CUANDO LOS ÚLTIMOS SOLDADOS se retiraron, los campesinos salieron de las ruinas de las casas con asombro y miedo. Se encontraron todos en la única calle del pueblo. Se miraron a las caras. Luego, sin que mediara una voz entre ellos, unidos, amasados en la venganza, echaron a andar. Una mujer les salió al paso. Se hincó de rodillas ante los que avanzaban. Los campesinos abrieron su apretada marcha y la volvieron a cerrar. La mujer seguía en la misma posición, invariable, mineralizada, atrás, en medio de la calle.
De unas ruinas asomaron los cañones de una escopeta de caza. Los campesinos avanzaron más. Se oyó un grito terrible. Sacaron a un hombre con los pantalones chorreando sangre. Alguien se acercó con la navaja abierta y le dio un tajo en la boca. El labio inferior le quedó colgando. El hombre escupió un borbotón de sangre. Dijo algo que no se le entendió. Lo remataron a puñaladas y se alejaron.
Se alejaron serenos, justicieros, como iluminados. Nadie habló. Volvieron a sus ruinas. Al mediar la mañana entraron soldados en el pueblo. Otros soldados y otras banderas. Soldados que buscaron en las ruinas. Banderas que quedaron sobre las ruinas. Nadie preguntó nada. El muerto fue enterrado. La mujer del muerto caminaba ya por la carretera hacia la retaguardia.
Todo esto lo vio Sonsoles la mañana del cinco de mayo de 1937, desde el altillo del manantial, encima del pueblo, dominando la columna vertebral del pueblo, calle o carretera, en la que su madre se hincó de rodillas y en la que los vecinos, los parientes, los hermanos de su padre acababan de dar muerte a éste. Sonsoles echó a correr tras su madre. La alcanzó y comenzó a hablarle. Sonsoles la siguió varios kilómetros. La mujer se sentó en la acequia de la carretera y se descalzó. Entonces habló por primera vez. Se limitó a decir: «Era malo. Así tenía que acabar».
* * *
Sonsoles y Felisa estaban sentadas en unas sillitas bajas en un rincón de la galería, resguardadas del sol. Cosían, hablaban despacio; a veces, con una hebra de hilo entre los labios. Sonsoles tenía el pelo blanco encima de la frente, arrugada la cara, la mirada pendiente solamente de la labor. Alzó los ojos y respiró.
—Con la guerra se hicieron fortunas.
La ropa blanca sobre su regazo era como una nube en la que se perdían sus manos morenas.
—Con la guerra se hicieron fortunas —repitió.
Sonsoles veía jugar a su hijo en el patio. Le siguió con la mirada. Le pareció inútil avisarle que no se asomara al pozo. De todas formas, lo haría. El muchacho se asomó al pozo y gritó dentro de él. Sonsoles conocía el juego: «¿Estás ahí? Ahí… ahí… ahí… iii…» La voz de Felisa le llegó como un eco y volvió a su labor.
—… mucho dinero, un capitalazo.
—¿Qué decías, Felisa?
Felisa siguió hablando. A veces hacía un alto y extendía la prenda que estaba cosiendo frente a sus ojos. Movía la cabeza a un lado y otro.
—Hubiera quedado mejor si la llego…
—He oído contar —dijo Sonsoles— que mucha gente guardaba el trigo hasta de tres cosechas. A muchos les salió mal, otros hicieron así el dinero.
Dejó de prestar atención a las puntadas. Posó la mirada en el blanco revoltijo. La ropa, así, limpia y olorosa, le daba sueño. Sin embargo, cuando se tendía en la cama no conseguía dormir. Pedro le había dicho que tenía que ir al médico. No. No quería que la viese el médico. Pedro tenía razón. Algún día tendría que ir al médico. Sin embargo, procuraría resistir todo lo posible. Recordó lo que siempre decía su marido: «Estás de mal humor porque no duermes; te duele la cabeza porque no duermes; te vas a volver loca como sigas sin dormir».
—En mi pueblo —afirmó Felisa— antes de la guerra había dos familias de antiguos ricos que no tenían donde caerse muertos. La guerra los arregló.
Sonsoles siguió el senderillo de puntadas por la ropa. Pedro estaba también inquieto, desasosegado. «Acabaremos todos locos si tú empiezas por no cuidarte y tenernos a todos nerviosos». Clavó la aguja. Felisa seguía contando historias de ricos y pobres, de ocasiones salvadoras. Sonsoles se levantó de la silla y estiró su falda sobre las anchas nalgas.
—El dinero, aunque sea más malo que un pecado, ayuda a vivir —dijo Felisa.
Sonsoles llamó a su hijo.
* * *
La abuela de Sonsoles era una mujer alta, de piel arrugada y morena, que tenía el rostro como una bola de papel de estraza en la que se hubieran clavado dos alfileres de cabeza negra. La abuela tenía ojos de comadreja y unas manos largas, temblorosas, que daban miedo a Sonsoles porque le parecían despegadas de su persona, con vida diferente, como dos alacranes. La abuela se hizo contar la historia dos veces. Las tres mujeres quedaron en silencio. La abuela, al cabo de un rato, sacó un rosario de simientes amarillas y principió a rezar. Lo ofreció, tras una vacilación, por el muerto.
Sonsoles iba a cumplir catorce años en septiembre. La abuela le había ordenado que vistiera de luto por la muerte de su padre hasta que cumpliera los quince. Sonsoles vistió de negro. Su madre no tomó parte en la orden. Su madre siempre vestía de negro. Sonsoles no se la imaginaba con ropas de otro color. Era madre, y las madres y las abuelas tienen que vestir de negro. Las mujeres tienen que vestir de negro desde que se casan.
En septiembre cumplió catorce años. Poco después comenzó a tirarle el pecho. Primero descubrió los abultamientos de las tetillas, como dos aceitunas. Luego descubrió otras muchas cosas. Dejó de jugar con los muchachos en los pajares. Dejó de saltar con las faldas al aire en la plaza, junto a la fuente, que no medía el tiempo en su constante dar agua de día y de noche, en invierno y en verano, con la misma intensidad. La fuente, pensó alguna vez Sonsoles, no es ni joven ni vieja, ni antigua ni moderna. Una piedra, una teja, un caño: es lo mismo. Pero la fuente no varía como otras fuentes que se secan en el estío o que repentinamente desaparecen. Aquella fuente había creado el pueblo en su torno. Aquella fuente era parte de la riqueza del pueblo. Más antigua que los huesos más antiguos del cementerio, más niña que los balbuceos como de agua de palabras, de la boca más niña de los habitantes.
Acabó la guerra. Regresaron hombres al pueblo, un poco desconocidos para todos, transformados. Alguno faltó. Sonsoles conoció a un primo suyo.
Aquel verano Sonsoles ayudó mucho en la casa. Su madre parecía haber caído en un estado hipnótico, profundo y luminoso, que le entrampaba la mirada durante mucho tiempo en un objeto cualquiera, hasta que, con un esfuerzo, lograba desasir sus ojos de él, para llevarlos y sumirlos en otro. La abuela dejó correr su mano, de curvado y largo dedo medio, por la cabeza de Sonsoles en una caricia mecánica e imprevista, fijos los ojos en la mujer a punto de soltar sus postreras amarras y partir hacia la oscuridad. La abuela dijo en una recién encontrada voz, voz de otros años, tierna y amarga como un fruto madurado en exceso: «Morirá antes del otoño».
Y la sentencia, hecha de adivinación y pena, de la misma cercanía a la muerte, sonó en la cabeza de la nieta como el golpear de dos piedras, enemigas y distantes, en su insolidario ser.
Aún intentó Sonsoles un esfuerzo de búsqueda. Buscar dentro, en el rincón más fresco y oculto de su inteligencia, la esperanza de que la vida de su madre persistiría, de que su muerte era como un hurto controlado, y por tanto inadmisible, que se le hacía a su propia existencia. Pero llegó el convencimiento en la muerte y, entonces, se abrazó a la abuela.
La abuela habló otra vez y sentenció la vida de Sonsoles para los años futuros.
—Vivirás conmigo hasta que te cases. Cuando te cases, la casa será tuya y poco tendréis que soportarme, porque yo daré el quehacer de un pájaro.
La nieta se abrazó más fuerte y se confundió en el pecho amortiguador, cansado e inútil de la abuela.
—No me casaré —dijo— hasta que tú…
La abuela sonrió:
—Hasta que yo… No, hija mía, hasta que tú tengas edad, hasta que un hombre te sea tan necesario como respirar.
* * *
Sonsoles llamó a su hijo.
El muchacho se acercó corriendo, saltando sobre su propia sombra. Sonsoles le sacudió los pantalones, le atusó el pelo con la palma de la mano. El muchacho, inquieto, danzando en uno y otro pie, se quejaba viendo a sus compañeros continuar el juego.
—Ya está bien, madre.
—Quieto, estáte quieto, que parece que tienes electricidad.
Al soltarlo del brazo, el chico echó a correr. La madre recomendaba en balde:
—… cuidado, cuidado, ten cuidado.
Contempló su carrera, su jadeante subir a la muralla, su entrada en el grupo que lanzaba piedras fuera del castillo. De buena gana le llamaría de nuevo, sin saber por qué, para cobijarlo, para pasarle de nuevo la mano por el pelo, para hacerle las simples reflexiones de siempre: «¡Cochinazo!», agriando la voz y, sin embargo, llena la palabra de cariño.
—Pareces un gitano. Te arrastras por todos los sitios. Contigo da lo mismo esmerarse que vestirte de saco. Eso es lo que había que hacer: vestirte de saco.
Lo vio sobre la muralla, recortado en el cielo azul. Pensó en el tiempo de su nacimiento, en su embarazo angustioso, en la alegría dolorosa del parto. En aquel ser había mucho más de ella que de su marido. Ahora ya no era aquella mancha de carne que compartía su lecho y lloraba cuando tenía hambre y se ensuciaba y enfermaba misteriosamente; ahora iba para hombre, iba también paulatinamente separándose de ella. Notaba cada día cómo crecía la distancia. Quiso llamarle. Si alguna vez encontraba palabras, cuando fuera mayor le explicaría. Pero ¿qué le explicaría?
Sonsoles volvió la espalda al grupo de muchachos y entró en la casa. En la entrada, a la derecha, estaba la cómoda de la abuela, grave como un altar; en la pared, su retrato de bodas: Pedro de uniforme; ella vestida con un traje negro de gasa. No se miraron cuando les fueron a hacer la fotografía; miraron al objetivo, juez de aquel momento, testigo que daría constancia de aquel día. Se pasó la mano por la cabeza. Ya estaba empezando a hacerse vieja. Pedro tampoco tenía la mirada tan suave, tan calma. Quiso recordar pequeños detalles de aquel día. Las primas, que la acompañaron mientras se vestía y que le levantaban las faldas para que vieran sus enaguas las mujeres que entraban a felicitarla y aconsejarla. Los comentarios, los cargados comentarios de las mujeres, sobre aquella noche que ya no recordaba, que le era imposible recordar. Sonsoles miró fijamente el retrato.
Miró fijamente el retrato y entró en la cocina.
* * *
Murió la madre un cálido atardecer en que abordaba el horizonte la luz, morada y visceral, de la tormenta. La abuela apagó la luz eléctrica y encendió velas en la alcoba de la muerta. Sonsoles, por la ventana de su habitación, veía penetrar la claridad como de vidriera de iglesia, de manto de santo, del atardecer.
Enterraron a la madre por la mañana. Llovió a mediodía. Gruesas gotas produjeron cráteres como de hormigas en el polvo, más tarde embarraron los caminos y levantaron del campo un suave y cálido perfume. Sonsoles y su abuela hablaron mucho. Por la mente de la abuela ya andaba la idea de enviarla a un convento cercano para que aprendiera labores, servidumbres de mujer, para que se preparase al matrimonio. Sonsoles no se resistió. La abuela dijo: «En año y medio te prepararán las monjas. Aprenderás cosas que en el pueblo nadie te puede enseñar. No has vivido muy libre, pero este encierro te disciplinará más. Luego podrás casarte».
La abuela explicó a la nieta lo que sería el matrimonio:
—No es un juego. No es una comodidad. No es un deseo que has de satisfacer. Todo lo que yo te digo que no es y muchas cosas más dejan al matrimonio limpio, brillante. Sí yo te explicara lo que dicen los curas, te mentiría. Es algo que está hecho de muchas cosas. Es algo muy confuso. El odio, la ira, hasta la repulsión forman parte de él y, sin embargo, todo se va transformando en querer al otro, en estar en el otro, en creer que te debe doler la carne si al otro le duele.
Estiró las manos y cogió las de la nieta:
—Niña mía, ve preparándote para el dolor.
Sonsoles nunca había oído hablar así a su abuela. Le parecía, le sonaba lo que decía como un rezo y acaso fuera solamente una costumbre de vieja mujer de pueblo, que hablaba con la misma rara y mágica palabrería de todas las mujeres del campo. Sin embargo, aún no sabiendo por qué, la nieta había recibido de su abuela sensaciones, siempre que decía algo fuera de lo que obliga a decir lo cotidiano, que la entenebrecían, que le causaban tanto espanto como pena.
Sonsoles, por la noche, en su habitación, lloró. Oía a través de la pared la respiración profunda de su abuela y sostenía los suspiros y jadeos, llorando mansamente. Al día siguiente comenzaron los preparativos de la marcha. Preparativos hechos con gran antelación. Las manos de la abuela se posaban en la ropa de Sonsoles y se quedaban un largo rato quietas, hasta que con gran esfuerzo las levantaba y las volvía a su regazo, donde quedaban en tensión, más vigilantes que apacibles.
* * *
—Adelante.
Sonsoles se volvió.
—¿Qué viento te trae, Ernesta?
—Venía a pedirte un favor. Ya sé que son muchos los que me haces, pero te prometo que hoy no se me va sin bajar al pueblo.
—Bueno, mujer, ¿qué es?
Ernesta, lo había dicho su marido, Guillermo, un día de buen humor, abulta un poco más que un garbanzo zamorano y un poco menos… Nunca recordaba Sonsoles qué era lo que abultaba un poco más que Ernesta.
—De modo que hoy bajas al pueblo. Ten cuidado, no te vaya a sorprender tu marido jugando con las chiquillas cuando vuelva.
Ernesta y Guillermo no llevaban todavía un año casados.
—Lo que debía hacer era quedarme en el pueblo y no subir más aquí.
—Ya te acostumbrarás.
—¿Acostumbrarme? No creo que pueda llegar el día en que me acostumbre. Estoy cansada y aburrida. Tú, que ya estás hecha a esto, no lo sientes, pero yo no puedo resistirlo. Hay veces…
—Ya te acostumbrarás.
—Si supieras… Muchas veces se lo digo a él, pero no me hace caso. Dice que lo mismo se está aquí que en cualquier parte. Yo prefiero estar en cualquier parte antes que aquí.
—Ya te acostumbrarás.
—Dicen que ahora hay ocasión de traslado.
—¿Y quién dice eso?
—La madrileña. Ayer mismo lo decía. ¿Tú crees…?
—No lo sé. La verdad suele ser otra casi siempre.
Sonsoles sonrió. Ernesta, con un paquetillo entre las manos, salió de la casa. Sus palabras en la despedida eran la promesa, casi cotidiana, de la devolución del pequeño préstamo.
—No te preocupes.
Sonsoles apartó una olla del fogón. ¿A qué tenía que acostumbrarse Ernesta? ¿Se había acostumbrado ella? No era un lugar para que una mujer se acostumbrara a vivir en él. Desde el primer día odiaba el castillo y odiaba también el pueblo y la gente que lo habitaba. De allí había que marcharse, o acabaría odiando hasta a Pedro. Pero ¿qué culpa tenía él?
Sonsoles atizó el fuego y pensó que, cuando pasara el tiempo, también Ernesta se acostumbraría a decir a las mujeres más jóvenes que ella: «Ya te acostumbrarás, ya te acostumbrarás, ya te acostumbrarás».
* * *
La colina. El caserón. La mañana. La colina, el caserón y la mañana formaban un todo agrio y gris, dulce y fulgurante. Por la colina, hacia el caserón traqueteaba la tartana rompiendo la calma de la mañana. El burrillo golpeaba con sus cascos el camino polvoriento y se producía un sonido monótono y apagado de tamboril de parche roto. Adormilaba la marcha y escalofriaban los bruscos despertares de los breves sueños de la marcha. Tenía Sonsoles los ojos agrietados para las imágenes. No percibía el paisaje pleno, sino una mínima parte, un componente de él: piedras en tumultuoso hacinamiento, matorrales oscuros o zarzales de moras de color y de estructura de postillas en los ribazos blanqueados y suaves como piel humana. Sueño y tedio convergían para empañar la visión y debilitar la conciencia de lo que a su alrededor vivía apaciguado y se tornaba fílmico y espectral.
Por el camino de la colina llegó al convento —paredes maestras de fortaleza, apariencia de cortijada donde la espadaña de la capilla se añadía a su unidad extrañamente; espadaña en que la mirada se posaba como un pájaro y de la que el oído creía percibir el sonido quebrante de una campana fina y nerviosa—. Llegó al convento. El hombre de la tartana le llevó el equipaje hasta la puerta abierta. La esperaban. La recibió una viejecita vestida de negro, inmóvil como un poyo, pegada a la pared, destacando de la misma piedra por sólo el color. Penetró.
Pasando el zaguán, entró en un patio. Alzó la vista y sintió el cielo, reposado y claro. Un cuento donde la virginidad se remansaba; y la misma virginidad penetrada la exaltó. En respetuosa y alegre soledad, Sonsoles experimentaba en su carne y en su pensamiento lo que de nuevo y buscado había en aquel patio. La palabra de la viejecita la arrastró a un como arrabal de aquella paz donde el trato con los seres tenía que llevar al desvirtuamiento de la esencia milagrosa del patio, de la primera impresión del convento. Luego la bienvenida y la consideración —en la ordenada hasta el exceso y dura, fresca y blanca, como la carne de una manzana, sala de recibir—, de que ella era un espectáculo gracioso y enternecedor a los ojos de las cuatro monjas que la contemplaban con ingenua y picara bondad. Con las cuatro monjas y la viejecita vestida de negro pasó a la capilla a dar las gracias por su feliz llegada. Los rezos melodiosos la fueron llenando y acariciando hasta hacerle consentir en la idea de que ella formaba parte desde siempre de la reducida comunidad y de que su llegada era lejanía de años hundida en el caudal de la memoria.
Al poco tiempo Sonsoles necesitaba quedarse de por vida en el convento. No había habido desligamiento y adaptación, sino encuentro y ajustamiento. Transcurrió un año. Se deslizó el año por su cotidiana sencillez, casi sin poderlo limitar a hechos, sin poderlo segmentar en acciones diferentes. La carta de la abuela fue el tope donde su vida paró momentáneamente.
Tras la carta surgió la promesa del regreso. La esperarían en la comunidad. Esperaría el patio su habitual y largo paseo de las horas de la tarde, rezando por los grandes sucesos, patrimonio de los hombres, y por las pequeñas cosas a las que se encadenaban las mujeres. Esperaría el voltear de la campana, más veloz que nunca hasta agitarse como un pañuelo lejano en el saludo, a que apareciera la tartana conduciéndola, trayéndola al regazo conventual en el que la vida era sálmica y suspirada, honda y leve como un vuelo de ave de montaña.
La Superiora entregó a Sonsoles, en el momento de partir, una caja de cartón cuidadosamente envuelta en papeles. Le recomendó: «Escribe nada más que llegues. Los dulces son para la abuela».
La Superiora era una mujer mayor, casi una anciana. Había dicho «la abuela» como si a ella le correspondiera también parte como nieta. Sonsoles se abrazó a ella y lloró hasta que, llevándola suavemente, la ayudaron a subir a la tartana.
—Vamos, vamos, hijita, ya volverás. Vamos, vamos; esperamos tu vuelta.
El caserón. La colina. La tarde. El burrillo rebuznó largamente. En el campo, sobre la amarillez sin límites, las manchas negras de los campesinos. Una blanca y diminuta nube en el horizonte. Sonsoles volvió la cara hacia el convento. Le parecía ya muy lejano. Pensó en el año pasado allí, pensó que aquel valle de un año en su vida había sido de alegría y serenidad. Ahora otra vez, acaso para siempre, la meseta y otros años. Le vino a la memoria la Salve. No hay valle de lágrimas. Hay meseta de lágrimas, porque los valles deben ser alegres y serenos. En la meseta es donde está la levadura de la tormenta, y la vida no es más que una meseta dilatada. Sonsoles miró sin ver, porque lo que veía ya era la abuela en su inmenso lecho hablándole de la muerte como si no fuese a morir.
La agonía de la abuela fue lenta. Luchaba con la muerte como solamente puede luchar la ancianidad. Era un combate entre terrible y grotesco, donde la vida se agigantaba y empequeñecía con aquello que iba dejando de ser. El rostro de la abuela se mostraba como una sucesión de máscaras. Sonsoles sentía que crujían los huesos de su abuela, que se abrían y se combaban como la madera que va perdiendo humedad. Oía el jadeo de su pecho y el sordo golpear de su corazón no resignado. A veces recuperaba, tras un largo debatirse en las profundidades, sólo consciente lo físico, el pensamiento. Decía algunas palabras: Dios, campo, vida, matrimonio, hijos, muerte, dinero. Eran palabras que vomitaba el volcán apagándose, las últimas. Luego serían los ruidos subterráneos con significado dentro de aquella mente que se acababa, sonoridad únicamente para los que rodeaban el lecho.
* * *
Cruzó el patio. La luz le hería en los ojos. Caminaba lentamente con los párpados entornados. Tenía la sensación de que caminaba dormida. Por la abierta ventana del Cuerpo de Guardia veía a Pedro, inclinado sobre la mesa con un lapicero en la mano. Se fue acercando. Antes de llegar ya se había percatado él de su presencia. La miró largamente. Luego habló:
—Calor, ¿eh?
—Mucho. En la cocina…
Pedro la dejaba hablar. Ella iba contando minuciosamente las domésticas incidencias de la mañana.
—Arreglé tu camisa. Creo que te puede durar todavía…
De pronto calló. Pedro dibujaba sobre los márgenes del periódico figuras geométricas; a veces firmaba y rubricaba aparatosamente. No oía nada. El repentino silencio de Sonsoles le hizo volver la cabeza.
—Dices que la camisa…
Sonsoles le escrutaba. Pedro volvió a sus figuras.
—Demasiado calor. No me extrañaría que se formase un tormentón…
Sonsoles seguía callada.
—En la feria, el ganado que quede andará revuelto…
Sonsoles estiró mecánicamente su falda.
—Otros años me ha tocado a mí la feria. Se suele comer…
No se atrevía a preguntarle. Sin embargo, deseaba preguntar, enterarse, saber qué era lo que preocupaba a Pedro. Sonsoles dijo:
—Oye, Pedro…
—¿Qué?
Dudó. Añadió al fin:
—¿Te traigo la comida aquí, o vas a venir hasta casa a comer?
—Tráela aquí, es mejor.
—Como tú quieras.
Volvió la espalda a la ventana y principió a andar. Pensaba que a veces se nota una llamada de aviso dentro de uno, una especial llamada que no se sabe por qué, un como ruido oscuro que despierta todo el cuerpo. Volvió la cabeza a la voz de su marido. Anduvo de prisa.
—¿Qué, Pedro?
—No me traigas el primer plato. No tengo ganas. Si has hecho café, le echas un buen chorro de coñac.
—Bueno.
Sonsoles miró sus negras alpargatas. Tras ella crecía una breve sombra.
* * *
Cuando se llevaron a la abuela, Sonsoles se encerró en su habitación. Llamaban constantemente a su puerta. No respondía. Los parientes insistían, desconfiaban, querían asegurarse; por eso preguntaban una y otra vez, monótona e inútilmente: «Sonsoles, ¿estás ahí? Contesta. Mira que…» Y amenazaban o rogaban por turno. Sonsoles estaba lejana a todo aquello: duelo, llantos, comentarios y egoísmos. Se había desprendido de todo lo que fuera perseverante condolencia de gesto o de palabra, de los consuelos aplicados con desinterés casi medicinal, del ambiente agobiante y siniestro de los presuntos herederos de la abuela. No le repugnaba aquel bullicio funeral en torno a lo dejado por la abuela. No unía la mesa a la mano alacranídea, ni las sábanas finas a la huella corporal. No sentía que los parientes cercasen e inundasen la casa porque sabía que en parte les pertenecía y tenían derecho a ello, y que la realidad y el ajustarse a aquella triste realidad era tan humano como el olvido consiguiente a la muerte de la abuela. La necesidad de vivir los impulsaba a ello y hacían mejor en disfrazar su necesidad de hipocresía que en encerrarse como ella misma, cien veces más egoísta, en una habitación, a meditar el suceso…
Sonsoles no encontró dolor en sí misma. Encontró separación, consciente separación. Se examinó en las últimas horas de la abuela y halló que, como su corazón le decía que aquella cosa —ya no su abuela— temblante, exprimida, pereciente, oscilaba y se equilibraba entre la vida y la muerte, nada podía hacer ella, nada; ni llorarla. Porque se puede llorar bajo la amenaza, pero no en lo ya cumplido sin remedio.
Sonsoles sintió amargura en el trance de la separación. Luego pensó en su regreso al convento, ya sin ataduras, sola y sin deseo de perder su soledad en lo que ella llamaba «el mundo». Porque el convento no era «el mundo», sino algo que entre el cielo y la tierra se sostenía, como una nube o como una ave planeando, donde se encontraban y giraban unidas soledad y compañía.
Sonsoles decidió volver al convento en el plazo de tiempo más corto posible. Abrió la puerta de su habitación y salió a los llantos, a los bisbiseos de los rezos, a las muestras de dolor de las mujeres y los rostros adustos de los hombres en los que los ojos se sumían en una pena de intereses y cálculos. Sonsoles se unió a las mujeres en sus rezos. Su cara tenía una impasibilidad de imagen.
El primo, que había estado en la guerra, rondaba a Sonsoles e inquietaba, con su cerco constante de insinuaciones, lo que dominado u olvidado habitaba en la mujer. No fue una sorpresa para ella el encontrarse paseando y hablando con su primo, en los atardeceres cargados del aliento dragontino del otoño pleno. Fue ella la que frustró el experiente juego a que el muchacho se lanzó, uno de aquellos atardeceres. Dijo: «Estáte quieto».
La respuesta fue una sonrisa de humedecidos labios y la torpe maniobra de un supuesto abrazo. «Estáte quieto, estáte quieto».
Advertencia y amenaza en la voz de Sonsoles; incontenible deseo en el gesto del hombre. «Estáte quieto, por última vez».
El campo era un zumbido y un aroma. El hombre abrazó a la mujer. El juego desembocaba en lucha. Medio ahogada, con el rostro salivado, se debatía la hembra contra el macho. Cuando se levantó el hombre, rasgado, arañado, vacilante, no había satisfacción en su mirada; había miedo. Sonsoles le dijo en voz baja, en una voz que se pegaba a la tierra y que desde ella ascendía como el humo de una hoguera: «Te mataré, te lo juro».
El hombre corrió. Corrió durante mucho tiempo. Sonsoles se quedó mirando al cielo con los ojos muy abiertos. Pensó en el convento y en su imposibilidad de retornar a él. Pensó que el convento era como una gran masa de rocas negras, macizas, que guardaban en su centro un claro y transparente cuenco de agua intacta, en las que no se podía penetrar. Se echaba la noche. Aparecieron las primeras estrellas. El zumbido del campo se hacía rumor; el aroma era llevado por un aire fresco que resbalaba sobre la tierra. Sonsoles se levantó y caminó hacia el pueblo. Al día siguiente anunció a sus parientes que no volvería al convento del valle. Al día siguiente su primo abandonó el pueblo para buscar trabajo en las tierras del sur de la meseta.
* * *
Pedro dejaba correr el lapicero por las márgenes del periódico. La mano retornaba con la preocupación a los balbuceos caligráficos de la niñez. Luego pensó en su pueblo y en la guerra, en la miseria y en los muertos. Fue avanzando en su pequeña historia: ingreso en el Cuerpo, conocimiento de Sonsoles, la boda, el hijo… Interrumpió su recordar para asomarse a la ventana. Ya no estaban los chicos en la muralla. Tras él sintió las pisadas de Sonsoles. En una bandeja, cubierta por una servilleta, le traía la comida. Silenciosamente la colocó sobre la mesa. Pedro se volvió.
—Oye —dijo— cuando nos conocimos en tu pueblo, ¿te acuerdas cómo se llamaba aquel con quien bailaste durante las fiestas para fastidiarme?
—¡Qué cosas tienes! ¿Cómo me iba a acordar?
—Es que aquel tío ¿sabes a quién se parecía? Bueno, no lo sabes… tú no lo pudiste conocer… Un compañero mío que murió en la guerra tenía su misma cara. Sí, tenía su misma cara. Acaso el del baile un poco más joven, pero su misma cara.
—Pues ni me acuerdo de qué cara tenía el del baile. Sé que era navarro, o de por arriba; me estuvo hablando durante todo el baile de que su tierra era mejor que la nuestra, más rica y más bonita. Y ¿por qué te preocupa ahora el del baile?
—No, por nada. Es que pensaba en la guerra, en el día que tumbaron al que te digo. Íbamos avanzando por la falda de un cerro sin disparar un tiro, y de pronto empezó una ametralladora enemiga a tirar. Le alcanzaron en el vientre, no iría a más de diez pasos a mi derecha; le vi caer lentamente y me acerqué corriendo. Sólo recuerdo que parecía querer apretarse el cinturón. Decía: «Aquí, aquí». El oficial me mandó seguir adelante.
—Deja de recordar cosas tristes. Lo pasado, pasado está. —Sonsoles quitó la servilleta que cubría la bandeja. Añadió—: Come, que se te va a enfriar.
Pedro partió cuidadosamente la carne. Sonsoles le miraba preocupada.
—¿No tienes ganas? ¿Estás enfermo? Di…
—No tengo ganas, pero no estoy enfermo.
Apartó el plato y acercó la taza de café. Revolvió con la cucharilla. Sonsoles le advirtió:
—No revuelvas, ya lo he hecho yo.
Cuando terminó de tomar el café, le preguntó:
—Estas muy preocupado; dime ¿por qué es? Dímelo y así se te irá pasando.
Pedro volvió la cabeza hacia la ventana.
* * *
Sonsoles solía vagar por los alrededores del pueblo. El otoño se le fue vagando por los espejeantes, barrosos caminos de los alrededores del pueblo. Dijeron que parecía loca. Anudaron en su torno una invisible red de sospechas calladas, de contemplaciones hechas a hurtadillas. El párroco habló una tarde con ella y supo la verdad. Decidieron enviarla al pueblo de su padre, donde otros parientes.
* * *
El cura y el alcalde subían hacia el castillo. El cura relataba al alcalde, entre jadeos y frecuentes paradas, cosas relativas a los años de la guerra. El alcalde asentía con la cabeza o afirmaba de palabra, suave, vagamente.
—… y entonces volvieron a entrar tras una batalla librada en las montañas. Lo poco que quedaba arramblaron con ello. Aquel invierno nos hubiéramos muerto de hambre si no hubiésemos…
El alcalde pensaba en otra cosa, en la cercana muerte que les habían anunciado y que iban a comprobar al castillo. El cura terminó:
—… frente a la desgracia no queda más que resignación. Los malos siempre tienen su castigo. Las llamas del infierno aguardan a aquellos que…
Ruipérez saludó en la puerta. El cura se sonó repetidamente. El alcalde se soltó el botón del cuello de la camisa. El cura dijo:
—¡Uf, qué calor! ¿Hay noticias?
—Pasen al Cuerpo de Guardia —contestó Ruipérez—. Pedro Sánchez les contará.
—Muchas gracias.
Pasaron al castillo. El alcalde se adelantaba un poco al avanzar. El cura parecía querer sujetarlo a su lento andar hablándole de cosas terribles, muchas veces dichas y oídas en las conversaciones de sobremesa tranquilas. Recuerdos que irían rodando de boca en boca, a medida que pasase el tiempo, transformándose en leyendas como las de la guerra carlista, que todos habían escuchado de niños.
Pedro estaba de pie; se cuadró militarmente.
—No hemos esperado —dijo el cura—. La noticia es terrible. ¿Está confirmada?
—Por desgracia, sí.
—Y ¿quién es la víctima?
—Todavía no lo sabemos. Esperamos la comunicación. Nada se puede decir aún.
El cura y el alcalde tomaron asiento. Pedro Sánchez les ofreció café. El cura aceptó.
—Sí, un poco de café y un vaso de agua. Este calor asesina.
Pedro se plantó en la puerta y llamó:
—Sonsoles, un poco de café y coñac, que están el señor cura y el señor alcalde. Tráete una jarra de agua fresca.
Al poco tiempo entró Sonsoles seguida de su niño, adormilado de la siesta interrumpida. El niño besó la mano del cura y murmuró algo. Cariñosamente le dieron unos golpecitos en la cabeza.
—A dormir, mozo, a dormir.
El niño se restregaba los ojillos semicerrados, picándole rabiosamente; se estrechó contra su madre.
—Estaba dormido —le disculpó Sonsoles— y se ha despertado; quería venir a saludarles.
Luego tuvo una vacilación. Sabía que algo importante ocurría, pero no se atrevió a preguntarlo.
—Si ustedes no mandan algo más…
El cura sonrió.
—Lleve la criatura a dormir, que se está cayendo de sueño.
—No se preocupe; ya no se duerme. ¿Verdad, Pedrito, que ya no te duermes?
El niño volvió a murmurar algo y se apretó fuertemente a su madre. Sonsoles se retiró.
El alcalde tomó la palabra:
—Diga usted, Sánchez; ¿en la feria quiénes estaban?
—Según a qué hora. Porque la cosa ha ocurrido, al parecer, de una forma imprevista. Seguramente las dos parejas se han puesto en persecución de los malhechores. Y en el campo, ya sabe usted, no se puede precisar nada.
—De la Comandancia han comunicado algo.
—Sí, pero hasta que se sepa… Yo creo que si ustedes aguardan… lo sabremos en seguida. No pueden tardar en comunicárnoslo. Una u otra pareja nos llamarán.
—Pues esperaremos —añadió el cura.
Los tres quedaron silenciosos.
El cura combinó en su vaso café, coñac y agua. Bebió la mezcla de un sorbo.
—Hace un calor endiablado.
—A la noche se formará una tormenta —afirmó el alcalde.
El patio del castillo tenía una media rodaja de sombra. En la sombra estaba tumbado un perro, con el vientre pegado a la tierra, resollando agitadamente.
Ernesta entró en la casa de Sonsoles.
—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo? ¿Por qué han venido el cura y el alcalde, Sonsoles? Di: ¿ha ocurrido algo?
—No ha ocurrido nada que yo sepa, Ernesta; han venido porque tendrán que resolver algún asunto. Ya sabes, otras veces también suelen subir.
—Pero a esta hora… No, Sonsoles, no; algo ha debido ocurrir. Tú tienes que saberlo, tú tienes que saberlo…
—No seas tan nerviosa, mujer. No ha ocurrido nada, o por lo menos yo no sé nada. Si lo supiera, te lo diría. ¡Cómo no te lo iba a decir!
Sonsoles acompañó hasta la puerta a Ernesta. Le empujaba suavemente de la espalda.
—Te prometo que en cuanto sepa algo, te llamo.
Felisa estaba descolgando la ropa, puesta a secar en la galería.
—¿Qué pasa —dijo—, qué le pasa a esa chiquilla, Sonsoles?
—Nada, nada, que está nerviosa.
—Y ¿porqué está nerviosa?
—Yo qué sé. Dice… bueno ahora te lo cuento.
Pedro, el hijo de Sonsoles, se acercó a la sombra donde el perro dormitaba. Le tiró de una oreja. El perro hizo un movimiento extraño. Se levantó y se fue a tender a unos pasos. Pedro se acercó de nuevo y volvió a molestarle. El perro aulló y se levantó, pero esta vez no se tendió a los pocos metros en el suelo; se quedó plantado con la cabeza baja, esperando el movimiento del chico. El chico fue hacia él y le dio una patada. El perro trotó cansinamente hacia la luz. Sonsoles gritó a su hijo:
—Niño, no tengas mala entraña, deja al perro descansar.
El niño se alejó. El perro dio la vuelta y se volvió a tender en el mismo lugar que ocupaba la primera vez.
Felisa y Sonsoles conversaban.
—¿Qué le pasaba a Ernesta?
Sonsoles movió la cabeza a un lado y a otro. Preocupó el gesto.
—Le pasaba lo que me pasa a mí. Está… no sé cómo decírtelo… algo ha debido de ocurrir… algo grave. El señor cura y el alcalde no hubieran venido.
—Tú, entonces… tú crees… No, no ha debido de ocurrir nada. No, no nos debemos preocupar. Además, tú y yo tenemos a los nuestros aquí.
—Sí, es verdad, los nuestros están aquí, pero podrían estar en el campo.
Felisa miró hacia la muralla.
—No tengo razón; podrían estar, como tú dices, en el campo.
Las dos mujeres cambiaron palabras casi murmuradas. Sonsoles explicaba detenidamente:
—Quisiera cambiar. Marcharnos a algún sitio diferente. Estas piedras, no sé… a cualquiera volverían loco. Estas piedras, este calor, este no estar sobre el mundo…
Paseaban a lo largo de la galería…
* * *
Cuando Sonsoles llegó al pueblo de su padre, no fue bien recibida por sus tíos. Sin embargo, la casa se le pobló de sensaciones y recuerdos de su infancia. Veía, donde la vista no alcanzaba a columbrar, los amigables, tiernos, presentes, aunque remotos, instantes de descubrimientos infantiles. Allí estaban aguardándola los irreproducibles cantos que solamente el recuerdo guarda en su arca de los años. Cada cosa, cada objeto, cada pequeña, brevísima brizna de lo que le fue familiar, se transformaba en algo que cobraba realidad y crecía hasta embargarla y trasladarla a lo pasado. Fue conquistando el presente a través del pasado y olvidó lo que debía olvidar.
Sonsoles comenzó una nueva vida, unida al pasado por la infancia. Volvió sobre sí y se reconquistó. Recogió de sus lejanas experiencias un como poso de serenidad.
Pedro Sánchez estaba en el puesto del pueblo.
Un día, Sonsoles habló con Pedro Sánchez. Fueron palabras simples y tímidas las que cambiaron. Volvieron a conversar. Volvieron a verse a menudo. Llegaron a llenar la charla casi cotidiana de dudas y reticencias. Primero se les iba en un intercambio formal de preguntas y respuestas. Luego las preguntas cobraron sentido y fueron haciéndose, dentro de su vaguedad y falta de importancia, maduras y como minadas de algo oculto y común que los acercaba. Al fin, aquella niebla fue tomando cuerpo adensándose, compenetrándolos dentro de su formación. Pedro Sánchez y Sonsoles fueron novios poco tiempo. Un verano se casaron. Los parientes se alegraron. La boda coincidió con el traslado de Pedro a otro puesto.
* * *
Sonsoles arreglaba la ropa de un armario. La llamaron desde la puerta. Era una voz con un dejo hombruno, que ella inmediatamente atribuyó a María. María entró.
María Ruiz estaba casada con el guardia Baldomero Ruiz. No tenían hijos. María estaba disgustada en el castillo porque no podía ejercer de maestra, y sus conversaciones versaban siempre sobre el mismo tema: lo bien que ella y su marido podrían vivir en caso de que les coincidieran las obligaciones de él con una vacante de maestra. María Ruiz mostraba domésticamente cierto descuido en el vestir; sin embargo, cuando los domingos bajaban al pueblo a oír misa, ella era siempre la mejor vestida. En el castillo no la preocupaban las formas.
María se acercaba a los cuarenta años de edad; su marido era más joven. Tenía unos labios perfilados, delgados, como si la boca se la hubieran partido de un tajo, y cuando se reía mostraba unos dientes largos, amarillos, que producían en el que los contemplaba cierto malestar. María hablaba mal de todo el mundo por sistema y era la que llevaba o traía al castillo los chismes del pueblo.
Alguna vez Carmen, la mujer de Cecilio Jiménez, había dicho de María que parecía una escoba con faldas. María, delgada y con el pelo normalmente enmarañado, parecía una escoba, pero una escoba a medio vestir, mostrando sus descarnadas piernas bajo unas faldas muy cortas; mostrando su descarnado pecho en un escote muy abierto.
María Ruiz le dijo a Sonsoles:
—Buenas tardes, querida. ¿Tú sabes qué demonios han venido a hacer aquí el cura y el berzas del alcalde?
Sonsoles continuó su labor. Pidió a María:
—¿Quieres hacerme el favor de acercarme las sábanas esas?
María se las acercó. Añadió:
—¿Tú sabes a qué han venido?
—Sé lo mismo que tú. Llevan media hora con Pedro y no me he enterado de nada.
—Poco bueno puede traer esa gente. Deberías ir a enterarte. Pregúntale a Pedro.
—Y ¿por qué no vas tú?
María cambió de tono.
—Oye, ¿tú qué crees que traerán entre manos?
—Pues no lo sé. Hace un rato me lo preguntó también Ernesta. Sé lo mismo que vosotras: nada.
En el Cuerpo de Guardia sonó el timbre del teléfono. Pedro Sánchez cogió el aparato.
—Sí… ¿Quién?… ¿Todavía no se sabe? ¿No lo han comunicado? ¿Herido?… ¿Muerto?… ¿Que no se sabe? Gracias.
El cura y el alcalde prestaban atención a la conversación telefónica. El hijo de Pedro Sánchez entró en el momento en que su padre colgaba el teléfono.
—Papá, papá, ¿me puedo ir con los demás a explorar la acequia?
El cura le interrumpió.
—Calla, niño.
El chiquillo se asustó. Pedro Sánchez le conminó.
—Vete de aquí, Pedrito.
—¿Puedo ir a la acequia?
—Sí, vete.
Pedro Sánchez se sentó de golpe en la silla.
—Nada claro, ¿eh? —dijo el alcalde.
Pedro Sánchez le miró fijamente. Sintió odio por aquel hombre. Guardó las apariencias.
El cura se levantó. Le imitó el alcalde.
—Nosotros nos vamos. Si tienen nuevas noticias, hacen el favor de llamarnos al Ayuntamiento.
Pedro Sánchez se ajustó las cartucheras.
—Voy con ustedes hasta la puerta.
—Muchas gracias.
El cura marchaba en medio, entre el guardia y el alcalde. Al llegar a la puerta, donde Ruipérez montaba la guardia, el cura le dijo:
—Ha sido una desgracia, pero el criminal las pagará. Adiós, no dejen de avisar.
—A sus órdenes. Muy buenas tardes.
Quedaron solos los guardias. Ruipérez preguntó, muy excitado:
—¿A quién fue?
—Por teléfono me han dicho que hay confusión. Las dos parejas salieron al campo.
En la acequia los niños exploraban entre su rara vegetación. Habían descubierto un sapo. Con dos palos lo alzaron al ribazo. Pedro gritaba:
—No lo toquéis, que os meará. Si os mea, os quedaréis calvos.
Uno de los hijos de Ruipérez empujó al sapo con el pie.
—¡Qué va a mear, qué va a mear! ¡Tonterías!
—¡Que sí —afirmó Pedro—, que si os mea os quedaréis calvos!
—Tú lo que tienes, es miedo —afirmó otro chico.
—A que no lo coges con la mano como yo…
Los chicos se rieron. Uno de ellos atravesó con un palo el cuerpo blando, edredonado del sapo y se lo acercó a la cara a Pedro.
—Que te mea, que te mea, chacho.
* * *
Sonsoles y Pedro llegaron al pueblo un mediodía de primavera. El autobús que los dejó en la plaza, siguió por la carretera, larga, recta y estrecha, que partía hacia el verdor de los campos desde la misma puerta del Ayuntamiento. El autobús se fue empequeñeciendo en la distancia, en la contemplación de Sonsoles, que lo seguía con alegría y nostalgia a un mismo tiempo. Castilla verde y la alegría en el autobús. Ruidos del motor, conversaciones de los pasajeros, tumulto en las paradas, líos de ropas, sacos, aves domésticas… El conductor, impasible, contestaba con monosílabos a las preguntas de dos aldeanos jóvenes que venían de la capital. Sonsoles ayudó a su marido a transportar el equipaje. Hicieron frecuentes paradas hasta llegar al castillo. Cuando vio el castillo, su grandeza, su solemne asentamiento sobre el cerro, preguntó a Pedro:
—¿Y ahí vamos a vivir?
—Ahí. ¿Te parece mal?
—No, Pedro, pero asusta tener que vivir en un sitio tan grande.
Pedro se rió.
—Acabará pareciéndote chiquito. Ya lo verás.
Comenzó a parecerle pequeño el castillo a los pocos días de vivir en él. Las mujeres de los compañeros de Pedro la trataban cariñosamente. Le hicieron confidencias. Con el tiempo fueron cambiando, trasladándose. De alguna solamente conservaba un recuerdo borroso, un detalle insignificante, un algo esencial que le servía para su identificación en el recuerdo. El castillo fue un almacén de hastío, un derrumbamiento de horizontes, para Sonsoles. Preguntaba:
—Pedro, ¿sabes cuándo te trasladarán?
—He vuelto a hacer una instancia.
—¿Y no tienes noticias?
—No. El cabo me dijo que había rumores en la Comandancia de posibles traslados.
Sonsoles cruzaba los brazos sobre el pecho.
—Ojalá fuera mañana. Ojalá fuera ahora mismo.
Cuando nació el hijo, Sonsoles se serenó. Deseaba marcharse, pero no tan anhelosamente. Deseaba marcharse por otras razones.
Iba pasando el tiempo. La vida transcurría lenta y simple. Pedro se olvidaba de sus instancias. Salía al campo; volvía.
Volvía unas veces mojado, otras sudoroso, siempre cansado.
—Sonsoles, ¿hay agua caliente?
—Sí, la tengo preparada.
—Sonsoles, ¿ha llegado el periódico?
—Sí.
Pedro metía los pies en un barreño, fumaba y leía concienzudamente el periódico. No dejaba nada por leer. De pronto interrumpía el silencio.
—¿Has visto esto, Sonsoles?
—No, no he leído nada.
—Los aliados avanzan, pero no podrán con Alemania. A última hora Hitler sacará alguna arma secreta. Ya lo has de ver. —Y hacía comentarios—. Alemania es un pueblo muy disciplinado. Un pueblo que sabe lo que quiere. Si nosotros fuéramos como ellos, volveríamos a conquistar el mundo.
Doblaba el periódico cuando el llanto del niño en la cuna llegaba a sus oídos.
—¿Qué le pasa a la criatura?
—¡Qué quieres que le pase!
—Llora; tendrá hambre, o se habrá ensuciado.
Reclinaba la cabeza y contemplaba sus pies en el agua con sal del barreño.
—Algo debe de funcionarle mal a Alemania; los demás no podrían con ella. Es un pueblo muy disciplinado, un pueblo de auténticos soldados…
—Deja ya a Alemania, hombre. Anda, saca los pies del cacharro y dime qué quieres cenar.
Y otro año.
Llegaba aterido. El campo estaba blanco de escarcha. Por encima de la neblina brillaba alta la luna.
—¿Está la cena?
—Esperándote.
—Como siga este tiempo, se va a helar hasta el mar.
Entraba la mujer de un compañero.
—¡Hola, Pedro! Frío, ¿eh?
—Sí, mucho —contestaba de mala gana.
—Buen oficio habéis escogido. En el invierno os heláis en el campo y en el verano os achicharráis.
—Peores los hay.
Y otro año, cuando ya el niño corría de una a otra habitación.
—Estáte quieto, Pedrito, y no molestes más a tu padre.
—Déjalo, mujer, que no me molesta.
En la cabeza de Sonsoles aparecieron las primeras canas. El trabajo cotidiano, monótono, igual, la desgastaba suave, paulatinamente…
Pedro, el hijo, corría por el patio del castillo. Buscaba grillos con los compañeros, hacía cruces de paja, guardaba hojas secas, apretaba la nieve hasta hacer bolas.
Los domingos bajaban a oír misa al pueblo. Solían quedarse un rato si el tiempo era bueno, charlando en los soportales de la plaza o delante de la iglesia. Los guardias con los hombres, que les hablaban con gran respeto. Las mujeres con las vecinas, en conversaciones domésticas o sobre futuras fiestas, que, concebían en la imaginación grandiosas y luego eran, en realidad, diminutas y aburridas.
Sonsoles se acompañaba de su hijo y de Ernesta. Sonsoles escuchaba las confidencias de Ernesta, hechas en voz baja, veladas de un pudor grave a veces, otras impúdicamente dichas.
—Sonsoles, con lo que a mí me gustaría tener un hijo… Se conoce que ni yo ni Guillermo servimos…
—Ten calma, ya lo tendrás y te faltará tiempo para arrepentirte.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Ten calma.
—Lo que creo es que no lo hacemos como hay que hacerlo. Guillermo…
—Calla, chica, calla. Eso lo sabe hacer todo el mundo. No me cuentes esas cosas. —Ernesta se azoraba y guardaba silencio. Sonsoles, entonces, la tranquilizaba—. En todos los matrimonios ocurre lo mismo, pero eso no se cuenta.
Pedrito jugaba alrededor de ellas.
—No te despegues de aquí, muchacho, que nos vamos para casa.
Los grupos se iban disgregando. Marchaban hacia el castillo. Los acompañaban los gritos y juegos de los chiquillos.
En cuanto llegaban, cambiaban la ropa de los domingos por las ropas de faena cotidiana. María Ruiz se quedaba todo el domingo vestida de fiesta.
Por la tarde, jugaban a las cartas o a la lotería. Contaban con alubias perezosamente, alargando los pagos o los cobros. Al anochecer terminaban.
—Me debes cincuenta céntimos…
—Y tú a mí veinte…
—Yo he perdido una peseta.
María Ruiz no jugaba. Solía sentarse cercana a la mesa camilla del juego, a leer. De vez en cuando intervenía.
—Ernesta, echa la sota, echa la sota, no seas boba.
Alguna de las jugadoras precisaba:
—Las mironas se callan, y si no, ponte a jugar.
—No me gusta perder el tiempo. ¿Qué sacáis con pasaros la tarde dándole a las cartas? Si jugarais dinero de verdad, pero así… —fruncía los labios en un gesto de desprecio—, como nadie tiene aquí un céntimo…
—Ni que fueras millonaria…
María Ruiz se reía.
—No, sí yo estoy como las demás, viviendo casi de la caridad.
Volvía a su lectura.
María Ruiz murmuraba. Decían: «Cosas de María». «Tiene una lengua de víbora». «No debería decir eso».
María Ruiz calumniaba.
—¿Y se puede saber por qué el cabo Santos ha elegido la casa de Ernesta para estar de pupilo? Yo no es que quiera decir nada, pero a mí que me da la sensación de que está algo enamorado.
—¡Qué tonterías! ¿Por qué no te callas?
La risa de María Ruiz se hacía estruendosa.
—¿A que vosotras también lo habéis pensado?
—¡Dios mío! ¡Qué mujer!
Los niños bajaban a la escuela. La escuela estaba situada a la salida del pueblo. El maestro era un gallego alto y flaco que entendía de todo. Hacía versos, tocaba el violín, podaba los frutales, recogía minerales, excavaba en las ruinas de la muralla vieja del pueblo, junto a una torre que se sostenía todavía a pesar de los años, las tormentas y las devastaciones de los campesinos, que le arrancaban las piedras para levantar tapias o para arreglar desperfectos en las eras.
Bajaban los seis en grupo y tenían formada una banda contra los del pueblo. Los niños aldeanos respetaban a los del puesto, los temían. Uno de los hijos de Felisa y Ruipérez se erigió en cabecilla. Él conducía las expediciones a la torre, él fue el que por su cuenta, imitando al maestro, dirigió unas excavaciones a la busca de monedas perdidas en la tierra. Cuando los niños estaban en la escuela, por las tardes, las madres se reunían a coser juntas. Alguna vez surgía un altercado entre ellas y entonces se deshacía el grupo hasta que la paz, con el tiempo, se restablecía. María Ruiz contaba muchas cosas y Carmen, la mujer de Cecilio Jiménez, hablaba de Madrid y de su barrio; de la alegría de Madrid y de su barrio. Cuando hablaba Carmen, a todas las invadía una dulce añoranza. Les relataba cosas de las verbenas, truculencias pasionales de la calle, historias de las huelgas, hambres de la Guerra Civil. La escuchaban silenciosamente, haciéndole preguntas rara vez. Y Carmen hablaba casi para sí, como si el recuerdo de pronto le surgiese en palabras que se podía decir a sí misma en la soledad de su habitación. Ya anochecido, terminaba la tertulia y cada una volvía a su casa a preparar la cena.
* * *
En la quietud de los distantes olivos se levantaba una polvareda anaranjada. Por el caminillo de los olivares la mirada de Ruipérez quería centrar la causa de la polvareda. Como en un movimiento de ballesta, estiró el cuello y fijó la mirada. Pensó que podían ser los compañeros con el cuerpo de la víctima. Acaso nada más que una conducción de ganado. Estuvo mucho tiempo observando. Después se sentó y volvió la mirada.
El patio del castillo estaba vacío. Un pájaro picoteaba en el vertedero. Las gallinas andaban por la parte de afuera, en la umbría donde la tierra conservaba algún resto de humedad. Apartó de su imaginación la defensa doméstica de las aves contra las comadrejas que rondaban el gallinero. Un día habían aparecido muertos varios pollos. Algunos con las entrañas a medio devorar. Tenía que pensar en cosas más serias.
Escuchó el timbre del teléfono. Vio asomar el rostro de María Ruiz. Se inquietó. Aguzó el oído instintivamente, como si fuera capaz de percibir las palabras dichas en el Cuerpo de Guardia. Esperó.
Pedro Sánchez se acercó de prisa a la puerta de entrada. Traía la cara entenebrecida. Ruipérez no hizo ningún gesto. Dejó que se acercara sin moverse.
—Otra vez de la Comandancia. El teniente les ha dicho que todavía nada. Han pedido seguridad de la baja. Que dónde ha sido —calló un momento—. ¡Y yo qué sé! ¿Cómo querrán que lo sepamos?
—Estamos buenos. Como aquí nunca ocurre nada y parece que nos tienen olvidados…
—Sí, pero cuando ocurre, ocurre, como ahora, y pretenden que lo sepamos todos.
Los dos miraron hacia el campo. La nube de polvo se iba disipando. Pedro preguntó:
—¿Quién andará por el camino del olivar?
—Alguien que viene del trabajo, supongo. No he logrado verlo.
Pedro dudó antes de decir algo. Dio las espaldas a su compañero y dijo:
—En cuanto den las dos, vengo a relevarte.
—Bien.
María Ruiz comentaba con la mujer de Ruipérez, mientras ésta ayudaba a subirse los calzones al menor de sus hijos:
—¡Qué mañana! Es para tener los nervios de punta. Llamadas de teléfono. Conversaciones entre tu marido y Pedro. La visita del cura y el alcalde. Estoy con el corazón en un hilo.
—Será por enterarte. Ya lo ves: a mí ni me va ni me viene. No me preocupo —hacía una pausa—. Niño gorrino, a ver cuando aprendes a ponerte los calzones tú solo, que ya vas siendo mayor.
—No creas que solamente es curiosidad.
—Pues ¿qué es entonces?
María Ruiz alzaba la vista hasta el techo, donde colgaba una telaraña empolvada.
—Es que estoy inquieta.
Felisa seguía el curso de la mirada de María.
—No tengo tiempo de limpiar. Con tanto chico…
—¡Y qué más da limpiar que no limpiar! Yo he perdido ya el gusto por las cosas. Te juro que estoy deseando marcharme. Si Baldomero se decidiera de una vez, dejábamos el servicio y todo. En cualquier sitio…
—Dichosa tú. Nosotros, con tanto chico…
Terminaba de arreglar al hijo. Le dio un azote cariñoso.
—Vete a jugar, pero sin mancharte, que destrozáis más ropa que los diablos, que costáis un dineral. Deberíais ir desnudos a ver si la piel os duraba más…
El chico corrió hacia la puerta. Felisa y María se quedaron en silencio.
En la frescura del pozo, donde el musgo se oscurecía con la profundidad, brillaba la mancha pupilar del agua. El alto brocal impedía a los chicos ver cómodamente la mancha luminosa. Gritaban dentro del pozo a la misma entraña de la oscuridad y no se percataban del ojo de la oscuridad, ojo camaleónico movible, que giraba sobre sí. Ver aquella mancha era, al recoger el agua, gozar de una grata sensación de frescor. Las mujeres en el verano, cuando no funcionaba el motor porque el nivel del agua bajaba mucho en el pozo, se veían obligadas a sacar el agua tirando de la cuerda de la polea. Si se asomaban, a medida que iban alzando el cubo, parecía que se traían, que se acercaban también, al ojo blancuzco imposible de extraer de la profundidad.
Ernesta sacaba agua del pozo y miraba distraída el reflejo del agua. Cuando Sonsoles se le acercó por detrás, al hablarle casi la asustó:
—¿En qué pensabas, criatura?
—Estaba mirando el agua.
—Te entretienes con cualquier cosa.
Sonsoles se rió. Repitió:
—Mirando el agua…
Chirrió la polea. El cubo quedó sobre el brocal.
—Al atardecer, Ernesta, vente por casa.
Ernesta, asintió. Con el cubo balanceante, derramándose el agua, caminó hacia su casa.
Al verla alejarse, Sonsoles pensaba en ella. De sirvienta en una casa rica de un pueblo hasta casarse con Guillermo. La madre de Ernesta, entusiasmada con la boda. Nada mejor para Ernesta. La dueña de la casa le hizo un regalo importante. Siempre se hace un regalo importante en estos casos, un poco por afecto, un mucho por vanidad. Supuso la boda alegre en apariencia, pero con la no clara alegría, con la seriedad de ordenanza de los compañeros de Guillermo. Sí, todas las bodas habían sido iguales, poco más o menos.
Se llenó el cubo y empezó a tirar de la cuerda. Uno de los niños de Felisa se acercó a ver la operación.
—¿Me dejas que lo saque yo?
—Sí, hombre, pero despacio, no se te vaya a derramar el agua y tengamos que volverlo a hacer.
—Sí, despacio. Muy despacio. Mira.
Subió el cubo. El niño añadió:
—Mamá nunca me deja subir el cubo.
—Mira, si eres siempre bueno, cuando yo venga a sacar agua me puedes ayudar.
Sonsoles caminaba con el cubo hacia su casa. La llamó Pedro.
—Ven en cuanto puedas.
Le contestó gritando:
—Nada más dejar el agua voy para allá.
Pedro estaba apoyado en la ventana, los codos en el alféizar, mirando las espaldas de su mujer, sus amplias caderas, sus grandes nalgas, sus gordas y toscas piernas, en otro tiempo, recordaba, ágiles y bien formadas: ¡Cuánto podía el tiempo! Aquella mujer lejana, con ademanes de niña, con los ojos vivos y alegres, negros como el pecado, que decía una antigua canción. Aquella mujer era la misma que hoy con más tiempo, con un hijo, con algunos recuerdos, con bastante tristeza en toda su persona, como para no desearla. Sin embargo, la quería. Era su vida de casi diez años. Tan pocos años y tan llenos de pequeñas cosas comunes.
Salía Sonsoles secándose las manos en el delantal. Se acercaba calmosamente. Pedro se pasó la mano por la frente. Estaba ya pensando en cómo se lo diría. Era mejor decírselo para que ella paulatinamente fuera preparando a las demás mujeres, cuando lo trajeran. Sin sorpresa no habría aquellos ataques de nervios que una vez, estando en Asturias, le había tocado aguantar en un pueblo en que ocurrió una cosa parecida. Un muerto. Las mujeres no lo diferencian, lo lloran. Un muerto de muerte violenta levanta del corazón de las mujeres una pirámide de dolor. Lo sienten como arrancado de ellas mismas, como algo hecho de su carne que podía palpitar y existir hasta lograr prácticamente su misma desaparición.
Sonsoles estaba bajo la ventana.
—Entra, mujer.
En el reloj del Ayuntamiento del pueblo dieron las dos. Eran las dos de la tarde. La campana pequeña extendió la noticia por los campos. Las dos: uno y dos. El alcalde dormitaba, sentado en una butaca de mimbre. El cura leía el periódico.
Entró Sonsoles.
—¿Qué quieres?
Pedro agachó la cabeza, se pasó el dorso de una mano por los labios.
—Tengo que darte una mala noticia.
Sonsoles se le quedó mirando con fijeza, como si mirase un objeto sin esperanza, que Pedro sintió aquella mirada en la frente y no alzó la cabeza.
—Han matado a un compañero.
Pedro esperaba la pregunta, pero Sonsoles no la hizo. Siguió:
—Es necesario que vayas advirtiendo a las mujeres de lo sucedido. No lo traerán hasta tarde. No se sabe a quién le ha tocado. Tú me entiendes, ¿verdad?
—Te entiendo.
El reloj del Ayuntamiento repitió la hora. Las dos de la tarde y un minuto. Exactamente un minuto.
Sonsoles salió a la calle. Pedro la vio alejarse. Pedro soñaba con diez años atrás. Luego fue a hacer el relevo.