DE VEZ EN CUANDO arrastraba el pie por la pista de las hormigas y producía el desastre. Luego, aburridamente, contemplaba la triste y perfecta organización de los insectos hasta que la normalidad y la urgencia en la normalidad volvían. Su mirada, arrastrándose por la tierra, le descubría pequeñas cosas para las que iba creando imágenes que las aislaban, las circuían y les daban nuevos valores que impedían su olvido momentáneo. Las hormigas, o los ancianos, o las carretillas temblantes, ajustando su caminar a un ritmo de golpecitos. La hierba aplastada, o la madeja de lana usada y rizada, recuperada de una prenda, descoloridas ambas como una madrugada de estación de ferrocarril. La avispilla en el arco de la rama de un matojo, a cinco pasos de él, que en el transparente mediodía de julio era como un pez o tenía movimientos de pez, escalonados, fugitivos, inseguros.
De vez en cuando escupía. El escupitajo en el polvo acusaba un movimiento de oruga. El pie del hombre nada perdonaba: extendía aquella breve humedad, ensombrecía la tierra, amenazaba el cardo pequeño de inútiles defensas. El pie recuperaba su posición de ordenanza. Entonces el hombre levantaba la vista y miraba el campo con los ojos entornados, acostumbrados al cansado oteo de la guardia. La bandada de grajos, negros y tormentosos, si levantaba el vuelo era como un velocísimo tic de un párpado de alcohólico. La lejanía era impenetrable y vacía como una carta para alguien que no supiera leer. Bajaba la vista luego hasta sus botas, que le dolorían los pies hinchados y sudados. Instintivamente apretaba con fuerza el fusil y discurría sobre sus manos grandes y morenas, marcadas de una raya de sangre seca en un arañazo producido por un espino. Sabía que donde comenzaba la guerrera comenzaba la blancura de su cuerpo, embutido en el uniforme. Una blancura, por contraste, repugnante, blanda, que cuando se tendía desnudo junto a su mujer le avergonzaba. Pensó que no tenía tiempo para ser del todo blanco o estar del todo moreno. Pensó que le hubiera gustado estar siempre vagando por el campo en mangas de camisa y que le gustaría, si no, vivir en la ciudad.
La guardia transcurría como siempre, y como siempre rellenaba aquel ocio vigilante de imaginaciones. Imaginaba la suerte de una herencia, la de un negocio, la de una colocación cómoda. Hacía proyectos, mientras su sombra se achicaba y el sol buscaba la verticalidad con su cuerpo. Apretó más el fusil, casi fue una crispación, hasta que sintió la piel, entre el dedo pulgar y el índice de su mano derecha, caliente, y la vio enrojecida, y emblanquecida en los poros. Se ajustó las cartucheras y buscó la protección inservible del muro. Ya una gota de sudor había humedecido y domado el mechón de pelo que le asomaba bajo el tricornio.
Sobre las murallas jugaban los muchachos. La muralla del sur había perdido sus almenas. Humilde por el tiempo, solamente encía o cresta abatida, tenía un camino trazado por los pies de los visitantes, por el jugar peligroso de los hijos de los guardias. Los muchachos arrojaban piedras por el terraplén que acababa en los bordes de una acequia seca, cubierta de una vegetación sorprendente y enferma. Acequia sobre la que creaba la imaginación infantil espeluznos de culebras, repulsiones de sapos cuyos glogueos se oían en el acontecimiento cotidiano del crepúsculo vespertino, cuando la tarde se doraba y luego enrojecía como de sangre y acababa por perderse en un verde y submarino color.
Sobre la muralla, sobre los muchachos, alzó el hombre la mirada observando el vuelo de un azor. Alta volaba el ave y alto estaba el sol. Pesaba el mediodía de la meseta. Las doce, con las dos agujas, el fusil y el hombre, unidas, sin sombra. El cielo, azul; en el horizonte, blanco espejismo de nubes. A la noche sería cielo profundo y sin luna, y los lejanos relámpagos emplomarían los movimientos de las personas haciéndolos torpes, agotadores. En el silencio de las habitaciones, el incesante chocar de los insectos con las bombillas encendidas. En el campo, el tiempo alargado en miles de pequeños cantos, arrebatos y luchas de animalillos. El hombre de guardia sabía todo esto porque llevaba años de servicio en Castilla y sus sentidos, acostumbrados, le diferenciaban todo lo que hubiera de lucha, de existencia animal y vegetal a su alrededor.
Por la carretera larga, recta como un surco, polvorienta, avanzaba procesionalmente una reata de mulas. En el cercano pueblo había habido feria a hora temprana. Por la tarde tendrían diversión de novillos, lidiados por toreros golfos y trágicos, a los que a veces era necesario proteger de las iras de los campesinos; a los que también se solía golpear por sistema cuando alguien se quejaba de un hurto durante la estancia de ellos en el pueblo. Ya de noche, el baile en la plaza; la orquesta, compuesta con gentes de la capital, normalmente pertenecientes a una banda militar reforzada, si era preciso, por aficionados de la localidad. Estar de servicio en la feria era la compensación de un año cruzando el campo. Los guardias eran obsequiados con vino añejo, con limonada fresca, con la sangría dulzarrona de las viejas, los niños y los presbíteros. A los guardias los días de feria el alcalde los invitaba a comer y después de la comida, con el café y la copa, les daba un puro para el momento y otro para «luego». «Luego» significaba guardar el cigarro en un cajón de la cómoda, perfectamente protegido por un cartucho de papeles para que no perdiera el aroma, hasta un cumpleaños o un día sonado.
Una voz femenina distrajo de sus juegos a los muchachos. Abandonaron corriendo la muralla, saltando por una escalera casi senda, bordeada de ortigas. La voz femenina advertía cuidado en la veloz desbandada. Imaginó a la mujer rodeada de los chicos, un poco madre de todos, aunque sus órdenes y sus consejos fueran solamente para uno. Había reconocido la voz. La voz tenía que estar acompañada de unas alpargatas enchancletadas, un vestido desteñido de lunares azules, unos pechos poderosos y un rostro cándido y soñoliento. Era Felisa, la mujer de Ruipérez. Felisa, que se entendía bien con las demás mujeres, que sabía de cocina y de remedios curativos, que en alguna fiesta preparaba un cordero o un lechón como nadie, que en las enfermedades aplicaba ungüentos y cataplasmas que sacaban el mal de los cuerpos.
Las cinco mujeres del castillo rara vez bajaban al pueblo, en la falda de la colina. Cuando lo hacían, se vestían de domingo y se arreglaban cuidadosamente. En el castillo, entre los cuatro paredones, el Gobierno había hecho levantar un pabellón de pisos, en forma de herradura, con una galería descubierta y corrida. El pabellón estaba dividido en seis departamentos. Uno para el cabo comandante y los otros cinco para los guardias. El cabo era soltero, los guardias vivían todos con sus familias.
Las ventanas posteriores del pabellón daban a las murallas. El horizonte se limitaba a unos metros por las grandes piedras grises, florecidas de matillas en las junturas, por las que correteaban las lagartijas, vivaces y temerosas. En medio del patio, que limitaba el pabellón, estaba el pozo de antiguo brocal, puesto en funcionamiento tras una larga serie de años de estar cegado.
Los castillos de la línea fronteriza con la morería cinco o seis siglos atrás, estaban medio en ruinas. Desde los castillos elevados sobre colinas se dominaba el campo, ocre y negro plateado; ocre de tierra de cereales, negro plateado de los olivares lejanos.
En el castillo, donde el fusil y el hombre hacían adusta, enemiga, la puerta de entrada, la vida eran pequeños movimientos y largas charlas. No sólo las mujeres, sino también los muchachos y los guardias acusaban el aburrido transcurso de los días. Había más de voz de socorro en ellos que de indignación o rebeldía, cuando en discusiones se debatía el tema del traslado. Un servicio en un puesto que se sabe cuando ha comenzado y no se cree que se va a terminar alguna vez es un extraño purgatorio hecho de hastío, desesperanza y uso.
Cercana a la puerta de entrada se abría la ventana del Cuerpo de Guardia. Un aparato de radio, una mesa con negra carpeta, un fusil en el armero, las trinchas, las cartucheras, la sahariana verde y el tricornio suspendidos en una percha. El teléfono, como un objeto mortuorio, sobre una repisa. En el Cuerpo de Guardia, ensimismado en la lectura del periodiquito provinciano, el guardia de relevo. Si levantaba la cabeza, podía ver a través de la ventana a su compañero, a la mitad de su compañero apoyado sobre una de las jambas. En el patio, la mujer seguía hablando con los chicos. Dos la habían abandonado preocupados por un viejo pero recién descubierto juego. Las voces de los descubridores atrajeron a los demás chicos. Luego volvieron donde estaba la mujer.
Casi a un mismo tiempo levantó la cabeza el guardia que leía el periódico, y se volvió hacia el patio el que aguardaba en la soledad del servicio, su presencia para el relevo. Cambiaron una seña. Luego cada uno volvió a sí mismo, a su encarcelamiento personal.
El fusil es el compañero íntimo y hostil. Las manos forman parte del fusil con el tiempo. Sobre la boca del cañón se posa una mirada que extraña su amenazante y breve oscuridad. El pensamiento puede volar lejos. Y él piensa, relaciona cosas de su intimidad, de la intimidad de todos en el castillo:
«María y Baldomero; Felisa y Ruipérez; porque nunca se le llama por su nombre, con sus cuatro hijos; Ernesta y su marido, Guillermo. Francisco, que come y cena en casa de Ernesta y Guillermo. Mi mujer y yo. Mi mujer, Sonsoles, y yo, Pedro, y nuestro hijo, Pedro. Carmen y Cecilio Jiménez, los dos de Madrid, que saben muchas cosas y tienen un muchachito pálido y delgado».
La Casa Cuartel está pintada de blanco y verde. La casa es alegre, pero está limitada de tristeza. Son dos mundos distintos y concéntricos el pabellón y el castillo. El castillo debía albergar la nada y sus espectros y, sin embargo, cobija y angustia la vida y sus quehaceres. En la galería descubierta, siempre hay ropa puesta a secar y carreras de muchachos y jaulas de pájaros y una pálida penumbra que en las habitaciones es un aliento de frescura.
Las murallas en el invierno, con las nubes y el frío, preservan y guardan. En el verano de cielo azul y ajeno, encarcelan y aplastan. En el exterior están habitadas de aves de crepúsculo: vencejos que rayan el cielo, murciélagos de azogado vuelo que tienen su morada en las aspilleras profundas de las torres, donde la humedad es algo vivo que se desliza en un musguillo verde, cubriendo las paredes.
En la puerta está el hombre, fusil y pensamiento. «Será necesario cambiar para el hijo. No hay posibilidad para su porvenir. Será necesario cambiar para que el hijo no quede desamparado por este tiempo de Castilla».
El pensamiento no ha varado, con el cuerpo, en la puerta. El pensamiento ahonda en la perspectiva, se fuga por el agujero que el hombre le ofrece, de duda y de inquietud. La locura está adormecida de paredes adentro. La locura que un día surgirá tras una crisis de alguien, como una tormenta seca del bochorno. La locura es lo que teme el hombre que está inmóvil, impasible con su fusil. Será la huida no pensada, el marcharse inopinado, ahora presentido. El hombre quiere organizarse, se pide orden, por eso deja al pensamiento que vaya y explore. Un hijo no se puede inmovilizar como un centinela. El hijo ha de salir y prepararse y preocuparse por la vida. El hombre, en el mediodía abrumador, es apenas un fantasma de sí mismo.
Cuando uno está libre, está herido y se desangra. Cuando uno está preso por su necesidad o por su falta de energía, está muerto. Hasta que se apercibe, que es cuando empieza a estar libre y a dejar palpitar sus heridas. El pensamiento entrecruza los caminos, agavilla las esperanzas.
«¿Cómo vine aquí? Historia de diez años atrás. Después de la guerra, una posibilidad y una alegría de empezar lo no comenzado. La costumbre del fusil no se pierde tan pronto. Sin embargo la casa, la nostalgia de la casa libre y desgajada de los demás es superior a un deseo; más con el hijo y la mujer, callada, hasta los incontenibles estallidos de la palabra, sólo algunas veces, pero las suficientes».
Del pozo estaban sacando agua. El chirriar de la polea se oía monótono desde cualquier lugar del castillo. El chocar del agua vertida de un cubo a otro, sonaba adelgazándose hasta el último cloqueo. Los muchachos ayudaban a una mujer a tirar de la cuerda. Al caer de nuevo el cubo de agua, el pozo resonó como un estómago ahíto, palmeado. El timbre del teléfono corrió nervioso las cuatro paredes. El hombre de guardia asomó la cabeza. En el Cuerpo de Guardia contestaban ya. El que contestaba, cambiaba señas con el centinela. La conversación duró apenas dos minutos. En voz alta preguntó el centinela lo que ocurría. Solamente era curiosidad. No eran frecuentes las llamadas al castillo. Desde el Cuerpo de Guardia, el otro le hizo señas de que esperase, y sintió que algo importante había sucedido.
Lentamente, como paseando, se acercó el guardia a su compañero. Casi estaba ya enterado el centinela al contemplar su rostro. La noticia no le extrañó demasiado: «Han matado o han herido a uno de los nuestros. No se sabe más. Ha sido en el campo. Un pastor ha llevado la noticia al pueblo. Hubo esta mañana lío en la feria».
Las preguntas del centinela fueron breves.
—¿Hay posibilidad de avisar a la otra pareja?
—Estará avisada. Nosotros no podemos…
—¿Se sabe cuál de los dos sufrió el…?
Dudó antes de precisar. Pensaba haber dicho accidente o algo parecido, pero dijo «baja». Baja, que era una palabra encasquillada en el corazón.
—No se sabe —contestó el del Cuerpo de Guardia— de quién es la baja; si de la pareja del cabo y Guillermo, o de Baldomero y Cecilio.
Los dos quedaron callados. Ruipérez dijo, mirando su reloj:
—Ya es la una menos cuarto. Voy a relevarte. Estáte atento al teléfono y en cuanto tengas alguna noticia precisa, comunicas con la Comandancia. No digas nada a las mujeres.
—Bien.
Ruipérez se alejó despacio. El centinela contemplaba el campo. Las voces de los muchachos le llegaban claras y distintas. Arrastró el pie distraído y cortó transversalmente la pista de las hormigas. El campo, iluminado, no le dañaba en su observación. Arriba volaba alto el azor. El sol hacía ya una breve sombra en la muralla. El mediodía había pasado. Quedaban las largas, vacías, horas de la tarde, que acabaría en los lejanos cerros del oeste.