PROLOGO
Las electrovelas de la cámara del astrópata iluminaban sólo a media luz, aunque a los ocupantes de la estancia no les importaba y ni siquiera se daban cuenta de ello, pues los ojos se les habían derretido hacía tiempo. El olor a incienso sagrado impregnaba el lugar junto al suave pero incesante zumbido de la maquinaria y el chirrido de las plumas de una docena de servidores escribas.
Los servidores estaban sentados en dos filas, una frente a la otra, inclinados sobre unos atriles desgastados. Los dedos manchados de tinta de unas manos encallecidas recorrían con rapidez la superficie de las hojas de pergamino mientras iban tomando nota a medida que la información llegaba a lo que les quedaba de mente. Detrás de cada servidor se alzaba una cápsula de bronce inclinada que relucía como un ataúd centelleante. Varios delgados cables dorados salían de cada una de las superficies relucientes, y otros más gruesos lo hacían de los costados para perderse luego serpenteando por los bordes de la estancia.
Otra figura encorvada vestida con la túnica habitual del Adeptus Mecánicus, de color rojo y festones dorados en el borde, caminaba con lentitud por la nave central de la cámara de suelo de piedra en dirección al otro extremo. Se detenía de vez en cuando a observar con atención los textos escritos con elaborada caligrafía de los servidores. Las sombras ocultaban el rostro del adepto y lo único que se podía vislumbrar era el brillo delator del bronce bajo la gruesa capucha. Se detuvo al lado del servidor que estaba más alejado de la entrada y escrutó el rostro sin expresión del esclavo lobotomizado. La mano seguía escribiendo con rapidez con una caligrafía angulosa.
Pasó al lado del servidor y se detuvo delante del artefacto dorado en forma de ataúd que había detrás del esclavo. Un manojo de finos cables salía del extremo superior del ataúd y se conectaban a una serie de clavijas implantadas en la parte posterior del cráneo del servidor.
El adepto pasó una mano enguantada de negro por la brillante superficie del ataúd dorado y miró a través de un panel de cristal empañado. En el interior se veía una astrotelépata, una joven consumida recostada contra el fondo del artefacto. Su cuerpo estaba cubierto de tubos transparentes que le proporcionaban sustancias nutrientes, además de estimulantes químicos, y que evacuaban los desechos corporales. Como los servidores escribas, carecía de ojos. Los labios se movían en un susurro mudo. El mensaje telepático que estaba recibiendo en ese momento, procedente de un punto situado a media galaxia de distancia, pasaba de su mente a la del servidor a través de unos cables con protecciones psíquicas y de allí a los dedos delgados y nudosos, donde el mensaje se hacía tangible en el pergamino bendecido.
El adepto sacó de debajo de la túnica una pequeña ampolla llena de un líquido de color ambarino y se dirigió hacia un grueso manojo de cables que salía de la parte inferior de la prisión de la joven. Escogió un puñado de ellos y rebuscó hasta encontrar el que quería. Desconectó el conducto de nutrientes de la parte posterior de la cápsula de la chica y después rompió el sello de la ampolla, teniendo mucho cuidado de que no lo tocara ni una sola gota del líquido.
El individuo sostuvo en alto el tubo desconectado mientras un poco de la pasta alimenticia rebosaba por el borde abierto antes de vaciar una parte en el suelo. Después, con cuidado, vació el contenido de la ampolla en el tubo y dejó que se mezclara bien con la gelatina incolora antes de volver a conectarlo a la cápsula. Una vez cumplida la misión, se puso en pie, satisfecho, y comenzó a cruzar de nuevo la nave central de la estancia mientras el líquido ambarino recorría la cámara por el interior de los tubos, fluyendo de una a otra de las cápsulas de los astrópatas.
Caminó con rapidez hasta la puerta de la cámara y se detuvo tan sólo un momento a escuchar con atención antes de abrirla.
Sonrió bajo la capucha a medida que una por una dejaban de rascar el pergamino las plumas de los servidores escribas.