CINCO
El castellano Leonid se sirvió un vaso de amasec y se lo bebió de un solo trago. Dejó el vaso sobre la mesa y se sentó en el borde de la cama. Le dolía todo el cuerpo. Hizo un gesto de dolor cuando sintió el tirón de los puntos de más de una docena de cortes superficiales repartidos por sus brazos y piernas y se frotó las sienes en un intento por reducir el dolor de cabeza de los últimos días. Un milagro como aquél estaba más allá de sus posibilidades. Se sirvió otro vaso, echando un vistazo por la tronera blindada de la pared de la torre. Los mortecinos fuegos de plasma de la trinchera donde habían caído los dos titanes todavía irradiaban un brillo apagado y alzó el vaso hacia la luz.
—A su salud, princeps Daekian. Que el Emperador proteja su alma.
Se bebió el fuerte licor y consideró por un instante tomarse otro. Prefirió no hacerlo, sabiendo que tenía mucho que organizar antes de que llegara la mañana. Se pasó una callosa mano por el pelo cuando alguien llamó a la puerta.
—Entre.
El hermano-capitán Eshara agachó la cabeza para entrar en la habitación y agarró una sólida silla colocada al lado de la mesa de Leonid para sentarse enfrente del castellano de la ciudadela.
Los dos se quedaron sentados en un cordial silencio antes de que Eshara dijera:
—Sus hombres hoy han luchado valientemente. Constituyen un orgullo para Joura, y su familia puede sentirse satisfecha de todos ustedes.
Al ver la tristeza de Leonid, añadió:
—Lamento mucho la muerte del mayor Anders.
Leonid asintió, recordando la terrible visión de un Guerrero de Hierro masacrando con toda tranquilidad a su bravo amigo en el revellín Primus.
—Como lucieron los suyos, capitán. Todos sentimos la pérdida del hermano Corwin.
El dolor surcaba la cara de Eshara.
—No pretendo comprender lo que ocurrió en ese bastión, pero creo que ofreció su vida por todos nosotros.
—Eso creo yo también —replicó Leonid.
Los informes de la batalla en el bastión Mori eran confusos, por decir algo. El edificio de la enfermería estaba repleto de soldados delirantes que hablaban de un guerrero gigante que mataba a todo el mundo sólo con la voz y de un remolino que se alimentaba de sangre. Afortunadamente, Leonid había podido acallar esas historias antes de que llegaran al resto de la guarnición.
—Mañana será el último día, ¿verdad? —preguntó Leonid.
Eshara no contestó y Leonid pensó que estaba eludiendo la pregunta, pero el marine espacial había estado simplemente pensando la respuesta.
—Si no nos retiramos hacia la muralla interna de la ciudadela, entonces sí, lo será. Tenemos menos de cuatro mil hombres, prácticamente ninguna arma pesada y tres brechas. El muro es demasiado largo y no podemos resistir en todos los sitios y al mismo tiempo. Haremos que sea un trabajo ingrato y sangriento para nuestros enemigos, pero al final, la ciudadela caerá.
—Entonces entregaremos la muralla exterior y nos replegaremos a la ciudadela interior. Allí el muro no tiene ninguna brecha y, a pesar de que su cobertura sea irregular, seguiremos disfrutando de la protección del escudo de energía.
Eshara asintió.
—Sí. El sacrificio del princeps Daekian nos ha permitido ganar un poco de tiempo para reagruparnos y sería mejor que comenzáramos ya.
—Daré curso a las órdenes de manera inmediata —afirmó Leonid, sirviéndose un último vaso de amasec y sacando su frasco de pastillas desintoxicadoras.
Se tragó una y sacudió la cabeza debido al terrible sabor que tenían; luego dejó el frasco encima de la mesa.
—He observado que también sus hombres toman esas pastillas —dijo Eshara—. ¿Puedo preguntarle de qué se trata?
—¿El qué, las pastillas desintoxicadoras? Ah, por supuesto, usted no las necesita, ¿verdad? Bueno, supongo que ninguno de nosotros las seguirá necesitando.
Eshara pareció desconcertado y dijo:
—¿Las necesitan para qué?
—Verá, se trata del aire del planeta —le explicó Leonid moviendo el brazo en un amplio gesto—. Es venenoso. El mago biologis del Adeptus Mecánicus nos proporciona estas píldoras para impedir que los hombres acaben envenenados por las toxinas que hay en el aire.
Eshara se inclinó hacia adelante y levantó el frasco. Sacudió el recipiente, sacó un puñado de pastillas e inhaló profundamente.
—Castellano Leonid, ¿conoce usted un órgano característico de la fisiología de los marines espaciales llamado neuroglotis?
Leonid sacudió la cabeza mientras Eshara continuaba.
—Está situado en la parte trasera de la garganta y puede analizar el contenido químico de cualquier cosa que ingiramos o respiremos. Si fuera necesario, puede cambiar el proceso de mi respiración para desviar la tráquea a un pulmón alterado genéticamente capaz de procesar las toxinas de cualquier atmósfera.
Eshara volvió a colocar el frasco sobre la mesa de Leonid y dijo:
—Me temo que los han tenido engañados, amigo mío, porque le puedo garantizar que el aire de este planeta es bastante inofensivo. Desagradable para respirarlo, sí, ¿pero venenoso? Por supuesto que no.
* * *
Leonid sintió que su rabia crecía a medida que se acercaba al Templo de la Máquina, situado en las profundidades de la ciudadela. Llevaba firmemente agarrado el frasco de pastillas desintoxicadoras en su mano izquierda mientras avanzaba por los antisépticos pasillos que conducían a la guarida del archimagos Amaethon. El capitán Eshara estaba a su lado, y su guardia de honor, vestida con armaduras de caparazón, marchaba detrás del castellano a su mismo paso.
Ahora sabía por qué Hawke no había enfermado y muerto en las montañas. Ahora sabía por qué los hombres destinados aquí sufrían de dolores de cabeza y náuseas constantes.
Ahora sabía por qué había tantas banderas y placas de regimientos alrededor de la cámara de reuniones. Con aquellas pastillas de «desintoxicación», era sólo una cuestión de tiempo antes de que la ciudadela necesitara otra guarnición.
Eshara había probado una de las pastillas, permitiendo que sus ingredientes químicos se movieran por la boca antes de escupirlos en una jarra vacía de agua.
—Veneno —afirmó por fin—. De acción lenta, por cierto, y de efectos sutiles, pero, aun así, veneno. Sé que muchos de los elementos químicos presentes en esta tableta son muy cancerígenos. Yo diría que tras unos pocos años de tomarlas, la víctima habría contraído uno o más cánceres de gran virulencia.
Leonid estaba aterrorizado y miraba con repugnancia el frasco de pastillas, hasta que de pronto fue plenamente consciente del largo tiempo que las había estado tomando.
—¿Cómo de virulentas? —susurró.
Eshara frunció el entrecejo.
—Debilitadoras después de tal vez seis o siete años, y letales poco después de eso.
Leonid no podía hablar a causa de la indignación. La magnitud de la traición era inconcebible. Que el Adeptus Mecánicus hubiera perpetuado una mentira así entre su propia gente era asombroso. Pensando en los cientos de banderas de regimientos de la cámara de reuniones, intentó calcular cuántos hombres habría asesinado el Adeptus Mecánicus, pero se rindió, horrorizado, puesto que los números ascendían a millones.
—¿Por qué harían una cosa así?
—No lo sé. ¿Qué es lo que defiende esta ciudadela? ¿Es tan valioso que ni siquiera se puede permitir a sus defensores que digan lo que saben?
Leonid negó con la cabeza.
—No, bueno, tal vez, no lo sé seguro. Que yo sepa, este lugar es una especie de estación de paso para los artefactos alienígenas descubiertos en el sector. Alguien me dijo que estaba construida sobre unas ruinas de la Era Siniestra de la Tecnología.
—Creo que lo han engañado otra vez. No me creo que el Adeptus Mecánicus se rebajara a un comportamiento tan vil sólo para proteger a unos artefactos alienígenas recuperados. Dentro de esta ciudadela hay un secreto escondido que vale la vida de todos y de cada uno de los hombres que sirven aquí.
Leonid se prometió que iba a averiguar de qué se trataba el secreto aunque tuviera que retorcerle el cuello a Naicin o tuviera que amenazar con atravesar con su pistola bólter la máquina que mantenía con vida los restos de Amaethon. Puede que también fuera tarde para el 383 regimiento de Dragones Jouranos, pero Leonid se aseguraría de que nada impidiera que el Adeptus Mecánicus pagara por sus crímenes.
Varios corredores salían hacia los lados del pasillo principal, pero Leonid seguía invariablemente el camino que llevaba al Templo de la Máquina.
—Tenemos a alguien delante de nosotros —susurró Eshara, sacando y amartillando su pistola bólter.
Leonid siguió su ejemplo al tiempo que la guardia de honor levantaba los fusiles y se situaba en círculo para protegerlo.
* * *
El grupo dejó atrás una curva del pasillo antes de que éste desembocara en una cámara abovedada con un entramado de vigas de hierro que se entrelazaba por encima de ellos para formar una cúpula casi reticular. Globos luminosos flotaban en campos levitatorios, las paredes tenían inscripciones con símbolos de engranajes y por la habitación se encontraban distribuidas todo tipo de cajas metálicas y máquinas voluminosas. Servidores de trabajo y obreros contratados se movían de forma mecánica por la amplia habitación, ajenos a todo lo que ocurría a su alrededor.
En el otro extremo de la cámara se encontraba una puerta ancha y semicircular que se abría por medio de un mecanismo de engranaje. A su alrededor se concentraba un pequeño grupo de personas.
Leonid reconoció de forma inmediata al magos Naicin y las desgarbadas formas de dos servidores de combate pretorianos. Esos servidores eran esclavos alterados mediante cirugía a los que el Adeptus Mecánicus utilizaba para diferentes tareas manuales. Los pretorianos satisfacían las necesidades de defensa pesada de los adeptos y poseían un cuerpo esclavo implantado sobre una unidad de oruga mecanizada, con una variedad de armas letales implantadas en sus brazos.
La última figura era desconocida para Leonid, aunque estaba asombrado por el espantoso volumen del hombre que ni siquiera sus ropas informes podían esconder. Su piel era del color del negro acero; su cara, más muerta que viva.
Naicin vio que se aproximaban y atravesó la puerta tan rápido como una flecha, arrastrando tras él a la enorme figura vestida con una túnica.
Leonid lanzó un furioso gruñido y salió disparado hacia la puerta que se estaba cerrando, mientras que los dos servidores de combate avanzaban con gran estruendo. Leonid estaba demasiado concentrado en la puerta para prestarles atención. Nada le iba a impedir alcanzar a Naicin y matarlo.
El primer pretoriano alzó sus brazos-arma al tiempo que los guardias de honor de Leonid corrían hacia él cuando se dieron cuenta de que corría peligro. El hombre más rápido del grupo se lanzó hacia su comandante, tirándolo al suelo cuando el pretoriano comenzó a abrir fuego. Los rítmicos golpes del inmenso bólter llenaron la cámara cuando la inundó de proyectiles.
Los proyectiles pasaron por encima de Leonid, pero los hombres situados detrás de él no tuvieron tanta suerte. Tres fueron lanzados hacia atrás con unos grandes agujeros en sus pechos. Leonid y su salvador rodaron hasta la protección que les ofrecía un inmenso equipo de perforación de oruga. La cámara se llenó de los disparos de un cañón automático de gran calibre que hacían saltar grandes trozos de metal de la máquina.
Una ráfaga de estallidos de láser golpearon al pretoriano abriéndole unos cráteres sangrientos en el cuerpo. El servidor de combate no ralentizó su marcha, sencillamente ajustó el punto de mira e hizo trizas a otro soldado de la guardia de Leonid con unos disparos mortíferos y precisos y unas balas escupidas a una furiosa velocidad de disparo.
El hombre que había salvado la vida de Leonid dio un giro en su refugio del equipo de perforación y apuntó de manera cuidadosa a la cabeza del pretoriano. Éste cayó al suelo tras ser alcanzado en la cabeza y en el pecho, volados en pedazos por los proyectiles explosivos de bólter cuando detonaron en el interior de su cuerpo.
Leonid se alejó apresuradamente al tiempo que los bólters pesados y los cañones automáticos comenzaban a destrozar la cámara. Cristal, plástico y sangre entraron en erupción por todos lados, bajo una lluvia de chispas en la que caían soldados y servidores de trabajo y se hacían añicos los paneles y globos luminosos.
Los lobotomizados servidores de trabajo no estaban programados para reaccionar a unos estímulos externos como aquéllos y continuaron trabajando en sus puestos. Murieron de forma silenciosa cuando los pretorianos los atravesaron con sus proyectiles al barrer la zona con sus disparos de izquierda a derecha, mientras que sus músculos servoasistidos absorbían con toda comodidad el tremendo retroceso de las armas.
Las luces de emergencias se encendieron cuando los paneles fluorescentes quedaron destrozados por los disparos, y Leonid se deslizó junto a Eshara, que había desenvainado su crepitante espada de energía.
Los trabajadores humanos corrieron a desconectarse de sus puestos y a buscar refugio cuando los servidores de combate avanzaron lentamente hacia ellos. Uno se puso de rodillas, rogando clemencia.
El pretoriano le disparó en la cara.
Los demás murieron en tres controladas ráfagas.
Leonid surgió de detrás del equipo de perforación cuando el pretoriano herido terminó la matanza de los técnicos. Disparó dos veces y el servidor se tambaleó por efecto de los dos inmensos agujeros que le habían atravesado el cráneo. El pretoriano alzó el bólter pesado y abrió fuego justo cuando el tercer disparo de Leonid lo alcanzó en la garganta, volándole la cabeza.
Cayó hacia atrás, disparando el arma mientras caía y dibujando una línea de balas en dirección a Leonid que resultó herido en el hombro. El castellano chilló de dolor y el impacto lo tiró al suelo después de hacerlo girar en el aire.
El segundo pretoriano apuntó con sus cañones automáticos hacia Leonid. Sus mecanismos de disparo silbaban mientras acumulaban velocidad para el disparo.
Antes de que pudiera disparar, Eshara salió de un salto de su cobertura tras la caja y dio un tajo con su espada, rebanando los cañones en una brillante explosión de chispas. Giró sobre sí mismo e hincó el codo en la cara del servidor de combate, aplastándole el cráneo en un mar de sangre. Su golpe de reverso seccionó de un tajo la mitad superior orgánica del cuerpo del pretoriano separándola de la unidad de oruga. El gemido del motor de sus armas se convirtió en un petardeo y murió.
Leonid se incorporó del suelo agarrándose el hombro herido y dio las gracias a Eshara antes de girarse hacia la puerta cerrada tras la que habían desaparecido Naicin y su desconocido cómplice.
—¡Maldición! —exclamó—. En nombre de Joura, ¿cómo vamos a atravesar eso?
Eshara miró por encima del hombro de Leonid y señaló algo que estaba detrás de él.
Leonid frunció el entrecejo y se dio la vuelta para ver lo que estaba señalando el marine espacial. Sonrió.
La puerta del Templo de la Máquina tenía un grosor de treinta centímetros y estaba hecha de sólido acero, pero se deshizo como papel de aluminio cuando se estrelló contra ella el equipo de perforación de ochenta toneladas. La sección del techo fue arrancada por el bajo dintel de la puerta cuando la atravesó chirriando y lanzando restos retorcidos de acero y chispas por todo el santuario interior del Templo de la Máquina.
La gigantesca máquina de oruga dio un giro brusco cuando Eshara perdió el control durante un instante, estrellándose contra un grupo de monitores y paneles de control. La cámara de luz ámbar estaba repleta de máquinas en funcionamiento. Eshara y los cuatro supervivientes de la guardia de honor saltaron de la ruidosa máquina en cuanto se deslizó hasta detenerse con un chirrido final.
Leonid lanzó un gruñido de dolor al tocar el suelo, intentando obtener algún sentido de la escena que tenía ante él.
El magos Naicin tenía la cabeza inclinada ante una estructura romboidal y achaparrada sobre la que descansaba una cuba hecha añicos de la que iba escapando un líquido. En una de sus manos enguantadas sostenía su máscara de bronce y en la otra lo que parecía un pedazo refulgente de carne húmeda. Lo echó a un lado y Leonid se quedó horrorizado cuando vio cómo lo miraban fijamente desde el suelo los rasgos flácidos del archimagos Amaethon. Después de siglos a su servicio, los restos orgánicos estaban finalmente muertos.
La voluminosa figura que había acompañado a Naicin estaba de pie encima del romboide con los brazos anchos y deformes totalmente abiertos. Unos movimientos protuberantes se revolvían debajo de su túnica, como si una colección de serpientes estuviera retorciéndose debajo de la ropa. Bajo su atenta mirada, sus ropas se saltaron y cayeron al suelo, mostrando una inmensa musculatura de acero negro que se estaba tensando en una horripilante amalgama de componentes orgánicos y biomecánicos. ¿Aquella criatura era una máquina o un hombre, o alguna horrible simbiosis de ambos?
—¡Naicin! —gritó Leonid—. ¿Qué has hecho?
El magos levantó la cara y Leonid dio un grito ahogado de horror cuando vio los rasgos verdaderos de Naicin: una masa arremolinada de finos tentáculos similares a gusanos que brillaba y se retorcía para formar la masa de su cabeza. Un núcleo de ojos lechosos e hinchados sobresalía en el centro de su cara, por encima de una boca similar a un esfínter adornada con unos dientes como alfileres.
—Un mutante —escupió Eshara, y levantó la pistola.
Los cuatro guardias estaban paralizados por el terror a causa de la extraña visión que tenían ante ellos. Y esa perversa fascinación fue lo que los mató.
La figura que estaba encima del romboide alzó los brazos y su carne se contorsionó mientras se transformaban en dos armas de tremendos cañones. Un atronador tableteo brotó procedente de las armas, que se llevaron por delante a la guardia de honor de Leonid hasta desintegrarlos en un segundo. Leonid se lanzó al suelo una vez más buscando la protección del equipo de perforación mientras Eshara cargaba contra la gigantesca figura del centro de la cámara.
El magos Naicin emitió un silbido y dio un salto para interceptarlo, desplazándose a una velocidad inhumana. Sus brazos se movían con una rapidez tremenda y las probóscides dentadas que surgían de las yemas de sus dedos hicieron perder pie a Eshara. Un icor sibilante salpicó la hombrera de Eshara y rápidamente las placas de ceramita de la armadura que tenía debajo se disolvieron. El capitán de los marines espaciales echó a rodar debajo de las bocas ansiosas por encontrarlo al tiempo que Naicin volvía a dirigirse a él con unas manos como látigos que escupían ácidos siseantes.
Leonid se aprovechó de la distracción para dejar descansar la pistola sobre la protección de la oruga del equipo de perforación y apuntó a la monstruosa figura que había matado a sus hombres.
Los brazos-arma habían vuelto a cambiar, transformándose en unos largos cables estriados que se movían como serpientes. Mientras miraba a lo largo del cañón del arma entrecerrando los ojos, las costillas de la figura se abrieron de par en par, desplegándose como una antigua puerta cubierta de musgo. Una docena de tentáculos estriados de un metal verde chorreante serpentearon desde la cavidad de su pecho y atravesaron el aire formando espirales que parecían estar buscando algo.
Leonid apretó el gatillo y el estallido del láser golpeó a la figura en la cabeza.
Sin embargo, gracias a un destello de luz verde, Leonid vio que su objetivo estaba indemne.
Leonid disparó una y otra vez, pero los disparos fueron inútiles. La cosa de la plataforma era invulnerable. Los tentáculos metálicos seguían alargándose, enganchándose en las máquinas situadas alrededor del centro de la cámara. Más tentáculos brotaron de la retorcida masa de intestinos biomecánicos, que se deslizaban por el aire como ramas de un árbol y se enganchaban a los mecanismos de preservación de la vida del Templo de la Máquina y a los sistemas que regulaban la ciudadela.
Sonaron sirenas de alarma y parpadearon luces de aviso por toda la circunferencia de la cámara.
Leonid sabía que no podía hacer nada para detener a la malvada criatura sin Eshara, y corrió hacia el marine espacial, que estaba luchando con el abominable mutante.
Eshara lanzó un tajo con la espada a Naicin, pero la cosa se movía con una velocidad cegadora y sus probóscides chorreantes se balanceaban de lado a lado con cada golpe. La pistola bólter del capitán sólo era una masa fundida sobre el suelo, y Leonid vio que la armadura de Eshara presentaba unos humeantes agujeros redondeados donde le había golpeado la corrosiva probóscide de Naicin. Levantó su pistola.
—Retroceda, hermano-capitán —ordenó Leonid.
Eshara esquivó un golpe dirigido al corazón y rápidamente se alejó del repugnante mutante. Naicin se echó atrás hacia la base de la plataforma romboidal mientras la luz ámbar omnipresente de la cámara se atenuaba, cambiando a un verde enfermizo. Leonid apuntó a la cabeza del mutante.
Naicin lanzó una risa ahogada, un sonido a medio camino entre un sorbo y un gorjeo.
—¡Bobos! No podéis ganar. Podéis matarme, pero mis señores no tardarán en pisotear vuestros huesos.
—¿Por qué, Naicin? —preguntó Leonid.
—Yo podría hacerte la misma pregunta —soltó Naicin—. Ni siquiera sabéis qué es lo que protegéis con vuestra lucha.
—Luchamos para proteger un mundo del Emperador, mutante —le espetó Eshara.
Naicin se echó a reír, un horrible sonido que les provocaba náuseas.
—¿Creéis que a vuestro Emperador le importa este mundo? ¡Mirad a vuestro alrededor; es un páramo! Un páramo creado por la mano del hombre. Esto fue en su día un mundo fértil y generoso hasta que el Adeptus Mecánicus intentó hacerlo suyo. Las bombas víricas mataron a todo ser vivo de la superficie de este mundo y lo dejaron inhabitable durante siglos.
—Mientes. ¿Por qué iba el Adeptus Mecánicus a hacer algo así?
—Querían asegurarse de que nadie sintiera nunca el menor deseo de habitar aquí. Así, cuando construyeran aquí sus laboratorios genéticos, estarían en el olvido y nadie los molestaría. Estáis pisando uno de los lugares más sagrados del Adeptus Mecánicus y ni siquiera lo sabéis. La simiente genética que tenéis en tan alta estima, el futuro de los marines espaciales… Éste es uno de los dos únicos sitios de la galaxia donde se crea y almacena.
Al ver la expresión de horror que mostraba la cara de Eshara, Naicin comenzó a reír.
—¡Sí, capitán, cuando el Forjador de Armas y el Saqueador tengan vuestras semillas genéticas, las utilizarán para crear legiones de marines espaciales leales a la gloria del Caos!
—Pero tú no vivirás para verlo —gruñó Eshara, arrancando la pistola de la mano de Leonid y apretando el gatillo.
La cabeza de Naicin explotó, inundando la plataforma con un apestoso fluido de color amarillo y trozos de la gomosa carne de los tentáculos. El cadáver cayó al suelo mientras Eshara lo acribillaba con otros cuatro disparos.
Eshara le devolvió la pistola a Leonid sin pronunciar una palabra y las alarmas comenzaron a chirriar por toda la cámara. Ambos hombres alzaron la vista hacia la figura de la plataforma, que estaba siendo levantada del suelo mientras mantenía los brazos extendidos en cruz. Más tentáculos en forma de cable brotaron de su cuerpo, y el halo verde que llenaba la cámara parpadeaba desde el interior de su pecho.
Las explosiones de chispas de jade procedían del contorno de la habitación: líneas parpadeantes de electricidad letal formando un arco entre máquina y máquina mientras se extendía la corrupción del tecnovirus a todos los sistemas de la ciudadela.
Una lengua restallante de energía eléctrica lamió el suelo detrás de Leonid y de Eshara. Los dos guerreros se alejaron tambaleándose del monstruo que tenían frente a ellos. Las explosiones invadieron la cámara y una sonora tormenta de rayos abrasó todo el Templo de la Máquina. Eshara protegió a Leonid con su cuerpo y corrió hacia el agujero irregular de la puerta. Lanzas de rayos verde esmeralda resplandecieron por toda la cámara. Un proyectil alcanzó a Eshara en la espalda y lanzó un gruñido de dolor, lanzándose en plancha a través de la puerta mientras estallaban tras él llamaradas de fuego verde.
Eshara rodó hacia un lado mientras los mortíferos rayos bailaban al otro lado de la puerta del Templo de la Máquina, formando una chisporroteante red eléctrica que bloqueó por completo la entrada.
Los dos se alejaron de la parpadeante luz verde, sin aliento y gruñendo de dolor.
Eshara se esforzó para ponerse en pie y le ofreció una mano a Leonid, que se agarró el hombro herido y tiró hasta incorporarse. Antes de que ninguno de ellos pudiera hablar, el microtransmisor del casco de Eshara crepitó y el capitán escuchó con toda atención el mensaje que estaba recibiendo.
Leonid leyó en su rostro que las noticias no eran buenas.
—¿Y bien? —preguntó, esperando lo peor.
—Ya ha empezado. El escudo ha caído y el enemigo está atacando de nuevo.
Leonid asintió y volvió la vista al sellado infierno verde del Templo de la Máquina.
—Entonces, nuestro sitio está en las murallas —dijo sombríamente.
* * *
Los dos restantes titanes de la Legio Mortis avanzaban sobre la ciudadela acompañados de una oleada de tanques Vindicator y cuarenta y dos Dreadnoughts que caminaban sin dejar de aullar. Casi seis mil fatigados soldados en uniformes rojos que corrían a toda velocidad entre sus blindados se metieron en el foso, cuyas superficies habían sido alisadas y vitrificadas por el fuego de plasma de los titanes que habían caído.
Los proyectiles trazadores surcaron la oscuridad mientras sonaban las alarmas en la ciudadela y unos disparos aislados atravesaban la horda que cargaba contra ellos.
Honsou observaba desde los bastiones montados sobre los hombros del Pater Mortis, casi a treinta metros del suelo. Vio a los Vindicators colocándose en sus posiciones de tiro de las barbetas a lo largo de la tercera paralela para machacar los debilitados muros de la ciudadela, haciendo que se vinieran abajo grandes cantidades de mampostería, al tiempo que los Dreadnoughts se dirigían a la zanja. Se agarró al borde de la empalizada de hierro cuando el titán se metió en la zanja, provisto de garras para escombros en sus inmensos pies para asegurar la firmeza de sus pisadas.
Sesenta y dos Guerreros de Hierro, todo lo que quedaba de su compañía, llenaban los bastiones a ambos lados de la cabeza del titán, preparados para caer sobre los terraplenes de la muralla interna de la ciudadela. Los defensores imperiales habían abandonado la muralla exterior y el escudo no funcionaba. Nunca volverían a tener una oportunidad mejor que aquélla.
El fuego contra los bastiones y la muralla interior se redujo cuando los titanes se acercaron a los muros, que ya no eran más que unas pilas de escombros. Honsou levantó la espada en saludo al Dies Irae cuando pasaron sobre sus restos fundidos.
Honsou miró hacia la derecha y distinguió la silueta del otro titán que quedaba de la Legio Mortis, con sus bastiones abarrotados con los guerreros de Forrix. Era el último asalto y no se podían permitir fracasar. Se agarró con fuerza cuando la poderosa máquina de guerra cruzó la brecha que había abierto el estallido del Dies Irae y notó el creciente rugido de furia, que surgía del interior del titán demoníaco. Ambas máquinas de guerra disparaban sin cesar con los cañones unas tremendas ráfagas que arrancaban grandes trozos de la muralla interior y demolían secciones enteras del parapeto. El espacio entre la muralla interior y la exterior estaba vacío de enemigos: los Warhounds que habían frustrado el ataque anterior se habían retirado al interior de la ciudadela. Los guerreros apostados en la muralla abrieron fuego, pero los escudos de los titanes eran protección más que suficiente frente a semejantes pinchazos. Una luz verde parpadeante rodeaba a los cañones montados en las murallas. Honsou no entendía por qué no les disparaban, pero le dio las gracias a los dioses oscuros por ello.
Los tanques Vindicator subieron por las laderas de escombros de las brechas de la muralla exterior mientras los dos titanes seguían avanzando. La muralla se estremeció bajo los poderosos disparos de los tanques de asedio cuando cañonazo tras cañonazo impactaron contra la puerta interior. Los Dreadnoughts añadieron su potencia de fuego a la barrera de artillería. Tres de las enloquecidas máquinas de guerra se dejaron llevar por el frenesí del combate y cargaron con paso pesado contra la puerta para atacarla con sus grandes martillos, pero lo único que consiguieron fue quedar destrozadas por los disparos de los Vindicators.
La distancia se fue acortando con cada paso que daba el Pater Mortis, y Honsou vio con claridad los rostros de los hombres que defendían la muralla. Los disparos láser cruzaban el espacio que lo separaba de ellos, pero se rio a carcajadas: se sentía completamente invencible. Se inclinó hacia adelante cuando los brazos del titán se incrustaron en la muralla y los garfios de asalto se hundieron en el rococemento.
Unos segundos más tarde, bajaron los puentes levadizos de combate de los bastiones de los hombros y aplastaron las almenas con su peso.
Honsou alzó la espada y cargó hacia las murallas gritando.
—¡La ciudadela es nuestra! ¡Sin cuartel!
Bajó a la muralla de un salto y mató de un solo tajo a tres guardias imperiales antes de empezar a disparar con la pistola bólter hacia un lado del parapeto. Tenían delante a cientos de enemigos, pero Honsou se enfrentó a ellos sin miedo, matando con una habilidad casi sobrenatural.
Los Guerreros de Hierro se desplegaron desde los bastiones de los hombros del titán y acabaron con todos los defensores que se encontraron, haciendo retroceder a los demás. El estruendo era increíble y el parapeto estaba resbaladizo por la sangre que chorreaba y las entrañas esparcidas por el suelo. Cada vez que los Guerreros de Hierro estaban a punto de romper las líneas del enemigo, los Puños Imperiales encabezaban un contraataque desesperado y los obligaban a retroceder consiguiendo mantener las posiciones defensivas. Honsou mató a otro guardia imperial y se arriesgó a detenerse un momento para mirar hacia donde se encontraban los guerreros de Forrix. Los Guerreros de Hierro también se enfrentaban allí con la tenacidad increíble y con la resistencia desafiante de los defensores de la ciudadela.
Estaban aguantando el ataque, pero a duras penas. Honsou se dio cuenta de que estaban a punto de ceder.
Detuvo un tajo lanzado contra su cuello y destripó al atacante al mismo tiempo que una sombra negra y monstruosa, más oscura que la noche más negra, cayó sobre la muralla. El combate se detuvo durante un brevísimo instante cuando todos giraron la cabeza para saber qué nueva maldad acababa de llegar.
El Forjador de Armas se posó sobre el parapeto con un retumbar que agrietó la muralla. La oscuridad recién nacida de sus poderosas alas quedó extendida a su espalda. Los guardias imperiales que había alrededor cayeron al suelo vomitando sangre y en medio de fuertes convulsiones. Extendió los brazos, y el hacha que llevaba en una mano y las garras de la otra mataron a todo lo que se encontraba a su alcance. La oscuridad que envolvía la cabeza del Forjador de Armas se arremolinó y escupió rayos de energía negra que disolvían todo aquello que tocaba.
Los gritos de terror se propagaron por todo el parapeto y los horrorizados soldados dieron media vuelta y huyeron de la espantosa aparición. El Forjador de Armas se irguió por completo y la armadura se dilató y agrandó mientras los rostros atrapados en su interior se tensaron y gimieron como un coro de espectros lastimeros.
Honsou sacudió la cabeza para librarse de su asombro y lanzó un aullido triunfal.
—¡Ya son nuestros!
Cargó en pos de la masa de soldados fugitivos y los fue abatiendo con tajos de la espada. La línea de combate imperial se vino abajo y ni siquiera los Puños Imperiales lograron impedir la desbandada.
Vio que Forrix también mataba a decenas de guardias imperiales mientras huían. Se oyó un estampido tremendo procedente de algún punto más abajo, y Honsou supo que habían derribado la puerta interior de la ciudadela. El Forjador de Armas se alzó por el aire de nuevo mientras la matanza sobre la muralla continuaba y extendió su sombra de corrupción por el parapeto.
Honsou derribó a su vez una de las puertas de hierro que conducían al interior de las gigantescas torres que flanqueaban la puerta y se lanzó de cabeza adentro. Los soldados que estaban allí gritaron de terror cuando se puso en pie. Ya no representaban una amenaza, pero los mató de todas maneras.
Bajó con rapidez las escaleras con la sangre enardecida por la promesa de la victoria al alcance de la mano.
—¡A mí, Guerreros de Hierro! ¡La ciudadela ya es nuestra!
Forrix bajó con pasos atronadores las escaleras de la torre sin dejar de disparar. La escalera bajaba en espiral hacia la izquierda y los proyectiles de bólter silbaban y rebotaban contra las murallas. En los rellanos de dos de los pisos había unos reductos de defensa, pero nada pudo detener el feroz asalto de los Guerreros de Hierro. Forrix y sus exterminadores acabaron con facilidad con los defensores de ambos.
Incluso mientras mataba, pensaba asombrado en la transformación del Forjador de Armas. El señor de los Guerreros de Hierro se encontraba al borde mismo de convertirse en un demonio, y los cambios que le azotaban el cuerpo eran cada vez más evidentes. Sin duda, su ascensión final estaba a punto de producirse. Forrix había notado la tremenda sensación de urgencia, la prisa que tenía el Forjador. Sabía que su señor estaba esforzándose por mantener la coherencia de su cuerpo. Una mala maniobra y el Forjador de Armas podía acabar convertido en el estallido de anatomías cambiantes que era un engendro del Caos, condenado por toda la eternidad a una vida de mutaciones continuas y carentes de toda conciencia propia.
La base de la torre daba a una amplia zona despejada que había sido diseñada como defensa ante ataques del exterior, no del interior, así que los defensores no tenían nada tras lo que ponerse a cubierto. Los disparos láser acribillaron la pared que Forrix tenía al lado. Movió de un lado a otro de la habitación el combibólter y mató a guardias imperiales cada vez que apretó el gatillo.
Los exterminadores se desplegaron a su espalda. El casco con cuernos que llevaban imitaba el morro de un animal de presa. Forrix pensó que la imagen no era inapropiada en absoluto. Unas estrechas salidas conducían al exterior de la torre, pero eran demasiado angostas para que pasara alguien protegido por una armadura de exterminador. Forrix se limitó a darle un puñetazo a la jamba y echó abajo el dintel para pasar sin problemas. Los exterminadores lo siguieron al interior de la ciudadela.
Forrix sonrió al ver al Forjador de Armas sobrevolar el campo de batalla. Las alas que le salían de la espalda eran cada vez más sólidas y la forma de su cuerpo ondulaba como si se encontrara en un estado permanente de cambio. Al otro lado de la puerta destrozada vio salir a Honsou al frente de sus guerreros por la puerta de la otra torre y abalanzarse sobre un grupo desorganizado de guardias imperiales que huían en desbandada.
Delante de él, al otro lado de una amplia explanada de adoquines, se alzaba un puñado de edificios en ruinas. Las ventanas rotas parecían mirarlo como cuencas oculares vaciadas y ennegrecidas. Los soldados humanos, los Vindicators, los Dreadnoughts y los profanadores atravesaron los restos en llamas de la puerta y aceleraron para desplegarse y evitar los disparos de respuesta procedentes de las ruinas.
Las ráfagas de disparos láser atravesaban de forma esporádica la noche envuelta en llamas, pero el fuego enemigo era desorganizado y no tenía un objetivo concreto. De las ruinas surgían numerosas columnas de humo espeso y negro. Forrix oyó el chasquido de unas enormes garras de combate que arrancaban un trozo de la muralla a su espalda: los dos titanes de la Legio Mortis la estaban echando abajo en su deseo por participar en la matanza.
El humo se apartó y el zumbido agudo de los disparos de un cañón bólter Vulcano resonó cuando acribillaron la explanada en una línea recta que se dirigía hacia la puerta. Tres Vindicators volaron hechos pedazos y un Dreadnought acabó volcado por el suelo, donde manoteó frenéticamente pero en vano cuando intentó ponerse en pie.
Forrix se lanzó a la carga y cruzó la explanada en cuanto vio al titán que había señalado como su presa. La bestia atravesó el humo con rapidez, deteniéndose un momento tan sólo para apuntar contra los Guerreros de Hierro. Sin embargo, al estar en terreno abierto, sus disparos contra ellos no fueron tan efectivos como en la brecha.
—¡Dispersaos! —gritó Forrix a sus exterminadores cuando se agruparon a su alrededor antes de seguir con su carga hacia los Warhounds.
—Ya me esquivaste antes, bestia, pero esta vez acabaré contigo —le prometió.
—¡Apuntad con cuidado! —gritó Leonid mientras las andanadas de disparos láser intentaban acribillar a los Guerreros de Hierro que corrían de un edificio en llamas a otro para ponerse a cubierto. Todas las calles estaban llenas de humo. Ninguno de sus atacantes caía abatido, y Leonid sabía que debían procurar que cada disparo contase. El Warhound Defensor Fidel caminaba de espaldas detrás de los hombres que retrocedían ante aquel ataque y disparaba con todo lo que tenía contra los perseguidores de los jouranos.
Vio a través del humo que surgía de los edificios bombardeados los enormes trozos de rococemento que estaban arrancando los titanes que actuaban como torres de asedio. Supo que les quedaban escasos minutos antes de que aquellas gigantescas máquinas de guerra se unieran a la batalla. Los tanques de asedio y unos vehículos grotescos de varias patas, con torretas cubiertas de runas execrables, pasaron por encima de la puerta ya destrozada. El miedo era visible en cada uno de los ensangrentados rostros que lo rodeaban.
El hermano-capitán Eshara reagrupó a los supervivientes de su compañía, treinta marines espaciales, y combatió a su lado, sin dejar de disparar el bólter con cada paso atrás que daba a regañadientes.
De repente, un grupo de una docena de los soldados de uniforme rojo, servidores de los Guerreros de Hierro, apareció lanzado a la carga hacia su flanco. Los disparos de sus anticuados rifles mataron a cinco jouranos antes de que pudieran reaccionar. Leonid se arrodilló, se llevó el rifle al hombro y disparó en fuego automático acribillando la calle con brillantes rayos láser. Cayeron tres soldados enemigos y Eshara mató a otros cuatro con el fuego preciso y letal de su bólter. Los demás apuntaron contra Leonid, pero antes de que pudieran disparar, el suelo se estremeció y un enorme pie de adamantium dio un pisotón y los aplastó contra el suelo.
El Jure Divinu machacó el edificio que estaba frente a Leonid con disparos de turboláser, y el castellano vio que seis soldados caían ardiendo desde el interior acompañados por los restos en llamas del edificio, que acabó desplomándose cuando la estructura, y a inestable, cedió por fin.
Leonid vio que un guerrero con armadura de exterminador surgido del humo se lanzaba a la carga directamente contra el Jure Divinu con el rostro contraído por el ansia de matar. Los rasgos de aspecto muerto indicaban una maldad atávica y un odio muy amargo.
Leonid no tuvo tiempo de pensar. Eshara lo agarró del brazo y lo arrastró para que echara a correr por las ruinas en llamas hacia la pared septentrional de la ciudadela. Los marines espaciales corrían a su lado. Los hombres de la Guardia Imperial ya habían cruzado la Puerta Valedictoria y comenzaban a descender hacia las cavernas.
La Puerta Valedictoria había sido construida en una ladera de la montaña con un baluarte a cada lado para impedir así el paso a las cavernas subterráneas, pero debido a la traición de Naicin en el Templo de la Máquina, permanecía abierta de par en par.
Varias explosiones sacudieron los edificios que estaban a la espalda de Leonid y lo arrojaron al suelo.
Eshara lo ayudó a ponerse en pie de un tirón mientras los treinta marines formaban un semicírculo de cara al enemigo alrededor de la Puerta Valedictoria.
El capitán de los marines espaciales se agachó hasta que el casco abollado y ennegrecido quedó a la altura de la cabeza de Leonid.
—Castellano, debe bajar y destruir la simiente genética.
—¿Cómo? —jadeó sin aliento Leonid—. El Templo de la Máquina ha desaparecido. No hay forma de hacerlo.
Eshara le apretó con más fuerza el brazo.
—Debe hacerlo. Con lanzallamas, con rifles de plasma, con cualquier cosa, pero no permita que ni la más mínima parte de esa simiente genética caiga en manos del enemigo. Es mejor destruirla antes que la tenga el Caos. ¿Lo ha entendido?
—Amigo, necesitaremos tiempo para conseguirlo del todo. ¿Podrá contenerlos el tiempo suficiente? —le preguntó Leonid, completamente consciente del precio que pagarían por conseguirle ese tiempo.
Los dos guerreros se miraron fijamente durante un instante y luego se estrecharon las manos al estilo de los guerreros, agarrándose por las muñecas.
—Los contendremos el tiempo suficiente —le aseguró Eshara dejando caer el bólter y desenvainando sus dos espadas de energía.
—Buena suerte, hermano-capitán Eshara —le deseó Leonid.
—Lo mismo digo, castellano Leonid.
Leonid se dio la vuelta sin decir ni una sola palabra más y cruzó a la carrera la Puerta Valedictoria.
* * *
Forrix vio cómo la bestia trastabillaba al recibir en la pierna el cañonazo de un tanque Vindicator. El Warhound se tambaleó y la montura del arma se desprendió cuando estampó el brazo contra un edificio en ruinas. Ya lo tenían, acorralado contra una esquina y sin protección.
Había otro Warhound en las cercanías, pero el humo y el estallido de las explosiones ocultaban su localización exacta.
—¡Te ha llegado la hora, bestia! —gritó Forrix lanzándose a por el titán.
El caparazón blindado del Warhound recibió una nueva andanada de disparos y las piernas se doblaron bajo la potencia de fuego que estaba sufriendo. El compartimento del puente de mando bajó casi hasta el suelo y los ojos verdes de la cabeza del titán se cruzaron con los de Forrix. Éste se echó a reír: sabía que la bestia estaba perdida. Ya la tenía.
Sus exterminadores y él se acercaron a la forcejeante máquina con los puños de combate en alto para darle el golpe de gracia. Forrix se subió al inmenso pie y martilleó con el puño de combate una y otra vez la juntura del tobillo de la pierna del Warhound.
La máquina de guerra levantó la pierna al darse cuenta del peligro que corría y dio un paso atrás, pero tambaleándose como si estuviera borracha y estampándose contra un edificio que se alzaba al otro lado de la calle.
Forrix se mantuvo agarrado para salvar la vida mientras el Warhound se esforzaba por librarse de él, pero no dejó de golpearla con el puño de combate en el tobillo. El titán giró la pierna y la posó sobre una pila irregular de escombros. Forrix salió despedido cuando todo el peso del Warhound se apoyó en el tobillo ya machacado.
La juntura estalló en una lluvia de chispas y el Warhound se derrumbó hacia atrás atravesando un edificio en llamas y cayendo al suelo envuelto en una cascada de bloques de rococemento. El compartimento del puente de mando se partió y se abrió por la fuerza del impacto, y Forrix se subió al despojo llameante para llegar hasta la cabeza.
Varias siluetas difusas todavía se esforzaban por salir de allí cuando Forrix vació el cargador del combibólter en el puente de mando y mató a todas las personas que quedaban con vida con una lluvia de proyectiles.
Forrix no dejó de reírse mientras acababa con la tripulación del Jure Divinu. Amartilló el rifle de fusión acoplado al bólter.
El muro que se alzaba detrás de la bestia muerta cayó derrumbado y lo cubrió de humo y de pequeños cascotes, cegándolo de forma momentánea.
Cuando el aire se aclaró, la sensación de placer por el triunfo desapareció al encontrarse mirando frente a frente a los ojos iracundos del segundo Warhound.
—¡No! —exclamó Forrix con un rugido.
Las armas del titán gimieron al adquirir potencia de tiro.
Forrix alzó su arma y apretó el gatillo al mismo tiempo que el titán disparaba los turboláseres y los bólters Vulcano.
Forrix notó una brevísima sensación de dolor y frustración antes de que las armas del Defensor Fidei lo destruyeran por completo.
* * *
Honsou cruzó al trote la ciudadela conquistada, satisfecho más allá de lo que podía expresar por la matanza que se desarrollaba a su alrededor. Los guerreros tanto de su compañía como de la de Forrix lo seguían por las calles de la fortaleza enemiga y gritaban su nombre a los dioses oscuros.
El estruendo de una gran andanada de disparos le llegó desde la izquierda y se dirigió hacia allí. Dobló una esquina a tiempo de ver al Warhound averiado caer al suelo y a Forrix cargar hacia la cabeza de la máquina de guerra.
Honsou vio derrumbarse la pared que estaba delante de Forrix y cómo surgía de entre el humo la forma furibunda del compañero del titán caído. Vio cómo alzaba las armas y destrozaba a Forrix en una explosión de sangre y de piezas metálicas.
Honsou no sintió otra cosa que triunfo al ser testigo de la muerte de Forrix. Kroeger había desaparecido y Forrix había muerto: era evidente que los dioses del Caos lo favorecían esta noche.
La victoria del Warhound duró poco rato cuando el poderoso Pater Mortis, derribando edificios por la fuerza de las pisadas, apareció a la espalda de Honsou y disparó todas sus armas. El titán explorador desapareció detrás de una serie de explosiones encadenadas: sus escasos escudos de vacío y su blindaje ligero no eran rival para la potencia de fuego de un titán de la clase Warlord.
Trastabilló hacia atrás y Honsou pensó por un momento que había sobrevivido, pero un instante después, una tremenda explosión hizo estallar la cabeza del Warhound y el titán enemigo cayó con el compartimento del puente de mando convertido en un amasijo llameante.
Honsou lanzó un gruñido de satisfacción y se puso en marcha de nuevo.
El enemigo estaba derrotado en todos sitios, desmoralizado y a la fuga.
Llegó a una amplia plaza. Al otro extremo de la misma vio un patético grupo de Puños Imperiales. Estaban esperándolos con las espadas desenvainadas a la entrada de las cavernas excavadas en la ladera de la montaña. Sus rostros mostraban orgullo y desafío.
Honsou se echó a reír mientras avanzaba a la cabeza de su compañía. El Forjador de Armas descendió del cielo oscuro. El señor de los Guerreros de Hierro aterrizó con fuerza y los adoquines sisearon al quedar derretidos a sus pies, como si el propio suelo se rebelara contra el Caos que se retorcía en su interior. Su cuerpo se ondulaba con los cambios, como si un millón de formas quisieran nacer de aquella anatomía inquieta. Las alas negras a su espalda retemblaron y la armadura ya parecía más brillante, con un aspecto más orgánico, como si fuese el caparazón de un insecto.
El Forjador de Armas inclinó la cabeza en dirección a Honsou en un gesto de respeto entre dos guerreros.
—Es hora de que acabemos con esto —le dijo el Forjador con voz ronca y rasposa.
—Sí —contestó Honsou, mostrándose de acuerdo y dirigiéndose hacia los Puños Imperiales. Los Guerreros de Hierro se desplegaron para rodearlos sin dejar de apuntarlos con las armas.
Una tremenda quietud se apoderó del ambiente cuando aquellos viejos enemigos quedaron frente a frente bajo el brillo de la ciudadela en llamas, y una inmensa sombra cayó sobre la plaza cuando el Pater Mortis surgió de entre las ruinas.
Un guerrero salió del semicírculo de marines espaciales y se quitó el casco. Honsou notó el odio que aquel individuo sentía hacia él.
—Soy el hermano-capitán Eshara, de los Puños Imperiales, orgulloso hijo de Rogal Dorn, soldado del Emperador y azote de herejes. Enfréntate a mí y muere, traidor.
El Forjador de Armas se encaró a Eshara, y Honsou sonrió al ver el efecto que su presencia tenía en el marine espacial. El rostro del capitán se contrajo por el dolor y el Forjador se abalanzó contra él y le lanzó un tajo vertical para partirlo en dos.
Eshara cruzó las espadas por encima de la cabeza y detuvo el golpe, pero la fuerza del impacto lo hizo ponerse de rodillas. Con un gruñido, giró una espada por lo bajo y se la clavó al Forjador en el costado. De la herida salió un chorro de sangre negra. El Forjador le propinó un tremendo puñetazo en el pecho y le partió la coraza pectoral.
Los Puños Imperiales se lanzaron a la carga gritando el nombre de Rogal Dorn al ver caer a Eshara.
Los Guerreros de Hierro comenzaron a disparar y los fueron abatiendo.
Fue una lucha desigual, y aunque los Puños Imperiales combatieron con fiereza, el resultado fue evidente desde el principio.
Honsou atravesó con la espada a un Puño Imperial a la vez que veía asombrado cómo Eshara se ponía en pie tosiendo grandes escupitajos de sangre. El Forjador de Armas lanzó un tremendo rugido y le clavó el hacha en la hombrera, atravesando la armadura como si fuera papel y partiéndolo desde el cuello hasta la pelvis.
Eshara cayó derrumbado al suelo, pero todavía tuvo fuerzas de alzar débilmente la cabeza cuando el Forjador de Armas dejó a un lado el hacha y se agachó para levantarlo.
—Quiero que sepas esto, hijo de Dorn —le espetó el Forjador—: Me comeré tu simiente genética y os extinguiré a todos empezando por ti.
El Forjador de Armas levantó el cuerpo moribundo de Eshara y se lo llevó a la cara. Se oyó un monstruoso sonido de fractura primero y de succión después. La sangre saltó a chorros a los pies del Forjador y éste lanzó un aullido de placer orgiástico antes de arrojar a un lado el cadáver destrozado de Eshara.
Hasta Honsou se quedó asombrado al ver que toda la cavidad torácica del marine espacial había sido arrancada de un mordisco y que los órganos internos habían sido absorbidos y devorados por el Forjador de Armas.
Honsou dejó a un lado aquel suceso y siguió al Forjador de Armas cuando se apresuró a cruzar la entrada que llevaba al interior de la montaña y a su objetivo final.
* * *
Leonid golpeó el cristal del tanque de incubación con la culata del rifle y retrocedió cuando el chorro de líquido amniótico salió a chorros junto a la carga fetal. Recurría a la fuerza bruta porque el cargador de energía del rifle láser se había agotado hacía tiempo. Se acercó a la siguiente cápsula, pero se quedó mirando asombrado el tremendo tamaño de la caverna que se abría ante él. El final no se podía ver, perdido en la oscuridad, y esa oscuridad tan sólo estaba rota por las amplias avenidas de las cápsulas de incubación. Había miles de tanques en filas ordenadas con las superficies escarchadas y frías al tacto.
Leonid comprendió en esos momentos el peligro inherente a un lugar como aquél. Si lo que Naicin les había contado era cierto, aunque sólo fuera una parte, allí había almacenado material genético suficiente para crear miles de aquellos malignos guerreros del Caos. La sola idea de que semejantes criaturas nacieran de lo que había allí era realmente horrible.
Los servidores de cría con iluminadores montados sobre los hombros eran manchas de luz en la oscuridad y se movían en silencio por la gigantesca caverna para cumplir sus funciones. Cientos de soldados recorrían el lugar disparando, quemando y rompiendo todo lo que podían. Sin embargo, Leonid sabía que se trataba de una tarea sin esperanza, ya que la magnitud de las instalaciones la hacían imposible. No tenían forma alguna de destruir todo aquello antes de que llegaran los Guerreros de Hierro y los mataran.
Pero lo intentarían. Era lo único que les quedaba en la vida.
* * *
Honsou y los Guerreros de Hierro siguieron al Forjador de Armas, que bajaba corriendo por los pasillos abiertos bajo la montaña. Se notaba en el señor de los Guerreros de Hierro una ansia desesperada, como si fuera un mastín del Caos que hubiese olfateado el olor a sangre. El cuerpo le palpitaba como si fuera un corazón en pleno ataque de frenesí, como si estuviese conteniendo un torbellino de potencialidad que se esforzaba por aparecer.
El comandante de compañía oyó sonidos de rotura y de destrucción un poco más adelante y supo que se acercaban ya al tesoro que la ciudadela había guardado con tanto celo. Cuando el pasillo se ensanchó y niveló hasta quedar horizontal vio unas enormes puertas doradas sobre las que brillaba una tenue luz verde, al otro lado de las cuales se abría una inmensa caverna.
Las exclamaciones y los sonidos del cristal al romperse se convirtieron en gritos de aviso cuando los humanos vieron a los Guerreros de Hierro lanzados a la carga. Unos cuantos valientes intentaron enfrentarse al Forjador de Armas, pero cayeron chillando al suelo, donde se quedaron retorciéndose, en cuanto se les acercó.
Los Guerreros de Hierro se adentraron a la carrera en la caverna y el eco de sus disparos resonó por todo el lugar mientras mataban a los últimos defensores de la ciudadela.
El Forjador de Armas se detuvo al lado de una cápsula de incubación destrozada y sacó un trozo de carne sonrosada empapado y con una vaga forma apenas humanoide. Se tragó la materia anfitriona genética y se deleitó con el suave tejido sin hueso. Honsou notó que los pelos de la piel se le ponían de punta, como si se estuviera acumulando una descarga eléctrica.
El Forjador se acercó a la siguiente cápsula y se alimentó de nuevo. Se giró hacia Honsou para darle una orden.
—Acaba con todos ellos.
* * *
Leonid se encaminó de regreso a la entrada de la caverna con la espada de energía empuñada con fuerza y un gesto de decisión en el rostro. Ya no podían hacer nada más que supusiera alguna diferencia con el resultado final, y sintió el fracaso como un peso amargo en el estómago. Si aquél iba a ser su final, se enfrentarían a él con la cabeza bien alta, no escondiéndose. A sus hombres ya no les quedaba munición, y los sonidos del combate ya eran brutales y duraban poco.
Junto a él iban unos cincuenta hombres, y se dirigieron hacia un ruido de succión asqueroso y nauseabundo, decididos a vender sus vidas todo lo caro que pudieran al ver que el final ya era inevitable.
Leonid dobló la esquina de una hilera de cápsulas y dio un paso atrás al ver lo que tenía ante sí.
* * *
El Forjador de Armas alzó los brazos hacia el techo de la caverna cuando sintió el poder de la simiente genética recorrer todo su cuerpo, aunque sabía perfectamente que ese poder era principalmente simbólico. Había cumplido su misión y el poder de los dioses del Caos se volcó sobre su recipiente escogido, y le arrancaron la carne mortal para otorgarle el don de la inmortalidad.
La armadura se le desprendió del cuerpo, puesto que su forma material ya no era apropiada para una criatura del Caos tan magnífica. Un vórtice aullante de energía oscura lo rodeó al mismo tiempo que en el suelo de rococemento aparecían grietas a causa de las descargas que le saltaban de las piernas.
El Forjador de Armas se hinchó a medida que la energía psíquica se fue acumulando, rugiendo al notar que su poder aumentaba.
El pecho se le hinchó de forma convulsiva cuando el poder del Caos entró en su cuerpo. Era consciente de la presencia de sus guerreros y de los soldados imperiales, pero necesitaba toda su concentración para dirigir las incomprensibles energías que remodelaban su nueva carne demoníaca.
El Forjador de Armas rugió de éxtasis y de dolor cuando aquel poder sin precedentes lo envolvió. El cuerpo se le hinchó de un modo monstruoso, inflado por el remolino de energía que lo azotaba.
Un cuerno en espiral le salió por la frente en un estallido de carne y de sangre. La púa manchada se retorció como un ser vivo y giró para envolverle la cabeza. La piel se le oscureció y adquirió una textura repugnante y escamosa. La espina dorsal se partió con un crujido y el Forjador de Armas no pudo evitar gritar de dolor mientras aumentaba de tamaño. Rugió cuando las sombras de su espalda se solidificaron y las alas negras se extendieron de un extremo a otro y batieron con fuerza.
El nuevo príncipe demonio se alzó por los aires y quedó suspendido sobre los horrorizados testigos de su nacimiento mientras los últimos restos de energía psíquica le surgían del cuerpo en un estallido de poder.
* * *
Aunque sabía que eso sería su muerte, Leonid corrió hacia el demonio con la espada en alto dispuesto a atacarlo.
El demonio alado lo miró y el castellano cayó de rodillas cuando la repugnante aura de la criatura lo abrumó. Su monstruosa forma era negra por completo, y las profundidades de pesadilla de su aspecto brillaban con galaxias y estrellas muy lejanas. Leonid se sintió enfermo con tan sólo mirar a aquella bestia, y cayó sobre el costado cuando unos calambres debilitadores azotaron su cuerpo.
Vomitó y sintió que sus entrañas se contraían una y otra vez aunque ya estaban vacías. Intentó en vano ponerse en pie, pero el dolor era demasiado intenso. Parecía que le habían clavado un cuchillo con la hoja al rojo vivo en el estómago y lo estaban retorciendo. Sus hombres también estaban tirados por el suelo, ya que sus cuerpos se rebelaban igualmente ante la presencia de un poder tan horrible.
Leonid lloró de dolor mientras oía la terrible risa retumbante del príncipe demonio flotando encima de su cabeza. Aquel sonido discordante le enviaba oleadas de sufrimiento por toda la columna vertebral.
Sintió que la inconsciencia se acercaba y que lo reclamaba para ella, pero intentó resistirse.
Sin embargo, no pudo hacerlo y acabó deslizándose hacia la oscuridad.
* * *
Los incendios todavía ardían cuando los primeros rayos de la mañana asomaron por las cimas de las montañas y las columnas de transportes oruga entraron rugientes a través de los restos fundidos de la Puerta del Destino. Cada transporte había sido construido especialmente para ese momento, con un tanque aislado y equipado con mecanismos congelantes para conservar la preciosa simiente genética a lo largo del viaje por el immaterium hacia el Ojo del Terror y Abbadon el Saqueador.
Los Guerreros de Hierro muertos ya estaban a bordo de las naves en órbita y los quirumeks los estaban diseccionando para preservar los órganos que implantarían a la siguiente generación de Guerreros de Hierro.
No había quedado lo suficiente de Forrix como para llevárselo, y un grupo de esclavos había encontrado un cadáver pudriéndose en el reducto de Kroeger mientras desmontaban las estructuras de asedio. Era evidente que se trataba del cuerpo de un Guerrero de Hierro, pero si aquél era el cuerpo de Kroeger, ¿quién había dirigido el asalto contra el bastión oriental?
Se trataba de un misterio que Honsou supuso que jamás resolvería, aunque en eso estaba muy equivocado.
Honsou observó cómo los transportes especiales recorrían con lentitud el paisaje desolado y arrasado de la llanura que se extendía ante la ciudadela. La satisfacción de la victoria quedaba oscurecida por la sensación de vacío que provocaba saber que el enemigo estaba derrotado y que no librarían más batallas allí.
Honsou se había postrado de rodillas ante el Forjador de Armas cuando había ascendido a la condición de príncipe demonio y había comenzado a recitar oraciones de devoción.
—Ponte en pie, Honsou —le ordenó el demonio.
Honsou se apresuró a obedecer y el demonio continuó hablando.
—Me has complacido enormemente a lo largo de estos últimos siglos, hijo mío. He cuidado y preparado tu odio y ya tienes la semilla de la grandeza en tu interior.
—Tan sólo vivo para serviros, mi señor —tartamudeó Honsou.
—Sé que lo haces, pero también sé que ansias estar al mando, seguir el camino que yo he recorrido. Ya tengo claro lo que debo hacer.
El Forjador de Armas demoníaco flotó hacia Honsou y su gigantesca forma se alzó sobre él.
—Serás mi sucesor, Honsou. Tan sólo tú conservas la verdadera visión del Caos, la destrucción final del falso imperio. Forrix había perdido esa visión de nuestro destino final y Kroeger…, bueno, la dejó a un lado hace mucho tiempo. Pero no te nombraré capitán: te nombraré Forjador de Armas.
El príncipe demonio envolvió a Honsou con sus alas antes de que pudiera responder, con un cuerpo que era un trozo de pura negrura.
—El poder de la disformidad me llama, Honsou, y es una llamada a la que no me puedo negar acudir. Adonde yo voy no puedes seguirme… todavía.
La silueta del Forjador de Armas destelló por unos instantes mientras se desvanecía en el plano material para marcharse hacia lugares más allá de la comprensión de Honsou.
* * *
Todavía no podía creérselo. Honsou el mestizo. Honsou el Forjador de Armas.
Le dio la espalda a los restos de la ciudadela y se dirigió hacia el risco que conducía al espaciopuerto. Pasó al lado de una columna de nuevos esclavos de uniforme azul que marchaban hacia las naves prisión. Honsou se fijó en uno de ellos, que llevaba una coraza pectoral de color bronce y las charreteras de teniente coronel. El cautivo miraba fijamente al suelo con un gesto de resignación desesperanzada en la cara. Honsou se echó a reír.
Dejó atrás con rapidez a los prisioneros y atravesó la magistral línea de contravalaciones que Forrix había construido alrededor del espaciopuerto, más allá de donde se encontraban los transportes pesados que se estaban llevando a los tanques y piezas de artillería supervivientes hacia las inmensas naves de transporte.
Las plataformas de despegue estaban repletas de hombres y de máquinas que se disponían a partir de Hydra Cordatus.
Cruzó las pistas hacia una nave lanzadera que se encontraba en la plataforma de despegue más alejada.
Una guardia de honor de Guerreros de Hierro estaba formada ante la cavernosa entrada de la nave.
—Su nave está preparada, Forjador de Armas.
Honsou sonrió y entró en la nave sin mirar atrás.