atardecer aplastaba un caliente rayo en el que las moscas se esponjaban. De las copas de bebida hacía un iris diminuto o una mancha de color. El cristal de la ventana estaba sucio y el visillo recogido a medias. Se escucharon unos disparos lejanos. La plaza se pobló de gente. El alcalde y el cura bajaron a la plaza.

Doña Patro charlaba alborotadamente con su hija. Aconsejaba a las mujeres:

—Hay que atrancar las puertas. No hay que dejar entrar a nadie. No abráis cuando llamen a las puertas.

Una de las mujeres le preguntó:

—Pero, usted; ¿quiénes cree que pueden ser?

—Pues ¿quiénes van a ser, señora mía? Los revolucionarios, los demonios, que a nada respetan y para nada tienen ley.

El pueblo se transformó cuando vio al alcalde y al cura en la plaza. Nadie sabía qué hacer. Miraban los rostros del alcalde y del cura fijamente, inquisitivamente, para descubrir en ellos el menor signo que les diera posibilidad de interpretar lo que estaba ocurriendo. Corrió la voz de que Doroteo estaba con ellos.

Entraron en el pueblo dando gritos. Doroteo llegó el primero, muy ufano, con sus cartucheras colgando del cinturón y el fusil cruzado sobre las espaldas. Los vecinos les abrieron paso. Eran catorce hombres. Los vecinos guardaron silencio y los que entraron cesaron de cantar. Hubo un momento en que parecían avergonzados. De pronto, uno de ellos, el que llevaba puesto un tricornio, se subió en el pilón y comenzó a hablar. Dijo:

—Camaradas, ha estallado la revolución. Nosotros somos los encargados de guardar este pueblo. Os pedimos que nos ayudéis…

Doroteo le interrumpió:

—Al que no ayude, le rompemos el alma por traidor.

Doroteo, a continuación, dio un grito político. El que se había subido en el pilón, le mandó callar. Calló de mala gana. El del pilón siguió hablando:

—Tenemos orden de hacer una requisa. Todos vais a entregar lo que se os pida. El que por ejemplo no quiera dar lo que se le pide, si es un par de corderos pues da su valor, y andando. ¿Entendido?

Nadie respondió. Doroteo, seguido por otros dos, se acercó al cura y al alcalde que escuchaban de lejos. Se plantó delante del cura y blasfemó. El cura le miraba fijamente a los ojos. Luego le dijo:

—Doroteo, estás dejado de la mano de Dios.

—Usted tire para adelante. —Doroteo tenía el fusil en las manos. El cura no se movía. Doroteo repitió, empujándole con el fusil—: Usted tire para adelante, la leche.

Los que le acompañaban miraban al cura torvamente. Uno de ellos habló:

—¿En qué lengua hay que decírtelo, piojoso? Tira para adelante.

El cura volvió las espaldas a la plaza y comenzó a descender por el camino.

El regato saltaba mansamente por las piedras. Al volver el esquinazo, donde el regato se entunelaba, le dieron un culatazo en las espaldas. Estuvo a punto de caer, pero no cayó. Ya estaban fuera del pueblo y el regato saltaba otra vez alegre entre las piedras.

—Párate. —Doroteo le empujó con el fusil—: Quítate la sotana. —El cura miraba las cimas lejanas, que se recortaban altas tras las de las montañas que circuían el valle del pueblo. Le empujó un fusil—: Que te quites tu uniforme, so mierda.

El cura empezó a desabotonarse la sotana. Tuvo que doblar la cintura para desabotonarse por abajo. Le dieron un tremendo patadón. Cayó sobre el regato. Luego sonaron tres tiros. Los que acompañaban a Doroteo, se volvieron cuesta arriba. Doroteo quedó solo. El agua del regato saltaba por las piedras, teñida de sangre. Doroteo apuntó de nuevo. Gastó cuatro balas más.

Marcharon del pueblo a la mañana siguiente. Dos horas después estaba enterrado el cura. En el pueblo, el silencio se adensaba. Una mujer cruzó la plaza hacía la fuente. Caminaba con la cabeza baja. Desde la ventana la contemplaba María. Era la madre de Doroteo. La mujer volvió la mirada, temerosa, hacía las ventanas de las casas, María dejó caer el visillo. Siguió mirando a través de él.

—Mamá —dijo—, hay que marcharse hoy mismo. Hay que irse a la ciudad.

Doña Patro estaba echada en la cama, con los párpados entornados. María repitió:

—Mamá, hay que marcharse hoy mismo.

* * *

María Ruiz estaba pensando, mientras se miraba en el espejo. Azuleaba el espejo en la penumbra de la habitación. María se pasaba las manos por los cabellos. Su imagen tenía un aspecto fantasmal; le ahondaba los ojos, las ojeras se le hacían más oscuras, la piel más tersa, la figura más borrosa. María pensaba en los secretos que guardan los espejos según los viejos cuentos infantiles. Sí se sumergiera en aquel misterioso mundo de azogue, volverían los tiempos que ella gustaba de recordar. Los primeros años entre la adolescencia y la juventud antes de ponerse por vez primera a trabajar. Luego apartaba de su mente aquellas ideas, juzgándolas disparatadas. La inmersión en el espejo, en el azul del espejo, donde la irrealidad de un sueño se tornaba clara, diamantina realidad. De nuevo se pasó las manos por los cabellos. «Estoy vieja —pensó—, vieja y cansada. Si siquiera hubiera tenido un hijo…» Un hijo disculpa la vejez de las mujeres, hace que las arrugas, que las ojeras, que la misma enfermedad sea más llevadera. Volvía a los cuentos del espejo. Se fue apartando de él. Desde la cama de matrimonio, el espejo era una mancha azul que casi no recogía las imágenes, como un agujero en la pared, por donde era posible evadirse hacia el ensueño.

Salió al patio. Fue subiendo la escalera de la galería. Andaba muy lentamente, procurando dar los pasos cortos. Carmen la saludó:

—¿Qué, María, haciendo deporte con el calor que hace?

—No, chica. Haciendo reflexiones.

—De eso no hay tiempo. ¿Para qué sirven?

María estiró el cuello en un movimiento mecánico.

—Acaso no sirvan para nada —desvió la conversación—, pero en algo hay que pasar el rato cuando no se tiene otra cosa que hacer.

Carmen se echó a reír.

—Siempre hay cosas mejores que hacer. Hablar, por ejemplo. Contar historias de esas que tú sabes, murmurar de la gente…

María Ruiz no tenía ganas de pelear dialécticamente con Carmen.

—También éste es un buen modo de pasar el rato.

—Las traes a todas locas con las historias que tú inventas. Pero a mí no me la das; María, yo sé lo que tú piensas.

—Sí —dijo con retintín—. ¿De modo que tú sabes lo que yo pienso?

—Naturalmente. ¿Te crees que soy como ese hatajo de palurdas?

—Vaya, vaya… Tienes unas cosas, Carmen…

Carmen se desconcertó un poco.

—¡A mí me ibas a venir con tus jueguecitos! ¡Como que no te conozco!

—Puede, puede.

—Tú te aburres como todas nosotras aquí, y te tienes que divertir con algo. Ese algo con el que tú te diviertes es embarullar a la gente, haciéndoles soñar cosas en las que no han pensado en su vida. Déjalas, déjalas, y no las entretengas. Que se aburran como tú y como yo, que se fastidien.

—Mujer, eso no está bien —había notas de burla en su voz—. Si yo no las divirtiese podían caer en esa melancolía que tú por ejemplo sufres, que las haría desesperarse a veces.

Carmen alzó las cejas y abrió mucho los ojos en signo de estupefacción.

—Yo, yo… tú crees que yo estoy melancólica. Chica, me haces reír. Yo lo que prefiero es estar sola. Estando sola estoy mucho mejor que acompañada. Ya ves, ni siquiera me preocupan vuestras cosas.

—Ya veo.

—¡Que ya ves! Pues claro; ¡de minucias me iba a preocupar yo! Tengo otras cosas más importantes que hacer.

—Entonces no te aburres, ¿verdad?

Carmen estaba nerviosa.

—Vamos a dejarlo.

—Como tú quieras, pero como decías que te aburrías…

Carmen se puso seria.

—Contigo no se puede hablar, María; en seguida llevas la conversación por donde a ti te parece.

—¿Por donde a mí me parece? Pero, mujer, si todo te lo dices tú. Tú eres la que has dicho lo del aburrimiento.

Carmen se violentó.

—Claro que lo he dicho. Yo no niego lo que digo, yo de mentirosa no tengo un pelo.

—Bueno, mujer. Yo no te he dicho que seas mentirosa.

—No sé, parecía que lo insinuabas.

Carmen se ofendía aparatosamente.

—Es que contigo una siempre tiene que andar con un cuidado; les buscas las vueltas a las palabras y la equivocas a una.

María Ruiz quiso cambiar la conversación; se sentía cansada. Para ella Carmen siempre era igual: susceptible, rencorosa y, a última hora, siempre se hacía la víctima y se quejaba. A Carmen le molestaba que no se preocupasen constantemente de ella. Le molestaba que se preocupasen de las demás, o que las otras mujeres escucharan de mejor grado a María que a ella, que tenía tantas cosas que contar. Pero Carmen cuando contaba cosas, lo hacía en un tono lejano que no convencía ni a Ernesta ni a Felisa, y mucho menos a María. Hablaba de Madrid y en el tono de la que descubre Madrid a sus oyentes, y si quería hablar de cosas que solamente a ella le interesaban, contaba las andanzas por su barrio, cines y bares, bailes y verbenas, historias que no tomaban cuerpo de realidad, por muy reales que fuesen, en las mentes de las mujeres del castillo. En cambio, cuando María contaba una buena historia de crímenes, de adulterios salvajes, de pasiones campesinas, aunque fuesen inventadas, parecía que todo se tornaba real y las tinieblas se adensaban, o el pecado tomaba caracteres bíblicos, o el crimen era como una gran mancha de sangre bañándoles los pies a los oyentes. Carmen, al contar, atendía únicamente a su propio placer de recordar o de asombrar, mientras que María lo que deseaba era despertar emociones en los que la escuchaban. Emociones que a veces la apasionaban tanto, que la hacían encender las tintas hasta que notaba cómo le recorría a Ernesta un escalofrío de deseo o de horror.

María preguntó a Carmen:

—¿Mandas este año el chico a Madrid?

—En cuanto pasen quince días, lo planto allí. A ver si se le quita el pelo de la dehesa que ha almacenado estos meses.

—Haces bien. Aquí en el verano no pintan nada. Yo creo que hasta lo que aprenden por el invierno en la escuela se les va de la cabeza. Pudiendo, chica, es lo mejor que puedes hacer.

—Allá estará bien cuidado y conviene que se vaya espabilando para que pueda ser algo el día de mañana. Te advierto que si Cecilio se pudiera pasar sin mí, cogía el dos y me marchaba con el chiquillo. Esto es de volverse tarumba con el calor y el aburrimiento.

—Pues vete tú también.

—No, por ahora no puedo.

Carmen se levantó de la butaca de mimbre.

—Voy a ver lo que hay por abajo. ¿Vienes?

—No, no. Me quedo aquí.

Carmen se contoneaba al andar. La bata le hacía ondas. Chancleteaba con aparato. María se quedó un momento mirándola; luego se sentó en la butaca.

Sonsoles escuchaba a Felisa. En la cocina de la casa de Felisa había desorden. Encima de la mesa, junto a una cebolla partida, estaba un periódico infantil sucio y gastado por el uso. Era el periódico, juntamente con otros que reposaban en el armario, la diversión nocturna de los muchachos. Había frecuentes peleas entre ellos porque se les antojaba el mismo periódico y el de más fuerza y edad pretendía llevárselo a viva fuerza. Intervenían la madre y a veces el padre. Alguno de los chicos se llevaba una bofetada o un zapatillazo. Se defendía al más débil. «Deja a tu hermano que los lea… Lo habéis leído cien veces y no os cansáis nunca. Mejor que pasarais el tiempo estudiando que devanándoos el cerebro con esas tonterías, que no son más que fábulas, que os hacen estar imaginando bobadas».

En la cocina había desorden. Las ropas de los chicos yacían en un balde, amontonadas. Del techo colgaba una ristra de chorizos que había dejado una huella de grasa en el suelo. Unas alpargatas viejas estaban colocadas, una sobre la otra, en un rincón. En el cubo de la basura destacaban las peladuras de las naranjas sobre el pardo color de las cenizas. Había objetos sobre la silla, estaba todo invadido de un aroma denso de comida y acompañado de una música repulsiva de aleteos de moscas en agonía pegadas a un papel de liga colgado del techo, y de moscas que tamborileaban en los cristales de las ventanas entornadas, buscando la libertad.

Sonsoles escuchaba a Felisa que contaba los quehaceres de la casa y recordaba sus tiempos de hermana mayor en oficios de madre.

—Para mí —decía—, siempre ha sido igual. Primero mis hermanos, después mis hijos. He hecho de criada toda mi vida. He trabajado más que un buey. Estoy más cansada de trabajar que el buey de comer paja.

Sonsoles la interrumpía devotamente.

—Cada uno tiene que llevar su cruz, Felisa. A mí también me ha tocado lo mío, no de trabajar, pero sí de sufrir.

—Pero las cruces no son todas lo mismo de pesadas. Se conoce que la mía es de roble por lo que pesa, mientras que las de muchas son de paja.

—No lo creas, no lo creas. A veces esas cruces que a ti te parecen de paja son las más costosas de llevar.

Felisa comenzó a enumerar desgracias.

—Primero murió mi madre, después vino la guerra, el padre quedó sin trabajo, el hermano que me seguía y que ya ganaba bastante, se fue a los rojos y no hemos sabido de él hasta hace cosa de cuatro años; luego murió el padre. Cuando los dejé a todos que ya se pudieran defender por su cuenta, empecé a tener hijos en banda. Cuatro hijos y hubiera tenido ¡qué sé yo cuántos!, si no me ocurre lo que me ocurrió, que uno vino mal y me ha dejado para el arrastre.

—¡Qué le vas a hacer!

—No, si yo a veces me alegro, aunque luego me arrepienta. Si no, sé lo que hubiera sido de esto. Ya podía haberlos mandado al hospicio, porque no sé de qué íbamos a comer.

Guardaron las dos silencio. Sonsoles le preguntó:

—Y de ese hermano que se marchó a los del otro lado, ¿qué ha sido?

—Ése… Ése se bandea muy bien. Cuando terminó la guerra en el norte pasó a Francia. Según nos dijo, pasó lo suyo, naturalmente, pero ahora está bien colocado; se ha casado con una francesa y tiene dos hijos. Trabaja en una fábrica de los alrededores de París y como él es un buen mecánico, por lo visto, pues saca un buen jornal y vive hecho un príncipe. Ése ha sido listo…

Hicieron un silencio. Felisa dejaba vagar la mirada por la cocina. En el desorden comprobó que había cierta organización. Las cosas, los objetos estaban cercanos para el que los necesitase. Se levantó a espantar las moscas del cesto del pan y como no encontró nada mejor a mano para cubrirlo que unos calzoncillos que estaban en el montón de ropa limpia del balde, los puso encima.

—Estas moscas —dijo— están como atontadas con tanto calor.

Sonsoles se pasó las manos por el rostro.

Bueno, Felisa, hay que decirles a ésas lo que ha ocurrido. ¿Tú tienes idea de cómo se lo podemos decir sin asustarlas demasiado?

Felisa se quedó un momento pensando. Dijo:

—Habrá que empezar por María. Es más resistente a las emociones grandes. Hasta que no se confirme quién ha sido, estará serena.

Sonsoles hizo un movimiento de duda con la cabeza.

—Bueno. ¡Ojalá resulte bien!

Felisa salió al patio y se acercó a la casa de María. Golpeó con los nudillos en la puerta.

—María, ¿estás ahí?

Desde la galería escuchó María la llamada. Gritó:

—Ahora voy, Felisa.

Felisa salió a la plena claridad. Hizo pantalla con las manos sobre los ojos.

—Ven a mi casa, quiero preguntarte una cosa.

* * *

Ernesta cantaba tenuemente una vieja copla. Le hubiera gustado poder dar su canto en alto, pero temía que alguien estuviera durmiendo la siesta. Podía salir malhumorada María a decirle que hiciera el favor de callar, que no alborotase, que las canciones estaban bien por la mañana, para acompañar las labores domésticas, pero que a la tarde todo el mundo —«todo el mundo, ¿me entiendes, Ernesta?»— tiene necesidad de un rato de reposo. Cantaba tenuemente mientras recortaba de un periódico ilustrado unas figuras que pensaba dar a los chiquillos de Felisa en cuanto les echara la vista encima. Algunas veces ayudaba a los hijos de Felisa a pegar recortes de periódicos en viejos cuadros. A los chicos les gustaba pegar santos y ver santos. Les llamaban santos a los recortes, y a veces los transformaban añadiéndoles unos bigotes o unas barbas.

La voz de Felisa llamando a María la sorprendió. «¿Qué pasará? ¿Para qué llamará Felisa a estas horas a María?». Deseaba salir a preguntarlo. No se resistiría. En cuanto María la viera, ya estaba, le iba a decir lo de siempre: «Ernesta, pareces una chiquilla, tienes más curiosidad que un crío de esos metomentodo». Siguió recortando las figuras, sin cantar, atenta a la posible conversación en el patio. Prestó mucha atención. Oyó bajar de prisa a María. Escuchó el rechinar de la gravilla, que marcaba una especie de aceras en el patio. La gravilla echada con idea de que en el invierno, al ir de un lado a otro, no se embarrasen los habitantes del castillo. Olvidó, por fin, a María y a Felisa. Su preocupación era un perfil de futbolista en aquellos momentos.

* * *

—¿Qué me quieres, Felisa?

Sonsoles estaba retirada en un rincón y todavía no había sido vista por María.

—Tenemos que hablarte.

María recorrió la habitación con los ojos. Estaba deslumbrada por la claridad exterior. Vio a Sonsoles.

—¡Ah, estás tú ahí!

Hizo una pausa.

—¿Y de qué me tenéis que hablar? Debe de ser de alguna cosa muy importante, ¿no?

No hubo respuesta. María se rió. Su risa le sonaba a Felisa como el raspar de dos cuchillos, le daba dentera. Sonsoles se levantó de la silla.

—Conviene que te serenes.

Estaba serena. Nunca perdía la serenidad. Las palabras de Sonsoles la desasosegaron un poco en función de que ella había entrado tranquila. Sí, las palabras que encierran una sospecha sobre el estado de aquel a quien van dirigidas, suponen que el que las dice quiere para sí lo que pide. En un instante se le pasaron por la cabeza las amenazas de los tiempos de estudiante. Cuando un profesor, viéndolas tan alegres y despreocupadas, cercanos los exámenes las amenazaba: «Al freír será el reír, jóvenes». Cuando ella misma anunciaba a su madre: «Mamá, cálmate; hoy volveré tarde». Cuando aquel imbécil le dijo: «María, haz el favor de entender bien esto; serénate, mi trabajo requiere de mí…» Y ella le tuvo que decir: «No sigas. Vete cuando te dé la gana». Todas eran palabras de la misma naturaleza.

—Siéntate, María —dijo Felisa.

Se sentó. Todas eran palabras de la misma naturaleza. Al freír será el reír… Cálmate, volveré tarde… Serénate, mi trabajo requiere… Se las habían dicho muchas veces, las había dicho muchas veces aquel al que no quería recordar.

—Bueno, ¿qué es lo que pasa? —preguntó.

Nuevo silencio. Sonsoles comenzó a hablar en voz queda, lentamente.

—En el Cuerpo de Guardia ha habido noticias de que… no sé, un accidente…

Saltó rápida María.

—¿A quién? ¿A Baldomero? ¿Qué ha sido?

—No, no sabemos si a tu marido o a quién. Nos han dicho que os lo teníamos que comunicar. No te excites, por favor. Cálmate. No se sabe a quién ha sido. A la primera que se lo decimos es a ti. Después hay que anunciárselo a las demás. Todavía no saben quién ha sido la víctima.

—Pero ¿es que ha habido un muerto? ¿Muerto o herido grave?

—Sí, María, un encuentro con unos maleantes.

—En la feria, ¿verdad?

—Sí, en la feria.

Quedaron calladas. Felisa abrió el camino de la esperanza.

—Puede que no haya sido tan grave.

María le interrumpió:

—Seguro que ha sido grave, muy grave. Estas cosas siempre suceden así. No suele haber término medio…

Inmediatamente se hizo cargo de la situación. Felisa y Sonsoles estaban más asustadas que ella.

—Hay que andar con mucho tiento para decírselo a ésas. Carmen hará una de las suyas a base de nervios. Pero peor va a ser lo de Ernesta. Ernesta está como quien dice en la luna de miel y esto le va a sentar como un tiro. Aparte de que es muy joven. No digáis nada. Yo me encargo de ellas.

María se levantó de la silla. Las otras mujeres la imitaron.

—Gracias de todas formas. Supongo lo que os habrá costado. Me voy a mi casa.

Felisa la cogió por los hombros.

—Quédate, mujer, quédate con nosotras. Para estos tragos estamos. Quédate aquí, aquí todos somos como familia…

—No, no. Me voy a casa.

María salió a la luz. Al pasar frente al portal de Ernesta, ésta la llamó.

—María, ¿has visto por ahí a los chicos?

María le notó que tenía ganas de hablar.

—No, Ernesta, no he visto a nadie.

—Pasa —la invitó.

—Ahora no. Luego vendré a hacerte compañía.

Insistió de nuevo Ernesta.

—Pasa, mujer, y cuéntame lo que te ha dicho Felisa.

María frunció el entrecejo, adoptó un gesto de seriedad ofensiva.

—Nada que te interese, Ernesta. Hasta luego.

Aligeró el paso y entró en su casa. Encima de la cama de matrimonio se echó cara al techo. Cerró los ojos. Tuvo la sensación de que estaba echada en el campo y un sol grande, en llamas, avanzando a velocidades inmensurables, se derrumbaba sobre su cabeza.

* * *

María fue enfermera durante la guerra. Fue enfermera lo afirmaba siempre, como podía haber sido conductora de un tanque. Le hubiera gustado asistir a las batallas, estar en las trincheras. No había posibilidad para una mujer. Se hizo enfermera. Algo ayudaba. Y más que ayuda se sentía la realidad, la terrible realidad de la guerra. Cuando salía del hospital, después de jornadas agotadoras, la calle, la gente, la ciudad, le parecían algo imaginado, de lo que ella hacía tiempo que había perdido la conciencia. En la casa escuchaba las continuas quejas de la madre. Se quejaba de todo, parsimoniosa, obstinadamente. Todo estaba mal. Recordaba sus tiempos. Afirmaba que España estaba invadida por una locura colectiva. No veía la guerra. Las palabras siempre eran las mismas: «Una revolución, hija, es algo que se tiene que acabar en siete días. A esto no hay derecho. Los que hacen las revoluciones tienen la obligación de acabarlas en siete días. No se puede arruinar a una nación armando lo que han armado». Era inútil explicarle lo que ocurría. Doña Patro pertenecía a otro mundo; a un mundo que hacía tiempo había despegado los pies, del santo y acre suelo, en una levitación impulsada por los recuerdos.

Hubo algunos bombardeos aéreos. Doña Patro sufrió mucho. En los sótanos, en los que se habían improvisado los refugios, cuando la sirena de alarma les hacía recluirse allí, alternaban el rezo del rosario con frecuentes soponcios. Cuando le daba un soponcio, se ponía toda blanca y echaba baba, y en el momento en que parecía estar peor se recuperaba y conminaba a todos a rezar. Luego lo comentaba con su hija, que normalmente estaba en el hospital: «Esto acaba conmigo. Es una vergüenza. Pero ¿es que no hay un derecho de gentes que impida que se bombardee a la población civil? Una cosa es el frente y otra muy distinta la retaguardia. A los que bombardean los cogía yo, fíjate, yo y los estrangulaba con estas manos». Se miraba doña Patro tenebrosamente las manos. Luego, como asustada de lo que acababa de decir, se las guardaba entre la toquilla.

María Ruiz, si tenía un rato libre, lo empleaba en pasear con los heridos. Se acostumbró a llevar en los paseos a un soldado, a un sargento o a un oficial colgado del brazo, arrastrando lastimosamente una pierna escayolada o tendido el brazo como un ala petrificada. Hacia el final de la guerra tuvo un novio que estaba dispuesto a casarse con ella en cuanto se licenciase. El muchacho era de la ciudad, estudiante adelantado de Medicina. Doña Patro estaba muy animada. Pasó el tiempo y el noviazgo seguía hasta que un día… Doña Patro, cuando se lo anunció su hija, precisó:

—Es un charrán, un auténtico charrán, hija mía. Ahora mismo voy a ir a buscarle y me va a escuchar. Eso no se hace. Un hombre que hace eso, ni es hombre ni es nada. Yo no digo que tú seas guapa, pero tienes otras virtudes que las tienen muy pocas. Tú, María, tienes inteligencia para dar y prestar. Un hombre que ha estudiado y que no sabe valorar la inteligencia es un fracaso de hombre, y en el caso de éste, además, es un mal nacido.

María volvió a dar clase en una escuela de pueblo. Anduvo una buena temporada mustia, desganada de todo, cumpliendo con su deber mecánicamente. El alcalde del pueblo, que era un señorón con muchas fincas, al que le habían matado un hijo en la guerra y que caciqueaba a su antojo, le advirtió un día:

—Señorita, está usted como enferma. Debería irse una temporada a la ciudad. No se preocupe por la escuela, porque esto lo resolvemos de cualquier manera hasta que usted vuelva.

María no tenía ningún deseo de volver a la ciudad. Se sobrepuso. Hizo algunas amistades en el pueblo. Un día conoció a Baldomero Ruiz, un guardia que vivía en la Casa Cuartel y que un domingo se empeñó en acompañarla hasta su casa después de la misa. Nunca supo cómo sucedió. Se confesaba a sí misma que Baldomero no le gustaba. A doña Patro se lo comunicó un día. Le dijo:

—Mamá, tengo novio y se quiere casar conmigo. Es, como quien dice, un cualquiera, pero es bueno y parece quererme mucho.

Doña Patro se entusiasmó, la hacía ya soltera para toda la vida, temiendo el empuje que traían las nuevas generaciones. «Las nuevas generaciones —decía— vienen de aúpa. Son modernas, lo que yo digo modernas del todo, aunque de moral y de dignidad deben de andar bastante escasas». El entusiasmo por el noviazgo lo manifestó con reflexiones sobre los peligros de la soltería:

—Hay que agarrarse a lo que salga. Una mujer como mejor está es casada, porque las mujeres somos muy listas para estas cosas, pero te pilla cualquier desaprensivo en el cuarto de hora tonto y la fastidias para toda la vida. Debes casarte. Con que sea bueno y te quiera, está todo hecho. Después ya se verá…

María Ruiz se casó en invierno. En seguida pudo anunciar a su madre que se hallaba embarazada. Doña Patro aprovechó la ocasión para irse a vivir con ellos.

—Tú no debes preocuparte ahora por nada. Das clases en la escuela, pero ándate con muchísimo cuidado; nada de hacer esfuerzos de cualquier clase que sean. Tú, mucho reposo y buena alimentación. De esto último me encargaré yo y que Baldomero se aguante esta temporada, aunque las cosas estén peor hechas, porque no todos los días se tiene un hijo.

Fue inútil todo cuidado. María abortó a los cuatro meses. Culparon a muchas cosas, se desconsolaron la madre y la hija. Baldomero parecía huido desde el día que le comunicaron el aborto. Visitaron médicos. Uno le anunció que le sería difícil lograr un hijo. El desconsuelo aumentó. A Baldomero lo trasladaron y María se fue con él. Doña Patro fue a vivir con otra de las hijas.

La vida comenzó a hacérseles muy dura a María y a Baldomero. Faltaba el sueldo de ella. Restringieron gastos. María se descuidó en el vestir. Apenas salían de casa. El pueblo donde los habían destinado era grande. A los guardias los mandaba un teniente. Un teniente al que llegó a odiar María con toda su alma. Se lo decía a su marido:

—El teniente es un finchao y un cursi. Pero ¿has visto los aires de gran señor que se da el tío por la calle, y luego a vosotros cómo os trata?

—Calla, calla, mujer. Nos trata como nos debe tratar; verdad que es algo seco, pero no a todo el mundo le vas a pedir que ande pendiente de uno, porque nosotros no somos ursulinas, sino precisamente todo lo contrario.

—¿Y eso qué tiene que ver con la buena educación? Yo soy infinitamente más señora que su mujer y a mí, si me encuentra por la calle, en vez de saludarme como me debe saludar, me hace un mohín como diciendo, pero ¿dónde irá esa andrajosa?

Baldomero quería a su mujer, la quería mucho. Si María le daba aquellas largas explicaciones sobre el trato que merecía la señora de un guardia, no lo hacía con afán de molestarle o con el de que adoptase una actitud seca con respecto al teniente; lo hacía más que nada porque se sentía desamparada y desambientada. Ella no era ya la maestra del pueblo, sino la esposa de Baldomero Ruiz, que era uno de tantos en la Casa Cuartel, ajustado a la misma disciplina que los demás, y María no podía pasar por aquello. Se disgustaba María y se disgustaba Baldomero. Por fin un día pidió el traslado. Lo había dicho María:

—Prefiero un pueblo pequeño, donde tú seas tú y donde todo el mundo nos conozca, que estos pueblones grandes, que no tienen más que las pegas de las ciudades añadidas a las de ser pueblos.

La vacante del castillo se la concedieron fácilmente. Una mañana aparecieron en el pueblo. María contempló el castillo largamente:

—Vamos a vivir como señores feudales —dijo—. Seguramente que por el lado de la entrada tendrá puente levadizo y toda la pesca. Va a ser divertido.

No fue divertido. Las mujeres de los compañeros de Baldomero eran raras. «Son tan raras o están tan locas que no se puede cruzar con ellas dos palabras seguidas sin que disparaten». Luego reflexionó y le entró un remusguillo de preocupación.

—Me parece que hemos salido perjudicados en el cambio.

Baldomero le respondió:

—Tú lo has querido, María; por mí no nos hubiéramos movido de allí, sino por fuerza mayor.

María concluyó:

—De todas formas, prefiero esto a tener que soportar a aquel tenientucho.

La vida en el castillo tomó su ritmo grave y monocorde. Primeramente María se aisló de las demás mujeres, pero en seguida fue buscando su intimidad, rastreando su intimidad hasta descubrir en cada una de ellas algo que las eslabonase a su propia manera de entender la vida o de haber vivido la vida. Sucedía que en el castillo había grandes temporadas de silencio entre las mujeres. Temporadas que sobrevenían cuando se sospechaba un traslado, que culminaban en el traslado y que inmediatamente eran un chorro de comentarios ya efectuado el traslado.

El carácter de María se iba transformando con el tiempo. El hijo esperado no llegaba y, en tanto, le entró una rabia sorda e hizo de su derrota como madre un refugio donde se guardaba irónicamente a sí misma. Llegó a celebrar su derrota. Extendió comentarios sobre su derrota a las mujeres de los compañeros de Baldomero. Decía: «Es la naturaleza que se sabe guardar; la selección, amiga, la selección, que impide que de una mujer como yo nazca un chiquillo del que más tarde o más temprano me tenga que avergonzar. Porque la única cosa que vale en este mundo, si se quiere ser algo, es una buena educación, un cultivo adecuado de la inteligencia, y aquí lo único que se puede cultivar es la burrería. Un hijo mío en estas condiciones me repugnaría». Las mujeres no la entendían. Les divertía a veces lo que contaba María, a veces también la consultaban para pequeñas cosas: una carta de pésame, que ella redactaba; una carta de petición, para la que ellas tenían vagas formas en el cerebro, y que María hacía viva, quitándole su tono comercial o su torpeza mendicante.

Los años en el castillo fueron secando el tallo de su vida y retorciéndolo. La poseía el orgullo de saberse más inteligente, más cultivada que cualquiera de los habitantes y fue primero por diversión, luego casi morbosamente, por lo que comenzó a inquietarlas a todas con sus historias, sus cuentos, sus versiones de la vida.

María, en el castillo, se entristeció y su cerebro no era más que una esponja empapada de amargura que ella exprimía con delectación, con una mimosa e iracunda delectación.

* * *

Ruipérez miró el reloj. Faltaba media hora para el relevo. A las cinco en punto se acercaría a la puerta. El compañero muerto para nada alteraba la canalización de la ordenanza. Llegaría, cruzarían dos palabras, se volvería al Cuerpo de Guardia Pedro Sánchez, se quedaría él con el fusil entre las manos, esperando a que pasase el tiempo. ¿Cuántas veces su mirada se iba a tender hacia el horizonte? ¿Cuántas el cuerpo, desmadejándose lentamente, iba a volver repentinamente a la posición de ordenanza? El cuerpo del hombre de guardia es como la zarpa de un gato que recoge las uñas y la ablanda y esponja hasta un determinado momento de tensión —momento no escogido, tensión subconsciente— en que la zarpa tiene todas sus defensas a la espera. Del decaimiento, del ocio pesado, surge como el rayo la felina tensión. Se lo sabía de memoria. No lo podía evitar. Siempre ocurría igual. La tensión la producían mínimas causas exteriores que eran imposibles de localizar.

Los dedos sobre la mesa aparecían torpes. De una torpeza de herramientas allí abandonadas. Cuando cogía la pluma, le costaba aplicar los dedos sobre el palillero. Si cogía un vaso, el dedo meñique se le quedaba despegado, recto, con la larga uña, cultivada con sumo cuidado, amarilleando como un papel viejo expuesto durante mucho tiempo al sol. Ruipérez contempló por la ventana a su compañero. Pedro miraba al suelo. Luego Ruipérez miró el tablero de la mesa, donde las manchas de tinta creaban islas de conformaciones extrañas. Con la larga uña del dedo meñique las fue perfilando una a una.

Carmen se movía por el patio de un lado a otro. Transportó un balde lleno de ropa hasta el tendedero. Volvió a su casa. Llevaba las manos ocupadas con pinzas de tender. Mientras colgaba la ropa, canturreaba una cancioncilla. La labor tiene que estar acompañada de una canción. Las labores monótonas, desesperantes en su cotidianidad, de las mujeres, tienen que estar acompañadas de una canción, cuando no se tiene en qué pensar o se ha pensado mucho la misma cosa.

Para coger la ropa se agachaba subiendo con la mano izquierda la bata y abriendo las piernas. La blancura de las piernas destacaba sobre la mancha ocre de la tierra. Las nalgas se le marcaban poderosas y el pecho suelto le colgaba como un par de racimos maduros. Ernesta la veía desde su portal. Ernesta se pasó las manos por las caderas y estableció comparaciones.

En el castillo la ropa se solía tender en el invierno en la galería y en el buen tiempo en el patio. Pero todo dependía de la necesidad del momento. Alguna vez, si la galería estaba ocupada y el tiempo amenazaba tormenta, corriendo este albur el tender en el patio, dio lugar la ropa a discusiones entre las mujeres. Las discusiones eran siempre originadas por apreciaciones poco exactas de Carmen, a la que gustaba gritar por gritar, como tenía bien aprendido de su barrio de Madrid. Había que dejarla sola. No escuchaba, y a medida que hablaba se enfurecía más y más. María solía decir que Carmen era una incomprendida, que para hacerla feliz lo conveniente era disputar, aunque fuera sin ganas, con ella. Era la mejor forma de hacerse muy amiga de ella. Pero María no ponía en práctica lo que decía, porque su lógica chocaba constantemente con las argumentaciones disparatadas de la madrileña.

A Ernesta le llamó la atención que Carmen cantase en vez de hablar en voz alta, como tenía por costumbre, diciendo lo que se le ocurría de la que se le había adelantado al tender la ropa. Era lo mismo; las palabras brotaban de sus labios a chorro libre. En la galería, o en el patio, hablaba sin dirigirse al parecer a nadie en particular, hasta que alguna, molesta, le preguntaba si podía callar. Entonces Carmen se transformaba; le estaban haciendo el juego, y no se contenía.

Carmen terminó de tender su ropa y se encaminó a su casa. Ernesta salió a la puerta.

—¿Qué haces ahí como una pasmada, chiquilla? —El tono de la voz de Carmen era alegre.

Ernesta se disculpó.

—Mirando.

—Pero ¿es que no tienes nada que hacer?

—No.

—Vente a casa. Te voy a enseñar unas revistas que recibí el otro día de Madrid.

Ernesta acompañó a Carmen.

Sonsoles y Felisa estaban trabadas en una larga conversación. Hablaba Sonsoles.

—¿Tú crees que María les va a decir a las otras dos lo que les tiene que decir, suavemente, sin herirlas?

—María lo puede decir mejor que nosotras. Sabe más.

—Sí, sabe más; pero es más brusca.

—Cuando quiere. No creo que esta vez lo sea.

—Ernesta es la que me preocupa más. Carmen ya se sabe…

Volvían los chicos de alborotar en el patio. Llegaban con palos de fresno que habían convertido en espadas, formando con ellos una cruz e imaginándose que iban armados. De vez en cuando se oían sus gritos: «Tras, tras. Muerto. Estás muerto, Luis. Te he matado». Y la voz del muerto, que contestaba: «No estoy muerto; ni siquiera me has tocado. Me has pasado por debajo del brazo». Y otra vez la voz del matador: «Eres un tramposo. Así no se puede jugar. Te he matado. Te he dado en el corazón. Estos lo han visto. ¿Verdad que lo habéis visto?». Nadie contestaba.

El matador, en el patio, se retiraba enfurruñado un momento del juego. Volvía a él cuando se ponía a su alcance el que había matado: «Tras, tras. ¿Y ahora?». Contestaba: «Ahora sí, pero me doy una medicina que llevo en el bolsillo y me curo». De nuevo la voz del esgrimidor superdotado: «Contigo no se puede jugar. Yo no juego más». Y en seguida la labor de proselitismo: «¿Os venís tú y tú? Con éste no se puede jugar».

María estaba echada sobre la cama. Las voces de los niños le llegaron claramente: «Estás muerto, estás muerto». «No estoy muerto, ni siquiera me has tocado». En la penumbra, los reflejos del sol, entrando por las junturas de las contraventanas, le daban el movimiento de los chicos del patio en el techo. Los veía en una sombra alargada moverse entre el techo y la pared. Los seguía con los ojos puestos en los reflejos. Cerró los ojos. Quería pensar en algo. Cerró los ojos y no lo consiguió. Los juegos de los niños seguían en el patio.