Los días sucesivos, Susana adquirió un aire un poco lánguido y melancólico. Ya no quería dar paseos largos; cierto que los días de verano eran, por entonces, sofocantes. Así, siempre nos quedábamos en el parque Montsouris. Yo no la dejaba sentarse en los sitios que me parecían húmedos y sombríos.
—Es usted de los cazadores de moscas —decía ella en broma.
Como se ponía un poco de color en las mejillas y en los labios, parecía tan viva y tan fuerte como antes de su viaje y de su enfermedad. Al parecer, lo estaba. Sin embargo, hablaba mucho de la muerte y de la tristeza del tiempo que pasa con cierta delectación.
—¿Para qué ocuparse de eso? —le preguntaba yo.
Ella no contestaba.
Guardaba la fotografía de mi hermana que yo le había dado.
—La tengo que querer. Tiene un aire de muy buena chica —me decía.
—Lo es. Ella se entusiasmará con usted cuando la conozca.
Venían a saludarla algunas personas, y con ellas se mostraba tan alegre y tan amable, que me ponía de mal humor y se lo decía.
—¿Es que es usted celoso?
—Algo, sí, y soy exclusivo. Me preocupa usted; ya no me preocupan los demás: ni mujeres ni hombres.
—Pero eso es un sentimiento salvaje. Debemos vivir con los demás.
—A mí no me importan los demás.
Cuando hacía mal tiempo, su padre no quería que saliera de casa, y la obligaba a quedarse en el estudio. La visitaban compañeras de carrera y, a veces, los jefes principales del archivo donde trabajaba. Todos la contemplaban y la miraban. Su padre tenía un cuidado especial con las corrientes de aire, y andaba cerrando y abriendo puertas con grandes precauciones. Empleaba el aparato que le había regalado yo para matar moscas, y después solía estar con el aspirador eléctrico limpiando todos los rincones; luego observaba con ansiedad, con el matamoscas en la mano, si había algún insecto agazapado en algún rincón.
Mientras había personas de fuera, Susana se mostraba, como digo, alegre y animada; cuando nos quedábamos solos, tendía a la melancolía, al sentimentalismo y a la idea de la muerte. Sentada en una butaca, miraba al techo, recitaba versos y se alisaba el pelo rubio con su mano larga y fina.
—Si yo me muriese, ¿qué haría usted, pobre Miguel, que tiene una idea tan negra de sí mismo y de los demás?
—Si a usted le sonríe esa idea, no me la comunique usted a mí, que me horroriza; sea usted buena también para mí, y no sólo para las personas que la visitan.
—Somos muy diferentes, pero nos entendemos y nos entenderemos siempre muy bien. Usted, serio, y yo, no. Un poco de broma nos acerca uno al otro.
—¿Y por qué tiene usted esa obsesión de la muerte? ¿Por esa fiebre que ha padecido en Bretaña?
—No, ese ataque reumático o artrítico creo que no tiene importancia; pero, por eso o por cualquiera otra cosa, se puede una persona morir. Esa idea no me impide ser muy feliz.
Hablé con el médico de casa, y me dijo que creía que la enferma se repondría rápidamente, y añadió que sería lo mejor que pasara los meses fríos del invierno en un país de sol.
La conversación de Susana era mezcla de intelectualismo y de espiritualidad. Recordaba muy bien todo lo que había leído, tenía una gran memoria, contaba con mucha gracia lo que había hecho en la infancia y en la adolescencia. Las primeras impresiones de la escuela y del Liceo, los cuadernos que había hecho con sus poesías favoritas. Había cambiado, según decía, mucho de gusto, porque al principio admiraba a Corneille y a Racine, y, al último, a Verlaine y a Laforgue.
Yo vivía fuera de mi vida normal, excitado, muy contento, y, en parte, también irritado. Dormía mal y leía los libros que ella me prestaba.
Al acercarse octubre Susana me dijo de su padre, por consejo del médico, había decidido llevarla a pasar el invierno a El Cairo. Me quedé aniquilado.
—¿Qué va usted a hacer aquí solo cuando me vaya? —me preguntó ella.
—¿Qué he de hacer? Trabajaré como un negro y, para consolarme, leeré sus cartas, porque supongo que me escribirá.
—Todos los días.
Cuando llegó el día fijado fui, una mañana de sol claro, cruzando el parque de Montsouris, que estaba desierto, a su casa.
Tenía el equipaje ya hecho; pero el señor Roberts estaba inquieto y desasosegado, mirando a cada paso el reloj. Susana estaba tranquilamente leyendo. Estuvimos hablando de lo que íbamos a hacer cuando volviera.
El señor Roberts, que entraba y salía nervioso, envió a la criada al bulevar Jourdan para que trajera un auto.
Después empezó a decir que la criada tardaba mucho, que quizá habría alguna huelga de chóferes, y, cuando llegó el automóvil, Susana dijo que todavía les sobraba una hora para ir a la estación. El señor Roberts siguió con sus maniobras inquietas, haciendo mil preguntas y mirando constantemente el reloj.
—Yo creo que debíamos ponernos en marcha, Susana.
—Bueno, bueno. Como quieras. Todo será que, en vez de esperar aquí, esperemos en la estación.
Bajamos Susana, su padre, la criada y yo con una porción de bultos y de maletas; entramos en el automóvil, y, al comenzar a andar, el señor Roberts quiso levantar uno de los cristales del coche, y vio que estaba roto y que había en él una mosca aplastada. Esto le produjo verdadera indignación; entonces notó que el auto estaba sucio; quiso bajarse y cambiar de vehículo; pero Susana le tranquilizó y le dijo:
—Vamos a perder el tren, papá. No te preocupes; la estación está muy cerca.
Pasamos por la plaza de Italia, que me recordó la tarde de feria en que estuvimos Susana, Valentina y yo; después fuimos por delante de la Salpêtrière y cruzamos el río por el puente de Austerlitz.
El Sena estaba espléndido, brillando, ante un sol claro de otoño.
—¡Qué bonito es mi pueblo! —dijo Susana—. ¿No lo reconoce usted?
—¡Sí, no lo voy a reconocer!
—No sé para qué este bruto inmundo nos ha traído por aquí —refunfuñó el señor Roberts…; por el otro puente hubiéramos llegado más pronto.
—No —dijo Susana—, por aquí es por donde vamos directamente a la entrada.
Llegamos a la estación, y el señor Roberts, siempre llevado por su inquietud, hizo una porción de maniobras inútiles y riñó con todo el mundo.
Como había corrientes de aire en la estación, yo levanté un poco el cuello del abrigo de Susana para que no se enfriara.
—Tome usted precauciones —le dije—. Una convaleciente tiene que fijarse en todo lo que le puede hacer daño.
—Usted va a ser también de los cazadores de moscas.
—¡Quizá! La he cazado a usted, que es, como dicen aquí, una fina mosca.
—Porque yo me he dejado cazar —replicó ella.
—Ya lo sé; no he sido nunca un don Juan.
—Eso también yo lo sé.
—Así, ¿que se siente usted completamente cazada?
—¡Completamente! ¿Y usted?
—Yo estoy ya como los conejos o las liebres que lleva el cazador en el morral.
—Cuando vuelva, haga usted sus preparativos.
—¿Qué preparativos?
—Preparativos matrimoniales. Pida usted sus papeles. Yo haré lo mismo. ¿Está usted contento?
—¿Cómo no estarlo?
Vimos al señor Roberts que iba y venía seguido de la criada, preguntaba algo a un empleado, subía a un vagón, salía después, discutía con los mozos; Susana y yo le veíamos y seguíamos con nuestra conversación.
En esto, un empleado gritó para que los viajeros entraran en el vagón. Susana se retrasó un momento y me presentó la mejilla. Yo, perdiendo un tanto mi habitual prudencia, la besé en los labios.
—¡Adiós, cazador de moscas! —me dijo ella riendo.
Fuimos de prisa hacia el vagón. Ella se asomó a la ventana y me preguntó:
—¿Es usted ahora optimista?
—Sí —dije yo.
Poco después el tren comenzó a alejarse suavemente.
Después vino para mí un período oscuro y triste, dedicado al trabajo. Mi único consuelo era el recibir sus cartas: éstas eran muy amenas y alegres.
Al parecer, estaba ya bien. Se quejaba de las excesivas precauciones que tomaba con ella su padre. No la dejaba vivir. Tenía que tomarse la temperatura todos los días; no podía salir de noche; las horas de sol eran malas, porque había polvo; a las proximidades del río no se podía ir, porque había humedad.
Egipto era un mal país para los cazadores de moscas, porque había demasiadas.
De pronto, unos días sin carta. Después, un telegrama. Susana había muerto en un accidente de automóvil.