Empiezo con mi relación. Me llamo Miguel Salazar, y soy hijo de un boticario de un pueblo de la Mancha. He estudiado la carrera de Farmacia con muy buenas notas. No considero esto como una gran cosa, pero así es. Antes de terminarla, murió mi padre en la aldea. La familia tuvo que vender la botica. No había en la casa dinero guardado y me faltaban meses para licenciarme.
Por lo que se dice entre los conocidos del lugar, mi madre, muy bondadosa, tiene pocas condiciones de administración y de ahorro. Gasta todo lo que puede con sus hijos.
La familia había acariciado siempre el proyecto de que yo sustituyera a mi padre, pero no lo pudo conseguir. La titular quedó vacante antes que concluyera yo la licenciatura. Se intentó, por los amigos, una prórroga en la provisión del cargo hasta que me encontrara en condiciones de solicitarlo. Las esperanzas resultaron fallidas, y se nombró a otro farmacéutico en la aldea.
Ya abandonado el proyecto, decidí quedarme en Madrid. Pensé que quizá fuera mejor. En el pueblo me hubiera achabacanado y hubiera hecho, probablemente, una vida demasiado mecánica y ramplona.
Estuve en una farmacia del Centro, con muy poco sueldo; después pasé de regente a una botica popular de la calle Ancha de San Bernardo, en donde ganaba cien duros al mes.
La dueña de esta farmacia, doña Margarita, para los amigos doña Márgara, era viuda de un tipo algo excéntrico, que se había distinguido como persona importante en el partido republicano federal y como aficionado a las corridas de toros.
Soy hombre aplicado, trabajador y, en gran parte, autodidacto. Lo que sé bien, lo he aprendido por mi propio esfuerzo, sin ayuda de nadie, entre ello, la Química y la Botánica; la Química, a fondo. Conozco el francés y traduzco el inglés con facilidad. He ido durante un año a una escuela Berlitz, donde me ejercité, sobre todo, en conversación francesa. Estudié también algo de alemán. Para pedir específicos de uso poco frecuente al extranjero, me servía el saber esos idiomas.
De chico, comencé a dibujar sin maestro, y pintaba toscamente con cierta disposición. Si hubiera disfrutado de libertad y de tiempo, hubiese insistido en pintar al óleo.
En contraste con mi tenacidad para el trabajo, me faltan condiciones para destacarme: no sé hacerme amigos y protectores; soy un carácter un tanto independiente, infantil y tímido; no sé tampoco mentir con gracia, ni darme importancia.
Tengo que enviar dinero a mi madre, con lo cual me encuentro siempre alcanzado y sin medios. Le mando la mitad de la ganancia, y a veces más.
La familia me dijo hace tiempo que, si lo deseaba, se trasladarían todos a Madrid; yo pensé que la vida en la capital era cara y que mi madre y mis hermanos tendrían que meterse en una casa incómoda y pobre a pasar miserias y apuros. En el pueblo están mejor; por lo menos, con más holgura.
Al principio de colocarme en la calle Ancha, comprendí que hubiera podido resolver mi problema económico casándome con la dueña de la farmacia, con doña Márgara, que era ya fondona, más que cuarentona, teñida de rubio, bastante roñosa, y que me hacía insinuaciones matrimoniales claras. Preferí la vida solitaria y pobre y dedicarme a leer, a estudiar Química y a la pintura.
Suprimía todo lo posible mis gastos. Mi único vicio era tomar café. La austeridad constituía mi norma. No había tenido amores, ni éxito con las mujeres. Estaba acostumbrado a que no me hicieran caso y me consideraran como hombre aburrido.
Naturalmente, no era alegre, y a los veintiocho años tenía ideas pesimistas de viejo. De tipo, creo que soy corriente: alto, más bien rubio, de buen color y con ojos claros. Visto con trajes baratos, comprados en bazares, y no me destaco por nada.
Para mí, durante mucho tiempo, la Química fue mi amor y mi Dulcinea. Tenía libros de esta materia que los leía hasta sacarles la quinta esencia. Constituían mi literatura. Pensaba que, si podía alguna vez dejar la farmacia, me dedicaría a trabajar en un laboratorio químico y a hacer sólo análisis.
Yo me considero hombre de un espíritu sereno, frío, tranquilo. Creo que podría llegar a ser un científico, no de invención, pero sí un trabajador estimable.
En la casa de doña Márgara llegué a preparar específicos con la etiqueta de la farmacia que tuvieron éxito, y fueron recomendados por varios médicos conocidos. El dinamol, la globulina y la hormonina fueron obra mía. Cobré por estos productos mi comisión. La viuda, mi patrona, ambiciosa, pensó que los modestos específicos de su regente no eran cosa mayor y quiso lanzar al comercio algo de gran éxito. Yo le advertí repetidas veces que estos específicos se inventaban y fabricaban en laboratorios de Química de París, de Berlín o de Londres, que contaban con medios a propósito para la investigación y la producción.
—¿Y cómo se pueden conseguir entonces? —preguntó ella.
—En general, se compran —le dije yo—. Además, para explotarlos, hay que gastar una cantidad enorme en propaganda.
Doña Márgara pensó que era cosa de ensayar, y en la primavera de 1936 me dijo, porque tenía en mí gran confianza:
—Oiga usted, Salazar, al fin le voy a enviar con una comisión. Va usted a ir con un cheque de treinta mil francos a París. Compre usted la propiedad de un específico de los que usted vea que pueda tener gran porvenir. Si se necesita más, me telegrafía; yo le enviaré lo que sea necesario. Si no encuentra usted lo que se desea en París, va usted a Berlín o a Londres.
Yo no había tenido nunca la idea de salir de España; no me seducía el viaje, y hasta me daba un poco de miedo. Estaba contento, o, por lo menos, resignado con mi existencia monótona, y no aspiraba a más. Me hallaba convencido de que no había de tener un momento de suerte en la vida y que vegetaría miserablemente.
Los reparos que puse a la idea del viaje, en vez de convencer a doña Márgara le dieron mayores deseos de realizar su plan.
Probablemente, si hubiera aceptado yo el proyecto con júbilo, ella hubiera sospechado que quería ir a París a divertirme, porque era mujer maliciosa y suspicaz; pero al presentar tantas dificultades, se convenció de que yo seguía siendo el hombre serio, formal y tímido de siempre.
Después, por rutina, repetí constantemente la misma cantinela de que no quería marcharme, y doña Márgara habló al doctor Valverde, contertulio de la farmacia, para que me convenciera.
El doctor Valverde, hombre alto, miope, calvo, burlón, turista y juerguista, estaba de médico en una Casa de Socorro y tenía una pequeña clínica particular en la vecindad. Era un tanto escéptico y cínico.
—Acepte usted, no sea usted tonto —me dijo—. Doña Márgara tiene dinero de sobra, y aunque los específicos que usted traiga no valgan nada, por eso no se ha de arruinar. En tanto, usted se divierte y olfatea un poco lo que pasa en el mundo.
—Pero usted ya comprende, doctor, que eso de ir a París o a Londres, a traer un específico que necesariamente tenga éxito, es una fantasía, porque si esto fuera así, no habría farmacéutico que no se hiciera rico.
—Ya se sabe. Usted no sé preocupe. Le dan ese encargo, usted lo cumple. Usted ni nadie puede tener la seguridad de que un producto farmacéutico haya de tener gran éxito ante el público.
—Así que, ¿a usted no le parece mal la proposición, doctor?
—A mí, no. De esa manera se airea usted un poco. ¿Un hombre como usted, de treinta años, va a vivir siempre como un caracol metido en su concha? Es estúpido.
—Me está usted dando ganas de aceptar el ofrecimiento.
—¡Naturalmente! Acéptelo usted. ¿Qué le da a usted doña Márgara para el viaje?
—Seis mil francos.
—Es poco.
—Para dos o tres semanas, yo creo que bastan.
—Pero usted puede alargar su estancia con cualquier pretexto.
—¿Para qué?
El doctor Valverde quedó maravillado. No comprendía tanta indiferencia para ir al extranjero. Él tenía una curiosidad insatisfecha, aun a pesar de haber viajado por medio mundo.
Yo pensé de nuevo, y me decidí. Envié a la familia el sueldo entero del mes, y con un cheque de treinta mil francos en el bolsillo y los seis mil en billetes para mis gastos, tomé el tren en la estación del Norte de Madrid y me trasladé a París.
Tenía cierta escama, porque me habían dicho algunas de esas personas que están siempre en los secretos que después de estudiar el francés en España, no se entendía casi nada a los parisienses. Yo me encontré con que los comprendía bastante bien y con que me comprendían a mí perfectamente.
Como soy hombre cumplidor, no quise perder tiempo; no hice más que pasar una o dos veces por el centro de la ciudad e instalarme en un hotel del bulevar Saint-Michel, que me recomendaron.
Después visité los laboratorios químicos y farmacéuticos de fama de la capital, y a los ocho días escribía una larguísima carta a doña Márgara explicándole con toda clase de detalles las condiciones y los precios de los específicos que se podían adquirir. Al final de la carta le decía que marchaba a Londres. Estuve allí una semana, y, al volver de nuevo a París, me encontré sorprendido con las noticias de la revolución española.
Esta vez fui a instalarme a un hotel de la Puerta de Orleáns, que me dijeron era barato. Me quedaban tres mil quinientos francos de los seis mil que había sacado de Madrid.