LA CASA SÓLO TENÍA PLANTA BAJA. Pegada a la fachada delantera, de un diminuto alcorque crecía una parra como una vena parda retorcida, horrorosa en un hermoso rostro. La parra se agarraba a los hierros del canalón del tejado, se sostenía con alambres roñosos y tensos sobre la puerta de entrada y parecía, en aquel diciembre de 1934, el mismo espectro del invierno. De la parra sobre el cemento de la entrada caían las gotas de lluvia, que la madre de Felisa veía deslizarse una tras otra, contándole los minutos, las horas, los días de enfermedad.
En el verano, el verdor de la parra daba una luz refrescante a las habitaciones delanteras de la casa; los chiquillos jugaban bajo ella, la regaban transportando el agua en botes de conservas. Las moscas del verano se refugiaban en la parra y nunca maduraron las uvas porque los pájaros y los niños se adelantaban al otoño.
En el verano, bajo la parra, al atardecer, bebía lentamente su porrón de vino blanco Juan Martín, padre de Felisa; bebía y saludaba a los amigos, que pasaban a los turnos de la estación del ferrocarril. Juan Martín, en mangas de camisa, se sentía entonces feliz; a veces, hasta charlaba con su mujer, sentada en una silla de mimbre, con la mirada perdida entre las piedrecillas de la grava extendida a ambos lados del pasillo de cemento. La mujer asentía con la cabeza.
—Tenemos que hacer un Estado alegre, donde cada obrero tenga su compensación. —Explicaba a continuación su teoría política y añadía al final—: ¿Verdad que España sería un ejemplo para las demás naciones?
Si algún amigo o conocido paraba un momento, él le ofrecía vino y le hablaba de caza.
—Este año la perdiz se dará muy mal, ha sido un invierno muy duro.
—No sé, ya se verá, ya se verá…
—No lo dudes, hombre. Anda, toma otro trago, y a ver si matas más que el rey antiguamente.
Se reía a grandes carcajadas. Luego, cuando el amigo había continuado ya su camino, llamaba a la hija mayor. Felisa aparecía.
—¿Qué quieres, padre?
—Tráeme un trozo de pan. Del sobado. Es para ayudar a este vino.
—¿Y no quieres otra cosa?
—No; sólo pan.
El pan y el vino de los atardeceres del verano eran para Juan Martín partes integrantes del todo del descanso. Felisa le tenía preparado el porrón, refrescándose en el fregadero; a veces, por indicación de la madre, le quitaba vino y añadía agua, por un sentido pequeño del ahorro, pero el padre lo notaba en seguida y se enfurecía. Cuando era más niña le había costado aquella maniobra más de una bofetada; ahora el padre gritaba y rabiaba hasta parecer ridículo. La madre le solía calmar.
—Tanto escándalo para nada. Si el vino tiene agua, la chica no es la culpable. El de las culpas es el tabernero. Todos debían desaparecer y con ellos vosotros, que los hacéis ricos, que sois unos tontos.
La madre defendía a Felisa pocas veces, porque pocas veces tenía ocasiones. Se limitaba normalmente a contemplarla, a verla ir y venir, trajinando, gritando detrás de sus hermanos, dando un cachete a alguno, limpiando a otro.
Las gotas de agua se deslizaban de la parra. Felisa acababa de cumplir diecisiete años. La madre, con su último parto, había perdido todas las energías. Estaba sentada tras la ventana, charlando con Felisa, que tenía en los brazos bien arropado al hermano pequeño, de no más de tres meses de edad. Esperaban la llegada de Juan Martín.
Juan estaba sin trabajo desde los sucesos de octubre. El invierno se presentaba malo. Todavía les quedaban algunos ahorros, muy pocos, que iban gastando —según ellas decían— con cuentagotas. Las primeras semanas del despido de Juan conservaba éste todavía el gesto alegre, no había perdido su buen humor habitual. A medida que fue pasando el tiempo, la preocupación de encontrar trabajo, ya que el ser admitido en el antiguo lo reconocía como imposible, se fue apoderando de él. Parecía estar invadido por el miedo. Miedo a lo que posiblemente ocurriría en caso de que no se pusiera pronto remedio a la situación.
El hermano que seguía en edad a Felisa, trabajaba ya de pinche en un almacén. Ganaba poco y aquel poco dinero servía para comprarle ropa. Una ropa de hombre, que hasta entonces nunca había llevado. Pantalón largo y chaqueta, zapatos, unas corbatas compradas en una liquidación. Al principio se encontró incómodo; luego se acostumbró y deseó que todo su poco y primer dinero de hombre fuera empleado en su ropa.
Los hermanos pequeños iban a la escuela como siempre y esperaban en los comienzos de aquel diciembre el día de las vacaciones, para las que hacían proyectos y planes, que cambiaban todos los días. Los dos pequeños, el que tenía en brazos Felisa y el que correteaba por la casa, o jugaba con el perro del padre, no vivían aún para la tristeza de los mayores.
Juan tuvo oficios de ocasión. Trabajó de calderero en una empresa durante algunos días; entró en un garaje a limpiar coches; ganó algún dinero haciendo de fontanero por el vecindario. El sindicato funcionaba mal. Su sueldo de obrero parado le era abonado rara vez. Ya no hablaba de política. Su mirada tenía en algunos momentos un brillo anormal. Cuando un compañero le preguntó un día qué hacía ahora que no trabajaba en el ferrocarril, le contestó tras un largo silencio:
—Almaceno odio. Creo que tengo derecho a almacenar odio. ¿Qué te parece?
El compañero lo contó en la taberna.
Una noche fueron a buscarlo, después de cenar, algunos obreros del ferrocarril. Lo encontraron sentado, contemplando como jugaban los hijos con su perro. Le dijeron, con esa voz colectiva de las multitudes, de los grupos:
—¡Vamos, Juan, que tenemos que hablar contigo!
Y Juan les contestó que no tenía nada de que hablar con ellos. Insistieron. Juan se echó sobre los hombros el viejo impermeable oscuro de los días de trabajo. Fueron a una taberna.
Y bebieron, bebieron mucho. Juan contestaba a las proposiciones que se le hacían.
—No, yo quiero ser quien soy. No quiero ser el carnet número tantos de ningún partido. Quiero ser quien soy. Si estoy sindicado, si hice cuando había que hacer lo que tenía que hacer, es porque era mi obligación; tenía derecho a ello y deber de hacerlo. Se ha entendido mal. Pues bueno, pues me aguanto, pero quiero ser quien soy. No me vengáis con monsergas.
Una voz, la voz de las claudicaciones, que nace silenciosamente de los grupos de las multitudes, se levantó frente a él como una serpiente, como la serpiente bíblica que acaso no fue otra cosa que la encarnación de una voz.
—Lo del sindicato cada vez irá a peor. Ya lo verás. Tú tienes muchos chicos y lo que te decimos es por bien de ellos. Con nuestra ayuda las cosas marcharán mejor. El partido nunca abandona a sus hombres. Piénsalo.
Luego se hizo una falsa alegría. Se cambiaron las conversaciones y pidieron más vino. Juan estaba preocupado. Agarró con sus manos de obrero un vaso, lo bebió de un sorbo y afirmó:
—Lo pensaré. Es verdad, tengo que pensarlo. ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo para creer que las cosas se me van a arreglar solas? Lo pensaré. Naturalmente que lo pensaré.
Felisa estuvo esperando a su padre hasta muy avanzada la noche. Nunca se retrasaba tanto. Se sentó pegada al fogón de la cocina, porque hacía frío. Mientras esperaba, limpiaba lentejas, las lentejas de todos los días, que eran para ella una especie de rosario familiar y obligatorio de los años de su niñez y adolescencia.
Oyó ruido en la puerta. Hizo ademán de levantarse, pero ya sentía los pasos de su padre por el estrecho pasillo. El padre entró en la cocina. Felisa lo vio acercarse vacilante. Le preguntó si le pasaba algo. Juan contestó que no, y su negación fue bronca, alargada. Luego se fue a acostar. Felisa siguió limpiando lentejas, pensando que era la primera vez que había visto a su padre borracho.
A principios del año 1936, murió la madre. Juan Martín tuvo una discusión con su hija porque no quería que fuese enterrada católicamente.
—Déjate de curas, Felisa —dijo—; los entierros tienen que ser sencillos. La mujer de un obrero no tiene por qué llevar un cura delante cantando. La mujer de un obrero tiene que ser enterrada sencillamente, como ha vivido toda su vida.
El argumento no era válido. Felisa le replicó:
—El entierro va a costar lo mismo si viene el señor cura que si no viene. Ella iba mucho a la iglesia y quería que la enterrasen así. Y así la enterraremos. Y si tú no tuvieras todos esos líos que tienes en la cabeza, también te gustaría que la enterrasen así.
—Pero ¿tú qué sabes, chiquilla?, ¿tú qué sabes? A tu madre la enterraremos como digo yo.
—A mi madre la enterraremos como ella dijo. No la vamos a enterrar como un puerco podrido. Se hará lo que ella pidió.
Juan Martín vociferó durante largo rato. Felisa andaba por la casa, ayudada por una vecina en los arreglos del entierro. Juan se marchó a la calle. Quería explicar a los amigos por qué la iban a llevar a enterrar con un cura delante.
—Son cosas de mi hija —dijo a uno—, cosas de mujeres. Hay que respetar la libertad; si ella quería que se hiciese así, pues que se haga así. Yo no me opongo. A las mujeres les consuelan todas esas cosas. He preferido no disgustar a nadie.
—Claro, claro.
—¿Es que tú no hubieras hecho lo mismo? —preguntó rabioso, sintiéndose ridículo—. Di: ¿es que tú no hubieras hecho lo mismo? Hay que respetar.
—Sí, sí, hombre, hay que respetar.
Felisa no se dio cuenta de la falta de su madre hasta que pasaron varios días. La madre no la ayudaba más que con la palabra, pero con la palabra bastaba para sentir que no estaba sola luchando contra la casa, contra su casa, en una batalla continuada y agotadora. La madre, con sus palabras, hacía tanto como ella. Se encontró un poco desvalida, pero luego el mismo trabajo la apartó del recuerdo y del desconsuelo.
De los seis hermanos de Felisa, cinco eran varones. La niña tenía nueve años. El mayor ganaba ya un buen jornal. El segundo de los varones había dejado la escuela y estaba trabajando en un taller de aprendiz de mecánico.
En febrero hubo una gran huelga. Felisa intentó por todos los medios que su padre no saliera a la calle. Pero Juan Martín y su hijo mayor salieron a la calle y regresaban tarde la mayoría de los días. Felisa cogía a los pequeños en brazos y les contaba historias cándidas y serenas, mientras su corazón, agitado, temía por el padre y el hermano. Llegaban tristes, huraños. Juan se sentaba y conversaba con su hijo en voz baja. Felisa atendía, muda, a los gestos de ambos. Su inquietud no se traslucía. Los pequeños estaban acostados, dormidos ya desde hacía tiempo, y Juan y el hijo mayor cenaban. Felisa servía los platos sin hablar. Alguna vez Juan la miraba y parecía querer decirle algo, pero luego sus ojos se fijaban en su hijo y seguía conversando.
Felisa conoció a un guardia joven llamado Regino Ruipérez. Un día la acompañó hasta su casa. Juan lo vio. Juan no estaba conforme con aquello, pero no hubiera dicho nada si su hijo mayor no le hubiese azuzado.
—Padre, Felisa tiene relaciones con uno de esos…
—Ya lo sé.
—¿Y no le vas a decir nada?
—Ya veré. Ahora, déjala.
—Se va a hacer una zorra, ésos no van a nada bueno.
—Cállate, muchacho.
Juan Martín, al día siguiente, antes de partir para el trabajo, anunció a su hija:
—Tengo que hablar contigo, a la hora de comer, sobre ese acompañante tuyo.
—¿Quién, Ruipérez el guardia?
—Sí, ése debe de ser.
Felisa rió con ganas. Se serenó.
—¿Y por qué?
—Porque no quiero que te acompañe.
Juan Martín salió para el trabajo. Sentía cierta vergüenza por haberle dicho aquello a Felisa. Se reprochaba el haber seguido las indicaciones del hijo. Pensó que aquel muchacho estaba envenenado. Se lo repitió varias veces: sí, el chico está envenenado.
Cuando llegó de trabajar, encontró a Felisa discutiendo con su hermano. El muchacho la había amenazado. Juan quiso imponer la calma, dejando sentir una incierta serenidad paternal.
—Estaría bueno que precisamente ahora riñerais por tan poca cosa.
—Es que yo me dejo acompañar y salgo —dijo Felisa— con quien me da la gana.
—Bueno, con quien te da la gana no, porque para algo estoy yo aquí y soy tu padre.
Felisa calló. El hermano se ensañó con ella.
—Te debería dar vengüenza salir con un enemigo de los obreros.
Felisa principió a trabajar en algo que necesitaba urgencia aparente. El hermano insistió.
—Lo que haces tú es renegar de tu clase. Ya veremos hasta dónde llegas en tus cosas. Serías capaz hasta de liarte con él, o de casarte.
Felisa levantó la cabeza un momento y le miró tranquilamente.
—Naturalmente que sería capaz de casarme —dijo.
El hermano alborotó iracundo; luego, Felisa se rió.
—Me hacéis mucha gracia; si madre viviera, se reiría de vosotros. No sabéis que para lo que está en el mundo una mujer es para casarse y tener hijos, y no para cuidar de los que tienen los demás. Por vuestro gusto me tendríais aquí toda la vida, considerando, además, que ésa era mi obligación. Pues me casaré con ese que tanto os molesta, o con cualquier otro, pero me casaré y allá os la compongáis.
Juan Martín quedó un momento estupefacto.
—Basta, basta —fue levantando el tono de voz y alargando las palabras—. Basta he dicho. Aquí sólo se hará lo que yo mande.
Los dos hermanos guardaron un silencio hostil.
Aquel sábado Felisa regresó a casa sola. Había paseado por la acera de la calle central a partir de la hora en que había quedado con Ruipérez. Había paseado cogida del brazo de su amiga durante mucho tiempo. Hacía calor y en un aguaducho tomaron un Orange a medias. La inquietud de Felisa se transparentaba en el modo de mirar a todos los sitios con movimientos nerviosos de cabeza. Estaba tan desasosegada, que la conversación de su amiga apenas la entendía.
No dio importancia a que su padre y su hermano no hubieran regresado, a pesar de que la hora era ya bastante avanzada. Esperó como siempre. Sobre las doce de la noche comenzaron a oírse disparos sueltos de fusil; después del ruido carraspeado de una ametralladora. Pasó tiempo. Circularon coches a gran velocidad. Llamaron a la puerta.
Era una vecina. Entró con cara asustada.
—A tu padre lo han detenido, me he enterado por una amiga. No se les puede ir a ver. Ella ha intentado llevarle a su marido mantas y le han dicho que hasta mañana, después del mediodía, no hay nada que hacer.
La vecina hablaba casi a gritos. Felisa le hizo señas de que bajara la voz.
—Por favor, los pequeños están dormidos y como se despierten…
Seguía la vecina:
—Hay tiros por todos los lados. Es la revolución. Creo que en el Ayuntamiento mataron a uno.
—No se preocupe, mujer, esto pasará.
La vecina lloraba y se abrazaba a Felisa.
—¡Ay, Dios mío, qué les habrá pasado a los de casa!
—Cálmese, mujer. Tome asiento. Cálmese.
La mujer marchó un poco antes de las dos de la mañana. Felisa miraba constantemente el reloj despertador, colocado sobre uno de los vasares de la cocina. Luego, al quedarse sola, pensó en su padre y en el hermano. El que le preocupaba era el hermano. Le embargaba un sentimiento a medias de pena y de ira por el hermano. «Si le pasa algo, se lo tiene bien merecido —pensaba—, pero que no sea mucho lo que le pase. Un susto, un buen susto, es lo que merece por meterse donde no le llaman».
Con la amanecida los disparos se iban espaciando, pasaban menos coches por la calle. Felisa sintió frío y encendió la lumbre de la cocina, que había dejado apagar en el duermevela de la alta madrugada.
El sol teñía de violeta unas nubes lejanas. El azul del cielo era todavía pálido. Comenzaban los pájaros a piar. Entró un momento en la habitación de los pequeños; uno de ellos sé despertó y le preguntó si era hora de levantarse. Felisa le chistó. No, no era hora de levantarse. El niño se durmió automáticamente. Ella ajustó las contraventanas, todavía se colaba un rayito de sol que daba sobre la colcha caída de una de las camas. Cubrió al durmiente, que enseñaba toda la pierna y la nalga, destapado y con la camisa subida por encima de la cintura.
Felisa esperaba. Los niños se levantaron. Les tenía preparado el desayuno. Le preguntaron por el padre. Ella les dijo simplemente que estaba detenido y que no se preocupasen. Luego fue preparando algunos alimentos en una bolsa y dobló una manta sobre una almohada de funda muy limpia. A las diez de la mañana no esperó más y salió hacia la cárcel. Recomendó a la hermana que se hiciera cargo de los pequeños, que regresaría en seguida, y al hermano aprendiz de mecánico que no se ausentase de la casa.
En la plaza Mayor, frente al Ayuntamiento, había bastante gente. Hablaban con tranquilidad. Los soldados estaban parados en grupos, con el mosquetón en posición de descanso. Felisa dio la vuelta hasta la fachada trasera del Ayuntamiento. Por una calle estrecha se llegaba hasta la cárcel.
La cárcel era un edificio viejo, antiguo convento, al que se entraba por una puerta muy pequeña. Los guardias hacían centinela en la puerta. Le prohibieron el paso. Felisa preguntó por Ruipérez.
Ruipérez salió. Andaba pesadamente. Se acercó con lentitud a Felisa. Agachó la cabeza. Las miradas de los dos convergieron sobre una piedrecilla.
—Esto es muy serio —dijo Ruipérez—. Se ha declarado el estado de guerra. Toda España está en armas.
—¿Cómo se encuentra mi padre?
—Bien. Ahora le diré al cabo que le traes comida y una manta. Espera.
Felisa vio como se acercaba Ruipérez al cabo que estaba junto a la puerta. Luego le hizo señas con la mano. Felisa se acercó.
—¿Y puedo verle?
—Ahora no, Felisa; es una orden.
—¿Cuándo entonces?
—No sé, tal vez esta tarde. Ven hacia las cinco.
—No le pasará nada, ¿verdad?
—Creo que no, pero estará unos días encarcelado.
Felisa quedó en silencio. Al fin, como si fuera una queja, suave, mansamente, dijo:
—Mi hermano…
—Tu hermano se ha escapado con un grupo hacia Asturias. Los mineros se han adueñado de toda la cuenca. Puede que nosotros marchemos hoy hacia el frente.
—Entonces…
—No sé, Felisa, ésta es gorda. Vete a casa y vuelve a la hora que te he dicho.
—Gracias, Regino. Haz el favor de cuidar a mi padre. Tú ya sabes cómo es. Abusan de su buena fe y lo meten en estos líos.
—Haré lo que pueda.
Al pasar por la Plaza Mayor, Felisa se paró un instante a escuchar. Desde el balcón del Ayuntamiento, un hombre hablaba del Ejército y de España. Las gentes que le escuchaban, gritaron, cuando terminó, vivas y mueras. Felisa cruzó entre ellos. De una iglesia cercana salían de misa. Uniformes y trajes civiles se mezclaban. Parecía un domingo alegre. Todo el mundo sonreía. El sol brillaba alto. Felisa cogió el camino de su casa. Al llegar, los niños estaban jugando. El pequeño lloraba porque le habían quitado una caja de cartón atada con una cuerda. Era domingo y todo parecía alegre. Felisa entró en su casa.
* * *
Felisa sudaba. A veces se sentía impotente. Se le escapaban las fuerzas en un suspiro. No, no podía mover aquella cómoda de madera reda. Era preferible dejarlo hasta que él llegara. Le dolía la cintura. Hacía un nuevo esfuerzo. Tenía que rescatar algo tan pequeño, tan poco importante como un pañuelo. Además, un pañuelo barato, de los que venden los buhoneros que van por los pueblos, liquidaciones de las tiendas de las ciudades. En fin, algo que no era nada. Pero Felisa trabajaba con ahínco. Un pañuelo, calculaba, es una peseta y setenta y cinco céntimos. Y, además, es parte de un sueldo o de un jornal. Esa peseta con setenta y cinco céntimos son el tiempo de un hombre que trabaja.
Uno de sus hijos se le acercó.
—Mamá, tengo hambre.
Felisa alzó la cabeza.
—¿Que tienes hambre? Pues haber comido. A la hora de comer le hacéis dengues a todo, y después tenéis hambre. Hasta las cinco no hay nada. De modo que andando.
—Es que garbanzos con el calor que hace, mamá…
—Largo, que no quiero verte. Las horas de comer están hechas para comer. El que no come, se fastidia. A la calle.
El chico se fue enfurruñado, pero al pasar delante de la ventana, Felisa vio que echaba a correr detrás de los demás muchachos del castillo.
Felisa fue a la cocina y llenó un vaso de agua hasta la mitad, después le echó vinagre y media cucharadita de azúcar. Bebió de un trago. Se encontró confortada y pensó en lo bien que le vendría a su marido, de guardia en la puerta del castillo, un vaso de aquel refresco.
Ruipérez, con las manos sobre el fusil, sentía pasar el tiempo en sus pulsos. Una pulsación era un granito caído en el reloj. Reloj de arena de la botica del pueblo siempre contemplado con estupor infantil. La vida se deslizaba por la estrecha boca de las dos ampollas de cristal hecha arena, menuda arena. Se echó el fusil sobre el hombro y dio dos vueltas. Se colocó en el lado opuesto de la puerta. Había dado la vuelta a las ampollas. Ahora caía la vida de este lado. La monotonía y el silencio. Un montoncillo que se derrumba y un año que pasa. El tiempo, dibujado con largas barbas, un reloj de arena en una mano y una guadaña en la otra. La guadaña para matar. La sangre escapándose a borbotones hasta hacer un charco no muy grande. ¿Quién era el que había caído? ¿Quién era el hombre que se había acabado en un charco no muy grande de sangre? El hombre sin fuerza frente al sol, cara a cara con el sol o con la sombra del compañero sobre él. Una sombra que era casi la oscuridad total, o un fulgor que era el principio de no ver para siempre. Ruipérez pensaba que podía haber sido él mismo. La luz le cegaba y cerró los ojos. El campo daba vueltas. Un campo nocturno de excesiva claridad, donde nada podía precisarse.
El carácter de María Ruiz era como sus uñas, duro y amarillo. Las uñas de María Ruiz tabaleaban incesantemente cuando ella hablaba, sobre la superficie donde reposaban. Para Ernesta eran unas manos obsesionantes hacia las que tenía una inclinación morbosa e infantil. María Ruiz repetía con sus palabras girantes, voladoras, rapaces, el ruido de sus uñas golpeando la tabla de la mesa.
—Y quieres hacerme creer que tú no has estado enamorada más que de Guillermo. A veces tienes cosas raras, Ernesta. Si yo fuese hombre, puede que te creyera. Pero a una mujer no la puedes engañar en cosas de ésas. Toda mujer, Ernesta, ha estado o está enamorada de alguien más que de su marido. Lo que pasa es que lo oculta, que se lo oculta a sí misma, para tranquilizarse. Pero se le conoce en pequeños detalles. A mí no se me va una. Yo te podría decir, quien de aquí, de dentro del castillo sin ir más lejos, está enamorada de alguien que yo me sé. Naturalmente, ni ella misma lo sabe, pero ciertas cosas que una ve…
Ernesta la miraba sorprendida. Le preguntaba:
—¿Tú crees que eso puede ser cierto? ¿Tú crees que se nota cuando una mujer está enamorada, aunque no lo sepa, de otro hombre que su marido?
—Naturalmente. Mira, siendo yo soltera, estaba en una escuela de un pueblecillo de la sierra. Allí había una mujer que estaba casada y tenía dos hijos de su marido; bueno, pues se enamoró del pastor. Ella no se daba cuenta de que estaba enamorada, pero cuando las cosas se le pusieron bien, al estallar la guerra, se marchó con él. Siempre salta lo que tiene que saltar, solamente que la ocasión es la que juega.
Ernesta miraba las uñas de María Ruiz. Sus ojos fueron ascendiendo por sus manos rugosas, por sus delgados brazos hasta su cuello sarmentoso, hasta su rostro, donde un tic nervioso lo hacía mudable e inescrutable; hasta sus ojos, de esclerótica amarilla de enferma.
—A veces lo que dices me da miedo, María.
Una sonrisa compasiva apareció en los labios de María Ruiz. Quedó en silencio. Dijo después:
—Claro que yo puedo equivocarme en lo que digo, pero a mí me parece que es así. En fin, no tiene mucha importancia, ¿verdad?
—No lo sé. Acaso sea como tú dices.
María Ruiz cambió de conversación.
Sonsoles no deseaba decir nada a Felisa. Prefería el vacío de la espera en soledad a la común angustia. No le iba al corazón aquella muerte. Tenía a su marido, tenía a su hijo. No sufría. Veía en la tarde iluminada, donde se recortaban agrias las figuras de cuatro mujeres dedicadas a sus simples trabajos, una penumbra de refugio, tranquilizadora, donde se guardaba y guardaba. No deseaba decir nada a Felisa, no quería participar del grito sordo de la muerte. Ella estaba cercana y lejos de aquello. Tan cerca que la noticia arañaba en su mente, llamándola, despertándola de su paz insular. Porque Sonsoles consideraba que era ella la isla, a la que hay que llegar para obtener la paz, pero a la que no se puede obligar a formar parte de aquel extremo continente de angustia impura y colectiva.
Recordaba que siempre se había dicho que su bondad alcanzaba a todos. Pero sabía muy bien que su bondad era una bondad egoísta, preocupada por lo menudo de los demás y encerrada en sí misma para todo lo que pudiera ser trascendente para los otros. Estaba más aislada que nunca; más encerrada que nunca. Si algo deseaba, era marcharse y descansar de la fatigosa y obsesionante comunidad. Si pedía algo, era olvidar y sentirse no comprometida en la vida de los demás. Sonsoles solucionaba su vacío. Dios lo ha querido. Dios había querido que muriera aquel compañero de su marido y que posiblemente muriera también el que lo hizo morir. A última hora no se podía juzgar más que como una ofrenda humana a la divinidad. Entonces se le ocurrió rezar. Comenzó a rezar cansadamente, bisbiseando y repitiendo una y otra vez la misma oración. Terminó y se quedó tranquila. Había roto aquella especie de membrana que la aislaba. Ahora se sentía capaz de mostrar su bondad, porque ya había cercado a los seres a sí misma. Salió de la casa.
Fue costeando el mar de luz, pegada casi a las fachadillas. La luz, la misma luz de las hogueras del martirio, de los desiertos de los santos eremitas, de la gloria y de las conversaciones y pláticas del convento. Claro que había otra luz, tal vez más rojiza, donde se tostaban los adúlteros, los asesinos, los que perseguían sin cesar a los buenos, mansos corderos a los que desgarraban con afilados y espantosos dientes y con garras de uñas retorcidas.
Tocó levemente con los nudillos la puerta. El oído estaba atento, pero la imaginación se desbordaba por la cañada de la muerte y la alegría. Era como una represa de algo pantanoso y feo lo que se vivía y luego como un arroyo o como una cadena de suspiros que hacía transparente a través de la angostura. ¡Qué bien, pensó, morir en gracia de Dios, sin haber hecho nunca mal a nadie y habiendo hecho algún bien! Sin deudas apenas que perdonar y sin tener que haber perdonado deudas, porque no había habido ocasión de que las contrajeran con una.
Volvió a llamar y no hubo respuesta.
Mientras en la galería se secaba la ropa, Carmen, sentada en una butaca de mimbre, con las faldas de la bata larga recogidas sobre las piernas cruzadas, hojeaba una revista de cine. Tras las sábanas tendidas no se estaba mal, y la revista, aunque de un número muy pasado, le hacía sentirse evadida del castillo y de su sumisión. Vivía en Madrid, en su barrio, en su casa, en su cocina abierta sobre el patio interior, con las sábanas de la vecina del piso de arriba tamizando y disolviendo la luz y el calor. Solamente le faltaba la conversación de sus dos hermanas hablando de novios.
Los anuncios de las películas la compensaban de la imposibilidad inmediata de asistir al espectáculo. Hacía cálculos para cuando fuera a Madrid, y escogía las películas. Los reportajes sobre los artistas de cine, sus suntuosas mansiones, sus elegantes cenas y reuniones, la compensaban de la falta de conversación de las mujeres del castillo. Siempre había dicho que lo peor del castillo era la falta de conversación. Nadie sabía hablar deleitosa, embarulladamente, quitándose los conversantes la palabra, de las cosas importantes del mundo, de Madrid; bodas, divorcios, hijos naturales, líos con presuntos millonarios de las artistas de cine, de teatro, de variadades. La gran fotografía en color de la portada la pensaba colocar con cuatro chinchetas en la habitación conyugal. Aquellas fotografías que tenía puestas por la casa, con devoción de admiradora, eran algo así como el aroma de las conversaciones del pasado.
En un anuncio de una película de guerra vio un artista con camisa militar abierta sobre el pecho, rostro varonil y actitud heroica, lanzándose sobre el enemigo lector. Pensó que a Cecilio Jiménez le iba muy bien el uniforme. Las amigas de Madrid se lo habían repetido muchas veces: «Cecilio es un tipazo, chica, pero es demasiado serio». ¿Y qué? A ella le gustaban los hombres serios, los cabales. Claro que era serio. Descruzó las piernas y se arregló la bata. Cecilio era oro de ley. ¡Que se lo dijera a ella! «Te casas con cualquiera del barrio —afirmó una vez— y no sabes con quién te casas; al cabo de un año te aburres y sufres. Él fuma, bebe y se divierte; el jornal no alcanza y tienes que descontar un día a la semana para visitar el Monte. Acabas empeñada hasta los huesos si es que no acabas peor».
Carmen prefería que las cosas fueran así, a pesar de aquel destierro.
—Esto es un destierro —le dijo a Felisa nada más llegar—; a mi niño, para que no se haga una cabra, lo voy a enviar donde mis padres por Navidad, y mes y medio durante el verano, para que aprenda a vivir. Cuando nos trasladen será otra cosa.
Y ya no se preocupó más ni se atormentó. Cruzada de piernas en la galería, en el buen tiempo, o acurrucada junto a la cocina, en el malo, dejaba pasar los días.
Sonsoles subió a la galería. Sus pasos cansados, arrastrados, le hicieron levantar la vista a Carmen. Sorprendió a Sonsoles en un momento de íntima y casi imperceptible coquetería. Se atusaba el pelo. El pelo de loca, que decía Carmen, el pelo y sus maneras de loca. «Sonsoles está loca, es una mística», y cuando lo afirmaba llenaba la palabra mística de desprecio. «Y además de que está loca, es una egoísta furiosa». Se asombraban Felisa y Ernesta. María quedaba en silencio meditando.
—¿Cómo puedes decir eso de Sonsoles, que es tan buena?… Como eres una descreída, te molesta que rece…
—¡Qué me va a molestar! Lo que ocurre es que es una lagarta asquerosa.
María pretendía estar en el punto exacto:
—Algo de loca tiene, pero no es mala persona.
Carmen se reía y las llamaba ingenuas. La única que se molestaba era María Ruiz, que lo último que podía ser y quería ser era ingenua.
—¿Ha estado por aquí Felisa?
—No la he visto.
Como hablando consigo misma, Sonsoles dijo:
—¿Dónde podrá estar, dónde se habrá metido?
Carmen mantuvo la vista sobre sus piernas. Después dijo:
—Si tienes mucho interés en encontrarla, vete a casa de Ernesta o al sombrajo del torreón grande. Estarán charlando…
—Gracias.
—Ya sabes cómo son; estarán corrigiendo a María, que les contará las acostumbradas guarraditas.
Carmen hablaba así de las otras con la intención de que Sonsoles se permitiera reconvenirla para a renglón decirle cosas sobre ella. Carmen le buscaba la boca a Sonsoles, según María Ruiz, y era muy divertido ver y oír cómo lo hacía. Luego Carmen se lo contaba a ellas: «Le he dicho tal y tal cosa de vosotras y os quiere tanto que no ha sacado la cara». María Ruiz le explicaba psicología aplicada con aire doctoral: «¡Qué tonta eres! Te conoce bastante mejor que tú a ella. No la sacarás de sus casillas por lo que digas de nosotras, porque sabe que todo lo que tú digas va contra ella. Conque mis cochinaditas… —se reía—. Como que ella es una alma de Dios».
Carmen no resistía las bromas aquellas que le parecían que siluetaban su posición y la dejaban en ridículo. Ante María Ruiz ella era una parvulilla con toda su sabiduría madrileña, y su maquiavelismo era apenas el de una aprendiza. María Ruiz lo reconocía, iba más adentro que ninguna en materia de tender trampas al prójimo. A pesar de todo, Carmen repetía sus ataques sin ningún éxito frente a Sonsoles. La experiencia de los fracasos no jugaba para nada.
Sonsoles dejó a Carmen, que la vio alejarse con el rabillo del ojo, procurando que se le notase la atención que ponía en la revista.
Sonsoles dio la vuelta y bajó las escaleras de la galería. ¡Qué rara se le hacía Carmen! ¿Por qué le tenía aquella inquina inexplicable, que se le transparentaba siempre en las pocas palabras que cruzaba con ella? No, no se juzgaba tan santa que dejara de suponer ciertas lamentables actuaciones repletas de egoísmo. Pero Carmen se comportaba injustamente con ella. A veces se notaba que su sola presencia le producía repulsión física. Estaba preocupada. Más todavía en razón de lo que había acontecido. Si fuera el marido de Carmen el muerto, no podría llegar a consolarla. Ella se revolvería furiosamente.
Al sombrajo del torreón grande estaban charlando las tres, justamente como se lo había advertido Carmen. Se acercó sin apresuramiento, con cuidado. No quería sorprender con su repentina llegada alguna de las turbias historias de María Ruiz en caso de que las estuviese contando.
Ernesta se asombraba con estas historias, pero no así Felisa para la que aquello eran simples palabras, sonidos, no más, que rellenaban el tiempo pero que nada explicaban y a nada conducían. Felisa estaba por encima de aquellas cosas. Ernesta estaba todavía por debajo y no las entendía bien. En cambio, María Ruiz se deleitaba contándolas, porque a Sonsoles no le cabía duda, María Ruiz era una refinada y una viciosa.
Pero María Ruiz hablaba de otras cosas. Hablaba de tiempos mejores y cuando Sonsoles llegó cerca de ellas, apenas se notó su llegada en la conversación, que no se interrumpió automáticamente como otras veces, ni como otras veces dio lugar a que María perfilase una chanza.
María Ruiz estaba nostálgica, hablaba y hablaba como siempre, con cierta suavidad, como si pasara sus dedos sobre un papel de seda arrugado, procurando alisarlo. Recorría así sus recuerdos, su buena ventura de otros tiempos. Dijo:
—… y allá.
Y, sosegadas, las otras mujeres la seguían con la cabeza, con una mirada, dejando las labores sobre el regazo o acariciándose las manos, húmedas de sudor…
—Y allá… —María volvía los ojos hacia el paredón tras el que parecía estar el allá de sus recuerdos.
Sonsoles se sentó sobre esa silla viuda que en las reuniones de las mujeres de los pueblos está para que alguien la ocupe, alguien que no es de la tertulia y que no se sabe por qué es esperado. Sonsoles se sentó y escuchó durante un buen rato. De vez en cuando miraba a Felisa fijamente y sentía que de un momento a otro tendría que ponerse a hablar con ella como si fuera una de esas desconocidas que en los pésames se ven en la obligación de comunicar a los deudos del difunto su pesar y hacerles recomendaciones cariñosas sobre el porvenir y sobre el olvido que sobreviene a todo. El olvido, que es el elixir del tiempo, ese milagro para el corazón.
Sin embargo… Sin embargo el tiempo pasado, en el corazón de las mujeres, tiene su extraño, cabalístico culto y hasta se funden los conocimientos de las dialogantes cuando se encuentran puntos comunes. Los pueblos, los campos, las primaveras, las fiestas, los animalillos olvidados —zorros, comadrejas…— que vuelven como de una vieja conseja e importa su fábula como si fuera actual.
Hablaba y hablaba María Ruiz de un incendio que acabó con la finca de unos parientes ricos, con los que ella vivió alguna vez, y repetía como si sonara encima de sus cabezas la canción de la campana de la iglesia llamando a los vecinos. La campana, que en la mente de Sonsoles encontraba su justo eco en aquella otra de paz, de serenidad, de paraíso, del convento lejano. Y el incendio en el alto mediodía, que, descrito por María, era la voz del capellán hablando del infierno, en el que entraban los apóstatas y los lujuriosos y los criminales arrastrando pesadas cadenas de hierros al rojo que les quemaban los pechos, los sexos, las muñecas.
María seguía con su recuerdo pintando para todas los rostros sudorosos y negros de los vecinos que intentaban apagar el fuego. Y un rostro sudoroso y negro, tan negro como las mismas entrañas de la noche, nunca olvidado, pero del que jamás habló, apareció en las parejas rememoraciones de Sonsoles y fue acaso aquel mismo rostro el que le impulsó a hablar, por vez primera ante las mujeres del castillo, de cosas, de hechos horribles que ella conocía. Por eso, cuando terminó o hizo una pausa para terminar la historia y comenzar otra María Ruiz, Sonsoles principió a hablar.
El estupor de María Ruiz, la alegría de Ernesta, el dejo de verdadera atención de Felisa hicieron grávido el primer silencio, al que habían servido de prólogo las palabras de Sonsoles:
—Debía de tener yo unos dieciocho o diecinueve años…
Dieciocho o diecinueve años en la vida de Sonsoles era algo incomprensible, que se escapaba del posible cálculo, aunque se sabía que era ciertamente joven, más o menos como todas, a pesar de que la figura desmintiese la edad. Porque las mujeres del castillo tenían de común la juventud cauterizada en el orden y en la disimulada disciplina de los puestos. La vejez haciendo patente su presencia en sus cuerpos, aunque también resultase —María lo comparó en una conversación— que las mujeres al parecer desgastadas, arrugadas, envejecidas, fuesen como las manzanas arrugadas y envejecidas, jóvenes, lozanas por dentro, con el aroma y el sabor más fuerte y vivo.
Sonsoles hablaba pausadamente y contaba algo que, estando fijo en su mente, le servía para disculpar el no contar aquello que en ella bullía tras los márgenes del tiempo y del recuerdo.
—Debía de tener yo dieciocho o diecinueve años —la imprecisión adrede la fortalecía en el ocultar la realidad bajo la narración— y fue por el otoño. Vivía entonces en casa de mi abuela, que acababa de morir, y aún no sabía que tendría que volver a mi pueblo, donde quedaban casi todos mis parientes. Entonces ocurrió.
María Ruiz escuchaba atentamente, buscando en las palabras de Sonsoles, a la espera de la primera vacilación que le sirviese para dar una explicación segura de la historia, porque intuía que bajo lo que contaba se extendía una confesión, seguramente a medias, pero siempre muy importante para una mujer que como ella no ocultaba su interés por las vidas de los demás.
—Había una muchacha muy guapa. —Sonsoles hizo una descripción de la joven dando el tipo contrapuesto a ella misma, torpeza psicológica que no pasó inadvertida para María Ruiz— que andaba con un primo suyo medio enamorada. Y un día ocurrió lo que tenía que ocurrir. Entonces el primo se marchó del pueblo. La muchacha era amiga mía y me lo contó; yo creo que era la única persona que juntamente con el párroco sabía lo que le había pasado. El primo dejó el pueblo para irse a trabajar por la provincia de Ciudad Real. Dijeron que lo pasó muy mal y que estaba arrepentido de lo que había hecho. Volvió al pueblo, pero para entonces la muchacha se había marchado a otro sitio. El primo se quería casar con ella y un día me vino a ver. Anduvo rondando, sin atreverse a preguntarme, y entonces…
María Ruiz estiraba el cuello sorbiendo las palabras de Sonsoles. Luego rió picarescamente.
—¿Qué, el primo era guapo…?
El retintín de su voz molestó a Sonsoles. Frunció las cejas y luego recobró el gesto apacible.
—No sé para qué cuento estas sosadas —dijo.
Felisa le advirtió:
—En algo hay que pasar el tiempo, mujer.
Ernesta la animó:
—Sigue, sigue, que es muy interesante. No le hagas caso a María…
En el silencio oyeron golpear la puntera de la bota del hombre de guardia en una piedra. Sonsoles podía hablar tranquilamente. Había pasado mucho tiempo, tanto tiempo como desde el sonido de la bota sobre la piedra del hombre de guardia hasta el momento en que estaba pensando en continuar. El tiempo no tenía medida fija. Los hechos contaban el tiempo. La marcha del primo y la narración de la marcha, y, ocupando el banco o el silencio que distancia las cosas, otra vida, su vida matrimonial. El golpe en la piedra y la continuación de la historia, y separándolos un gran silencio, que daba lugar a pensar, es decir, a que transcurrieran años, verdaderos años, en un solo momento.
—Bueno, pues entonces me dijo lo que le había ocurrido con mi amiga, y que estaba arrepentido y que quería casarse. Me preguntó si yo me había enterado, antes de que él me lo contara, de todo aquello.
—¿Y qué le contestaste? —interrumpió María Ruiz.
—Le dije la verdad. Se quedó muy sorprendido. Él creía que las mujeres… bueno, no sé… creía que esas cosas para las mujeres eran secretos terribles.
—Claro que lo son —dijo María.
—Deja escuchar —gritó Ernesta.
—Estuvo en el pueblo algunos días. Se enteró de que mi amiga se había casado con uno de la ciudad y que vivía contenta. Luego desapareció. Yo supe donde iba porque me lo dijo. Pero en el pueblo no se enteró nadie.
La historia quedó un momento suspensa. Continuó:
—Se fue triste, yo creo que estaba de verdad enamorado de la chica. Lo que pasa es que se adelantó y luego llegó tarde. Suele suceder a veces. Entonces no hay remedio.
—Claro que hay remedio. En las cosas de los hombres y las mujeres, siempre hay remedio; lo que se necesita es valor para remediar las cosas —afirmó María.
Sonsoles bajó la mirada; después, casi con humildad, habló:
—Puede que tengas razón. Todo tiene remedio. Pero el hombre se marchó y no volvió a ver a mi amiga. Marchó para América.
Al oír la palabra América, Ernesta, que tenía una idea primitiva de la emigración, se alborozó.
—Seguramente ya será millonario, ¿verdad?
—No lo sé.
—Esas cosas —aclaró María—, no se saben hasta que vuelven. Y lo mismo pueden volver más pobres que salieron, que con una carretada de billetes. Vete a saber: tal vez se ha casado.
—No creo que se casase. No era hombre para olvidar.
—¿Y tú por qué lo sabes tan fijamente?
Sonsoles se inquietó.
—A mí, al menos, me lo pareció entonces así.
La voz del marido de Felisa se escuchó potente llamándola. Felisa se levantó de la silla.
—Ya voy —respondió a gritos; luego, como hablando consigo misma, añadió—: Alguna nueva barrabasada de los chicos. No puede estar una tranquila ni un segundo. Dan más que hacer que… —le falló la comparación.
La silla quedó vacía y las tres mujeres guardaron silencio. Como un rumor se oían las esquilas de las ovejas pastando el yerbal de la base de las murallas en el exterior del castillo. La voz brusca y juvenil del pastor vibraba en la tarde calurosa. El rebaño, medio amodorrado, se movía como un oleaje lento, de sucia espuma, de un lado a otro, conducido por la cayada, la voz y el tino del pastor. Las tres mujeres siguieron en silencio un buen rato.
* * *
Ruipérez hacía dos días que había salido para el frente. El frente era en aquellos momentos palabra, en boca de todo el pueblo, que todavía no tenía un sentido muy claro. El frente, la lucha, la muerte eran palabras que se irían llenando con el tiempo, rebosándose al fin, de todo lo que presuponían, pero de una forma tangible, de una manera trágica.
Hacía dos días que había salido para el frente. El padre de Felisa seguía en la cárcel. El pueblo lanzaba su carga de hombres hacia la montaña. Llegaron nuevos hombres que apenas paraban unas horas, o una noche, o una tarde, o una mañana. Los reclamaba el frente. Y se iban. Se iban cantando a veces, como si fueran de romería. Parecían decir a las mujeres, a las gentes que los despedían: «Esperadnos, que volvemos en seguida, mañana, o tal vez pasado». Pero se iban y los que llegaban eran nuevos.
El estupor siguió a la alegría, y al estupor siguió una especial tristeza cuando del frente, de la lucha, de la muerte, comenzaron a regresar en camiones, como habían ido, los primeros heridos. Era la sangre que había roto sus esclusas e inundaba las palabras que antes eran como una vaga promesa, como una vaga flor para los hombres. En el pueblo, las escuelas fueron habilitadas como hospitales de sangre.
El padre de Felisa seguía en la cárcel. Felisa se encontraba en la puerta, con un grupo de mujeres que llevaban las cazuelas rancheras con comida para sus hombres. Se conocieron en la espera diaria. Hablaban en voz baja de las cosas de la guerra. Felisa callaba y escuchaba. La asustaba el caudal de odio de algunas, la enternecía el dolor de otras. Muchas le repugnaban. Se apartaba para no escucharlas. Aquel susurro del grupo era como una agua turbia en la que distinguían los diferentes latidos del corazón humano. El ritmo acelerado, apasionado, buscador de la tragedia. El pausado, acompasado, sereno caminar. La pena, el riesgo compensado, la furia, el amor, el odio…
Felisa pudo conversar con su padre, gracias a un amigo de Ruipérez, que la conocía, una tarde. Fueron escasos los minutos para lo que se tenían que decir. Primero se miraron. La hija midió al padre en su dolor. Estaba más viejo, mucho más viejo, y apenas habían pasado siete días. Caminaba el tiempo aprisa. El padre comenzó a hablar con inseguridad. Repetía constantemente: «Locura, esto es una locura». Después preguntó por todos. Y fue preguntando. No, él no estaba mal; solamente le preocupaban las cosas de fuera: el dinero, el pan de cada día, la carga de todos para la hija. Había que esperar, le habían dicho que la cosa se arreglaría… Sí, tenía un dolor en las espaldas, poco importante, naturalmente, más que nada el disgusto o la impresión de verse preso… No tenía que preocuparse nadie, él era de hierro… ¿Cómo que no era de hierro? Él había resistido siempre hasta lo último, había trabajado toda la vida y estaba fuerte, tieso… Él era como una buena traviesa, que ni se parte ni se pudre… No tenía quejas de la comida…
—Y el pequeño, ¿qué hace?… Llama al médico, a don Antonio, sí, en cuanto le pase algo… ¿No está?, ¿está en el frente?… Hay que tener calma… cuidaos, cuidaos, cuidaos…
Felisa volvió a su casa demasiado entristecida y preocupada para considerarse incapaz de sonreír cuando los pequeños le preguntaron por el padre. El padre volvería pronto, muy pronto. «Tan pronto, Nina, que no tienes por qué poner esa cara de preocupación… y tú tampoco, que lo que tienes que hacer es estudiar algo para cuando comience la escuela y jugar menos porque sino se te va a olvidar todo lo que has aprendido en este curso». Felisa regañaba o consolaba, amenazaba o premiaba. «Papá ha dicho que cuando vuelva te va a dar una buena por lo que hiciste ayer, que se lo han contado». Se le acercaba uno de los pequeños, mimoso: «Sí, cariño, ya le he contado que tú eres muy bueno y que ése tiene que aprender mucho de ti; claro, hombre, que se lo he dicho a papá; ya verás cómo te compra algo, para que ése se muera de envidia, que es más malo que arrancado…»
Los chiquillos se fueron a jugar por los alrededores de la casa. Felisa se quedó con Nina, la hermana, y con el pequeño. El pequeño en el regazo de Felisa se adormilaba mimoso. Felisa hablaba a su hermana, tenía que descargar en alguien su preocupación, pero no se atrevía. Nina le preguntaba insistente por el padre.
—¿De verdad, Feli, que papá está bien, que no le pasa nada?
—Nada, hija, ¿qué le va a pasar? Dentro de unos días volverá a casa.
Juan Martín volvió.
Juan Martín temblaba cuando entró en su casa. Los chicos se le colgaron de la chaqueta, pretendían trepar a él. Las voces se confundían. Felisa intentaba poner orden. Decía:
—Dejad a padre, dejad a padre que se siente. Dejadle, que está muy cansado.
Estaba muy cansado. Se sentó. Las voces de los hijos eran como un fresco rocío que le penetraba en el cerebro y le hacía más leve la emoción del regreso. Porque al llegar de nuevo a la casa, sentía como una pesada angustia de emigrante que sospecha no encontrar los que dejó y teme que la vieja y amada imagen de la casa no corresponda a la realidad. El viaje de veinte días había sido demasiado largo. De pronto todo se olvidaba, todo era lo mismo que antes, en los primeros momentos. Ya estaba en casa. El hijo menor regresaría pronto, en cuanto saliera del trabajo. Pero el hijo mayor —se concentró en el hijo mayor— no estaba ni regresaría ni tal vez volviera a verlo.
Uno de los pequeños se sentó en sus rodillas y Juan lo acarició. Luego fue preguntando, cerciorándose: «¿Estáis todos bien? Tú y tú y tú…» Todos bien. Vinieron las primeras quejas de los pequeños: «Papá, a mí me duele la tripa y aquí».
Y las intervenciones de Felisa: «No les hagas caso: son mimos o son cosas que se inventan; hasta que tú has llegado no se han quejado de nada, jugaban como si tal cosa».
El lenguaje familiar: como si tal cosa. Juan pensaba que los sucesos ocurren y la vida transcurre como si tal cosa, hasta un instante determinado en que todo se quiebra, y entonces la vida propia abandona su manso cauce y se despeña y salta, hasta que vuelve como si tal cosa otra vez al mismo, que en algún sitio desconocido espera.
No sabía hablar de la cárcel. Le preguntaron y él no sabía. Si hubiesen sido compañeros los que le interrogaban, hubiera contestado, hubiera hablado de lo que era aquello, de lo que había sido aquello para él. Hablar del miedo pasado reconforta tanto, envalentona tanto, que se puede contar la historia sin olvidar los mínimos detalles y hasta se puede juzgar el tiempo que pasó. Pero frente a los hijos el miedo persistía. Era el miedo a un nuevo encarcelamiento, a dejar a la familia otra vez sola. Por eso no contestaba más que dos palabras: «Muy malo, muy malo». Y los chicos, cuando el padre lo decía, sentían un especial terror por aquella historia que no se contaba y que iba precedida de aquel prólogo sereno, terrible y enemigo.
A la hora de comer se sentaron todos a la mesa. El más pequeño en el regazo de Felisa. Hubo plato único. Comían en silencio y miraban al padre a hurtadillas, esperando su voz. Juan no habló durante la comida. Luego los niños salieron a jugar al sol. Felisa y el hermano quedaron con el padre. Juan sacó un resto de tabaco, en un paquete arrugado de color amarillo, y se lo ofreció al hijo. Fumaban. El cigarrillo del hijo, torpemente liado, temblaba entre los dedos primerizos. Era la primera vez que fumaba delante de su padre. No tenía ninguna importancia. Se hubiera necesitado de otras condiciones para que el padre se percatase de la inseguridad del hijo. Para Juan aquel hijo era el hombre de la familia después de él. Felisa callaba y escuchaba a su padre. «A estas horas puede que lo hayan matado. Veinte días de revolución ya, y el camino es largo. Estará, tal vez, prisionero. ¡Quién sabe! Estará en el frente. ¿Llegaría al frente? ¡Quién sabe!».
Hizo una pausa larga. Continuó: «Ahora hay que trabajar. Sacar esto adelante. Mañana saldré a buscar algo. Algo siempre se encontrará, uno ha tenido buenos amigos en este pueblo».
Ponía todas sus esperanzas en los amigos. Se agarraba a aquella esperanza, que le salvaba de la desmoralización. Los amigos podían proporcionarle trabajo como otras veces, trabajos modestos y hasta mal remunerados, pero que lo levantaban tanto económicamente como en el doloroso estar parado. Estar sin trabajo era para Juan peor aún por no ocuparse que por no percibir dinero. Era un hombre que había trabajado toda la vida y el trabajo dimanaba de su cuerpo y consideraba el no tenerlo como una enfermedad. El ocio obligado era una enfermedad pasajera, pero el ocio voluntario era una locura.
Juan Martín encontró trabajo. Le costó bastante el encontrarlo, pero lo encontró. En un taller no le quisieron admitir porque temían su próximo encarcelamiento; en otro le recibieron mal, como a un enemigo. Pero lo necesitaban en uno que acababa de recibir la orden de fabricar material de guerra. Él estaba en la sección de ajuste de espoletas. El dueño del taller sabía Juan que era republicano viejo, y el dueño del taller fabricaba espoletas. Juan ayudaba a aquel trabajo. No pensaba en que eran objetos para la muerte. Ajustaba las espoletas en el torno mientras hablaba con un compañero que le anunciaba una victoria de los suyos, o una retirada, y le advertía pleno de esperanza que no había que prestar oídos a lo que decían las radios fascistas o creerse lo que contaban los periódicos fascistas.
Las espoletas para Juan Martín no significaban más que los tornillos. Ayudaba en la fabricación de espoletas. Hacía horas extraordinarias y los hijos, sus hijos comían, y a mediados de septiembre volverían a la escuela o irían por vez primera a la escuela. Las espoletas ayudaban a ello y él trabajaba con la vieja fórmula: como si tal cosa. Las manos de él no tenían que ver con la lucha. Tenía que comer. Las espoletas, los tornillos, los engranajes, lo que fuere ¡qué más daba! Había que comer, que era lo importante. Pero un día fue acusado.
Fue acusado y lo echaron a la calle. No volvió a la cárcel; simplemente lo echaron. Podía hacer sabotaje. Sabotaje. Acaso lo había denunciado cualquier obrero que no sabía que las espoletas le importaban tan poco a Juan como los tornillos o las charnelas, que las únicas cosas que le importaban eran que los hijos comieran y fueran a la escuela a mediados de septiembre. Ni tuvo ocasión de explicarlo ni sintió deseo alguno de hacerlo. Le pagaron el jornal. Sabotaje. No vuelva. Sabotaje. ¿Qué podía hacer él? Sabotaje. Se encogió de hombros y salió del taller. La comida, la escuela, el sabotaje. Se encogió aún más, porque los hombros le pesaban y le dolían. Al llegar a su casa, dijo a Felisa. «Otra vez en la calle», y se sentó con las manos en las rodillas, contemplándolas temerosamente.
Las escuelas eran hospitales de sangre. Los chicos esperaban que no hubiera que asistir a ellas a mediados de septiembre. El verano se iba a alargar indefinida y felizmente. Conversaban entre ellos, secretamente, intercambiando lo que habían oído a los mayores. Por lo menos, hasta después de Navidades no habría escuelas. El otoño iba a ser alegrísimo. ¿Quién les podría impedir el estar jugando sobre los montones de hojas secas? ¿Quién les iba a controlar las horas del atardecer, las más propicias para desarrollar en la práctica todo lo que la imaginación había creado durante el día? Estaba bien que no hubiera escuela. La única, peligrosa, circunstancia que les hacía temer la pérdida de tan hermosa felicidad, era que trasladasen las escuelas al Ayuntamiento. Pero salvaban el escollo pensando que en el Ayuntamiento cabían muy pocos. Y todos se consideraban excedentes del cupo de los que cabían.
Juan encontró trabajo. Un trabajo nuevo para él. Entró en un almacén de madera. En la sierra mecánica se pasaba la jornada empujando los troncos suavemente, hasta sentir el temblor de la sierra junto a sus dedos. Le parecía que si en cualquier momento se distraía, la sierra no iba a cortar sus dedos, sino su cráneo, sobre el que los dientes abrirían rápidamente un canalillo por el que se le iba a escapar la vida. Podía suceder si se distraía, pero él estaba demasiado atento, tan atento que se cansaba y a veces deseaba que sucediese lo que imaginaba. Sería el sueño, la tranquilidad, la mejor siesta que uno podía pensar. El áspero runrún de la sierra y el blando, caricioso serrín, en la tarde calurosa de agosto eran como una tormenta lejana, pesada, debilitadora, que le llamaba al descanso.
En la serrería se encontraba, sin embargo, a gusto. Sobre las pilas de tablones no se encontraba tan bien y un hormiguillo le recorría las piernas cuando alzaba el compañero el madero que él tenía que colocar cruzado o paralelo con los que formaban la pila. Los tablones bailaban y la caída era fácil que sucediese inesperadamente.
El olor de la madera recién cortada, fresca, le hacía daño a veces al respirar profundamente. Cuando llegaba a casa, Felisa solía decirle que olía bien, y Juan se sonreía contestando que se estaba transformando en un viejo barril para un buen vino. Y la indicación bastaba para que tuviera de nuevo aquel porrón antiguo, cuyo pitorro había limado cuidadosamente para que el chorro fuera más grueso, entre las manos. Se lo traía Felisa y Juan se sentaba a la puerta de la casa, con el porrón entre las piernas. De vez en cuando echaba un trago. Decía que no hubiera sabido beber en otro porrón que en aquél porque los porrones que tienen el pitorro estrecho no sirven para beber. No dan líquido, dan aire. «Llenarse la tripa de aire, Felisa, es tan malo como llenársela de lechuga; se agarran cólicos y se dilata el estómago».
Felisa repasaba la ropa con cuidado, mientras escuchaba a su padre. Un día que estaba a la puerta de la casa, charlando y aprovechando el fresco del atardecer, se acercó el cartero a ellos. Felisa recibió una carta dirigida a ella y estuvo unos momentos suspensa, indagando quién pudiera escribirle. Juan se lo adelantó con la aclaración. «Será del guardia. Ábrela, que te contará cosas importantes».
Dudaba Felisa. Abrió el sobre, escrito con una caligrafía muy perfilada y en el que decía señorita con todas las letras. La carta estaba escrita a lápiz. Efectivamente, era del guardia. Le decía que estaba herido en un hospital de Burgos; que no era cosa de importancia, pero que le era muy incómodo porque le obligaba a tener la pierna en alto, donde un trozo de metralla había fracturado el hueso. Terminaba la carta dándole la dirección, preguntando por su padre y diciendo que no la olvidaba y que en cuanto terminara aquello pensaba casarse con ella, si ella estaba dispuesta.
Felisa leyó la carta primero para sí, después en voz alta. Cuando terminó, Juan dio un largo trago al porrón. Felisa preguntó su parecer. Juan dijo:
—Hija mía, eres muy dueña de hacer lo que tú quieras, pero debieras esperarte hasta que la guerra haya acabado. Aquí te necesitamos todos. Si te casas en seguida con el guardia, te vas a apartar de nosotros y, además, a no ser que él tenga suerte y no lo vuelvan a enviar al frente, vas a estar siempre desasosegada y triste pensando en lo que pueda pasar. Yo no me opongo, ya lo ves; pero me parece que deberías esperar. Díselo así, o de la forma que a ti te parezca mejor.
Felisa escuchó atentamente. Afirmó primeramente con la cabeza, luego añadió de palabra:
—No se me había pasado por la imaginación casarme con él. Primero lo tengo que pensar, pero no te preocupes, que no será por ahora. Cuando esto acabe, entonces será cosa de decidirlo. Dentro de seis u ocho meses, o un año tal vez.
El padre subrayó:
—O de dos años, o más.
Felisa contestó a Ruipérez. Luego hubo un largo silencio, entre los dos. El otoño estaba ya crecido. Los chicos, como ellos se imaginaban, no habían empezado a asistir a la escuela. Empezarían cuando el frente se alejase y fuera necesario adelantar el hospital. Y esto ¿cuándo iba a ser? ¡Cuanto más tarde, mejor!
Los chicos llevaban muñequeras con balas enganchadas y cinturones con peines de cartuchos sujetos por el cuero. Alguno tenía un machete que había llevado a cortar para hacerse con él un cuchillo de monte y que, convenientemente afilado, le servía para presumir con los amigos en las correrías por los alrededores, donde habían construido cabañas y en las que guardaban tesoros encontrados o robados de los camiones de los soldados. Una cantimplora abollada, un macuto, balines, cargadores se guardaban con mucho misterio. Se formaban bandas y firmaban los componentes de ellas, con sangre, papeles en los que se juraba fidelidad a los compañeros. La sangre la lograban los más valientes haciéndose un ligero corte con un cortaplumas y los no tan atrevidos arrancándose alguna postilla. Planos de tesoros, bandas enemigas, peleas callejeras a castañazos, pedreas en los alrededores, exploraciones de los tinglados de la estación del ferrocarril, saltos sobre los montones de hojas secas, eran su programa. No había escuela y había libertad total. Los mayores estaban preocupados por otras cosas más importantes que las aventuras de los chicos. Hasta que un día sucedió una desgracia.
Solían encender hogueras, a las que arrojaban desde prudente distancia balas de fusil. Un día se encontraron un artefacto pintado con una franja colorada y lo arrojaron a la hoguera. Estalló. Murió un chico y otro quedó ciego. Se adoptaron medidas por el Ayuntamiento. Y se pensó que la escuela debía ponerse en funcionamiento en el plazo de tiempo más breve posible. Así se hizo. La escuela quedó abierta en el Ayuntamiento. Los chicos de la calle asistían en grandes grupos, que apenas cabían en los estrechos salones de la Alcaldía. Nuevos motivos de regocijo. Nadie estudiaba. Todo era divertido. En los chicos despuntaba un asomo de audacia con respecto a los mayores, que se traducía en contestaciones impertinentes y en el frecuente dejar de asistir a las clases sobre las que no se podía ejercer una vigilancia muy firme. Pero llegaron las Navidades y el frente se adelantó con el hospital de sangre. La vida comenzó a transcurrir por sus cauces de siempre.
Juan Martín no quería pensar en el hijo ausente. Felisa lo sabía y nunca hablaba de él. Sin embargo, el día de Navidad, después de comer, Juan recordó a su hijo. Todos se callaron cuando el padre principió a hablar:
—Si vuestro hermano estuviera con nosotros…
Golpeó débilmente sobre el mantel con una cucharilla. Colocó la cucharilla junto al plato, con los ojos fijos en la mesa.
—Si vuestro hermano estuviera con nosotros… —repitió.
Los ojos se le humedecían. Felisa apretó el brazo de su padre.
—No lo recuerdes ahora, papá. No te preocupes.
Juan miró a su hija.
—Sí, mejor será no recordarlo. Sírveme un poco más de vino antes que tome el café, anda.
Los chicos pequeños comentaban ya: «En la guerra se divertirá uno mucho… Con una ametralladora, pa-pa-pa-pa-pa… no se pueden acercar: pa-pa-pa-pa». Y otra vez: «Yo metía más balas: pa-pa-pa-pa-pa…»
Uno de los hermanos preguntó a Felisa:
—¿Podemos jugar a las guerras?
Felisa le respondió:
—No, dejaos de guerras y a ver si podéis por una vez estar formales… Además, estropeáis las sillas.
Los niños echaban las sillas al suelo y, detrás de ellas, como si las patas fueran mortíferos cañones de armas automáticas, repetían su estribillo: «Pa-pa-pa-pa…» Lo hacían en cuanto tenían ocasión. Era la guerra una diversión paradisíaca, como el mejor juego con el que se puede entretener un niño. La guerra que para Juan Martín sonaba con un lejano pa-pa-pa-pa contra su corazón.
Juan quiso salir a dar un paseo. Felisa quería retenerlo en casa. En la casa, con el jugar de los chicos, se entretendría y no encontraría ocasión de pensar en el hijo ausente. Juan no accedió. Salió a pasear.
Caminaba por el paseo que llevaba a la estación del ferrocarril. Estaba el cielo gris y hacía frío. Juan llevaba las manos metidas en los bolsillos de la gabardina y la bufanda le tapaba la boca. La boina, echada un poco hacia atrás, dejaba que se asomase bajo su borde un mechón de pelo blanco. Entró en la estación. Saludó a un mozo conocido y se fue a sentar en un banco, frente a un tren de material de guerra con guardia de soldados. Los soldados reían al parecer de algo muy gracioso que contaba uno de ellos. Juan ya se suponía lo que contaban para reírse tan nerviosa y fuertemente. Uno de los soldados se volvió de pronto y lo vio sentado en el banco. La edad del soldado, calculó Juan, no rebasaría la de su hijo mayor; probablemente eran del mismo tiempo. El soldado se dirigió a él:
—Quítese usted de ahí. No se puede estar ahí.
Juan se levantó y fue hacia la puerta de la estación. El soldado volvía lentamente al grupo sonriendo la gracia que no escuchaba todavía. Juan caminó hacia su casa. Principiaba una lluvia fina y helada. Iba pensando que posiblemente su hijo estaba de centinela allá, en el otro extremo de la vía, pasadas las líneas de combate, custodiando material de guerra y riendo con los compañeros de uno de aquellos chistes que contaban los jóvenes.
Al entrar Juan en casa, los pequeños estaban jugando a la guerra. Juan se quedó un momento mirándolos; luego sonrió.
* * *
Andar, andar y no dejar de andar. Había andado mucho. Los paisajes de la tierra, que él no llamaba España, sino Patria. La Patria andaba por sus rincones más alejados, más desconocidos, en continuo peregrinaje. En vez de la cayada o el bastón de viaje, el mauser. Los cinturones negros, a los que se acostumbraba uno como al brazo de la mujer propia. Los cinturones, las cartucheras, que la mano acaricia suave e insistentemente durante la marcha. La huella de sudor del pulgar de la mano derecha en la piel limpia del portafusil. La mano, que sabía su camino, ajustar una correa, compensar y equilibrar las cartucheras.
Andar y andar de un lado a otro, con el reglamento en cada caso rebotando del labio a la mente. El temor de algunos frente al uniforme, las caras hostiles o amigas que brotaban en el recuerdo, relacionadas con las obligaciones del servicio. Conocer la geografía paso a paso, palmo a palmo, surco a surco. Dependiendo la marcha del camino del sol. Cuando esté sobre el cerro, haremos alto. Cuando el olivar esté en sombra, comeremos apresuradamente para llegar lentamente, pero con seguridad a la cita. Cita de hombres en el pueblo perdido, donde un abigeato los reclamaba. Y otra vez andar bajo el sol, bajo la lluvia, con calor o con frío. Claro que el rostro lo acusaba. El camino avieja el rostro y cansa el corazón. El cuerpo se endurece la piel a la intemperie va cogiendo el color de herramienta usada o color de tierra trabajada. Y el corazón, que mide los kilómetros, las leguas, sabe que ya van siendo muchos y anhela el descanso. Descansar antes que nada.
Ruipérez había pedido el traslado al cuartelillo de la ciudad. Estaba cansado del campo. La ciudad exige un servicio más minucioso en las cosas de ordenanza, no tiene la libertad que los puestos del campo, pero tiene el descanso que se desea con toda el alma. Ruipérez estaba pendiente del traslado. Además, el sueldo podría aumentarse trabajando en alguna función complementaria. O acaso se podría pedir la separación del Cuerpo por encontrar algo mejor, algo para lo que se necesitase las primeras cualidades que cada uno de ellos poseía: honestidad, seriedad, o aún más precisamente, gravedad.
Ruipérez acababa de llamar a su mujer. Deseaba decirle lo que había pasado. Felisa no estaría todavía enterada. Era su obligación comunicárselo. La guardia le obligaba a pensar constantemente en el muerto. En aquel muerto, que era uno de la comunidad y que resultaba tan del cuerpo de la comunidad que casi era un hermano. Recordaba las palabras de los primeros tiempos de servicio, cuando se les inculcaba día tras día la fraternidad en las armas, aquella fraternidad que durante la guerra había sido fraternidad en la muerte y en la sangre.
La imaginación se le fue hacia la guerra. La herida por la metralla. Felisa cuidando de la casa del padre. Quedaba en lontananza el pálido reflejo crepuscular de aquellas primeras relaciones, cuando sintió que tenía que casarse con Felisa; y la espera durante los años de la guerra, siempre presente, unas veces como una caricia y otras como una ráfaga de color y de melancolía, por los compañeros que cayeron. Aquellos compañeros que se habían acabado para siempre, tan fácilmente que no los creía distantes, pero no muertos. ¿Por qué pensaba en la guerra lejana cuando ellos jamás habían abandonado la guerra ni posiblemente la abandonaran? La guerra. En la guerra estaba su cuerpo, allí, dando una breve sombra, mientras los nervios acusaban la noticia escueta y tremenda. Ésta era otra guerra que él había escogido desde niño como la escogió su padre, también guardia.
Felisa le sorprendió cuando casi estaba junto a él.
—¿Por qué me llamabas? ¿Han hecho alguna de las suyas los chicos? —Felisa explicaba ceñuda y dulcemente—: Sin escuela, ya se sabe, son unas calamidades. No se están tranquilos en ninguna parte. Atados deberían estar. Tengo el alma en un hilo con ellos. Siempre estoy temiendo algo… Cualquier día…
Ruipérez cambió de posición y estiró el brazo, señalando al campo. La mirada de Felisa siguió el ademán.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Ha pasado algo?
Ruipérez volvió el brazo hacia el fusil.
—Mal día el de hoy —dijo—, mal día. A la noche habrá tormenta.
Quería dar la noticia, pero dudaba. Apartaba la atención de Felisa hacia el campo. El día parecía tener una raíz profunda donde algo fermentaba y bullía.
—Las tormentas de verano tienen que encontrar limpias las acequias, si no, el agua se sale del cauce y forma charcas. Luego nos quejamos de los mosquitos.
De repente, dijo:
—Felisa, han matado o herido gravemente a uno de los nuestros. No se sabe a quién ha sido.
Hablaba rápida, embarulladamente. Felisa agachó la cabeza. Se agarraba las faldas con las manos.
—¡Qué desgracia!
—No debes decir nada todavía. Ponte de acuerdo con Sonsoles para comunicárselo a las otras. Debéis tener cuidado.
Por la cabeza de Felisa pasaba en aquel momento la actitud de Sonsoles por la tarde, la historia que contó. Debiera haber supuesto que algo importante para la vida en el castillo había sucedido; si no, Sonsoles no se hubiera sentado con ellas a contar algo tan raro como aquello que contó.
—¡Qué desgracia!
Ruipérez volvió el brazo hacia el campo.
—Esta noche habrá tormenta. Sería preferible que enteraseis primeramente a María y a Carmen. Ernesta… bueno. A los chicos no les digáis nada. Ahora dejadlos jugar.
Ruipérez volvió el brazo hacia el fusil.
—La tormenta va a hacer daño al trigo tardío que tienen en las eras. Supongo que lo recogerán.
Felisa notaba cómo la ira se iba acumulando en su marido.
Los dos miraron al campo. En el horizonte se iban espesando las nubes. Felisa dejó a su marido en la guardia, dio la vuelta lentamente y entró en el castillo. Ruipérez miraba fijamente el campo, sin pestañear, hasta que la luz le hizo daño en los ojos. Felisa caminaba muy despacio, como si le costase arrastrar su breve sombra. Al pasar por delante del Cuerpo de Guardia, vio por la ventana a Pedro. Pedro la miró y no dijo nada.
Felisa se sentó junto a las otras mujeres. María Ruiz estaba contando algo. Pero Felisa no escuchaba lo que decía María. Con la mirada fue ascendiendo por el cuerpo de Sonsoles, hasta que encontró sus ojos. Se entendieron. María Ruiz hablaba de una muchacha que tuvo un hijo natural y que lo estranguló con una media.
—… y después de estrangularlo, la maldita lo echó a un pozo. —Ponía la nota repulsiva—. Un pozo como el que tenemos, del que estuvieron bebiendo agua los de la familia hasta que uno cayó enfermo con fiebre; fue entonces cuando lo limpiaron y encontraron el angelito casi enteramente comido por los sapos.
—¡Qué horror! —Ernesta se estremeció—. ¡Qué horror! Parece mentira que haya mujeres así en el mundo.
María Ruiz se sonrió.
—Pues aún conozco otro caso más asqueroso: el de la mujer que descuartizó a un niño y se lo echó a los cochinos. Cuando fueron a detenerla, se dio un corte con un cuchillo de cocina en el bajo vientre y se dejó salir los intestinos. Recibió a los guardias insultándolos y llamándoles de todo. La bruja tenía redaños. Del vientre le salía la sangre, negra como si fuera tinta china.
Ernesta hizo un gesto de repugnancia. Preguntó infantilmente:
—Tú, María, ¿viste la sangre?
—No, hija, a mi me lo contaron, porque eso debió de ocurrir cuando yo era niña.
El tiempo, para el efecto que producían en Ernesta las historias de María Ruiz, era lo más importante. Le llevaba a la creencia de que cuarenta años antes el mundo era un lugar sombrío, plagado de monstruos, de casas cerradas a piedra y lodo, de miradas aviesas de los hombres y de las mujeres, donde habitaba el crimen como la luz en el sol, de herramientas usadas como armas primitivas contundentes, mortíferas. Porque una herramienta o un objeto de uso cotidiano empleados para el asesinato son cien veces más siniestros que un arma. Y el crimen cometido con una herramienta tiene siempre un soterrado sabor a algo bárbaro y horroroso, mezcla de bíblico pecado y de angustiosa reacción animal.
Ernesta, escuchando las historias de María Ruiz, sentía una especial delectación en el miedo. Porque las historias le despertaban el miedo, que le crecía en la noche y la desvelaba hasta que las olvidaba pasados los días. El horror y la lubricidad de los relatos, los dos polos de María, la tenían en tensión, los sentía en el cuerpo, como una mano que la empujase hacia una barrera que estaba prohibido franquear. Su marido, Guillermo, le advertía muchas veces que no hiciera caso de los cuentos de María, que los decía con el único afán de asustarla. Pero María había llegado a tener necesidad de contar sus historias a Ernesta. Era una necesidad y un placer. También un como desquite de la naturaleza. Le gustaba corromper y asustar a Ernesta.
Felisa dijo con una voz que era poco más de un murmullo:
—María, ¿por qué no cambias tus temas? Siempre cuentas cosas desagradables.
—¿Te molestan, Felisa?
—No, no me molestan, pero como siempre cuentas las mismas o parecidas cosas, ya hiede tanto estiércol.
María Ruiz se echó a reír.
—No sabía, Felisa, que te causaban tanta impresión las tonterías que yo cuento.
—No me causan ninguna impresión buena, María. No me horrorizan ni me divierten; me repugnan.
Ernesta se sentía avergonzada. Quiso disculparse y disculpar a María.
—Son cosas que no tienen ninguna importancia. Solamente sirven para matar el tiempo. María las cuenta para hacernos más llevadero…
—Desde luego —interrumpió Felisa—, pero así y todo no está bien, ni medio bien, tanta suciedad. Todas sabemos que el mundo es así de sucio, pero en el mundo también hay cosas limpias y hermosas que ésta nunca cuenta.
—Bueno, bueno… no es para que lo llevéis hasta esos extremos —dijo María—; si no queréis, pues no cuento nada y todas tan contentas.
María Ruiz se levantó. Sentía que le era difícil dominarse. No dominarse hubiera sido una equivocación, un demérito ante ella misma. Tenía que dominarse. Habló como si aquello no le fuera para nada; se mostraba al margen, distante y no interesada al parecer en la conversación.
—Lleváis las cosas a unos extremos de apasionamiento…
Felisa la miró.
—No lo creas, María. Yo nunca te había dicho nada y, además, con levantarme si me molestaban las historias, estaba todo concluido. Pero es que a veces ocurren cosas…
—Las cosas que ocurren siempre.
Sonsoles, por primera vez, salió a defender de forma muy extraña a María.
—Tal vez tenga razón María y llevemos las palabras sin importancia a un terreno molesto.
María decidió marcharse. Le estaba ocurriendo lo último que le podía suceder. La defensa de Sonsoles le dañaba más que la corrección de Felisa.
María sonrió por última vez.
—No os preocupéis. Yo también sé ponerme seria. ¿No te parece, Ernesta, que a veces soy muy seria?
Ernesta no contestó nada.
María Ruiz se marchó. En el movimiento de su cuerpo había un reto disimulado. Llevaba la silla balanceándola. Una de las patas golpeaba de vez en cuando el suelo. Todavía la sonrisa no había desaparecido de sus labios.
Felisa y Sonsoles se miraron. Sonsoles preguntó:
—¿Ya estás enterada, Felisa?
—Sí, ya me he enterado.
Ernesta miraba cómo se alejaba María con sus historias truculentas a veces, lúbricas otras.
* * *
Ruipérez cojeaba un poco. La primera vez le habían soldado mal el hueso. Los meses del hospital se sucedieron. Recibió la visita de Felisa. La llevó junto a su cama una monja. Ruipérez no supo qué decir. La monja le ayudó. «Bésela, hombre», le dijo, y Ruipérez obedeció. Los compañeros de las camas contiguas se reían a carcajadas. Felisa, cuando lo recordaba, seguía poniéndose colorada. Se lo explicó a sus amigas:
—Fue un rato terrible, chicas, terrible. Hubiera querido que me tragara la tierra.
Las amigas también se reían.
—¿Y qué importancia tiene que dos novios se besen delante de la gente? —le dijo una.
—Ninguna, pero es que era la primera vez.
Las amigas se rieron alborotando y en sus risas había un dejo nervioso de insatisfacción.
Ruipérez volvió al servicio y fue destinado a una oficina. La guerra, momentáneamente, se había acabado para él. Se dedicaba a rellenar salvoconductos. Se escribía frecuentemente con Felisa porque estaba en la capital y no en el pueblo. Logró, por fin, que lo destinasen al pueblo.
No habían variado mucho las cosas, las personas. Al principio, cuando preguntaba por alguno, temía la respuesta: «Lo mataron en tal sitio», y lo decían precisando el lugar, describiendo el accidente del terreno que lo caracterizaba, porque lo habían escuchado a alguien que lo había visto morir y que sabía dónde, cómo y cuándo cayó. Siempre con el gesto triste, decía: «Era un buen muchacho; lástima que…» Y por lo oído en el hospital a los compañeros podía precisar: «Sí, en esa parte hubo mucha lucha o fue muy duro todo».
Durante el mes de enero del año treinta y nueve, los asuntos de la familia de Juan Martín se complicaron. Del hijo mayor nada se sabía. Uno de los pequeños estuvo mucho tiempo enfermo. El médico que le fue a visitar dijo que la enfermedad era grave —unas manchas en el pulmón—, que necesitaba ser aislado y un régimen de alimentación especial. Felisa apenas podía atender a todos los problemas que la casa planteaba. El hermano enfermo tenía todos sus cuidados, pero de cuidados estaban también necesitados el padre y los demás hermanos, y aún más que todos ella misma, el dinero se gastaba fácilmente, aunque costaba mucho esfuerzo ganarlo, y la hermana tuvo que entrar en un taller de costura como chica de recados.
Con el dinero que ganaba la hermana pequeña se compraba el pan de cada día. El pan, que era en la casa el manjar pedido más insistentemente.
Felisa quería retrasar su boda hasta que los problemas desapareciesen, pero Juan la convenció de que las cosas podían ir mejorando aunque los problemas continuaran en plena vigencia durante toda la vida.
—Ya crecerán todos —dijo—, y comenzarán a ganar dinero. No debes preocuparte, viviremos como hasta ahora y quién sabe si mejoraremos. Además, tú siempre puedes venir a echar una mano a la casa, porque ha habido suerte con el destino de Regino y en una larga temporada no le cambiarán.
Pero Juan Martín se equivocaba con respecto al destino de Ruipérez.
Se equivocaba. En cuanto la guerra terminó, lo destinaron fuera del pueblo.
Un destino que para el que lo ordena no tiene importancia, constituye tal vez para una familia un estremecido desconcierto hasta que la vida vuelve a sedimentarse. Le decía Ruipérez a su suegro:
—Nosotros los militares somos como los cómicos; un día aquí, otro allá, no se le puede coger cariño a ningún pueblo, porque en cuanto se le coge ya lo están a usted cambiando.
Había lilas cuando Felisa Martín y Regino Ruipérez se casaron. Había lilas y estaba terminando la guerra. El cielo azul hacía que blanqueasen más los pelotones de nubes, que rápidamente pasaban impulsados por un viento fuerte y fresco que venía de la montaña. El sol asomaba y desaparecía entre las nubes. En el pórtico de la iglesia esperaban los escasos invitados a la boda los últimos trámites de la ceremonia en la sacristía. La sombra y la luz se alternaban. Hacía frío y calor, según el sol estuviese cubierto o no. Marzo con lilas, con nubes locas, con viento fuerte, con la primera cigüeña en la torre de la iglesia, con los regateos bullidores de la nieve fundente atravesando los campos, con la yerba verdeando, levantaba la alegría, como un vaho iridiscente de la tierra.
Juan Martín había logrado un traje nuevo para la boda de su hija. El traje suponía muchos sacrificios. Concertó pagarlo a plazos. Juan estaba muy orgulloso de presentarse a la ceremonia con un traje nuevo. El traje nuevo; la camisa de cuello duro, molesto, que sentía se le iba a saltar de un instante a otro, en cuanto él volviese la cabeza con violencia; la corbata, que lo ahogaba; los zapatos, relucientes, le daban empaque de padrino serio. Juan se emocionó durante la boda y creyó recordar la suya; pero no, su propia boda la recordó más tarde, ya en casa, cuando los recién casados salieron en viaje de bodas hacia Valladolid.
Ruipérez y Felisa fueron a vivir a un pueblo castellano, a la orilla de una carretera general. Tenían en la casa cuartel un piso muy bonito. Les habían concedido una parcelilla de tierra que ellos transformaron en huerto. La comida estaba barata. Alguna vez que Felisa hizo un viaje para visitar a la familia llevó alimentos. Los alimentos humildes que daba la humilde tierra: garbanzos, alubias, un poco de aceite en unas botellas. Empezaban los tiempos malos. Y Felisa estaba embarazada. Sufría mucho con el embarazo, pero no dejaba de trabajar. Las advertencias de Ruipérez eran inútiles.
En el pueblo fermentaban ya las grandes fortunas de la posguerra. En septiembre comenzaron a llegar camiones que se llevaban el trigo y las legumbres. Camiones de dueños desconocidos, con rutas desconocidas. Había órdenes, pero no servían: los camiones llevaban sus guías en regla. Por lo tanto, podían salir cargados de trigo y de legumbres. Ruipérez le decía muchas veces a Felisa:
—Mal van ahora las cosas. Se llevan el trigo, se llevan todo. Son como una plaga. Habrá hambre, habrá mucha necesidad.
Felisa tuvo un hijo, en Navidades. Ruipérez estaba aquel día de servicio. Por la mañana había preguntado a su mujer. Felisa sonrió:
—No has de preocuparte. Sal, que éste espera —y se palmeó el vientre voluminoso.
El chico no había esperado. Ruipérez, advertido por una vecina, subió la escalera a grandes trancos. Se emocionó al entrar en la habitación. El primer hijo.
A los otros se fue acostumbrando. Uno, dos, tres y cuatro. Los cuatro varones. Y uno que vino mal y que acaso hubiera podido ser hembra. Felisa se había aviejado, desgastado. Cuatro hijos y una mujer gastada en los partos. Felisa seguía trabajando como antaño. Aquel antaño que en el recuerdo de Ruipérez se nublaba tras la desesperanza, porque entonces había esperanza de mejorar y ahora no había más que deseo de seguir.
Pasaron seis años. Juan Martín murió en un accidente de trabajo. Siempre le había tenido miedo a la alta tensión, y lo mató una descarga en la fábrica donde trabajaba. Felisa marchó al pueblo cuando recibió la noticia. Ruipérez tuvo que quedarse en el puesto. El permiso llegó tarde y no pudo ir a ver al viejo. A aquel viejo al que tenía un cariño extraño y al que admiraba, porque era respetuoso con todo el mundo y hablaba de las cosas objetivamente. ¡Cómo lo recordaba! Él no exageraba nunca. Si hablaba de la guerra, hablaba ya como si él estuviera fuera del tiempo. Sin odios, sin rencores. Valorándolo todo de una forma… de una forma como a nadie había oído.
Habían aprendido Felisa y Ruipérez a callar. Les parecía que las palabras para explicarse sus vidas no eran necesarias. Compartían la casa, la comida y el lecho, en silencio. Vivían y amaban en silencio. Si hablaban era por los hijos, de los hijos. Ellos tenían pocas cosas que decirse de palabra. Y para estas pocas cosas los gestos, mejor, las actitudes, servían tan bien como las palabras. Felisa entendía a Ruipérez nada más mirarle a la cara. Un gesto, una arruga, no observada normalmente, querían decir tanto como un torrente de palabras. El desánimo, la tristeza, la enfermedad, la preocupación, los mil matices del disgusto los captaban los dos mirándose. Luego, cuando ya se habían comprendido, hablaban de los hijos. Las charlas eran cortas. La enfermedad, el porvenir, la educación, el cuidado. Los dos convergían en los hijos, que llenaban sus existencias con un rocío de esperanza dulce o con una gota de preocupación amarga.
La muerte de Juan Martín rompió la ligazón con la familia de Felisa. Algunas veces se recibían cartas que se tardaba mucho tiempo en contestar. Felisa escribía la carta de respuesta; las faltas de ortografía se las corregía Ruipérez porque, como decía, las cosas bien hechas bien parecen. El sobre lo llenaba Ruipérez con su letra perfilada y pedagógica. Cuando terminaba, después de haber puesto el nombre del pueblo con mucho esmero y de haber subrayado la provincia, secaba el plumín y comentaba: «Así no hay miedo de que se pierda». Felisa pensaba que su marido tenía razón; una carta escrita por su marido era imposible que se perdiese.
Cuando a Ruipérez le tocaba servicio en el campo, Felisa rezaba la noche anterior, al acostarse, una avemaria más. A su regreso daba las gracias con otra avemaria. Una avemaria era para Felisa un centinela que guardaba y custodiaba los pasos de su marido. En tiempo de ferias, la rezaba para que no hubiese disgustos serios en los que fuera necesaria la intervención de Ruipérez; en el verano, por el calor, para que no le diese un calentón a la cabeza; en el invierno, por el frío, para que no tomase un aire por los húmedos caminos o un baldamiento o un temblor.
Ruipérez era para su mujer como un árbol gigante en el que ella se refugiaba. Refugio para Felisa, en el que al sentirse protegida comenzaba a temer. Porque Felisa, que había sido capaz de luchar contra todas las desventuras en su adolescencia y en el comienzo de la juventud, estaba ya cansada. Y su cansancio no era solamente físico, sino moral, de tal forma que la falta del marido podía ser tal vez la única forma de que ella se alzase de su cansancio con fuerzas suficientes para continuar la lucha en la vida. Lucha última por los hijos y busca de refugio, a la postre, en ellos, cuando aquéllos creciesen.
Por lo pronto, estaba Ruipérez, amado refugio para su cansancio. Descansaba de su fatigoso temor con su sola presencia, y, a veces, cuando regresaba del campo, sentía como una íntima congoja que la impulsaba a llorar nada más verle sano, como había partido. Un día se lo contó al marido y éste le dio el parecer de que aquello era algo morboso que había que alejar. Algo morboso que nacía de un intuitivo temer la soledad frente al mundo, porque para Felisa la soledad era una condena que rebasaba lo humano para llegar hasta lo infernal. La soledad frente al mundo era un problema de cobijo. De cobijar la mirada en alguien capaz de ofrecer un refugio amoroso, de cobijar sonrisa, el gesto, la preocupación, la enfermedad.
En el invierno de 1948 fueron destinados al castillo. Llegaron a cubrir una baja. Acababan de matar a un guardia. Lo habían atropellado con un camión. Las parejas de guardias en las carreteras tenían órdenes de examinar las cargas de los camiones que circulasen. Los guardias dieron el alto a un camión, que sin hacer caso de la advertencia aumentó la velocidad, echándose sobre ellos inesperadamente. Uno de los guardias no tuvo tiempo de hacerse a un lado y las ruedas le aplastaron el pecho. Murió en el acto. El compañero lo contaba después:
—Nos echaron el camión de repente cuando creíamos que iba a aminorar la velocidad; al pobre Encarnación no le dio tiempo de apartarse. Le pasaron todas las ruedas de su lado por encima. Hizo un ruido que no se me olvidará jamás. Me eché el fusil a la cara y la emprendí a tiros. Nada. Menos mal que le había cogido la matrícula, porque si me dejan con el compañero muerto y sin saber lo que ha sido del camión, ya me hubiera podido preparar. Encarnación había hecho un charco de sangre como yo no he visto en la guerra, y eso que he visto de largo. ¿Veis lo que es una caja de cerillas vacía cuando se la aplasta con el pie? Pues hizo ese ruido, mucho mayor. Me impresioné tanto que estuve un rato después de los tiros que no sabía qué hacer. El fusil de Encarnación estaba partido.
Felisa y Ruipérez ocuparon en el castillo la casa que había dejado vacía la familia de Encarnación. Las casas estaban construidas del verano anterior y todavía estaban las paredes húmedas. Hacía frío. Las heladas durante la noche eran muy fuertes. Los dos chicos mayores iban a la escuela del pueblo. Bajaban con los otros hijos de los guardias muy temprano, a cuerpo, envueltos en grandes bufandas de las llamadas tapabocas de arrieros. Sabían leer y escribir, y las lecciones de Geografía e Historia se las tomaba a la noche el padre antes de que se fueran a acostar.
Ruipérez era muy cuidadoso con la Historia. El Dos de Mayo se lo explicaba a sus hijos con mucha suerte de detalles: «Los buenos españoles —decía— estaban contra la francesada, que quería que todos los españoles fueran esclavos del emperador Napoleón y que dejaran de creer en sus reyes y en su religión. En Madrid el pueblo español les dio una buena paliza a los orgullosos soldados del emperador de los franceses. Hubo un tal Malasaña, que de vivir ahora le hubieran dado la laureada de San Fernando, que se tiró desde un balcón con un cuchillo contra los franceses, y los atravesó».
Los hijos de Ruipérez quedaban admirados de los relatos de su padre. En cuanto terminaban las lecciones le preguntaban por la guerra de la Independencia, y el guardia les seguía contando cosas a su manera, unas veces decoradas por su imaginación y otras fieles a los textos que él recordaba. La guerra de la Independencia fue durante todo el invierno el sucedáneo de las historias que los niños gustan de escuchar, de los lobos negros que bajan de la montaña a devorar ovejas en los pueblos durante la noche, a llamar con sus uñas afiladísimas en las puertas de los vecinos y a aullar en las calles sin que nadie se atreva a salir, hasta que un mozo o un viejo, héroes en el anonimato de la progresiva transformación de la historia, salían con una escopeta de caza o con la garrota y los mataban. Los matadores volvían con el pelo erizado, porque la presencia del lobo eriza los cabellos y hace que el corazón se acelere ante su aspecto de fiera nacida en el séptimo infierno.
Pero donde de verdad estaba el fuerte de Ruipérez era en la caligrafía. Cogía las manos de sus niños y las colocaba sobre el papel rengloneado. «Agarra la pluma —les decía—; fuera esa giba, el dedo no debe hacer giba; el dedo recto, aunque duela y te parezca que lo tienes agarrotado; si el dedo no está derecho, mal tiene que salir la letra». Como Ruipérez se colocaba a espaldas de sus hijos y abalanzaba el cuerpo sobre la mesa, las espaldas de los chiquillos se cansaban, acababan doloridos y a medida que el tiempo pasaba empeoraban la letra. «No servía para nada, una buena letra es necesaria en el mundo para cualquier cosa que se haga». Y precisaba a continuación: «Una buena letra y una limpia presentación».
La estación fue avanzando. Llegó la primavera. Trasladaron a dos de los guardias. Llegaron dos nuevas familias. Llegaron María Ruiz y Carmen. Los primeros días María trataba a Felisa con muchas fórmulas de buena educación. Le daba las gracias siempre que le pedía cualquier favor pequeño, insignificante. Hartaba a Felisa tan severo formalismo, llevado a extremos molestos. «Si a ti no te causa extorsión —decía María—, con tu permiso voy a hacer tal cosa».
Felisa le decía a su marido:
—Esta María es una pamplinera, no hace más que dárselas de señorita; detrás de todas sus palabras adivina una que se está riendo. Pues conmigo va a ir bien servida, porque para decir cosas elegantes me las pinto yo sola; ya has de ver, ya has de ver.
Ruipérez y Baldomero, el marido de María, intimaron mucho. A Ruipérez le gustaba la pesca, pero como no tenía donde practicarla, conversaba sobre sus hazañas pasadas. A Baldomero le gustaba la caza y cuando tenía un rato libre salía por los campos de los alrededores del castillo siempre que no hubiera veda, para lo que era muy puntilloso. Tan puntilloso que juzgaba el mayor crimen que se podía cometer el de los cazadores furtivos que ponían lazos o entraban en los cotos a destrozar la caza. ¡Ay si hubiera caído en sus manos un cazador furtivo! Estaba seguro que no se hubiese podido contener. «A los cazadores furtivos, como a los que no creen en Dios —afirmaba—, palo. Lo único que se merecen es palo».
Discutían y charlaban interminablemente Ruipérez y Baldomero. Si alguna vez les tocaba salir al campo juntos, pasaban un buen día. Ruipérez decía que la pesca era más técnica.
—Mira, Baldomero, un buen pescador cuando llega al río debe probar el agua; el paladar hay que tenerlo hecho a la sensación del agua. Si el río sabe fuerte, tú tienes que poner un cebo fuerte en el anzuelo, porque la pesca tiene el gusto como las personas; al que está acostumbrado a comidas fuertes, el comer otras que no lo son, le sabe a no comer y no lo hacen con gusto. Yo, según el río, según el día ponía los cebos.
Baldomero se sonreía.
—Bueno, hombre, pero no me negarás que la caza tiene más emoción. Te sale de ahí un pájaro, pongamos por caso una codorniz. El perro te la ha plantado antes. La codorniz sale danzando y a ti te pilla siempre de sorpresa. Para cuando te has encarado, la fusca ha volado veinte metros; si le das, te quedas como si te hubiera tocado la Lotería; sí no le das, estás echando demonios el día entero. Y la emoción esa del momento de dispararle no se paga con nada.
—Tú con lo tuyo y yo con lo mío —decía Ruipérez—; a mí el matar animalillos así no me causa ninguna emoción; vas tras ellos y tienen poco escape; en cambio, la pesca…
El día se les hacía corto. En el castillo seguían contando sus cosas, discutiendo. A la hora de cenar entraban en sus casas. Cenaban pronto. Alguna vez se reunían en la casa de cualquiera de ellos a tomar café y una copita. Entonces los hombres formaban su grupo y las mujeres el suyo. Los hombres hablaban de la guerra, del servicio, de los destinos de los exámenes para ascender, o de los sueldos y los trienios. Contaban historias y aventuras.
—Mi padre —decía Ruipérez— era Guardia Civil. Había luchado en Cuba y Filipinas. Fijaos que casualidad: a Cuba y a Filipinas fue en el mismo barco, el Isla de Panay, un barco que hundieron, según cuenta, los de la Compañía, para cobrar el seguro frente a Fernando Poo, porque luego estuvo en el servicio de Guinea. En Cuba me contaba mi padre que había más fiebres que tiros, aunque tampoco en cuestión de tiros se debieron de quedar cortos los demonios de los mambises.
La conversación saltaba a la guerra de España.
—A mí me pillaron en lo de Brunete —decía Baldomero—; allí sí que hubo tiros. A mi oficial le pegaron un tiro en la pierna y otro en un carrillo. Cada vez que hablaba escupía sangre y trozos de muelas, y venga, el tío no callaba ni a la de veinticuatro, arrastraba la pierna, y venga: «que resistáis, que resistáis». Así estuvo dos horas. A mí ni me tocaron. Y los tíos avanzaban y casi los teníamos encima. Y otra vez. Me dolían los ojos y la nariz de la pólvora. Hasta que nos fuimos para atrás, porque no teníamos munición.
Las mujeres hablaban de la guerra, o de los hijos, o del estraperlo.
—Mi familia y yo lo pasamos muy mal —decía Felisa—; además, un hermano, se marchó para el otro lado, y ya no hemos vuelto a saber de él. Lo pasamos muy mal; mi padre no tenía trabajo y no había en casa ni un céntimo para comprar ni aceite ni pan ni nada.
María Ruiz precisaba:
—Con aceite y con pan estuve yo alimentándome en la sierra más de dos meses. Las lechuzas creerán que el aceite son merengues, pero yo acabé harta. Menos mal que nos liberaron pronto. Era cuando yo daba escuela por allá. De todas formas tiré para contarlo, aunque el hígado se me revuelve en cuanto tomo una cosa con demasiado aceite.
Otra de las mujeres intervenía:
—Pues ahora no tendrás ocasión de que se te revuelva muy a menudo porque con esto de que el aceite está a peso de oro, ya no lo pueden tomar más que los ricos. ¡Menudas fortunas que se deben de estar haciendo a cuenta del aceite! Cada día hay más estraperlo; no sé dónde vamos a ir a parar.
Cuando las conversaciones declinaban se retiraban a sus casas.
Algún domingo, si no había nada que hacer, el cabo comandante y un guardia bajaban al pueblo a charlar un rato con las fuerzas vivas. Las fuerzas vivas sabían las andanzas de las gentes del pueblo y se lo advertían a los guardias.
—No sé qué le pasará esta temporada al Ineso, pero se emborracha, yo creo que un día sí y otro también. El otro día armó un escándalo con su mujer. Ha dado en zurrarle la badana y la pobre, en cuanto lo siente llegar bebido, se mete debajo de la cama porque le tiene más miedo que a un nublado. Van ustedes a necesitar llamarle la atención.
—Miré usted, mientras los escándalos los dé en su casa, nosotros no tenemos por qué meternos. Allá su mujer y él.
El alcalde aclaraba:
—Pero es que están dando constantemente mal ejemplo al pueblo, y la moral se resiente, y cuando se resiente la moral acaban por perderle estos brutos el respeto a la ley y a sus representantes.
El cabo comandante movía a un lado y a otro la cabeza:
—Ya se verá lo que se hace. Por ahora déjelo, y si no se corrige ya le echaré yo una miradita encima. ¿Conformes?
Las fuerzas vivas contestaban al unísono:
—Conformes.
Luego el alcalde añadía:
—Qué, ¿otra copita, cabo?
Y respondía el cabo:
—Otra copita, pero que sea la última.
El guardia que le acompañaba extendía también su mano con la copa vacía; cuando se la llenaban decía con aire de estar muy interesado en su composición:
—¿Qué licor es éste, señor alcalde, que sabe como a plantas del campo?
El alcalde explicaba la vieja alquimia familiar, sonriente:
—Es un licor como otro cualquiera, hombre, solamente que tiene unas plantas que, me va a perdonar usted que no se las diga, porque es un secreto, y si usted lo sabe, sabe tanto como yo. Mi mujer cuece las plantas, y el caldo que dan lo echa al anisete. De ahí su color y ese saborcillo que usted nota. —Terminaba orgullosamente—: Parece licor de fraile, ¿no es verdad?
La vida en el castillo transcurría así, monótona, aburrida, melancólica. Algún incidente pequeño, algún traslado repentino. Pocas, muy pocas cosas llenaban la vida de los habitantes. Las mujeres del castillo vivían casi en clausura.
Los años pasaban y el castillo, inmóvil en su cerro, abierto al cielo, a las nubes que pasan, a las aves que emigran, guardaba la vida de las mujeres en el amplio e insosegado patio. Patio a veces de melancolía, a veces de furia y de amargura.
* * *
Felisa y Sonsoles estaban solas. Conversaban a la entrada de la casa de Sonsoles. Felisa agriaba el gesto.
—¿Quién será?
—No lo pienses.
—Si a esa criatura le han matado el marido, va a dar en loca.
—No lo pienses, mujer; hay que confiar todavía en que la noticia no sea del todo cierta. Hasta que nos lo confirmen oficialmente…
—Para entonces el muerto estará frío.
—No lo pienses.
—Ojalá que…
—¿Qué vas a decir?
—Nada, se me había ocurrido algo malo.
—Cualquiera de ellos ha podido ser. Hay que advertirla en cuanto pase un poco de tiempo. Pedro me dijo que lo traerán al atardecer seguramente, porque ha debido de ser muy metido en el campo el encuentro. Si no, a estas horas ya sabríamos todo lo que había pasado.
—Siempre que alguno sale con el cabo, temo por él. El cabo es muy terco y cuando los ánimos están acalorados…
—El cabo es inflexible, pero no suele llevar las cosas a mal terreno. Lo que ocurre es que con esto de las ferias, se descuelgan en los pueblos muchos maleantes a ver lo que se pesca, y suceden los accidentes. Cuando pelean los campesinos ya se sabe que, por muy enzarzados que estén siempre tienen la cosa del respeto a la autoridad.
Sonsoles y Felisa entraron en la casa. Felisa se sentó en una butaca de indefinible estilo, bajo un cuadro de la Virgen del Socorro.
—¿Cómo les vamos a decir esto a las otras?
—Déjalo de mi cuenta, yo se lo diré.
—A Carmen se lo contaré yo. Carmen no anda nada bien contigo y puede que levante el grito contra ti. Las reacciones en estas cosas no suelen ser muy normales, ¿no te parece?
—Como tú quieras.
—La pobre Ernesta es la que no va a poder sujetar los nervios.
—Es una prueba muy dura… Es como si a las tres les hubieran matado los hombres. La espera va a ser peor todavía.
—¡Dios mío! ¡Esperar! Siempre estamos esperando y luego…
Sonsoles miró hacia el patio luminoso.
—Hay que esperar siempre, aunque no haya más remedio.
Felisa tenía clavados los ojos en sus alpargatas negras, destrenzadas por los bordes de la suela de cáñamo. Los tobillos hinchados, redondeados, torpes. Más arriba la pierna, gruesa, con las venas de un azul enfermo saltando casi de la piel apretada. Miró sus manos gruesas, inseguras para los objetos que necesitaban cuidado, con algunas callosidades y un tinte negruzco en los poros que nunca le desaparecía. El tinte graso de los cacharros de la cocina.
«Esperar —pensaba—, esperar ¿qué?».
Sonsoles se ajustaba el delantal.
—Mientras tanto, voy a hacer unas labores que me quedan.
Se levantó Felisa de la butaca. Moverse le costaba un gran esfuerzo.
—Yo voy a ver lo que hacen los chicos.
Salió a la luz. Vio como Pedro, el marido de Sonsoles, iba ajustándose las cartucheras camino del relevo. Lo vio de espaldas, con el fusil colgado descuidadamente, haciendo ángulo con su persona. Quedó un momento parada, pensando que le convenía tal vez hablar con su marido. Después echó a andar por la sombra hasta su casa. No recordaba ya que debía dar unos gritos cariñosos y ordenancistas a sus hijos, que jugaban al otro lado de las murallas, fuera del castillo.