Al comenzar marzo, Susana me dijo una tarde que iba a ir al día siguiente, por la mañana, a ver a Valentina, la hija del disecador-osteólogo.
—Si no tiene usted nada que hacer, y quiere acompañarme…
—Aunque tuviera algo que hacer, lo dejaría con gusto por acompañarla a usted.
Nos citamos en el parque.
Hacía un tiempo hermoso. Fuimos en el autobús hasta delante del Luxemburgo, cruzamos el jardín y echamos después una mirada a los libros de las arcadas del Odeón. De aquí bajamos a la plaza, y Susana me mostró en una calle próxima el hotel de la Luna, donde había vivido Paul Verlaine.
—¿Lo ha leído usted? —me preguntó.
—No.
—¡Qué lástima! Le daré un tomo de sus poesías. También le voy a dejar una novela de Proust. A ver qué le parece.
De allí bajamos al bulevar Saint-Germain, entramos en casa de Valentina y subimos a su cuarto. La hija del osteólogo estaba en un balcón que daba a un gran patio, comunicado por un pasadizo interior con la calle.
—¿Qué haces? —le preguntó Susana.
—Hemos tenido función de teatro en la vecindad —dijo Valentina—, acróbatas y payasos; pero ya se ha acabado.
En aquel momento cantaba un cantor callejero acompañándose con la guitarra. Era un viejo de melenas blancas con un gabán largo. Entonaba romanzas sentimentales, haciendo largos calderones temblorosos y poniéndose, a veces, la mano izquierda en la oreja, porque, sin duda, el esfuerzo para dar una nota alta le hacía daño en el oído. Esta actitud en el pobre hombre era poco elegante.
El público de ventanas y balcones se había retirado; no consideraba las canciones del decrépito cantor dignas de ser oídas. El viejo miró a derecha e izquierda, defraudado.
—¡Pobre! —dijo Susana, y sacó unas monedas, y se las echó.
Valentina y yo hicimos lo mismo, y el cantor, muy conmovido, se inclinó con unos saludos ceremoniosos de agradecimiento.
Susana dijo después que nos iba a convidar a Valentina y a mí a almorzar en un restaurante próximo al bulevar Saint-Germain.
—No —dijo Valentina—, lo que debemos hacer es ir a la feria de la plaza de Italia, que estará muy animada, y tomar algo por ahí. Yo no he visto esa feria, pero dicen que es formidable.
—Veo que tienen ustedes la misma pobreza de léxico que nosotros —dije yo, bromeando.
—¿Por qué lo dice usted? —preguntó Susana.
—En Madrid, durante dos o tres años, todo el mundo ha dicho, para elogiar algo, que era estupendo; aquí se dice formidable. Allí también.
—Es muy malévolo este hombre —indicó Susana.
—¡Ah! Pues que no se meta conmigo ni con mis frases —saltó Valentina—, porque yo le diré cuántas son cinco.
—Bueno —repuso Susana—, vamos a la avenida del Observatorio, a un restaurante donde suelo ir con mi padre; almorzaremos allí, y luego iremos a la plaza de Italia, porque yo creo que una tarde entera de feria es mucho; nos aburriríamos.
Comimos en el restaurante; Susana quiso pagar, pero yo no se lo permití.
—Yo he convidado —dijo ella.
—Sí, es verdad; pero yo no quiero quedar ante usted y ante su amiga como un roñoso. Ahora tengo algún dinero y puedo pagar.
Marchamos por el bulevar de Port-Royal, y después por la avenida de los Gobelinos. En esta avenida se veían tipos de chulos o de apaches, un poco de teatro, acompañando a una o dos mujeres, también de teatro. Llegamos a la plaza de Italia. En la plaza y en los bulevares próximos había una aglomeración de camiones de titiriteros. Algunos eran muy espaciosos y elegantes, con alcobas de cortinillas de colores, camas de acero, cocinas verdes de porcelana y vasares de cristal. Otros eran más pobres, y en ellos se veían gitanos y viejas atezadas y ganchudas. Muchos de estos carros estaban metidos debajo de los arcos del Metropolitano del bulevar Augusto Blanqui para preservarse de las inclemencias del tiempo.
—Estos bulevares son un poco extraños —dije yo—. Normalmente están casi desiertos, y los días de fiesta o de feria no se puede andar por ellos.
—Como todos los de las afueras —dijo Susana.
La tarde era primaveral; tan pronto brillaba el sol como el cielo se ponía sombrío y amenazaba lluvia; la aglomeración popular en la plaza y en las cercanías era enorme. Hombres, mujeres y chicos se apretaban, gritaban y andaban a empujones. Se oían gritos, chillidos, silbidos, notas de trombones, campanas, trompetas y, a cada paso, voces metálicas que decían: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Entrad, señoras y señores!»
Había exhibición de fenómenos, monstruos, mujeres-focas, mujeres-sirenas, domadoras de serpientes, palacios encantados, figuras de cera y barracas iluminadas con una luz violeta y blanca, llenas de caramelos, de alfeñiques, de rosquillas y de turrones con nueces.
No faltaban los tiros al blanco, en los que se veía un zuavo, una rueda de pipas de barro que giraba, o un huevo sostenido en equilibrio en un surtidor de agua; ni los gabinetes de astrólogos y adivinadores.
Valentina se agarró de mi brazo izquierdo y Susana del derecho. Iba como el boticario de La verbena de la Paloma, entre una morena y una rubia.
Compramos bollos y caramelos.
Después, Valentina pretendió que debíamos montar en el tiovivo. Era preciso elegir. Había de estos aparatos verdaderamente magníficos, grandes, dorados, con caballos, elefantes, toros, cerdos, coches, góndolas, aeroplanos, automóviles, bicicletas y otros medios de locomoción antigua y moderna. Había también montañas rusas, con vagones que subían y bajaban, y que, de lejos, y por el movimiento ondulante, parecían gusanos. Entramos los tres en un coche del tiovivo, y Valentina se portó como una niña; se rió a carcajadas y se apoyó varias veces en Susana y en mí. Por ella, nos hubiéramos pasado toda la tarde dando vueltas. Yo estaba encantado contemplando a las dos muchachas; pero noté que Susana se ponía pálida.
—¿Se marea ya un poco?
—Sí.
—Pues vámonos.
Bajamos del tiovivo, y nos metimos entre la gente. La marea humana era demasiado fuerte para resistirla, y decidimos dejar la multitud.
Nos acercamos a la Salpêtrière, por el bulevar del Hospital. Ni Susana ni Valentina habían estado nunca allí.
—¿Qué es esto de la Salpêtrière? ¿Una salitrería? —pregunté yo.
—Antiguamente lo sería —contestó Susana—. Esta Salpêtrière fue construida a principios del siglo XVIII, para los mendigos y vagabundos, que estaban aquí encerrados como prisioneros. Había también en las proximidades la Casa de la Piedad, que era para los hijos de los mendigos.
—Sí, ahora subsiste el Hospital de la Piedad, en este mismo bulevar.
Yo hablé de lo que había leído en las Causas célebres sobre la Salpêtrière y de las mujeres criminales que habían estado recluidas allí, entre ellas la querida de Fiechi, la mujer sin nombre, o la falsa marquesa, una Enriqueta Cordière, que cortó la cabeza a una niña, y otras más.
La Salpêtrière se mostraba como un edificio inmenso, con el tejado de pizarra, chimeneas altas de ladrillo rojo y una cúpula gris. Enfrente, hacia el bulevar, delante de la entrada, había una plazoleta con un jardincillo, y en ella una estatua del médico alienista Pinel, y otra, pesada y tosca, del doctor Charcot.
En la plazoleta, a la puerta, se congregaba, un grupo de viejas horribles, feas, cojas, con bigote, encorvadas, torcidas, con sombreros de hombre, cofias, pañuelos, unas con bastones y otras con paraguas. Tomaban el sol pálido de primavera. En medio de ellas, las enfermeras, altas, rubias, con sus capas azules y sus tocas blancas, parecían de una raza superior, casi divina.
—Vámonos de aquí —dijo Susana—. Esta colección de viejas no es un espectáculo agradable.
—Sí, es verdad —añadí yo.
—Me recuerdan —dijo Susana— unos versos de Baudelaire, «Les petites vieilles», que comienzan así:
Dans les plis sinueux des vieilles capitales…
—Luego sigue:
Ils rampent, flagellés par les bises iniques,
Frémissant au fracas roulant des omnibus,
Et serrant sur leur flanc, ainsi que des reliques,
Un petit sac brodé de fleurs ou de rébus;
—Esta visión de esas viejas es terrible —dije yo.
—Esa debe de ser la ciencia de la vida —indicó Susana—: andar en el tiovivo o en la montaña rusa, y no acercarse a la Salpêtrière.
—Pero tampoco es una ciencia muy simpática.
—Es verdad.
—Las mujeres no deberíamos envejecer —dijo Valentina.
—Es demasiada pretensión —dije yo.
Volvimos por aquel bulevar, vimos el hospital moderno y de ladrillo oscuro, el de la Piedad, y, antes de llegar a la plaza de Italia, tomamos el Metropolitano en la estación de Campo Formio, y dejamos a Valentina a la puerta de su casa.
La muchachita afirmó que era una de la tardes en que más se había divertido.